La editorial Vaso Roto ha publicado en 2014 una nueva edición de Las flores del mal del poeta, crítico de arte y traductor francés Charles Baudelaire (1821-1867); y lo ha hecho en un hermoso formato, con un diseño a modo de caja y fotografías de Fiona Morrison para ilustrar la portada y las guardas.
Dentro hallamos un tesoro no por esperado menos sorprendente. En esta ocasión, Baudelaire nos llega a través de la versión de Manuel J. Santayana, que ha decidido mantener la versificación y la rima; un trabajo inmenso hasta conseguir que no existan notas discordantes, que la musicalidad y el ritmo –esenciales en Baudelaire– no se pierdan al traducirlo, que Baudelaire suene en castellano sin que por ello nos desviemos de la literalidad de un verso o de un poema.
Albatros exiliado
Charles Baudelaire nace en 1821, en el seno de una familia acomodada. Su padre, sexagenario, murió en 1827, y su madre, de poco más de treinta años, volvió a casarse con el coronel Aupick. Charles se sintió relegado por su madre, desterrado del paraíso de su primera infancia y esta idea no le abandonó nunca. En 1839 comienza los estudios de derecho en París, aunque su tiempo lo dedica a leer, a frecuentar el mundo de la bohemia y los más bajos fondos de la prostitución, donde contraería la sífilis que más tarde acabaría con su vida.
Los Aupick, preocupados, vieron una posibilidad de salvación enviando a Charles, durante un tiempo, a la India, un lugar al que nunca llegó, pues regresó tras una breve estancia en las Islas Mauricio. Con veintiún años, Baudelaire recibe la herencia de su padre, pero es tal el derroche, que la familia lo somete judicialmente a tutela. El notario Ancelles será el encargado de administrar sus bienes y de asignarle una cantidad de dinero mensual con la que Baudelaire nunca tendrá bastante.
Su dandismo, su gusto por la belleza y el arte, por el lujo y los paraísos artificiales, su relación con las mujeres –y en especial con la mulata Jeanne Duval–, su atracción por los lugares sórdidos, su afán de escandalizar, sus constantes deudas, su enfermedad, sus tentativas de suicidio, todo contribuyó a que Baudelaire creara un personaje: el propio Baudelaire, el paradigma del poeta maldito, como ángel desterrado; el albatros “exiliado en el suelo” que no puede caminar en este mundo hostil, el poeta rechazado y herido por una sociedad que no le comprende. Cansado de este mundo, el hastío se convierte en el mayor enemigo de Baudelaire y, a su vez, en uno de los temas que vertebran su poesía.
Las flores del mal son condenadas
El malditismo y el tedio, inseparables de la pereza, no impidieron que Baudelaire nos dejara una obra intensa. Escribió críticas, lúcidos ensayos sobre arte y literatura, poemas en prosa, fragmentos de un diario, una nouvelle… No solo tradujo a Poe, en el que descubrió a su semejante, su hermano, sino que, como escribió Octavio Paz, inventó el mito literario de Poe.
Pero sobre toda su producción literaria, sobresale una obra poética breve y única, Las flores del mal, publicada por primera vez en 1857. Baudelaire reunió en ese libro sus poemas escritos después de 1840. Se trataba de cien poemas numerados, ordenados de una manera precisa en cinco secciones: “Spleen e ideal” –la más extensa–, “El vino”, “Las flores del mal”, “Rebelión” y “La muerte”.
En Francia era la época del Segundo Imperio y un artículo aparecido en Le Figaro, denunciando la inmoralidad de la obra, provoca un proceso judicial. Las flores del mal son condenadas; el fiscal impone una multa a Baudelaire y le obliga a suprimir seis poemas, que más tarde se publicarán como Les épaves (Las ruinas). Se censuraron, entre otros, algunos poemas cuyo tema era el lesbianismo; el criterio seguido por el fiscal parece misterioso, pues condenó un poema tan inocente como “Lesbos” y pasó de largo ante el macabro, con notas de necrofilia, “A una mártir”.
A principios de 1861, Baudelaire publica la segunda edición de Las flores del mal; estaba a punto de cumplir cuarenta años, su vida seguía siendo inestable, su salud se deterioraba poco a poco y envejecía prematuramente; no obstante fue época de gran creatividad. Baudelaire reestructuró su libro, suprimió los poemas censurados, añadió treinta y cinco nuevos, y creó una nueva sección: “Los cuadros parisienses”.
