En la ansiedad de nuestro presente no parece haber tiempo para detenerse en otro tiempo, como si tuviéramos prisa por desligar la actualidad de su vínculo con un pasado todavía activo. La violencia de este gesto de clausura, sin embargo, confirma con fuerza la presencia de lo pasado, aun si ese pasado se hace presente como omisión, huella desaparecida pero real, herida que no cierra y se repite justamente por la injusticia de la desaparición.
Contra la violencia de ese gesto, omnipresente en nuestro presente dañado, resulta más pertinente que nunca la opción política de revolver lo pasado, incluso si pudiera resultar extemporáneo en una época atravesada por cierta voluntad de olvido. Desde luego, no se trata de contraponer a esa voluntad simplemente el deseo de recuperarlo todo, como si algo semejante fuera posible e incluso deseable.
Para decirlo directamente: si bien la propia construcción de la memoria es selectiva, las múltiples «figuras del olvido» no son equivalentes. De forma similar a aquello que seleccionamos como recuerdo significativo, lo que olvidamos nos configura. Entre las diversas formas de vincularnos con respecto al pasado, podríamos distinguir al menos dos formas contrapuestas: la forma de la sepultura y la de la arqueología.
Si bien podrían ilustrarse esas formas recurriendo a la historia política de España -especialmente a la insistencia negacionista de los herederos del franquismo y al afán restitutivo de los descendientes de los represaliados-, semejantes formas o actitudes también pueden rastrearse en el campo literario español. Basta recordar, como ejemplo de la actitud sepulturera, la multiplicación de antologías y obras reunidas de forma prematura, los cortes “generacionales” para saltarse a quienes nos preceden e incluso el olvido persistente de las herencias que nos constituyen, quizás como síntomas de cierta impaciencia actual por llegar lo más pronto a las coordenadas de sí mismo (a menudo, a fuerza de desconocimiento).
A contrapelo de esa actitud, el afán arqueológico se obstina en recuperar lo enterrado, material imprescindible para la (re)construcción de otra memoria, capaz de dar cuenta de trazas olvidadas pero no menos valiosas. A ese afán arqueológico cabe remitir la edición póstuma de Luz iluminada. Picasso-Gris-Miró del escritor Juan Larrea (Bilbao, 1895-Argentina, 1980), a cargo de Benito del Pliego, publicada en 2019 por la editorial Libros de la resistencia.
Semejante tarea reconstructiva –tan difícil como incierta- resulta más que pertinente en nuestro tiempo: permite ampliar justamente el “archivo Larrea” y ensanchar nuestro conocimiento al respecto. Puesto que la celebridad de los nombres no es incompatible con el olvido de sus obras, la publicación de Luz iluminada permite acceder, siete décadas después, a algunas de las huellas borradas de su escritura, producto de su exilio en América.
Contra la violencia de ese gesto, omnipresente en nuestro presente dañado, resulta más pertinente que nunca la opción política de revolver lo pasado, incluso si pudiera resultar extemporáneo en una época atravesada por cierta voluntad de olvido. Desde luego, no se trata de contraponer a esa voluntad simplemente el deseo de recuperarlo todo, como si algo semejante fuera posible e incluso deseable.
Para decirlo directamente: si bien la propia construcción de la memoria es selectiva, las múltiples «figuras del olvido» no son equivalentes. De forma similar a aquello que seleccionamos como recuerdo significativo, lo que olvidamos nos configura. Entre las diversas formas de vincularnos con respecto al pasado, podríamos distinguir al menos dos formas contrapuestas: la forma de la sepultura y la de la arqueología.
Si bien podrían ilustrarse esas formas recurriendo a la historia política de España -especialmente a la insistencia negacionista de los herederos del franquismo y al afán restitutivo de los descendientes de los represaliados-, semejantes formas o actitudes también pueden rastrearse en el campo literario español. Basta recordar, como ejemplo de la actitud sepulturera, la multiplicación de antologías y obras reunidas de forma prematura, los cortes “generacionales” para saltarse a quienes nos preceden e incluso el olvido persistente de las herencias que nos constituyen, quizás como síntomas de cierta impaciencia actual por llegar lo más pronto a las coordenadas de sí mismo (a menudo, a fuerza de desconocimiento).
A contrapelo de esa actitud, el afán arqueológico se obstina en recuperar lo enterrado, material imprescindible para la (re)construcción de otra memoria, capaz de dar cuenta de trazas olvidadas pero no menos valiosas. A ese afán arqueológico cabe remitir la edición póstuma de Luz iluminada. Picasso-Gris-Miró del escritor Juan Larrea (Bilbao, 1895-Argentina, 1980), a cargo de Benito del Pliego, publicada en 2019 por la editorial Libros de la resistencia.
