Imagen: KMS. Fuente: PhotoXpress.
“Algunos, adelantándose a muchos, van ganando el desierto”.
Antonio Porchia
“Para todos y para ninguno”.
Friedrich Nietzsche
-I-
En una época marcada por el escepticismo, la crítica resulta sospechosa. El campo poético no escapa a ese estado de ánimo. Al menos en el contexto español, la crítica mutua de textos y prácticas poéticas se ha tornado algo completamente excepcional. La incomodidad de los cuestionamientos ha cedido a las conveniencias. No es de extrañar la ausencia de una «sociología del campo», como no sea la que se hace a menudo salvajemente, de forma anónima, reafirmando su resistencia a exponerse ella misma a la objetivación que practica con respecto a otros. Como diría Bourdieu, los objetivadores se resisten a ser objetivados, en tanto participantes del campo. Toda su autoridad mística se derrumbaría en su reenvío a una posición específica dentro de una trama de relaciones sociales de poder; en vez de la presunción de unos “evaluadores imparciales y desinteresados” (al modo de jueces implacables) nos toparíamos con unos jugadores más (parte del juego que juzgan), atravesados por apuestas específicas, basadas en valores y sentidos más o menos argumentables pero de ningún modo vinculantes (1).
Tampoco es de extrañar la desaparición casi total de una «crítica literaria» relevante. Es cierto que podrían señalarse algunas valiosas iniciativas en sentido contrario, pero eso no es óbice para reconocer el penoso “estado del arte” no sólo ya de la crítica especializada, sino también de la «crítica» en tanto operación específica de lectura. La primacía de las “reseñas literarias” más o menos elogiosas es de por sí ilustrativa; apenas si es concebible que alguien cuestione de forma abierta un texto poético sin que inmediatamente surjan los presupuestos de su “mala fe” o “enemistad” con respecto al autor de los textos cuestionados. La creación poética, concebida como atributo del yo, queda sustraída de la posibilidad de un análisis capaz de determinar sus límites. La crítica convertida en herejía es significada como una acción doblemente ofensiva: como ataque personal y como acto humillante a quien la recibe. No deja de ser paradójico que, en un contexto así, esta desaparición pública conviva con la proliferación de injurias y difamaciones privadas.
Dicho brutalmente: como no sea por algunas luminosas excepciones, la crítica literaria y sociológica brilla por su ausencia. En esas condiciones culturales, ¿cómo rehabilitar la crítica sin recaer en una nueva épica del sujeto que vendría a restituir de forma mesiánica la verdad incómoda del campo poético? No basta con dar un golpe en la mesa y restablecer, en un acto soberano, lo reprimido. Por mi parte, me limitaré a una intervención preliminar centrada en el análisis de algunas prácticas hegemónicas, aunque previsiblemente dicho proceso deje marcas concretas en la producción poética. En último término, mediante un desplazamiento metonímico, es imposible no preguntarse si esta sintomática marginación de la crítica literaria y sociológica no conduce a la marginación de la dimensión crítica en la producción poética misma.
Antes de aventurar algunas hipótesis de lectura, sin embargo, anticipemos algunas limitaciones de semejante reflexión genérica: no permite discernir el valor diferencial y singular de determinadas creaciones poéticas ni identificar autores más o menos valiosos o irrelevantes. Con todo, no es mi propósito hacer «crítica literaria» sino procurar reconstruir algunas regularidades que atraviesan el campo, esto es, que forman parte de las condiciones de producción y recepción poéticas en el contexto español y que, por lo demás, explican al menos parcialmente nuestras luchas y apuestas.
Es cierto que el reproche es previsible: ¿por qué no nombrar a los responsables de esta situación ruinosa, suponiendo que los conocemos? ¿No deberíamos ser más osados, señalando con nombre y apellido a esos grupos de poetas, periodistas, editores y críticos profesionales que han convertido el campo poético español en una meseta en la que la condición de existencia es la rigurosa elusión del ejercicio abierto de la crítica? Semejante reproche, sin embargo, se apoya en el presupuesto metodológico de que es posible depositar en unos sujetos determinados la responsabilidad central, sino exclusiva, de esta situación (diferenciable de forma clara de casos específicos de corrupción, nepotismo, favoritismo o cualquier otro acto jurídica y éticamente ilícitos). La «inculpación» de unos individuos y grupos específicos, sin embargo, deja sin explicar por qué esta ausencia tendencial de intercambios críticos rebasa de forma evidente las fronteras de esos individuos y grupos. O, en otros términos, no da cuenta de las dificultades compartidas que tenemos al momento de producir esos intercambios.