Tras el famoso poema “Al lector”, donde aparece el gran enemigo: l’Ennui, el Tedio, el hastío, se inicia el ciclo “Spleen e ideal”. Como escribía Walter Benjamin en su ensayo Algunos temas en la obra de Baudelaire, “el ideal proporciona la fuerza del recuerdo; el spleen le opone la horda de los segundos”. Baudelaire retoma la imagen del poeta romántico; en el poema “Bendición” la madre grita: “¡Ah no haber yo parido un nudo de serpientes/ en vez de alimentar esta vana irrisión!”. El lugar del poeta no está en la tierra, donde las desgracias no cesan nunca. De ese modo leemos en “La mala suerte”:
Para cargar lo que soporto,
Sísifo, anhelo tu valor!
Aun si me entrego a mi labor,
el Arte es largo, el Tiempo, corto!
Dentro hallamos un tesoro no por esperado menos sorprendente. En esta ocasión, Baudelaire nos llega a través de la versión de Manuel J. Santayana, que ha decidido mantener la versificación y la rima; un trabajo inmenso hasta conseguir que no existan notas discordantes, que la musicalidad y el ritmo –esenciales en Baudelaire– no se pierdan al traducirlo, que Baudelaire suene en castellano sin que por ello nos desviemos de la literalidad de un verso o de un poema.
Albatros exiliado
Charles Baudelaire nace en 1821, en el seno de una familia acomodada. Su padre, sexagenario, murió en 1827, y su madre, de poco más de treinta años, volvió a casarse con el coronel Aupick. Charles se sintió relegado por su madre, desterrado del paraíso de su primera infancia y esta idea no le abandonó nunca. En 1839 comienza los estudios de derecho en París, aunque su tiempo lo dedica a leer, a frecuentar el mundo de la bohemia y los más bajos fondos de la prostitución, donde contraería la sífilis que más tarde acabaría con su vida.
Los Aupick, preocupados, vieron una posibilidad de salvación enviando a Charles, durante un tiempo, a la India, un lugar al que nunca llegó, pues regresó tras una breve estancia en las Islas Mauricio. Con veintiún años, Baudelaire recibe la herencia de su padre, pero es tal el derroche, que la familia lo somete judicialmente a tutela. El notario Ancelles será el encargado de administrar sus bienes y de asignarle una cantidad de dinero mensual con la que Baudelaire nunca tendrá bastante.
Su dandismo, su gusto por la belleza y el arte, por el lujo y los paraísos artificiales, su relación con las mujeres –y en especial con la mulata Jeanne Duval–, su atracción por los lugares sórdidos, su afán de escandalizar, sus constantes deudas, su enfermedad, sus tentativas de suicidio, todo contribuyó a que Baudelaire creara un personaje: el propio Baudelaire, el paradigma del poeta maldito, como ángel desterrado; el albatros “exiliado en el suelo” que no puede caminar en este mundo hostil, el poeta rechazado y herido por una sociedad que no le comprende. Cansado de este mundo, el hastío se convierte en el mayor enemigo de Baudelaire y, a su vez, en uno de los temas que vertebran su poesía.
Las flores del mal son condenadas
El malditismo y el tedio, inseparables de la pereza, no impidieron que Baudelaire nos dejara una obra intensa. Escribió críticas, lúcidos ensayos sobre arte y literatura, poemas en prosa, fragmentos de un diario, una nouvelle… No solo tradujo a Poe, en el que descubrió a su semejante, su hermano, sino que, como escribió Octavio Paz, inventó el mito literario de Poe.
Pero sobre toda su producción literaria, sobresale una obra poética breve y única, Las flores del mal, publicada por primera vez en 1857. Baudelaire reunió en ese libro sus poemas escritos después de 1840. Se trataba de cien poemas numerados, ordenados de una manera precisa en cinco secciones: “Spleen e ideal” –la más extensa–, “El vino”, “Las flores del mal”, “Rebelión” y “La muerte”.