Semejante tarea reconstructiva –tan difícil como incierta- resulta más que pertinente en nuestro tiempo: permite ampliar justamente el “archivo Larrea” y ensanchar nuestro conocimiento al respecto. Puesto que la celebridad de los nombres no es incompatible con el olvido de sus obras, la publicación de Luz iluminada permite acceder, siete décadas después, a algunas de las huellas borradas de su escritura, producto de su exilio en América.
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Del pensamiento a la utopía
Además de lúcidas reflexiones estéticas en diálogo con Picasso, Gris y Miró, entre otros, Luz iluminada reúne apuntes manuscritos, páginas mecanografiadas, borradores de autógrafos, pinturas como material de lectura, apostillas que ahondan en ciertas indagaciones y numerosas notas en torno a poetas como Unamuno, León Felipe o Vallejo.
En conjunto, como una especie de puzle, configuran un texto poliédrico que permite acceder a una zona reservada del pensamiento (y de la propia existencia) de Larrea, precedida por una excelente introducción de Del Pliego que liga ese pensamiento a la utopía, “(…) más allá de modelos que imaginan lo actual como final de camino, como el no va más que cierra todas las apuestas”. En efecto, no podría haber nada semejante a un horizonte utópico en una filosofía del fin de la historia que niega, estrictamente, la posibilidad de un porvenir diferente.
La referencia a la pintura, desde el impresionismo al cubismo, opera en Larrea como lanzadera para una reflexión mucho más vasta en torno a la transformación social y cultural entonces en curso, planteando el lenguaje de la luz como esencia de la actividad artística, más allá de un cierto racionalismo estrecho. Contra la conjura del azar de esa mentalidad racionalista, el interés del autor no es otro que reflexionar en torno a la invención de un nuevo lenguaje que permita poner el arte al servicio de la imaginación en una dirección ascética (correlativo al tránsito de lo humano a lo divino). Así, arte e historia, en vez de separarse, tienden a enlazarse en Larrea: “Pensamos de pie en los umbrales de un mundo nuevo”.
En efecto, la aspiración no es otra que el paraíso, incluso si no podemos acceder a él como no sea mediante la imaginación creadora, más allá del orden apariencial. Se trata, pues, de un arte que participa en el proceso de transformación orientado a la creación de una “ciudad universal” donde también resuenan los ecos del creacionismo de Vicente Huidobro, del arte escultórico de Jacques Lipchitz y de la escritura automática de los surrealistas, no como meros compendios de técnicas compositivas sino en tanto visiones de mundo comprehensivas.
En ese contexto, la pintura española de vanguardia de las primeras décadas del siglo XX no sería sino la irrupción del orden de lo divino en la maquinación de la historia; una suerte de “redención” prometeica precedida por la “crucifixión”. Al decir de Larrea:
Son los estados afectivos o anímicos que la mente cartesiana deja fuera de la figura racional de universo, como se habían dejado fuera de la ciudad a poetas y pintores, los que brotando del inconsciente determinan con la complicidad del «azar», es decir, con la injerencia del orden que esa mente desconoce, el movimiento de la vida. A través de esos estados la creación opera con el mismo sentido teleológico que aborrece el materialismo pero que es propio de todos los fenómenos vitales (…).
Como entonces, en la “inmensa catástrofe europea”, la apuesta por una “nueva humanidad” sigue intacta, aun si las propias promesas mesiánicas flotan en lo incierto y plantean más ambigüedades de las que entonces resultaban imaginables. No es preciso, sin embargo, suscribir a todas las implicaciones de esta filosofía de la historia, con importantes remanentes religiosos, para reconocer allí una apuesta política pendiente, una esperanza por un orden superior, una demanda de justicia que sigue sin respuesta.
No es este el espacio, sin embargo, para desgranar un texto inclasificable, poblado de referencias y ramificaciones estéticas, filosóficas, religiosas, mitológicas, políticas e incluso éticas. Lo relevante es, ante todo, la aparición de Luz iluminada que corrige, al menos parcialmente, lo que Derrida llama el «mal de archivo». Incluso si estamos lejos de poder abarcar el derrotero que prosigue Larrea, su actualidad es clara.
La importancia de restituir algunas huellas
Recuperar ese legado en el contexto del presente forma parte de una deuda simbólica nunca saldada; una aportación inicial a un proceso de reparación histórica que apenas ha tenido lugar. ¿No es esa recuperación, precisamente, una de las condiciones del duelo de quienes todavía en el presente siguen atravesados por la sombra del escarnio de décadas? ¿Y no es la posibilidad de ese duelo, asimismo, un acto de justicia, parte irrenunciable de su horizonte? Restituir algunas huellas de un archivo necesariamente incompleto resulta decisivo: la exhumación, en contraposición a la figura de la profanación, es el acto político que hace justicia a nuestros muertos –el deber de memoria que nos corresponde como descendientes, tal como señala Augé [1].
