Centroeruopa (Galaxia Gutenberg, 2020), obra con la que Vicente Luis Mora (Córdoba, 1971) obtuvo el XIII Premio Ciudad de Málaga de Novela, parece escrita en las primeras décadas del siglo XIX, cuando aún el Realismo no había eclosionado y el Romanticismo y la novela sentimental del siglo XVIII seguían triunfando en Europa.
El estilo da verosimilitud al relato; es una novela que se lee bien, con gusto, participando en el juego al que nos invita su autor. Aceptamos lo imposible, al igual que sucede con las narraciones kafkianas. Kafka no escribe relatos fantásticos; su estilo seco, preciso, como un informe, no nos permite dudar.
También, en Centroeuropa admitimos la existencia de unos cadáveres del pasado y del futuro, pero esta vez con el estilo de un relato del Romanticismo tardío, donde no faltan dosis de retórica almibarada, sobre todo en las descripciones de la amada –“contemplando la perfección nacárea de su faz”– y las del sentimiento amoroso: “Nuestras lágrimas se mezclaron con nuestras lenguas”.
En Poesía y Verdad (1811-1830) Goethe escribía acerca del gueto de Frankfurt del Meno, donde se hacinaban los judíos, a pesar de que ya empezaban a conseguir derechos como ciudadanos. Los grandes banqueros judíos apoyaban económicamente a las monarquías y la élite judía destacaba en la cultura.
Un ejemplo de ello fue Rahel Varnhagen, en cuyos salones literarios era la anfitriona de personalidades como Schlegel, los hermanos Humboldt y, más tarde, de Heinrich Heine o Franz Grillparzer. Redo Hauptshammer, protagonista de Centroeuropa, llegará a conocer a Rahel, “una de las cabezas más rápidas y privilegiadas de su tiempo”, con la que se carteará hasta la muerte de esta.
Centroeuropa no trata el problema judío pero, en cierta forma, permanece latente. También los judíos vivían en esa zona, y sufrirán las consecuencias de un nuevo concepto político, la Mitteleuropa, una Europa Central dominada por un nuevo imperialismo, el alemán. Esta idea, promovida durante la Primera Guerra Mundial, tendrá sus consecuencias en la Segunda, lo que significará más sangre y más vidas sacrificadas.
En Centroeuropa, con un narrador protagonista en primera persona, se alternan los hechos sucedidos en una vida pasada, en Viena, donde Redo había nacido en un burdel, y la historia que se desarrolla en el Oderbruch, un terreno pantanoso que el rey de Prusia había drenado durante el siglo XVIII para convertirlo en tierra de cultivo.
Bajo un nombre falso, el personaje protagonista llega al pueblo de Szonden para tomar posesión de un terreno junto al río Oder, que en Viena un tal Magnus Duisdorf le había cedido. A Redo lo acompaña su mujer, Odra, una española cuyo nuevo nombre le había puesto la madre de Redo, en el burdel que ésta regentaba. Redo y Odra querían cambiar de vida, ayudados por una nueva identidad: “Un nombre nuevo es un renacimiento”. En polaco el Oder se llama Odra, el río que nace en la actual República Checa, fluye por el oeste de Polonía y durante su curso es frontera con Alemania.
Todo se ajusta a lo verosímil, excepto que Odra llevaba viajando varios días en un ataúd y todavía tardará un tiempo en ser enterrada. Había muerto en Maguncia, a causa de una bala perdida que un soldado francés había disparado en su intento de fuga de la cárcel, donde estaba preso desde el año 1813, tras la batalla de Leipzig, entre Napoleón y la Alianza.
El estilo da verosimilitud al relato; es una novela que se lee bien, con gusto, participando en el juego al que nos invita su autor. Aceptamos lo imposible, al igual que sucede con las narraciones kafkianas. Kafka no escribe relatos fantásticos; su estilo seco, preciso, como un informe, no nos permite dudar.
También, en Centroeuropa admitimos la existencia de unos cadáveres del pasado y del futuro, pero esta vez con el estilo de un relato del Romanticismo tardío, donde no faltan dosis de retórica almibarada, sobre todo en las descripciones de la amada –“contemplando la perfección nacárea de su faz”– y las del sentimiento amoroso: “Nuestras lágrimas se mezclaron con nuestras lenguas”.