En Francia era la época del Segundo Imperio y un artículo aparecido en Le Figaro, denunciando la inmoralidad de la obra, provoca un proceso judicial. Las flores del mal son condenadas; el fiscal impone una multa a Baudelaire y le obliga a suprimir seis poemas, que más tarde se publicarán como Les épaves (Las ruinas). Se censuraron, entre otros, algunos poemas cuyo tema era el lesbianismo; el criterio seguido por el fiscal parece misterioso, pues condenó un poema tan inocente como “Lesbos” y pasó de largo ante el macabro, con notas de necrofilia, “A una mártir”.
A principios de 1861, Baudelaire publica la segunda edición de Las flores del mal; estaba a punto de cumplir cuarenta años, su vida seguía siendo inestable, su salud se deterioraba poco a poco y envejecía prematuramente; no obstante fue época de gran creatividad. Baudelaire reestructuró su libro, suprimió los poemas censurados, añadió treinta y cinco nuevos, y creó una nueva sección: “Los cuadros parisienses”.
Tras el famoso poema “Al lector”, donde aparece el gran enemigo: l’Ennui, el Tedio, el hastío, se inicia el ciclo “Spleen e ideal”. Como escribía Walter Benjamin en su ensayo Algunos temas en la obra de Baudelaire, “el ideal proporciona la fuerza del recuerdo; el spleen le opone la horda de los segundos”. Baudelaire retoma la imagen del poeta romántico; en el poema “Bendición” la madre grita: “¡Ah no haber yo parido un nudo de serpientes/ en vez de alimentar esta vana irrisión!”. El lugar del poeta no está en la tierra, donde las desgracias no cesan nunca. De ese modo leemos en “La mala suerte”:
Para cargar lo que soporto,
Sísifo, anhelo tu valor!
Aun si me entrego a mi labor,
el Arte es largo, el Tiempo, corto!
Artículos relacionados
-
“Voces de un cuerpo”, de Giovanni Collazos, en la Cartonera del escorpión azul
-
Lamento e invención en “Desde lejos”, de Arturo Borra
-
“Centroeuropa”, una metáfora de la historia
-
Superventas apasionante y necesario sobre la vida de Mussolini: “M. El hijo del siglo”
-
Contemplación y materiales: la enorme poesía de Ernesto Cardenal
Analogía entre todos los seres y el universo
En Los hijos del limo, Octavio Paz analizaba la analogía como “la verdadera religión de la poesía moderna”.
En su poema “Correspondencias”, Baudelaire no inventa nada nuevo, pues la creencia en la analogía entre todos los seres y el universo “es anterior al cristianismo, atraviesa la Edad Media y, a través de los neoplatónicos, los iluministas y los ocultistas, llega hasta el siglo XIX. Desde entonces no ha cesado de alimentar secreta o abiertamente a los poetas de Occidente”.
Para Octavio Paz, “Baudelaire hizo de la analogía el centro de su poética. Un centro en perpetua oscilación, sacudido siempre por la ironía, la conciencia de la muerte y la noción del pecado”.
El poeta busca la belleza y se interroga acerca de ella: “¿Vienes del hondo cielo o emerges del abismo,/ Belleza?”. Para Baudelaire, ese gran misógino de la literatura, la mujer es la hembra incomprensible y es también “el Ángel guardián, la Musa y la Madona”; gracias a ella el poeta ama la Belleza, aunque esta sea una belleza artificiosa, fruto del vestido, el adorno y el maquillaje, que ocultan la verdadera realidad, porque bajo la piel está el esqueleto, la muerte. En el poema “Canto de otoño”, en la consciencia de que solo tumba le aguarda, escribe:
Amadme sin embargo, sed una madre amante
hasta para un ingrato, para un alma inclemente;
querida, hermana, sed el dulzor de un instante
que tiene un bello otoño, que baña un sol poniente.
No existe la esperanza y el tiempo lo devora: “Y largos coches fúnebres, sin tambor ni armonía,/ recorren mi alma, lentos”. Solo queda la angustia o, como en “El muerto divertido”, la ironía:
Rechazo testamentos; el sepulcro me hastía;
y antes de pedirle una lágrima al mundo,
vivo aún, a los cuervos dichosos invitaría
a ensangrentar sus picos en mi esqueleto inmundo.
