“Y yo pregunto, vadeando a solas / un río de aguas turbias y crueles, / ¿qué puede una mujer, para qué sirve / una mujer gritando entre los muertos?”. La que esto pregunta es Ángela Figuera Aymerich (Bilbao, 1902-1984) al final de El grito inútil, primer poema de su libro homónimo de 1952 que en 2018 volvió a ver la luz de la mano de la editorial Tigres de Papel en colaboración con la Asociación Genialogías.
Aparecía el libro en una colección que está recuperando obras señeras de algunas de las grandes poetas españolas de los siglos XX y XXI y que “pretende reeditar los títulos más relevantes escritos por mujeres poetas (...) con el fin de incorporar al canon literario la presencia de la mujer en la medida fundamentadora que le corresponde”, según explican ellas mismas.
Por su fecha de nacimiento, Figuera Aymerich pertenece a la Generación del 27, pero su primer libro, Mujer de barro, no salió hasta finales de la década de los 40, 20 años después de que la mayoría de sus coetáneos, como Luis Cernuda, Federico García Lorca, Rafael Alberti..., dieran a la imprenta sus primeros frutos. Por ello, en parte, su obra tiene que ver más con la de la generación posterior, aquellos que, como ella, publicaron sus primeros libros en la década de los 40 y, como no podía ser de otra forma, vieron su vida y su poesía determinadas por la guerra civil.
De familia acomodada, su padre, catedrático en la Escuela de Ingenieros Industriales de Bilbao y pintor aficionado, incentivó en su hija la pasión por el arte y la literatura. Así ilustra José Ramón Zabala, especialista en su obra, la posición de la familia Figuera Aymerich durante la juventud de la poeta: “Tanto Ángela como su familia vivirán al margen de las tremendas desigualdades sociales sobre las que se venía gestando la prosperidad económica de Bilbao a principios de siglo (...) en un entorno familiar proclive al estudio, la lectura y el arte”.
Eso cambió bruscamente a partir de la muerte de su padre, por la que, en la práctica, Ángela se tuvo que convertir en la cabeza de familia y hacerse cargo de sus muchos hermanos pequeños debido a la ausencia paterna y a la condición enfermiza y la sordera de su madre. De hecho, en cierta manera también tuvo que encargarse de ella la poeta, fuerte y audaz en contraste con la debilidad de su progenitora, como expone en el estremecedor monólogo “A mi madre en su muerte”, cuando ya solo quedaba tiempo para la despedida: “Te pesaba / un hijo tras de otro en el regazo / con un humilde asombro de mirarte / continuamente llena y frutecida. / Y yo salí de ti con otra fuerza. / Con una ardiente audacia de preguntas / que tú jamás te habías formulado (...) Y tuve que soltar, fría, indefensa, / tu mano que a la mía se acogía / mendiga de un calor y una esperanza / que habían desertado de tu sangre”.
Todo ello se agudizó en los años de la guerra civil, cuando su marido, Julio Figuera, y sus hermanos combatieron por la continuidad de la II República. Su hermano Diego, por ejemplo, que llevaba viviendo con la pareja desde 1934, fue movilizado al frente de Aragón con solo 16 años. Fue además durante la guerra cuando Figuera tuvo a su único hijo, Juan Ramón, cumpliendo con ello su deseo de ser madre.
Los años de posguerra también fueron duros; tanto ella como su marido fueron despojados de los puestos que ocupaban como funcionarios. La poeta había obtenido en 1933 la plaza de catedrática de instituto de educación secundaria después de ejercer en algunos colegios privados de Madrid, pero debido a su adhesión y la de su marido a los postulados de la República se vieron obligados a empezar de cero, esta vez con un hijo a su cargo, en un movimiento que la llevó “de la cátedra al fogón”, como escribió detrás de una fotografía en la que aparece cocinando.
Pero a pesar de todo Figuera Aymerich consiguió desarrollar una obra poética excelente, riquísima, llena de poemas antológicos, como el desgarrador “Mujeres del mercado”. Su poesía está cargada de una solidaridad y una preocupación social que la emparenta con muchos de sus amigos poetas, que habían visto en la poesía “un arma cargada de futuro”, en la expresión de su amigo Gabriel Celaya.
