Con la lengua roja de los lobos, el poeta puede cantar, aullar y escribir, igualmente describir, narrar y dialogar. Usando el símbolo que encarna en la tradición cristiana el “lobo feroz”, que le ladra a la luna, el poeta Rodolfo Hasler (Santiago de Cuba, 1958) se alzó con el XII Premio Internacional de Poesía Claudio Rodríguez en 2019.
Hasta cierto punto, este libro constituye un viaje al paisaje verbal y fantástico de la infancia habanera del autor: representa la travesía del poeta-niño. De ahí que evoque olores, sabores, sensaciones, sonidos y colores, en una búsqueda del tiempo, en una tentativa por recuperar el paisaje de su niñez, el paraíso de la infancia perdida, desde la madurez --que es siempre la materia, la sustancia, de la gran poesía, es decir, la infancia del individuo.
Es además un libro de poesía de viaje, la obra poética de un poeta viajero, que no pierde un detalle de las cosas, a quien no se le escapa ningún instante, ninguna mirada, ninguna presencia. Hasler representa el poeta-antropólogo, que mira hacia arriba, levanta los ojos y luego los sumerge en las profundidades de su entorno. Toma nota, apunta, dibuja en la mente, pinta en la memoria, calla para oír los latidos del aire, cierra los ojos para escuchar la música de la noche y el ruido de las cosas en su caída libre.
Las páginas de este libro están dibujadas o tejidas por colores, olores, anécdotas y visiones, en una escritura que viaja al pasado, tanto de la ensoñación como de la memoria. Introspección e inmanencia, la intuición se vuelve poesía intimista, la mirada de un voyerista que no se sacia de curiosidad. Es a la vez la obra de un pintor de la palabra y de un músico de la descripción. Lengua de lobo es un homenaje a la gastronomía: desfilan bocadillos, platos, menús, los manjares de los instintos, en una sinfonía de olores y sabores del paladar de la percepción poética.
Hasta cierto punto, este libro constituye un viaje al paisaje verbal y fantástico de la infancia habanera del autor: representa la travesía del poeta-niño. De ahí que evoque olores, sabores, sensaciones, sonidos y colores, en una búsqueda del tiempo, en una tentativa por recuperar el paisaje de su niñez, el paraíso de la infancia perdida, desde la madurez --que es siempre la materia, la sustancia, de la gran poesía, es decir, la infancia del individuo.
Es además un libro de poesía de viaje, la obra poética de un poeta viajero, que no pierde un detalle de las cosas, a quien no se le escapa ningún instante, ninguna mirada, ninguna presencia. Hasler representa el poeta-antropólogo, que mira hacia arriba, levanta los ojos y luego los sumerge en las profundidades de su entorno. Toma nota, apunta, dibuja en la mente, pinta en la memoria, calla para oír los latidos del aire, cierra los ojos para escuchar la música de la noche y el ruido de las cosas en su caída libre.
Las páginas de este libro están dibujadas o tejidas por colores, olores, anécdotas y visiones, en una escritura que viaja al pasado, tanto de la ensoñación como de la memoria. Introspección e inmanencia, la intuición se vuelve poesía intimista, la mirada de un voyerista que no se sacia de curiosidad. Es a la vez la obra de un pintor de la palabra y de un músico de la descripción. Lengua de lobo es un homenaje a la gastronomía: desfilan bocadillos, platos, menús, los manjares de los instintos, en una sinfonía de olores y sabores del paladar de la percepción poética.
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Teatro polifónico
Hasler emplea la técnica de la enumeración para hilvanar recuerdos y evocaciones (que nos recuerdan a Whitman y a Borges), donde hay una celebración de la poesía, la música y la pintura.
De ahí los ecos de Debussy, donde se oye el mar, los diálogos imaginarios con Rilke, Carlos Martínez Rivas, o la pintura lírica de Odilón Redon. Poesía, si se prefiere, impresionista, pues nos recrea un esbozo, en detalles, de la totalidad de las cosas, un bosquejo en movimiento, del tránsito y la permanencia de los elementos.
