¿Puede un pájaro enmudecer, devenir inaudible? ¿No es la figura del pájaro, en el frondoso bosque lírico, símbolo de una belleza sonora donde el canto (y el propio vuelo) forma parte de las condiciones de una libertad siempre asediada?
El pájaro mudo de Luz Pichel (Alén, Lalín, Pontevedra, 1947), reeditado en 2020 en la Colección Genialogías de Tigres de Papel y la Asociación de poesía de mujeres Genialogías, parte de esa tensión, como si en nuestra época la propia posibilidad de cantar estuviera atravesada por una dificultad recurrente.
Al fin de cuentas, ¿cómo se canta cuando se arrastra el estigma de una lengua mestiza, juzgada como desviación o embrutecimiento, tal como ocurre con el «castrapo» murmurado por la autora, fuera de la legitimidad (académica y cultural) de las lenguas mayores? ¿Habilita este pájaro mudo a pensar nuestro presente como ese tiempo en el que las sirenas hacen silencio, como ocurre en la parábola de Kakfa?
Puede que en este periplo sin épica no sea preciso taponarse los oídos para no escuchar el fulgor del canto (ni, mucho menos, la herida del silencio) pero se viene de un “larguísimo silencio”. El pájaro mudo se rebela, pues, contra ese mutismo que arrastra el estigma, aunque tuviera que conjurar el encanto mediante “una canción sin pan para cunas de alambre”. No para restituir una voz primigenia (también la memoria sobrevuela una zona baldía, a distancia de lo decible) sino para trazar la línea de un desplazamiento posible, trastocando la condena en escritura abierta a lo heterogéneo.
Fuera de un realismo poético ingenuo que presupone lo real como evidencia, Pichel insinúa un mundo mágico que se mueve en un tiempo espectral, en el que la «retornancia» -tal como recuerda Ángela Segovia en el prólogo a propósito de esta categoría derridiana- es central, distante a ese presente continuo en el que la memoria queda relegada, en segundo plano, como esas cosas abandonadas que quedan en algún rincón perdido.
En El pájaro mudo el pasado regresa como una niña que oye de más y perturba el silencio. Testiga de partidas prematuras y siestas entregadas al murmullo de una naturaleza desbordante, la escritura de Pichel se puebla de animalitos atiborrados de soledad, como corazones desposeídos que habitan la noche escarchada soñando una ternura nueva.
El pájaro mudo de Luz Pichel (Alén, Lalín, Pontevedra, 1947), reeditado en 2020 en la Colección Genialogías de Tigres de Papel y la Asociación de poesía de mujeres Genialogías, parte de esa tensión, como si en nuestra época la propia posibilidad de cantar estuviera atravesada por una dificultad recurrente.
Al fin de cuentas, ¿cómo se canta cuando se arrastra el estigma de una lengua mestiza, juzgada como desviación o embrutecimiento, tal como ocurre con el «castrapo» murmurado por la autora, fuera de la legitimidad (académica y cultural) de las lenguas mayores? ¿Habilita este pájaro mudo a pensar nuestro presente como ese tiempo en el que las sirenas hacen silencio, como ocurre en la parábola de Kakfa?
Puede que en este periplo sin épica no sea preciso taponarse los oídos para no escuchar el fulgor del canto (ni, mucho menos, la herida del silencio) pero se viene de un “larguísimo silencio”. El pájaro mudo se rebela, pues, contra ese mutismo que arrastra el estigma, aunque tuviera que conjurar el encanto mediante “una canción sin pan para cunas de alambre”. No para restituir una voz primigenia (también la memoria sobrevuela una zona baldía, a distancia de lo decible) sino para trazar la línea de un desplazamiento posible, trastocando la condena en escritura abierta a lo heterogéneo.
Fuera de un realismo poético ingenuo que presupone lo real como evidencia, Pichel insinúa un mundo mágico que se mueve en un tiempo espectral, en el que la «retornancia» -tal como recuerda Ángela Segovia en el prólogo a propósito de esta categoría derridiana- es central, distante a ese presente continuo en el que la memoria queda relegada, en segundo plano, como esas cosas abandonadas que quedan en algún rincón perdido.
En El pájaro mudo el pasado regresa como una niña que oye de más y perturba el silencio. Testiga de partidas prematuras y siestas entregadas al murmullo de una naturaleza desbordante, la escritura de Pichel se puebla de animalitos atiborrados de soledad, como corazones desposeídos que habitan la noche escarchada soñando una ternura nueva.
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Pájaro de la memoria
Indócil, el pájaro de la escritura de Pichel se mueve en un tiempo transitivo: nada puede darse por clausurado. Ni siquiera el silencio es concluyente. Como en ese llano ardiente de Rulfo, no hay reposo para estos habitantes fantasmales que siguen merodeando en la memoria. Sus recuerdos vociferan en alguna parte del corazón. Y puede que, en efecto, la referencia recurrente al mundo rural en el que crece Pichel (“un abrazo de tierra en las raíces”) abra la propia vida a una temporalidad sustraída del vértigo y la productividad. Un tiempo en el que todavía es posible la detención y el goce ante un paisaje salvaje y pletórico, aunque imposible de romantizar: “Todo aquel maizal era un desierto regado en sangre”.
El pájaro mudo canta incluso si no lo escuchamos. Si perdemos el rastro de su vuelo no será porque no tenga nada que decir sino por el menosprecio hacia su lengua vilipendiada que, como un punzón, horada el canon literario dominante en España. Fuera del mito de la pureza, es precisamente ese lugar mestizo desde el que se escribe el que invita a rebelarse. Al estigma de las lenguas menores Pichel responde haciendo estallar la resignación del mutismo.
