El retrato del uranio (Cuadernos de la Errantía, 2021) confirma a su autor, Raúl Nieto de la Torre (Madrid, 1978), como una de las mejores voces, y además más personales y reconocibles, de esa promoción de poetas españoles que se sitúa cronológicamente entre los treinta y muchos y los cuarenta y pocos años.
La obra se entrega, además, con el regalo extra de un brillante epílogo de Elvire Gómez-Vidal Bernard que no solo nos ofrece todo tipo de claves muy de agradecer para transitar por sus textos (la poesía de este autor no es hermética, pero sí tiene un poso de inefabilidad, un rastro de una materia sutil que no se deja fácilmente atrapar, para bien, por los muchos límites de una reseña o una crítica convencional) sino para entender que incluso su título no es solo un juego ingenioso de tipo acróstico sino una primera aproximación certera a algunos de sus rasgos de estilo más reconocibles y utilizados con más habilidad, como la frecuente presencia de realidades paradójicas: “El uranio es un metal radioactivo, fascinante, pues su formación física se debe a las estrellas y a los cuerpos celestes. No ha sido producido y fabricado por la Tierra misma sino que los movimientos y cataclismos astrales lo depositaron en ella: procede del Universo y de su actividad. Elemento potente, explosivo, destructor, funesto y temible, goza, sin embargo, de una dualidad interna pues está capacitado para producir dinámicamente energías positivas de fuerza incomparable”.
Dimensión física y utópica
Abunda en estos textos una perspectiva de enunciación poética “alucinada” (empleo el término en el sentido exclusivo de que me recuerda a las empleadas por José Hierro en su Libro de las alucinaciones… una de tantas cosas sobre la poesía de Raúl Nieto que yo me invento pero no creo que le moleste debido a la honorabilidad el referente), ajena a la vida real y palpable, que sugiere una existencia previa, imprecisa o identificada con un sustrato ancestral (de ahí el yo convertido en “artista de Altamira”) y hasta con una dimensión física que no entra en contradicción con su naturaleza utópica (Textos 10 y 13), que se afirma a partir de la anulación de la que experimentamos ahora (“Mi límite eres tú: aparta la mirada”) o es continuum de todo lo que se regenera devuelto a lo básico y esencial (Texto 5).
El poema aparece retratado como un ámbito de inocencia (reiteradamente cantada en otros textos como el imponente poema 12), un intento de recuperar esos “ojos de dios en los bolsillos del niño” (maravillosa imagen que parece remitir a ese inventario de lo insólito y lo fabuloso que salía de las ropas zurcidas de los personajes de Mark Twain), donde se entrecruza la “tensión” entre lo que germina y lo que sucumbe y es un afecto que se puede comunicar (“¿Qué don/de amar lo nunca visto se esconde en tu poema/ y se abre quien lo observa?).
Menospreciado a ratos por su autor-demiurgo, lo escrito es acogido por la orfandad, que es la compasión en que se garantiza su renacer (texto 18). Abundan las paradojas que crean un mundo de apariencias deslizantes, donde no existe el acomodo de las certezas y la incertidumbre es el signo de identidad de lo vivo. De ahí algunas impactantes metamorfosis gozosas como la del perro ahorcado/fruto del poema 7, una violencia redimida por un ojo limpio que recibe su pureza de algún confín desconocido. Igualmente, se nos hace pensar en los peligros de la nominación como caída o difuminación de su esencia definitoria (Texto 8), de ahí que la vena que más florece y alienta sea la “innominada” (texto 19).