En Poesía y Verdad (1811-1830) Goethe escribía acerca del gueto de Frankfurt del Meno, donde se hacinaban los judíos, a pesar de que ya empezaban a conseguir derechos como ciudadanos. Los grandes banqueros judíos apoyaban económicamente a las monarquías y la élite judía destacaba en la cultura.
Un ejemplo de ello fue Rahel Varnhagen, en cuyos salones literarios era la anfitriona de personalidades como Schlegel, los hermanos Humboldt y, más tarde, de Heinrich Heine o Franz Grillparzer. Redo Hauptshammer, protagonista de Centroeuropa, llegará a conocer a Rahel, “una de las cabezas más rápidas y privilegiadas de su tiempo”, con la que se carteará hasta la muerte de esta.
Centroeuropa no trata el problema judío pero, en cierta forma, permanece latente. También los judíos vivían en esa zona, y sufrirán las consecuencias de un nuevo concepto político, la Mitteleuropa, una Europa Central dominada por un nuevo imperialismo, el alemán. Esta idea, promovida durante la Primera Guerra Mundial, tendrá sus consecuencias en la Segunda, lo que significará más sangre y más vidas sacrificadas.
En Centroeuropa, con un narrador protagonista en primera persona, se alternan los hechos sucedidos en una vida pasada, en Viena, donde Redo había nacido en un burdel, y la historia que se desarrolla en el Oderbruch, un terreno pantanoso que el rey de Prusia había drenado durante el siglo XVIII para convertirlo en tierra de cultivo.
Bajo un nombre falso, el personaje protagonista llega al pueblo de Szonden para tomar posesión de un terreno junto al río Oder, que en Viena un tal Magnus Duisdorf le había cedido. A Redo lo acompaña su mujer, Odra, una española cuyo nuevo nombre le había puesto la madre de Redo, en el burdel que ésta regentaba. Redo y Odra querían cambiar de vida, ayudados por una nueva identidad: “Un nombre nuevo es un renacimiento”. En polaco el Oder se llama Odra, el río que nace en la actual República Checa, fluye por el oeste de Polonía y durante su curso es frontera con Alemania.
Todo se ajusta a lo verosímil, excepto que Odra llevaba viajando varios días en un ataúd y todavía tardará un tiempo en ser enterrada. Había muerto en Maguncia, a causa de una bala perdida que un soldado francés había disparado en su intento de fuga de la cárcel, donde estaba preso desde el año 1813, tras la batalla de Leipzig, entre Napoleón y la Alianza.
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La escritura va creando una verdad
Redo piensa dar sepultura a su mujer en su terrero pero, cada vez que comienza a cavar, no es agua lo que emerge del subsuelo, como le había advertido el alcalde del pueblo, sino un charco de sangre coagulada, bajo el que se halla el cadáver congelado de un soldado muerto. Aparecen soldados de distintas épocas y diferentes ejércitos; algunos portan armas pequeñas y sofisticadas y trajes perfectos. Eran hombres jóvenes cuya muda presencia recordaba el horror de la guerra.
“La tierra es como los libros: una vez abierta, también sabe hablar”, le dice su amigo Jakob Moltke, el sabio intelectual que se convertirá también en el gran maestro de Redo durante casi tres décadas. En Centroeuropa, al igual que en Kafka, no falta el humor:
Gracias a Jakob ahora tengo una cultura, que me permite uno de los dones más preciados de la civilización: enunciar los lugares comunes de forma que parezcan otra cosa. La cultura permite presentar las obviedades antiguas como si fueran nuevas.
La escritura va creando una verdad; esa es la esencia de la literatura y la de nuestro personaje narrador: “Las mentiras grandes y complejas sólo se sostienen si tienes un texto de apoyo inmutable al que regresar de tanto en tanto para recordar los pormenores”. Odra y Redo estaban preparados para fingir. La vida había sido dura en el burdel de Viena, pero hubo instantes de felicidad: “Lo único bueno de haber disfrutado pocos momentos felices es que su oro mantiene su brillo pasado el tiempo”. Esto nos ayuda a vivir: “Somos olvido compacto. Esas monedas de oro son lo único que nos llevaremos al otro lado, deducido el impuesto de Caronte, en ellas reside el sentido de todo”.