No falta el desasosiego de “aquel aire perdido de madre que no llega”. Incluso la noche hiere “el corazón desposeído de los potros”. Pero también está “aquel temblor de pájaro pequeño” que celebra su santuario hecho de un universo de flores y moras cargado de súbita felicidad. El universo poético de Luz Pichel está habitado por animales mitológicos, algunos amenazantes, otros protectores. Todos parecen sostener las «lenguas hambrientas» de quien canta en el monte, sin saber aún que incluso un pájaro mudo puede poetizar.
En vez de una sucesión narrativa en la que la protagonista podría alzarse más o menos victoriosa, nos topamos con una temporalidad desquiciada, propia de una memoria en la que se yuxtaponen recuerdos del frío y de los insectos, pero también de esa algarabía de niña corriendo en busca de frutos dulces en alguna parte de la infancia.
El pájaro de la memoria, pues, se mueve en la tensión del alambre. Si, por una parte, como primer poemario (ampliado con una reveladora entrevista a cargo de Isabel Navarro) todavía se contiene, vocifera, habla bajito para saltar la tranquera, por otra parte, condensa de forma vasta el imaginario poético en el que se mueve Pichel. Más sobrio que otros de sus poemarios –compárese por ejemplo con Casa pechada-, ya insinúa su mundo singular que, en determinados pasajes, recuerda a Los papeles salvajes de Marosa di Giorgio aunque sin su sobreabundancia. En cualquier caso, una excelente manera de ingresar a la casa asombrosa de Luz Pichel.
Incluso si, como es previsible, El pájaro mudo plantea cierta distancia enunciativa con respecto a las creaciones poéticas posteriores de la autora, se mueve fuera de ese confesionalismo más o menos insípido que hace del propio espacio del poema una especie de odisea incesante del yo. A diferencia de esa odisea que encumbra a quien la protagoniza, en este lugar descentrado -en el que no faltan referencias personales- no cabe más que “la caja de los cuentos destrozada/ su nombre en alfileres”. Puede que ese sea uno de los efectos del silencio que se pliega en una superficie que sugiere más que muestra. Sobre ese trasfondo de fragilidad, el pájaro canta y nos invita a volar.
La obra fue publicada por vez primera en el año 1990 y ha sido reeditada en la Colección Genialogías de poesía escrita por mujeres en las últimas décadas en España, al cargo de la Asociación Genialogías y Ediciones Tigres de Papel.
Indócil, el pájaro de la escritura de Pichel se mueve en un tiempo transitivo: nada puede darse por clausurado. Ni siquiera el silencio es concluyente. Como en ese llano ardiente de Rulfo, no hay reposo para estos habitantes fantasmales que siguen merodeando en la memoria. Sus recuerdos vociferan en alguna parte del corazón. Y puede que, en efecto, la referencia recurrente al mundo rural en el que crece Pichel (“un abrazo de tierra en las raíces”) abra la propia vida a una temporalidad sustraída del vértigo y la productividad. Un tiempo en el que todavía es posible la detención y el goce ante un paisaje salvaje y pletórico, aunque imposible de romantizar: “Todo aquel maizal era un desierto regado en sangre”.
El pájaro mudo canta incluso si no lo escuchamos. Si perdemos el rastro de su vuelo no será porque no tenga nada que decir sino por el menosprecio hacia su lengua vilipendiada que, como un punzón, horada el canon literario dominante en España. Fuera del mito de la pureza, es precisamente ese lugar mestizo desde el que se escribe el que invita a rebelarse. Al estigma de las lenguas menores Pichel responde haciendo estallar la resignación del mutismo.
No falta el desasosiego de “aquel aire perdido de madre que no llega”. Incluso la noche hiere “el corazón desposeído de los potros”. Pero también está “aquel temblor de pájaro pequeño” que celebra su santuario hecho de un universo de flores y moras cargado de súbita felicidad. El universo poético de Luz Pichel está habitado por animales mitológicos, algunos amenazantes, otros protectores. Todos parecen sostener las «lenguas hambrientas» de quien canta en el monte, sin saber aún que incluso un pájaro mudo puede poetizar.
En vez de una sucesión narrativa en la que la protagonista podría alzarse más o menos victoriosa, nos topamos con una temporalidad desquiciada, propia de una memoria en la que se yuxtaponen recuerdos del frío y de los insectos, pero también de esa algarabía de niña corriendo en busca de frutos dulces en alguna parte de la infancia.
El pájaro de la memoria, pues, se mueve en la tensión del alambre. Si, por una parte, como primer poemario (ampliado con una reveladora entrevista a cargo de Isabel Navarro) todavía se contiene, vocifera, habla bajito para saltar la tranquera, por otra parte, condensa de forma vasta el imaginario poético en el que se mueve Pichel. Más sobrio que otros de sus poemarios –compárese por ejemplo con Casa pechada-, ya insinúa su mundo singular que, en determinados pasajes, recuerda a Los papeles salvajes de Marosa di Giorgio aunque sin su sobreabundancia. En cualquier caso, una excelente manera de ingresar a la casa asombrosa de Luz Pichel.
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La obra fue publicada por vez primera en el año 1990 y ha sido reeditada en la Colección Genialogías de poesía escrita por mujeres en las últimas décadas en España, al cargo de la Asociación Genialogías y Ediciones Tigres de Papel.