La obra se entrega, además, con el regalo extra de un brillante epílogo de Elvire Gómez-Vidal Bernard que no solo nos ofrece todo tipo de claves muy de agradecer para transitar por sus textos (la poesía de este autor no es hermética, pero sí tiene un poso de inefabilidad, un rastro de una materia sutil que no se deja fácilmente atrapar, para bien, por los muchos límites de una reseña o una crítica convencional) sino para entender que incluso su título no es solo un juego ingenioso de tipo acróstico sino una primera aproximación certera a algunos de sus rasgos de estilo más reconocibles y utilizados con más habilidad, como la frecuente presencia de realidades paradójicas: “El uranio es un metal radioactivo, fascinante, pues su formación física se debe a las estrellas y a los cuerpos celestes. No ha sido producido y fabricado por la Tierra misma sino que los movimientos y cataclismos astrales lo depositaron en ella: procede del Universo y de su actividad. Elemento potente, explosivo, destructor, funesto y temible, goza, sin embargo, de una dualidad interna pues está capacitado para producir dinámicamente energías positivas de fuerza incomparable”.
Dimensión física y utópica
Abunda en estos textos una perspectiva de enunciación poética “alucinada” (empleo el término en el sentido exclusivo de que me recuerda a las empleadas por José Hierro en su Libro de las alucinaciones… una de tantas cosas sobre la poesía de Raúl Nieto que yo me invento pero no creo que le moleste debido a la honorabilidad el referente), ajena a la vida real y palpable, que sugiere una existencia previa, imprecisa o identificada con un sustrato ancestral (de ahí el yo convertido en “artista de Altamira”) y hasta con una dimensión física que no entra en contradicción con su naturaleza utópica (Textos 10 y 13), que se afirma a partir de la anulación de la que experimentamos ahora (“Mi límite eres tú: aparta la mirada”) o es continuum de todo lo que se regenera devuelto a lo básico y esencial (Texto 5).
El poema aparece retratado como un ámbito de inocencia (reiteradamente cantada en otros textos como el imponente poema 12), un intento de recuperar esos “ojos de dios en los bolsillos del niño” (maravillosa imagen que parece remitir a ese inventario de lo insólito y lo fabuloso que salía de las ropas zurcidas de los personajes de Mark Twain), donde se entrecruza la “tensión” entre lo que germina y lo que sucumbe y es un afecto que se puede comunicar (“¿Qué don/de amar lo nunca visto se esconde en tu poema/ y se abre quien lo observa?).
Menospreciado a ratos por su autor-demiurgo, lo escrito es acogido por la orfandad, que es la compasión en que se garantiza su renacer (texto 18). Abundan las paradojas que crean un mundo de apariencias deslizantes, donde no existe el acomodo de las certezas y la incertidumbre es el signo de identidad de lo vivo. De ahí algunas impactantes metamorfosis gozosas como la del perro ahorcado/fruto del poema 7, una violencia redimida por un ojo limpio que recibe su pureza de algún confín desconocido. Igualmente, se nos hace pensar en los peligros de la nominación como caída o difuminación de su esencia definitoria (Texto 8), de ahí que la vena que más florece y alienta sea la “innominada” (texto 19).
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Canto a la perpetuidad de lo esencial
El tránsito por el poema requiere la experimentación de todo lo desolado, un pulso de valentía en el que se nos puede entregar su potencial redentor (“Se quiere al vivo/y se ama lo que ha muerto/pero sólo se canta a quien nos resucita”). Y finalmente, la abolición como un retorno a la raíz, a ese momento de origen en que la palabra era arcilla que no habíamos humillado obligándola a doblegarse a ninguna forma (Texto 44).
Hay un canto a la perpetuidad de lo esencial (luz, aire) y a la corroboración de su vigencia indefinida al margen de que pueda consentir a hacerse piel entre nosotros (Texto 14) aun cuando a veces no se entregue, el hombre sólo la sienta como un presagio que no puede llegar a palpar (Texto 24), y pueda encerrarse en formas que son pura apariencia (Texto 17). En ocasiones parece apuntar una apelación saliniana (Texto 35) a entender el dolor, y también el pasado, como una ficción, como una máscara o una costra que debe caer para que se imponga una libertad que es la regeneración de lo vivo.
