"Comprededme, me mezclo, lleno folios, pero mi gran tarea es este muro". Las palabras del poeta valenciano César Simón se representan, con fuerza, en mi cabeza porque, en este caso, mi gran tarea, la gran tarea de Nuria Ruiz de Viñaspre (La Rioja, 1969) es esta zanja.
El muro y la zanja aparecen en su último poemario La Zanja (Editorial Denes, XII Premio de Poesía César Simón 2015) como símbolos diferentes pero con un claro punto de continuidad.
Lo convexo del primero frente a la cóncavo de la segunda, la presencia abrumadora del muro frente a la ausencia excavada de la zanja, sin embargo, ambas se constituyen como verticalidades limítrofes, marcas de frontera, señaladoras del margen, sobre el que pensar, desde el que enunciarse.
Releo las páginas del XII Premio César Simón de poesía, publicado por la Editorial Denes, y veo al poeta encarado a sus confines, huido de la dispersión, frente al muro, frente a la zanja, poniendo a prueba las fronteras del lenguaje, poniendo a prueba los límites de lo real.
Eso es lo que podemos encontrar en este poemario de Nuria Ruiz de Viñaspre. Y es ese atreverse a poner la voz contra las cuerdas lo que, probablemente, distingue a los poetas verdaderos.
La zanja es la frontera –como esa Franja de Gaza que aparece entre los versos- y es también símbolo de lo ahondado, del camino hacia el interior; el surco abierto en la tierra, la falla que muestra un punto ciego de nuestra subjetividad.
El muro y la zanja aparecen en su último poemario La Zanja (Editorial Denes, XII Premio de Poesía César Simón 2015) como símbolos diferentes pero con un claro punto de continuidad.
Lo convexo del primero frente a la cóncavo de la segunda, la presencia abrumadora del muro frente a la ausencia excavada de la zanja, sin embargo, ambas se constituyen como verticalidades limítrofes, marcas de frontera, señaladoras del margen, sobre el que pensar, desde el que enunciarse.
Releo las páginas del XII Premio César Simón de poesía, publicado por la Editorial Denes, y veo al poeta encarado a sus confines, huido de la dispersión, frente al muro, frente a la zanja, poniendo a prueba las fronteras del lenguaje, poniendo a prueba los límites de lo real.
Eso es lo que podemos encontrar en este poemario de Nuria Ruiz de Viñaspre. Y es ese atreverse a poner la voz contra las cuerdas lo que, probablemente, distingue a los poetas verdaderos.
La zanja es la frontera –como esa Franja de Gaza que aparece entre los versos- y es también símbolo de lo ahondado, del camino hacia el interior; el surco abierto en la tierra, la falla que muestra un punto ciego de nuestra subjetividad.
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El libro como desafío
El yo poético traza en el texto sus coordenadas de lectura: “Te regalo mis zanjas —le dije— y así fuimos des-enterrando cuerpos”. El libro se constituye, tras versos como este, en un desafío. Y yo no puedo evitar recordar las siguientes palabras de santa Teresa: “Entre borrascas mi amor / y mi regalo en la herida”. Regalar las propias zanjas, regalar la herida… el sujeto de la escritura apunta hacia sus propias fisuras, vela y desvela aquello que duele para proponer a los lectores un viaje hacia adentro.
Ese viaje será también un pulso con el lenguaje. En este duelo, el escribidor se inicia como “juntafrases”, recordándonos al juntacadáveres de Onetti. Su juntar consiste en recoger “enfermos terminales”, palabras vaciadas e inertes; y clamar “proponnos términos gloriosos” a un alborotador Lezama Lima convertido bellamente en intertexto.
Ese señalar la palabra muerta, su dejar de ser, para volver a resemantizarse aparece con claridad desde el comienzo del libro donde la palabra litúrgica –sagrada- es puesta en jaque “por los ciervos de los ciervos / amen”. Este juego nos conduce, vivo y consciente, hacia la reflexión en torno a la lengua poética y sus capacidades para decir, más bien para intuir, lo que el sujeto no sabe decir:
“Escribo que soy la que escribe sobre aquello que no sabe hablar. No. Sobre aquella que no sabe hablar. Escribir que no se sabe si no escribe”. El proceso de escritura se convierte, pues, en proceso de autoconocimiento. Los límites del lenguaje se constituyen como los límites del propio yo y el “descontrol” de la escritura, ese no hacer pie, es paradójicamente el único que permite transgredir dichos confines.
En conclusión, podemos decir que La zanja es una travesía de ida y vuelta hacia el centro de la subjetividad y hacia el adentro de la palabra, un asomarse al vértigo de nuestros puntos ciegos, una arrebatadora experiencia de desposesión de la lengua para volver a empuñarla después, afilada y resignificada, desde la conciencia de nuestros márgenes. Se presenta el próximo 24 de febrero de 2016 en la librería Enclave de Libros de Madrid.
El yo poético traza en el texto sus coordenadas de lectura: “Te regalo mis zanjas —le dije— y así fuimos des-enterrando cuerpos”. El libro se constituye, tras versos como este, en un desafío. Y yo no puedo evitar recordar las siguientes palabras de santa Teresa: “Entre borrascas mi amor / y mi regalo en la herida”. Regalar las propias zanjas, regalar la herida… el sujeto de la escritura apunta hacia sus propias fisuras, vela y desvela aquello que duele para proponer a los lectores un viaje hacia adentro.
Ese viaje será también un pulso con el lenguaje. En este duelo, el escribidor se inicia como “juntafrases”, recordándonos al juntacadáveres de Onetti. Su juntar consiste en recoger “enfermos terminales”, palabras vaciadas e inertes; y clamar “proponnos términos gloriosos” a un alborotador Lezama Lima convertido bellamente en intertexto.
Ese señalar la palabra muerta, su dejar de ser, para volver a resemantizarse aparece con claridad desde el comienzo del libro donde la palabra litúrgica –sagrada- es puesta en jaque “por los ciervos de los ciervos / amen”. Este juego nos conduce, vivo y consciente, hacia la reflexión en torno a la lengua poética y sus capacidades para decir, más bien para intuir, lo que el sujeto no sabe decir:
“Escribo que soy la que escribe sobre aquello que no sabe hablar. No. Sobre aquella que no sabe hablar. Escribir que no se sabe si no escribe”. El proceso de escritura se convierte, pues, en proceso de autoconocimiento. Los límites del lenguaje se constituyen como los límites del propio yo y el “descontrol” de la escritura, ese no hacer pie, es paradójicamente el único que permite transgredir dichos confines.
En conclusión, podemos decir que La zanja es una travesía de ida y vuelta hacia el centro de la subjetividad y hacia el adentro de la palabra, un asomarse al vértigo de nuestros puntos ciegos, una arrebatadora experiencia de desposesión de la lengua para volver a empuñarla después, afilada y resignificada, desde la conciencia de nuestros márgenes. Se presenta el próximo 24 de febrero de 2016 en la librería Enclave de Libros de Madrid.