Así pues, este libro de Rodolfo Hasler se lee como el diario de un poeta viajero, que viaja para escribir y escribe para viajar, y cuyo oficio de traductor se manifiesta en las citas de versos de lenguas extranjeras, que funcionan como espejo de la intertextualidad. En sus páginas y en sus versos se oyen fragmentos que son la voz de su conciencia poética.
Asimismo, diálogos imaginarios, con su padre, con un otro, que puede ser su otra voz, o las voces de sus dioses poéticos titulares, padres putativos de su sensibilidad lírica, es decir, la otredad de su soledad sensible y nostálgica.
Lengua de lobo es una especie de testamento lírico, el diario poético de un poeta seducido por la errancia, por el arte de la conversación exótica, del poeta que se alimenta de espacio, cultura y geografía.
Es así, en cierto modo, la bitácora de un ser poético que canta a lugares, espacios, ciudades visibles e invisibles, hoteles, cafés y restaurantes, y donde sus amigos y pares participan de diálogos reales o ficticios. Y donde pintores como Masaccio, Redon, Nolde, Remedios Varo o Leminski, decoran la escena lírica, en contrapunto con las palabras de Celan, Roth, Sweig, Schnitzler, Hilde Domin, Umberto Saba, Lorenzo García Vega, Carlos Martínez Rivas o la mística Hildegard von Bingen.
En este desfile de la admiración, en este teatro polifónico, habitan estos espíritus, en el mundo interior, la conciencia estética y la mirada celebrante, del poeta y traductor catalán, de raíces cubanas y caribeñas, Rodolfo Hasler, tratamundos y artesano del verso.
Hasler emplea la técnica de la enumeración para hilvanar recuerdos y evocaciones (que nos recuerdan a Whitman y a Borges), donde hay una celebración de la poesía, la música y la pintura.
De ahí los ecos de Debussy, donde se oye el mar, los diálogos imaginarios con Rilke, Carlos Martínez Rivas, o la pintura lírica de Odilón Redon. Poesía, si se prefiere, impresionista, pues nos recrea un esbozo, en detalles, de la totalidad de las cosas, un bosquejo en movimiento, del tránsito y la permanencia de los elementos.
Así pues, este libro de Rodolfo Hasler se lee como el diario de un poeta viajero, que viaja para escribir y escribe para viajar, y cuyo oficio de traductor se manifiesta en las citas de versos de lenguas extranjeras, que funcionan como espejo de la intertextualidad. En sus páginas y en sus versos se oyen fragmentos que son la voz de su conciencia poética.
Asimismo, diálogos imaginarios, con su padre, con un otro, que puede ser su otra voz, o las voces de sus dioses poéticos titulares, padres putativos de su sensibilidad lírica, es decir, la otredad de su soledad sensible y nostálgica.
Lengua de lobo es una especie de testamento lírico, el diario poético de un poeta seducido por la errancia, por el arte de la conversación exótica, del poeta que se alimenta de espacio, cultura y geografía.
Es así, en cierto modo, la bitácora de un ser poético que canta a lugares, espacios, ciudades visibles e invisibles, hoteles, cafés y restaurantes, y donde sus amigos y pares participan de diálogos reales o ficticios. Y donde pintores como Masaccio, Redon, Nolde, Remedios Varo o Leminski, decoran la escena lírica, en contrapunto con las palabras de Celan, Roth, Sweig, Schnitzler, Hilde Domin, Umberto Saba, Lorenzo García Vega, Carlos Martínez Rivas o la mística Hildegard von Bingen.
En este desfile de la admiración, en este teatro polifónico, habitan estos espíritus, en el mundo interior, la conciencia estética y la mirada celebrante, del poeta y traductor catalán, de raíces cubanas y caribeñas, Rodolfo Hasler, tratamundos y artesano del verso.