Pero supo darle un acento propio, único, entre otros elementos, por la perspectiva desde la que aborda lo femenino: “Por una parte, lo femenino se materializa en su obra como ángulo de visión privilegiado para comprender lo que les pasa a los demás. Si, como muchos sostienen, la opresión de la mujer por el hombre es el modelo para todo tipo de opresión —oprimir es convertir al otro en mujer—, nadie mejor que una mujer para hablar de la falta de libertad del mundo. Pero, por otra parte, su ‘persona’ poética se verá siempre implicada ella misma en el proceso de denuncia y testimonio: no será nunca solamente testigo o portavoz de los demás”, dice Roberta Quance en su prólogo a la poesía completa de la bilbaína. Y Figuera Aymerich expresa: “¡Cuán vanamente, cuán ligeramente / me llamaron poeta, flor, perfume!... // Flor, no: florezco. Exhalo sin mudarme. / Me entregan la simiente: doy el grito. / El agua corre en mí: no soy el agua”.
Aparecía el libro en una colección que está recuperando obras señeras de algunas de las grandes poetas españolas de los siglos XX y XXI y que “pretende reeditar los títulos más relevantes escritos por mujeres poetas (...) con el fin de incorporar al canon literario la presencia de la mujer en la medida fundamentadora que le corresponde”, según explican ellas mismas.
Por su fecha de nacimiento, Figuera Aymerich pertenece a la Generación del 27, pero su primer libro, Mujer de barro, no salió hasta finales de la década de los 40, 20 años después de que la mayoría de sus coetáneos, como Luis Cernuda, Federico García Lorca, Rafael Alberti..., dieran a la imprenta sus primeros frutos. Por ello, en parte, su obra tiene que ver más con la de la generación posterior, aquellos que, como ella, publicaron sus primeros libros en la década de los 40 y, como no podía ser de otra forma, vieron su vida y su poesía determinadas por la guerra civil.
De familia acomodada, su padre, catedrático en la Escuela de Ingenieros Industriales de Bilbao y pintor aficionado, incentivó en su hija la pasión por el arte y la literatura. Así ilustra José Ramón Zabala, especialista en su obra, la posición de la familia Figuera Aymerich durante la juventud de la poeta: “Tanto Ángela como su familia vivirán al margen de las tremendas desigualdades sociales sobre las que se venía gestando la prosperidad económica de Bilbao a principios de siglo (...) en un entorno familiar proclive al estudio, la lectura y el arte”.
Eso cambió bruscamente a partir de la muerte de su padre, por la que, en la práctica, Ángela se tuvo que convertir en la cabeza de familia y hacerse cargo de sus muchos hermanos pequeños debido a la ausencia paterna y a la condición enfermiza y la sordera de su madre. De hecho, en cierta manera también tuvo que encargarse de ella la poeta, fuerte y audaz en contraste con la debilidad de su progenitora, como expone en el estremecedor monólogo “A mi madre en su muerte”, cuando ya solo quedaba tiempo para la despedida: “Te pesaba / un hijo tras de otro en el regazo / con un humilde asombro de mirarte / continuamente llena y frutecida. / Y yo salí de ti con otra fuerza. / Con una ardiente audacia de preguntas / que tú jamás te habías formulado (...) Y tuve que soltar, fría, indefensa, / tu mano que a la mía se acogía / mendiga de un calor y una esperanza / que habían desertado de tu sangre”.
Todo ello se agudizó en los años de la guerra civil, cuando su marido, Julio Figuera, y sus hermanos combatieron por la continuidad de la II República. Su hermano Diego, por ejemplo, que llevaba viviendo con la pareja desde 1934, fue movilizado al frente de Aragón con solo 16 años. Fue además durante la guerra cuando Figuera tuvo a su único hijo, Juan Ramón, cumpliendo con ello su deseo de ser madre.