Es en este punto en el que entra en juego una segunda razón, de carácter ético. Puesto que se trata de prácticas hegemónicas, la «estrategia de la denuncia» (2), basada en la ejemplificación, pone el riesgo a distancia. Confina la “mancha” a unos pocos elegidos, en vez de operar en el sentido de una interrogación colectiva que interpela en singular. Esa estrategia, de algún modo, cometería la injusticia inversa de la omisión. Puesto que es parte de nuestra responsabilidad empezar a construir de otro modo, lo que necesitamos no es identificar de forma más o menos acusatoria a unos presuntos responsables sino discernir modalidades operativas que configuran el actual campo poético.
La contrapartida de unas afirmaciones genéricas -que presuponen la existencia real de casos diferentes (la regla de la excepción)- es su carácter transversal. Limitarse a la mención de algunos notables como paradigma de estas prácticas no sólo no es un acto especialmente osado: es simplista y, en última instancia, nos impide reconocer la magnitud de un problema que nos implica de una manera más directa.
-II-
Separar el campo poético de sus condiciones histórico-sociales de producción es un error. Las prácticas poéticas están sobredeterminadas por una cultura hegemónica en la que la «resignación», cuando no el «conformismo», son pautas dominantes. No hay ningún abismo entre esa cultura y lo que ocurre en el espacio de lo poético. A pesar de las evidencias cada vez más lapidarias de un capitalismo de la catástrofe, el «discurso de la resignación», en el campo poético, deviene «imperativo de adaptación»: puesto que la relación del sujeto con sus condiciones de existencia es significada como intransformable, la “salida” prevaleciente no es otra que la de adaptarse. Jaqueada la alteridad (recluida a lo imposible), la coartada se hace nítida: no queda más alternativa que “hacerse un lugar” dentro del mundo conocido. El deber del goce es la puerta de ingreso de la permisividad ante lo inaceptable, esto es, el declive de la crítica.
En estas condiciones ideológicas y políticas, ¿cabe esperar algo del acto de poetizar y de los poetas? Eduardo Milán lo dice taxativamente: no cabe esperar nada. Pero “(…) decir o preguntarse «qué cabe esperar» es como creer que hay algo de elegidos -secretamente, en voz baja, murmurado porque carece de prestigio en el mundo real- en los que escribimos poesía y somos poetas. Lo que está en juego hace tiempo es lo humano. Y luego, de ahí, lo mejor de lo humano que puede ser la creación. Pero hay que precisar: la creación de buena calidad. También abunda la mala. En esta época es dominante” (3).
Si en primera instancia lo que está en juego es lo humano, ¿qué implicaciones en ese plano tiene una matriz poética hegemónica que cultiva el desencanto y clausura su vínculo con la crítica? Puesto que este discurso poético descree de todo –salvo de sí mismo- no puede producir sino un sujeto resignado frente al actual estado de cosas. Si esto es así, ¿qué sentido podría tener esta poesía como no sea la prolongación del placer por otros medios, esto es, la procuración de un lugar distintivo que favorezca una carrera profesional “exitosa”, el uso de la escritura como punto de visibilidad fantaseada y lugar secreto de prestigio personal?
El cinismo es la ideología de la aceptación del presente. Según la ecuación al uso, en un mundo dañado no habría más remedio que resignarse o morir: “acomodarse” como se pueda o “quedar fuera”. En esta nueva modulación individualista, lo humano que se juega es este «individuo» normalizado que ha aprendido a callar –es decir: a no cuestionar- para acceder a los beneficios secundarios del orden existente, en particular, a un sistema de distinciones que carece de prestigio en el mundo real. Como no sea -valga la salvedad- para otros poetas. Creerse “elegidos” podría ser un buen consuelo sólo si nos conformamos a jugar con las reglas (dominantes) del arte.
La repetición del ritual iniciático, en este contexto cínico, es aceptación de unas jerarquías férreas e incuestionables. Acceder a un lugar subalterno sería también abdicar de su crítica: aceptar una «estrategia de sucesión», declinar toda insolencia. La autorización cruzada de los sujetos llamados a la sucesión puede adquirir visos inverosímiles: intercambio de premios en concursos públicos por parte de un jurado que luego será concursante y concursantes que serán jurado; tráfico manifiesto de influencias; acceso privilegiado a editoriales e industrias culturales, cuando no a cargos públicos y, en general, como decía Karl Krauss, mutuos «reenvíos de ascensor» que sancionan el juego de pertenencias y exclusiones. El ritual, por tanto, tiene una doble función delimitadora: confirmar los que pertenecen al clan y los que están fuera del círculo mágico de los favores, excluidos de los beneficios de la pertenencia, incluyendo el de las jóvenes revelaciones editoriales.