Es la risa satánica del poeta que en “El atormentador de sí mismo” (“L’ Héautontimorouménos”) nos deja versos como “Soy la víctima y el Verdugo”. Pero al final, en el juego de la vida, el tiempo siempre sale victorioso. La sección “Spleen e ideal” termina con el poema “El reloj”:
“Recuerda que es el Tiempo jugador que, a porfía,
gana sin hacer trampa, ¡siempre! Es ley que no pierda.
Huye el día. La noche va creciendo, ¡Recuerda!
Tiene sed el abismo; el reloj se vacía.
Una moderna Divina comedia
Se considera a Baudelaire como el último poeta romántico o el primer poeta moderno. En su ensayo El pintor de la vida moderna Baudelaire explicaba su concepto de modernidad como “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno e inmutable”. Para que “la modernidad sea digna de convertirse en antigüedad, es necesario que se haya extraído la belleza misteriosa que la vida humana introduce involuntariamente”.
Walter Benjamin analiza el tema de la ciudad, de la multitud en Baudelaire; para quien el artista es también “el perfecto paseante (flâneur), el observador apasionado” y curioso. Baudelaire no describe la población, la multitud, pero su presencia está siempre ahí. En su buhardilla, el poeta puede cerrar las ventanas y “crear un mundo cálido con sólo el pensamiento”; pero también desde lo alto observa. El sol es como el poeta, cuando “desciende a las ciudades/ ennoblece la suerte de todas las ruindades”.
En la sección “Los cuadros parisienses” aparece el bullicio de la mañana y la tarde, la ciudad que nunca duerme, donde la muerte no descansa, donde el amor en “A una que pasaba” puede surgir en un instante fugaz, para desaparecer engullido por esa multitud. La ciudad es el paisaje de estremecedores cuadros como las viejecitas de “Les petites vieilles”, o el cisne, símbolo del desterrado perdido en el nuevo París.
Se ha considerado a Las flores del mal como una moderna Divina comedia, pero la Beatriz de Baudelaire no lo guía a través del cielo. Es la Beatriz que acompaña a los demonios que se ríen del poeta “como transeúntes que observan a un demente”. El poeta es “una caricatura/ espectro que de Hamlet imita la postura”, es un “histrión sin asiento”, un vividor, un “gracioso de cartel”. Y el poeta será también la víctima de la horca simbólica en “Un viaje a Citeres”: “–¡Ah, Señor! ¡Dadme vos la fuerza y el coraje/ de no mirar con asco mi cuerpo ni mi entraña”.
En marzo de 1866, en Bruselas, donde residía desde 1864, Baudelaire sufrió un ataque cerebral. Su madre lo trasladó urgentemente a una clínica de París y allí lo cuidó hasta el último día. El poeta no podía hablar, pero conservaba la lucidez. Murió en agosto de 1867.
Las flores del mal concluye con la sección “La muerte” y el poema “El viaje”: “¡O Muerte, capitana, ya es tiempo, el ancla alcemos!/ Nos hastía esta tierra, ¡oh Muerte! ¡hay que zarpar!”, escribía Baudelaire en este poema que se cerraba así:
Sondeemos el abismo, Cielo, Infierno: ¿qué importa?
¡Al fondo de lo Ignoto para encontrar lo nuevo!
En Los hijos del limo, Octavio Paz analizaba la analogía como “la verdadera religión de la poesía moderna”.
En su poema “Correspondencias”, Baudelaire no inventa nada nuevo, pues la creencia en la analogía entre todos los seres y el universo “es anterior al cristianismo, atraviesa la Edad Media y, a través de los neoplatónicos, los iluministas y los ocultistas, llega hasta el siglo XIX. Desde entonces no ha cesado de alimentar secreta o abiertamente a los poetas de Occidente”.
Para Octavio Paz, “Baudelaire hizo de la analogía el centro de su poética. Un centro en perpetua oscilación, sacudido siempre por la ironía, la conciencia de la muerte y la noción del pecado”.