Abrir el “archivo Larrea” no forma parte del museo de la historia pasada; es, ante todo, una forma de revalorizar aquel legado que el franquismo reprimió de forma brutal, forzando a un largo exilio del que nunca se vuelve porque, como diría Lucía Sánchez Saornil, hasta los caminos de regreso han sido borrados. La apertura del archivo, en suma, es también apuesta por una democracia siempre frágil, siempre por venir, que exige escuchar a quienes han sido sepultados por una dictadura que todavía sigue sobrevolando nuestras cabezas. Habría que tomarse en serio una política del archivo como una cuestión de porvenir: “La democratización efectiva se mide siempre por este criterio esencial: la participación y el acceso al archivo, a su constitución y a su interpretación” [2]. Ante el llamado hueco a una reconciliación basada en un pacto de olvido, ¿cómo no celebrar la recuperación de las huellas todavía truncas de una escritura arrojada al exilio?
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En efecto, la aspiración no es otra que el paraíso, incluso si no podemos acceder a él como no sea mediante la imaginación creadora, más allá del orden apariencial. Se trata, pues, de un arte que participa en el proceso de transformación orientado a la creación de una “ciudad universal” donde también resuenan los ecos del creacionismo de Vicente Huidobro, del arte escultórico de Jacques Lipchitz y de la escritura automática de los surrealistas, no como meros compendios de técnicas compositivas sino en tanto visiones de mundo comprehensivas.
En ese contexto, la pintura española de vanguardia de las primeras décadas del siglo XX no sería sino la irrupción del orden de lo divino en la maquinación de la historia; una suerte de “redención” prometeica precedida por la “crucifixión”. Al decir de Larrea:
Son los estados afectivos o anímicos que la mente cartesiana deja fuera de la figura racional de universo, como se habían dejado fuera de la ciudad a poetas y pintores, los que brotando del inconsciente determinan con la complicidad del «azar», es decir, con la injerencia del orden que esa mente desconoce, el movimiento de la vida. A través de esos estados la creación opera con el mismo sentido teleológico que aborrece el materialismo pero que es propio de todos los fenómenos vitales (…).
Como entonces, en la “inmensa catástrofe europea”, la apuesta por una “nueva humanidad” sigue intacta, aun si las propias promesas mesiánicas flotan en lo incierto y plantean más ambigüedades de las que entonces resultaban imaginables. No es preciso, sin embargo, suscribir a todas las implicaciones de esta filosofía de la historia, con importantes remanentes religiosos, para reconocer allí una apuesta política pendiente, una esperanza por un orden superior, una demanda de justicia que sigue sin respuesta.
No es este el espacio, sin embargo, para desgranar un texto inclasificable, poblado de referencias y ramificaciones estéticas, filosóficas, religiosas, mitológicas, políticas e incluso éticas. Lo relevante es, ante todo, la aparición de Luz iluminada que corrige, al menos parcialmente, lo que Derrida llama el «mal de archivo». Incluso si estamos lejos de poder abarcar el derrotero que prosigue Larrea, su actualidad es clara.
La importancia de restituir algunas huellas
Recuperar ese legado en el contexto del presente forma parte de una deuda simbólica nunca saldada; una aportación inicial a un proceso de reparación histórica que apenas ha tenido lugar. ¿No es esa recuperación, precisamente, una de las condiciones del duelo de quienes todavía en el presente siguen atravesados por la sombra del escarnio de décadas? ¿Y no es la posibilidad de ese duelo, asimismo, un acto de justicia, parte irrenunciable de su horizonte? Restituir algunas huellas de un archivo necesariamente incompleto resulta decisivo: la exhumación, en contraposición a la figura de la profanación, es el acto político que hace justicia a nuestros muertos –el deber de memoria que nos corresponde como descendientes, tal como señala Augé [1].
Abrir el “archivo Larrea” no forma parte del museo de la historia pasada; es, ante todo, una forma de revalorizar aquel legado que el franquismo reprimió de forma brutal, forzando a un largo exilio del que nunca se vuelve porque, como diría Lucía Sánchez Saornil, hasta los caminos de regreso han sido borrados. La apertura del archivo, en suma, es también apuesta por una democracia siempre frágil, siempre por venir, que exige escuchar a quienes han sido sepultados por una dictadura que todavía sigue sobrevolando nuestras cabezas. Habría que tomarse en serio una política del archivo como una cuestión de porvenir: “La democratización efectiva se mide siempre por este criterio esencial: la participación y el acceso al archivo, a su constitución y a su interpretación” [2]. Ante el llamado hueco a una reconciliación basada en un pacto de olvido, ¿cómo no celebrar la recuperación de las huellas todavía truncas de una escritura arrojada al exilio?
Notas:
[1] Augé, Marc (1998): Las formas del olvido, Gedisa, Barcelona, p. 102.
[1] Augé, Marc (1998): Las formas del olvido, Gedisa, Barcelona, p. 102.
[2] Derrida, Jaques (1997): Mal de archivo, Trota, Madrid, p. 12.