En Szonden, el protagonista se rodeará de un pequeño y selecto grupo de amigos, como Hans, su vecino. Incluso mantendrá una buena relación con el gran propietario de la zona, el señor Ernst von Geoffmann, y con Johanna, su hermosa hija, que intenta seducir a Redo. Ingeborg, la sensual molinera, también parece encapricharse de él. Redo piensa que ha llegado el momento de buscar un lugar para enterrar a Odra, aunque ella será siempre la única mujer a la que amará.
Ninguna autoridad quería hacerse cargo de los sesenta y tres cadáveres de soldados. Si Redo Hauptshammer era un propietario libre, la tierra era suya, y el problema también. Su anterior dueño la había adquirido sabiendo que era una tierra maldita.
Redo intentará buscar soluciones, a pesar de las advertencias de Ilse, una mujer que que parecía tener dotes de bruja: “Los cuerpos deben reposar bajo tierra, entre nosotros y los demonios”. Tampoco Jakob aprueba las decisiones de Redo. Para el sabio intelectual “la Historia es como un juego de pelota, donde la bola pisoteada somos nosotros”, pero “estos cuerpos son los cimientos sobre los que se construyen los imperios y, como los cimientos de un edificio, alguien ha decidido que deben estar bajo tierra”. “¿Y si el Oder no fuera un río, sino una lección, algo que debiéramos interpretar?”, le pregunta el protagonista a su amigo.
Todos quieren que los muertos permanezcan enterrados. Y la solución del protagonista es tan escandalosa, que hasta el rey de Prusia visita la finca junto al Oder: “Una nación no puede sobrevivir con la verdad a la intemperie”, le dice a Redo. Nadie quiere ver a los muertos porque recuerdan cuál es el verdadero resultado de una guerra. Y el Oderbruch, a lo largo de la historia, ha sido testigo de las más terribles e inútiles masacres. Pero Redo sigue manteniéndose firme en su idea: “Si el horror no es visible, no existe el horror”.
Redo piensa dar sepultura a su mujer en su terrero pero, cada vez que comienza a cavar, no es agua lo que emerge del subsuelo, como le había advertido el alcalde del pueblo, sino un charco de sangre coagulada, bajo el que se halla el cadáver congelado de un soldado muerto. Aparecen soldados de distintas épocas y diferentes ejércitos; algunos portan armas pequeñas y sofisticadas y trajes perfectos. Eran hombres jóvenes cuya muda presencia recordaba el horror de la guerra.
“La tierra es como los libros: una vez abierta, también sabe hablar”, le dice su amigo Jakob Moltke, el sabio intelectual que se convertirá también en el gran maestro de Redo durante casi tres décadas. En Centroeuropa, al igual que en Kafka, no falta el humor:
Gracias a Jakob ahora tengo una cultura, que me permite uno de los dones más preciados de la civilización: enunciar los lugares comunes de forma que parezcan otra cosa. La cultura permite presentar las obviedades antiguas como si fueran nuevas.
La escritura va creando una verdad; esa es la esencia de la literatura y la de nuestro personaje narrador: “Las mentiras grandes y complejas sólo se sostienen si tienes un texto de apoyo inmutable al que regresar de tanto en tanto para recordar los pormenores”. Odra y Redo estaban preparados para fingir. La vida había sido dura en el burdel de Viena, pero hubo instantes de felicidad: “Lo único bueno de haber disfrutado pocos momentos felices es que su oro mantiene su brillo pasado el tiempo”. Esto nos ayuda a vivir: “Somos olvido compacto. Esas monedas de oro son lo único que nos llevaremos al otro lado, deducido el impuesto de Caronte, en ellas reside el sentido de todo”.
En Szonden, el protagonista se rodeará de un pequeño y selecto grupo de amigos, como Hans, su vecino. Incluso mantendrá una buena relación con el gran propietario de la zona, el señor Ernst von Geoffmann, y con Johanna, su hermosa hija, que intenta seducir a Redo. Ingeborg, la sensual molinera, también parece encapricharse de él. Redo piensa que ha llegado el momento de buscar un lugar para enterrar a Odra, aunque ella será siempre la única mujer a la que amará.
Ninguna autoridad quería hacerse cargo de los sesenta y tres cadáveres de soldados. Si Redo Hauptshammer era un propietario libre, la tierra era suya, y el problema también. Su anterior dueño la había adquirido sabiendo que era una tierra maldita.
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