Los años de posguerra también fueron duros; tanto ella como su marido fueron despojados de los puestos que ocupaban como funcionarios. La poeta había obtenido en 1933 la plaza de catedrática de instituto de educación secundaria después de ejercer en algunos colegios privados de Madrid, pero debido a su adhesión y la de su marido a los postulados de la República se vieron obligados a empezar de cero, esta vez con un hijo a su cargo, en un movimiento que la llevó “de la cátedra al fogón”, como escribió detrás de una fotografía en la que aparece cocinando.
Pero a pesar de todo Figuera Aymerich consiguió desarrollar una obra poética excelente, riquísima, llena de poemas antológicos, como el desgarrador “Mujeres del mercado”. Su poesía está cargada de una solidaridad y una preocupación social que la emparenta con muchos de sus amigos poetas, que habían visto en la poesía “un arma cargada de futuro”, en la expresión de su amigo Gabriel Celaya.
Pero supo darle un acento propio, único, entre otros elementos, por la perspectiva desde la que aborda lo femenino: “Por una parte, lo femenino se materializa en su obra como ángulo de visión privilegiado para comprender lo que les pasa a los demás. Si, como muchos sostienen, la opresión de la mujer por el hombre es el modelo para todo tipo de opresión —oprimir es convertir al otro en mujer—, nadie mejor que una mujer para hablar de la falta de libertad del mundo. Pero, por otra parte, su ‘persona’ poética se verá siempre implicada ella misma en el proceso de denuncia y testimonio: no será nunca solamente testigo o portavoz de los demás”, dice Roberta Quance en su prólogo a la poesía completa de la bilbaína. Y Figuera Aymerich expresa: “¡Cuán vanamente, cuán ligeramente / me llamaron poeta, flor, perfume!... // Flor, no: florezco. Exhalo sin mudarme. / Me entregan la simiente: doy el grito. / El agua corre en mí: no soy el agua”.
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Una hermosa estructura a partir del lodo
La solidaridad, e “implicación” que nos dice Quance, se manifiesta en una poesía apelativa, fuertemente convencida en lo colectivo como motor de cambio a pesar del desgarro:
“Somos, somos, amigos, más allá del desastre. / Continuemos. Hagamos cosas, hijos, sonetos, / sinfonías, retablos...”, dice en el poema “Posguerra”, y en “Unidad”: “Si hiciéramos un bloque sin fisura / con los dos mil millones / de rojos corazones que nos laten. (...) ¡qué hermosa estructura se alzaría del lodo!”.
Estos son solo dos ejemplos entre los muchos que podríamos señalar en su obra, porque el suyo es, como dice Nieves Muriel en su prólogo a El grito inútil (Genialogías-Tigres de Papel, 2018), “el movimiento de un yo relacional (...) que nos coloca en un lugar de escucha desde donde reconciliarnos con lo que hacemos y sufrimos, volviéndonos vulnerables”.
Ángela Figuera conjuga en su poesía el tono imprecatorio, salmódico (fuertemente influido por el imaginario cristiano, como gran parte de la producción primera de Blas de Otero, otro de sus grandes amigos) con una perspectiva femenina, y también feminista, como por ejemplo cuando se opone con virulencia a la maternidad dirigida a la mera producción de soldados: “¿Por qué lograr espigas que maduren / para una siega de ametralladoras? / ¿Por qué llenar prisiones y cuarteles? / ¿Por qué suministrar carne con nervios / al agrio espino de las alambradas, / bocas al hambre y ojos al espanto? // ¿Es necesario continuar un mundo / en que la sangre más fragante y pura / no vale lo que un litro de petróleo, / y el oro pesa más que la belleza, / y un corazón, un pájaro, una rosa / no tienen la importancia del uranio?”, dice en el poema “Rebelión”, que empieza con el asertivo verso “Serán las madres las que digan: Basta”.