De forma relativamente independiente a esta dimensión social del ritual, más sorprendente resulta la celebración de un tejido de tópicos y trivialidades planteados como una suerte de iluminación sagrada. No es difícil identificar algunos de esos lugares comunes repetidos hasta el cansancio: la representación nada novedosa del individuo como fuente de novedad; la apelación esnobista a la antimoda; la construcción del sujeto poético como objeto erótico irresistible, incluyendo la femme fatale o el gigoló impenitente; la desconfianza ante cualquier apuesta innovadora y subversiva; la reivindicación de la transgresión (pero ¿qué se transgrede cuando las normas ético-políticas dominantes permiten casi todo?); el descrédito de valores y principios de orientación universalista; el rechazo teórico a la teoría; la reivindicación de lo cotidiano y del humor y, en definitiva, la defensa de la experiencia íntima como último refugio de un individuo (masificado). En un plano formal, los tópicos son más simples aun: la apología de la sencillez y la claridad formales; la reivindicación de un lenguaje coloquial, directo y comprensible; el rechazo realista a cualquier estilización (salvando el “estilo realista” desde luego); en suma, la defensa de una «poética de la transparencia» escrita por sujetos “corrientes”.
No se trata, claro está, de negarse a problematizar una serie de categorías metafísicas heredadas. El problema aquí es que este discurso acrítico se niega a hacerlo, aniquilando lo que desconoce. Paradójicamente, a pesar de su tenaz afirmación de la no-verdad y de una abigarrada apología de un relativismo más abstracto que efectivo, esta estética se reivindica a sí misma a fuerza de descalificar otros modos de producción poética. Ante el dogma de una sociedad posideológica, convertido en ideología dominante, consagra su propio vacío: puesto que proclama no creer en nada, lo único que cuenta es la excentricidad de las formas y las performances, en suma, la ceremonia de una estética vacía.
Un discurso semejante trae sus pequeños regocijos. Permite la circulación social, instaura la era del intercambio y evita que las intrigas de alcoba se conviertan en enemistades públicas. La euforia efímera es la contrapartida de esta forma de nihilismo que exculpa al propio sujeto de la responsabilidad en la producción del mundo social. Lo exime de cualquier deber –incluso si concebimos ese deber como algo que no está ligado a la deuda sino a un deseo razonable -. Pero puesto que según esta perspectiva no hay pauta de rectitud, tampoco hay nada que rectificar.
Si hay alguna «indignación» en esta posición es ante un mundo que no la reconoce lo suficiente. Es previsible que no falten antologías poéticas que rentabilicen un sentimiento colectivo esencialmente anónimo: no es cuestión de creencia, sino de visibilidad. Aunque sería erróneo decir que la “poesía indignada” es lo contrario a la indignación (po)ética, tampoco en este campo faltan oportunistas que buscan resguardarse, a través de la lógica del etiquetado de ocasión, del lugar inclasificable desde el que una poesía inconformista necesariamente se formula. Por retomar lo que decía Milán: “Yo apoyo a los indignados como ser humano. Yo me indigno. Eso marca mi escritura. Pero no es una receta ni un mandato. Todo ser humano debe indignarse. Se juega la vida en eso. Como poeta no sé si es necesario proclamarse.
¿En la modernidad la poesía no ha sido una suerte de indignación más o menos estentórea? No era Rimbaud un indignado? Lautréamont? Baudelaire? Mallarmé? Artaud? Duchamp? Satie? Martínez Rivas? Nicanor Parra? Décio Pignatari? Y sigue la lista. La creación artística que yo valoro vivía en el punto de indignación. Otra no. El problema es que esa que no se volvió mayoritaria y dominante”. Digamos entonces a modo de síntesis: poesía inconformista es aquella que se resiste a celebrar el “alma bella” en el desierto circundante, esto es, poesía que asume su vocación crítica. No es una cuestión de rótulos sino de modos de producción cultural. En términos poéticos, eso equivale a sostener que la revuelta (la puesta en crisis) empieza, ante todo, por el lenguaje, cuestionando las estructuras de una sintaxis normalizadora que asfixia el pulso.
