“Si me arañaran de nuevo, salpicaría ceniza.”
Menchu Gutiérrez.
Publicado en 1997 por primera vez, este poemario nace desde la oscuridad de un espacio único: el laboratorio alquímico, donde conviven la magia y la ciencia. Entonces, Menchu Gutiérrez (Madrid, 1957), con una formación multidisciplinar, pensaba abandonar las letras por un camino distinto, aquel lleno de símbolos arcanos y numerología. Quería empezar estudios en física. También vivía en un faro en San Sebastián, inmersa en los fenómenos atmosféricos y en un aura de soledad y silencio. Todo esto casi pudo suceder. De hecho, podría ser el comienzo de un relato, de una historia narrativa sobre los senderos que toma la vida. Como un neonato de nubes, así partió La mano muerta cuenta el dinero de la vida, de la vicisitud y el cambio en todas sus formas.
La mano es un molde de yeso de la autora, la mano cuenta esa niebla en movimiento que, a través de los poemas, recrea una atmósfera donde nada es lo que parece. Cada poema respira, vive. La concepción orgánica del libro no es luminosa, sino profundamente desestabilizadora, puesto que relata el abandono literario y científico del lenguaje. La poética es inquietante. Sólo perdura la desnudez y tanta sombra sin cuerpo, tanta bruma desconocida envuelve a quien lee de lo indefinido.
Hay hiedra y bejuco que cambian la respiración y el ritmo de cada poema, de cada zarza y hueco. En una de las partes que componen el libro, Menchu Gutiérrez escribe: las nubes han hecho del cielo el fondo de los pozos de la tierra. Cuanto era posible guardar fue ofrecido al silencio, y el silencio lo guardó en la linde, sin llave.
Subyace una amenaza invisible contra aquello que perdura, contra lo sedentario. La niebla, como ser vivo, no se queda quieta. Para no perderse, se encuentra el faro dentro del poemario. La lectura pide atención y, mediante este mecanismo de defensa, resulta una poética estimulante, donde imperan el lenguaje cuidado y medido (como si de una poción se tratase), el espacio abierto, la lengua bífida, la paradoja, el caos y la gravedad.
Arrancando el dolor con dolor, la rama más preciada de nuestro cuerpo, así quería decirlo, exhala la escritora en otro momento, mientras alude a la verdad limpia, aséptica, que también habita en el libro. Al igual que el resto de la obra literaria de Menchu Gutiérrez, la introspección es una característica fundamental de su escritura.
Aquello informe pero límpido, en concreto. Si podemos hablar de concreciones en alguna parte de lo literario o de la vida en sí. De tan abiertos que resultan estos poemas, quizás se pensaría que resultan transparentes pero la niebla, ha de recordarse, no desaparece en ningún momento. La tensión aumenta porque este libro, en realidad, es una invocación a la sensibilidad, un exorcismo de la palabra que clama la presencia del uróboros.
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Remedio y veneno
Cualquier víspera, cualquier futuro, se suspenden en el oxímoron de la existencia, de los caminos entrecruzados por la niebla que habita en todos nosotros. Una niebla tan blanca y extraña que es pura y terrorífica ante el vacío que susurra, un nomadismo de incertidumbre narrado en el momento de duda vital de la autora.
Como este poemario es circular (dado que en la oscuridad no hay localizaciones), termino con el primer poema que abre este libro, aquel que se inicia como cuento. La autora alude en estos versos a la naturaleza del fármaco.
En su etimología griega, phármakon, es una palabra polisémica que si bien significa remedio, también significa veneno. Paracelso, padre de la farmacología moderna, afirmaba que no hay venenos, sino dosis. Y esta es la trampa magistral de la poética de Menchu Gutiérrez. La mano es celosa, parece dormida, pero se aferra todavía a lo que pueda agarrar y llevarse consigo hacia lo informe.
Leer este libro me ha recordado a un viejo enigma: una mujer cena en casa sola mientras mira la televisión. De repente, dan un parte de urgencia: se ha producido una tragedia, un barco lleno de pasajeros se ha hundido en el mar. Entonces, la mujer, cesa su cena y se tira por la ventana. ¿Por qué? La mujer era la encargada del faro. Se había olvidado de encender la luz.
Cualquier víspera, cualquier futuro, se suspenden en el oxímoron de la existencia, de los caminos entrecruzados por la niebla que habita en todos nosotros. Una niebla tan blanca y extraña que es pura y terrorífica ante el vacío que susurra, un nomadismo de incertidumbre narrado en el momento de duda vital de la autora.
Como este poemario es circular (dado que en la oscuridad no hay localizaciones), termino con el primer poema que abre este libro, aquel que se inicia como cuento. La autora alude en estos versos a la naturaleza del fármaco.
En su etimología griega, phármakon, es una palabra polisémica que si bien significa remedio, también significa veneno. Paracelso, padre de la farmacología moderna, afirmaba que no hay venenos, sino dosis. Y esta es la trampa magistral de la poética de Menchu Gutiérrez. La mano es celosa, parece dormida, pero se aferra todavía a lo que pueda agarrar y llevarse consigo hacia lo informe.
Leer este libro me ha recordado a un viejo enigma: una mujer cena en casa sola mientras mira la televisión. De repente, dan un parte de urgencia: se ha producido una tragedia, un barco lleno de pasajeros se ha hundido en el mar. Entonces, la mujer, cesa su cena y se tira por la ventana. ¿Por qué? La mujer era la encargada del faro. Se había olvidado de encender la luz.
Un poema de La mano muerta cuenta el dinero de la vida, de Menchu Gutiérrez.
Hablar
es estar colgado de una soga,
suspendido sobre un caldero de agua hirviendo,
boca abajo.
Las palabras mantienen la tensión de la cuerda,
el vapor consume la sed de los labios
y la noche enfría el caldero,
reflejándose en la superficie de las aguas…
de lo que comienza a ser sueño…
Hablar
es estar colgado de una soga,
suspendido sobre un caldero de agua hirviendo,
boca abajo.
Las palabras mantienen la tensión de la cuerda,
el vapor consume la sed de los labios
y la noche enfría el caldero,
reflejándose en la superficie de las aguas…
de lo que comienza a ser sueño…