O cuando se pregunta de forma genérica en El grito inútil: “¿Qué vale una mujer? ¿Para qué sirve / una mujer viviendo en puro grito? / ¿Qué puede una mujer en la riada / donde naufragan tantos superhombres / y van desmoronándose las frentes / alzadas como diques orgullosos /cuando las aguas discurrían lentas?”. Y posteriormente, en el mismo poema, desde la primera persona: “¿Qué puedo yo perdida en el silencio / de Dios, desconectada de los hombres, / preñada ya tan sólo de mi muerte, / en una espera lánguida y difícil, / edificando, terca, mis poemas / con argamasa de salitre y llanto?”, en unos versos cargados de angustia existencial que recuerdan al Blas de Otero de Ancia (1958).
A propósito de su libro Belleza cruel (que apareció en 1958 en México, en la España de entonces era impensable que fuera publicado por su carga subversiva), el poeta León Felipe escribió a Figuera Aymerich: “Y ahora estamos aquí, del otro lado del mar, nosotros, los españoles del éxodo y del viento, asombrados y atónitos oyéndoos a vosotros cantar: con esperanza, con ira, sin miedos... / Esa voz... esas voces... Dámaso, Otero, Celaya, Hierro, Crémer, De Luis, Ángela Figuera Aymerich... los que os quedasteis en la casa paterna, en la vieja heredad acorralada... Vuestros son el salmo y la canción. / México D. F., junio, 1958”. León Felipe se disculpó en esa carta (“quiero arrepentirme y desdecirme”, dice) por haber pensado y dicho que el “salmo fugitivo y vagabundo” pertenecía en exclusiva a “los españoles del éxodo y del viento” que habían tenido que abandonar la casa paterna; con ella, con su poesía (y la de otros) pudo percibir en qué medida la llama había prendido en su añorada España, “con esperanza, con ira”...
(*) Esta semblanza de Ángela Figuera Aymerich se publicó inicialmente en Adiós Cultural, en el número 141 (enero-febrero de 2020). Se reproduce con autorización.
La solidaridad, e “implicación” que nos dice Quance, se manifiesta en una poesía apelativa, fuertemente convencida en lo colectivo como motor de cambio a pesar del desgarro:
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Estos son solo dos ejemplos entre los muchos que podríamos señalar en su obra, porque el suyo es, como dice Nieves Muriel en su prólogo a El grito inútil (Genialogías-Tigres de Papel, 2018), “el movimiento de un yo relacional (...) que nos coloca en un lugar de escucha desde donde reconciliarnos con lo que hacemos y sufrimos, volviéndonos vulnerables”.
Ángela Figuera conjuga en su poesía el tono imprecatorio, salmódico (fuertemente influido por el imaginario cristiano, como gran parte de la producción primera de Blas de Otero, otro de sus grandes amigos) con una perspectiva femenina, y también feminista, como por ejemplo cuando se opone con virulencia a la maternidad dirigida a la mera producción de soldados: “¿Por qué lograr espigas que maduren / para una siega de ametralladoras? / ¿Por qué llenar prisiones y cuarteles? / ¿Por qué suministrar carne con nervios / al agrio espino de las alambradas, / bocas al hambre y ojos al espanto? // ¿Es necesario continuar un mundo / en que la sangre más fragante y pura / no vale lo que un litro de petróleo, / y el oro pesa más que la belleza, / y un corazón, un pájaro, una rosa / no tienen la importancia del uranio?”, dice en el poema “Rebelión”, que empieza con el asertivo verso “Serán las madres las que digan: Basta”.
O cuando se pregunta de forma genérica en El grito inútil: “¿Qué vale una mujer? ¿Para qué sirve / una mujer viviendo en puro grito? / ¿Qué puede una mujer en la riada / donde naufragan tantos superhombres / y van desmoronándose las frentes / alzadas como diques orgullosos /cuando las aguas discurrían lentas?”. Y posteriormente, en el mismo poema, desde la primera persona: “¿Qué puedo yo perdida en el silencio / de Dios, desconectada de los hombres, / preñada ya tan sólo de mi muerte, / en una espera lánguida y difícil, / edificando, terca, mis poemas / con argamasa de salitre y llanto?”, en unos versos cargados de angustia existencial que recuerdan al Blas de Otero de Ancia (1958).