El poeta busca la belleza y se interroga acerca de ella: “¿Vienes del hondo cielo o emerges del abismo,/ Belleza?”. Para Baudelaire, ese gran misógino de la literatura, la mujer es la hembra incomprensible y es también “el Ángel guardián, la Musa y la Madona”; gracias a ella el poeta ama la Belleza, aunque esta sea una belleza artificiosa, fruto del vestido, el adorno y el maquillaje, que ocultan la verdadera realidad, porque bajo la piel está el esqueleto, la muerte. En el poema “Canto de otoño”, en la consciencia de que solo tumba le aguarda, escribe:
Amadme sin embargo, sed una madre amante
hasta para un ingrato, para un alma inclemente;
querida, hermana, sed el dulzor de un instante
que tiene un bello otoño, que baña un sol poniente.
No existe la esperanza y el tiempo lo devora: “Y largos coches fúnebres, sin tambor ni armonía,/ recorren mi alma, lentos”. Solo queda la angustia o, como en “El muerto divertido”, la ironía:
Rechazo testamentos; el sepulcro me hastía;
y antes de pedirle una lágrima al mundo,
vivo aún, a los cuervos dichosos invitaría
a ensangrentar sus picos en mi esqueleto inmundo.
Es la risa satánica del poeta que en “El atormentador de sí mismo” (“L’ Héautontimorouménos”) nos deja versos como “Soy la víctima y el Verdugo”. Pero al final, en el juego de la vida, el tiempo siempre sale victorioso. La sección “Spleen e ideal” termina con el poema “El reloj”:
“Recuerda que es el Tiempo jugador que, a porfía,
gana sin hacer trampa, ¡siempre! Es ley que no pierda.
Huye el día. La noche va creciendo, ¡Recuerda!
Tiene sed el abismo; el reloj se vacía.
Una moderna Divina comedia
Se considera a Baudelaire como el último poeta romántico o el primer poeta moderno. En su ensayo El pintor de la vida moderna Baudelaire explicaba su concepto de modernidad como “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno e inmutable”. Para que “la modernidad sea digna de convertirse en antigüedad, es necesario que se haya extraído la belleza misteriosa que la vida humana introduce involuntariamente”.
Walter Benjamin analiza el tema de la ciudad, de la multitud en Baudelaire; para quien el artista es también “el perfecto paseante (flâneur), el observador apasionado” y curioso. Baudelaire no describe la población, la multitud, pero su presencia está siempre ahí. En su buhardilla, el poeta puede cerrar las ventanas y “crear un mundo cálido con sólo el pensamiento”; pero también desde lo alto observa. El sol es como el poeta, cuando “desciende a las ciudades/ ennoblece la suerte de todas las ruindades”.
En la sección “Los cuadros parisienses” aparece el bullicio de la mañana y la tarde, la ciudad que nunca duerme, donde la muerte no descansa, donde el amor en “A una que pasaba” puede surgir en un instante fugaz, para desaparecer engullido por esa multitud. La ciudad es el paisaje de estremecedores cuadros como las viejecitas de “Les petites vieilles”, o el cisne, símbolo del desterrado perdido en el nuevo París.
Se ha considerado a Las flores del mal como una moderna Divina comedia, pero la Beatriz de Baudelaire no lo guía a través del cielo. Es la Beatriz que acompaña a los demonios que se ríen del poeta “como transeúntes que observan a un demente”. El poeta es “una caricatura/ espectro que de Hamlet imita la postura”, es un “histrión sin asiento”, un vividor, un “gracioso de cartel”. Y el poeta será también la víctima de la horca simbólica en “Un viaje a Citeres”: “–¡Ah, Señor! ¡Dadme vos la fuerza y el coraje/ de no mirar con asco mi cuerpo ni mi entraña”.
En marzo de 1866, en Bruselas, donde residía desde 1864, Baudelaire sufrió un ataque cerebral. Su madre lo trasladó urgentemente a una clínica de París y allí lo cuidó hasta el último día. El poeta no podía hablar, pero conservaba la lucidez. Murió en agosto de 1867.
Las flores del mal concluye con la sección “La muerte” y el poema “El viaje”: “¡O Muerte, capitana, ya es tiempo, el ancla alcemos!/ Nos hastía esta tierra, ¡oh Muerte! ¡hay que zarpar!”, escribía Baudelaire en este poema que se cerraba así:
Sondeemos el abismo, Cielo, Infierno: ¿qué importa?
¡Al fondo de lo Ignoto para encontrar lo nuevo!