Captado lo elemental, el poeta es consciente de que ya no es precisa ninguna elucubración para sentirse parte y centro de todo (“Estoy mirando todo más sencillo/hasta que no haya otra explicación posible/y entonces callaré”). Nada mínimo debe desecharse, pues su pequeñez abarca una totalidad y su pérdida puede desbocarnos al desarraigo cuando algo mínimo como una hora perdida “ha de vengarse dejándonos sin aire/en el momento de dar gracias/o de pedir perdón (Texto 40).
Como si fuera el modelo ético que vieron en ella los hombres del Renacimiento, se canta a una vida que no renuncia a recrearse en su pulsión gozosa pese a no ser consciente de sí (Texto 16) y que, a diferencia del artista, no se ha malogrado suplantándose por sus copias miméticas. Incluso su quiebra (Texto 30) es gozosa como antípoda del miedo que impide asumir que no hay existencia sin el germen de lo que acabará borrándola.
Desde Leopardo (otro de sus poemarios esenciales) la poesía de Raúl Nieto deja siempre la sensación de un estupor san-juan-cruciano. Ese “no-sé-qué-que quedan balbuciendo”. Se lee con la sensación de ir siempre perdido, entre intuiciones que no tienen auténtica solidez y se descabalan al error o la deformación del texto, tanteando con ojos ciegos algo que resulta inapresable. Pero, como al amor, se la respeta, se la valora como a toda esa poesía genuina que se nos hace esquiva y nos hace sentirnos postulantes u eternos opositores a lograrla. Y, sobre todo, se abraza como una intensa experiencia intelectual y emotiva.
El tránsito por el poema requiere la experimentación de todo lo desolado, un pulso de valentía en el que se nos puede entregar su potencial redentor (“Se quiere al vivo/y se ama lo que ha muerto/pero sólo se canta a quien nos resucita”). Y finalmente, la abolición como un retorno a la raíz, a ese momento de origen en que la palabra era arcilla que no habíamos humillado obligándola a doblegarse a ninguna forma (Texto 44).
Hay un canto a la perpetuidad de lo esencial (luz, aire) y a la corroboración de su vigencia indefinida al margen de que pueda consentir a hacerse piel entre nosotros (Texto 14) aun cuando a veces no se entregue, el hombre sólo la sienta como un presagio que no puede llegar a palpar (Texto 24), y pueda encerrarse en formas que son pura apariencia (Texto 17). En ocasiones parece apuntar una apelación saliniana (Texto 35) a entender el dolor, y también el pasado, como una ficción, como una máscara o una costra que debe caer para que se imponga una libertad que es la regeneración de lo vivo.
Captado lo elemental, el poeta es consciente de que ya no es precisa ninguna elucubración para sentirse parte y centro de todo (“Estoy mirando todo más sencillo/hasta que no haya otra explicación posible/y entonces callaré”). Nada mínimo debe desecharse, pues su pequeñez abarca una totalidad y su pérdida puede desbocarnos al desarraigo cuando algo mínimo como una hora perdida “ha de vengarse dejándonos sin aire/en el momento de dar gracias/o de pedir perdón (Texto 40).
Como si fuera el modelo ético que vieron en ella los hombres del Renacimiento, se canta a una vida que no renuncia a recrearse en su pulsión gozosa pese a no ser consciente de sí (Texto 16) y que, a diferencia del artista, no se ha malogrado suplantándose por sus copias miméticas. Incluso su quiebra (Texto 30) es gozosa como antípoda del miedo que impide asumir que no hay existencia sin el germen de lo que acabará borrándola.
Desde Leopardo (otro de sus poemarios esenciales) la poesía de Raúl Nieto deja siempre la sensación de un estupor san-juan-cruciano. Ese “no-sé-qué-que quedan balbuciendo”. Se lee con la sensación de ir siempre perdido, entre intuiciones que no tienen auténtica solidez y se descabalan al error o la deformación del texto, tanteando con ojos ciegos algo que resulta inapresable. Pero, como al amor, se la respeta, se la valora como a toda esa poesía genuina que se nos hace esquiva y nos hace sentirnos postulantes u eternos opositores a lograrla. Y, sobre todo, se abraza como una intensa experiencia intelectual y emotiva.