A propósito de su libro Belleza cruel (que apareció en 1958 en México, en la España de entonces era impensable que fuera publicado por su carga subversiva), el poeta León Felipe escribió a Figuera Aymerich: “Y ahora estamos aquí, del otro lado del mar, nosotros, los españoles del éxodo y del viento, asombrados y atónitos oyéndoos a vosotros cantar: con esperanza, con ira, sin miedos... / Esa voz... esas voces... Dámaso, Otero, Celaya, Hierro, Crémer, De Luis, Ángela Figuera Aymerich... los que os quedasteis en la casa paterna, en la vieja heredad acorralada... Vuestros son el salmo y la canción. / México D. F., junio, 1958”. León Felipe se disculpó en esa carta (“quiero arrepentirme y desdecirme”, dice) por haber pensado y dicho que el “salmo fugitivo y vagabundo” pertenecía en exclusiva a “los españoles del éxodo y del viento” que habían tenido que abandonar la casa paterna; con ella, con su poesía (y la de otros) pudo percibir en qué medida la llama había prendido en su añorada España, “con esperanza, con ira”...
(*) Esta semblanza de Ángela Figuera Aymerich se publicó inicialmente en Adiós Cultural, en el número 141 (enero-febrero de 2020). Se reproduce con autorización.
Ángela Figuera Aymerich. Fuente: Ediciones Tigres de Papel.
EL DÍA QUE ME MUERA
El día que me muera
no quiero el llanto al uso ni las flores
cortadas al efecto ni los cirios
de lento gotear en los sufragios.
No quiero el luto inútil de las ropas
ni las miradas tristes ni el silencio
ni el ramo de laurel correspondiente.
No quiero que la vida se detenga
cual si algo extraño hubiera sucedido
y el mundo no fuera como antes.
El día que me muera
quiero que todo viva y continúe:
que broten flores en los mismos sitios,
que corra el agua por la misma acequia,
que los amantes trencen sus abrazos,
que nazca un niño en el portal de enfrente,
que mi vecino vaya a la oficina,
que los obreros entren en la fábrica,
que salgan a la mar los pescadores,
que las mujeres vuelvan de la compra
con un ramo de acelgas en los brazos;
que el labrador entierre su semilla
cuando amanezca el sol y el estudiante
cierre sus libros cuando el sol se ponga;
que se oigan las sirenas de los buques,
los golpes del martillo, los motores,
las voces de los niños en el patio,
los ruidos de la calle, los jilgueros.
Y quiero que, a la hora de costumbre,
los míos se reúnan a la mesa,
partan el pan y cambien la sonrisa.
Que mis amigos beban unos chatos
y escriban un poema por la noche.
De Toco la tierra. Letanías (Ediciones Rialp, Madrid, 1962), en Obras completas (Ediciones Hiperión, Madrid, 1986).
El día que me muera
no quiero el llanto al uso ni las flores
cortadas al efecto ni los cirios
de lento gotear en los sufragios.
No quiero el luto inútil de las ropas
ni las miradas tristes ni el silencio
ni el ramo de laurel correspondiente.
No quiero que la vida se detenga
cual si algo extraño hubiera sucedido
y el mundo no fuera como antes.
El día que me muera
quiero que todo viva y continúe:
que broten flores en los mismos sitios,
que corra el agua por la misma acequia,
que los amantes trencen sus abrazos,
que nazca un niño en el portal de enfrente,
que mi vecino vaya a la oficina,
que los obreros entren en la fábrica,
que salgan a la mar los pescadores,
que las mujeres vuelvan de la compra
con un ramo de acelgas en los brazos;
que el labrador entierre su semilla
cuando amanezca el sol y el estudiante
cierre sus libros cuando el sol se ponga;
que se oigan las sirenas de los buques,
los golpes del martillo, los motores,
las voces de los niños en el patio,
los ruidos de la calle, los jilgueros.
Y quiero que, a la hora de costumbre,
los míos se reúnan a la mesa,
partan el pan y cambien la sonrisa.
Que mis amigos beban unos chatos
y escriban un poema por la noche.
De Toco la tierra. Letanías (Ediciones Rialp, Madrid, 1962), en Obras completas (Ediciones Hiperión, Madrid, 1986).