Una estética del desencanto, por lo demás, no puede subvertir ninguna norma; ello supondría arriesgar otro horizonte de sentido. A lo sumo, se moverá en su borde para no quedar fuera de juego. La transgresión reafirma el centro en el mismo gesto de violarlo. No cuestiona la Ley; la usa para la extracción de un placer adicional. La fuerza liberadora de la risa es un pobre consuelo. La «transgresión» en su sentido habitual forma parte de una estructura trinitaria en la que también participan la Ley y la Prohibición. Como dicen Deleuze y Guattari “(…) no es nada, simple medio de reproducción” (4), cuando de lo que se trata es de sustituir esta reproducción circular por una progresión, una línea de fuga... Los presuntos transgresores no son en absoluto transgresores: el éxtasis de las drogas, de la sexualidad transitiva o abusiva, el abandono orgiástico o el exceso en cualquiera de sus formas habitualmente no transgreden nada y, cuando lo hacen, es a título de licencia poética que confirma la norma (5).
Son parte del paisaje: síntoma de un deseo de escándalo que ya no escandaliza a nadie, referencia a una presunta osadía que se niega en el momento mismo en que renuncia a poner en cuestión alguna complicidad colectiva. A la luz de la resonancia que generan en un auditorio cautiv(ad)o (6) desde siempre, ¿qué otro sentido podría tener una poesía así concebida que no sea reproducir el ritual jerárquico de los nombres propios o el juego de las distinciones más fantaseadas que reales?
Antonio Porchia
“Para todos y para ninguno”.
Friedrich Nietzsche
-I-
En una época marcada por el escepticismo, la crítica resulta sospechosa. El campo poético no escapa a ese estado de ánimo. Al menos en el contexto español, la crítica mutua de textos y prácticas poéticas se ha tornado algo completamente excepcional. La incomodidad de los cuestionamientos ha cedido a las conveniencias. No es de extrañar la ausencia de una «sociología del campo», como no sea la que se hace a menudo salvajemente, de forma anónima, reafirmando su resistencia a exponerse ella misma a la objetivación que practica con respecto a otros. Como diría Bourdieu, los objetivadores se resisten a ser objetivados, en tanto participantes del campo. Toda su autoridad mística se derrumbaría en su reenvío a una posición específica dentro de una trama de relaciones sociales de poder; en vez de la presunción de unos “evaluadores imparciales y desinteresados” (al modo de jueces implacables) nos toparíamos con unos jugadores más (parte del juego que juzgan), atravesados por apuestas específicas, basadas en valores y sentidos más o menos argumentables pero de ningún modo vinculantes (1).
Tampoco es de extrañar la desaparición casi total de una «crítica literaria» relevante. Es cierto que podrían señalarse algunas valiosas iniciativas en sentido contrario, pero eso no es óbice para reconocer el penoso “estado del arte” no sólo ya de la crítica especializada, sino también de la «crítica» en tanto operación específica de lectura. La primacía de las “reseñas literarias” más o menos elogiosas es de por sí ilustrativa; apenas si es concebible que alguien cuestione de forma abierta un texto poético sin que inmediatamente surjan los presupuestos de su “mala fe” o “enemistad” con respecto al autor de los textos cuestionados. La creación poética, concebida como atributo del yo, queda sustraída de la posibilidad de un análisis capaz de determinar sus límites. La crítica convertida en herejía es significada como una acción doblemente ofensiva: como ataque personal y como acto humillante a quien la recibe. No deja de ser paradójico que, en un contexto así, esta desaparición pública conviva con la proliferación de injurias y difamaciones privadas.
Dicho brutalmente: como no sea por algunas luminosas excepciones, la crítica literaria y sociológica brilla por su ausencia. En esas condiciones culturales, ¿cómo rehabilitar la crítica sin recaer en una nueva épica del sujeto que vendría a restituir de forma mesiánica la verdad incómoda del campo poético? No basta con dar un golpe en la mesa y restablecer, en un acto soberano, lo reprimido. Por mi parte, me limitaré a una intervención preliminar centrada en el análisis de algunas prácticas hegemónicas, aunque previsiblemente dicho proceso deje marcas concretas en la producción poética. En último término, mediante un desplazamiento metonímico, es imposible no preguntarse si esta sintomática marginación de la crítica literaria y sociológica no conduce a la marginación de la dimensión crítica en la producción poética misma.
Antes de aventurar algunas hipótesis de lectura, sin embargo, anticipemos algunas limitaciones de semejante reflexión genérica: no permite discernir el valor diferencial y singular de determinadas creaciones poéticas ni identificar autores más o menos valiosos o irrelevantes. Con todo, no es mi propósito hacer «crítica literaria» sino procurar reconstruir algunas regularidades que atraviesan el campo, esto es, que forman parte de las condiciones de producción y recepción poéticas en el contexto español y que, por lo demás, explican al menos parcialmente nuestras luchas y apuestas.
Es cierto que el reproche es previsible: ¿por qué no nombrar a los responsables de esta situación ruinosa, suponiendo que los conocemos? ¿No deberíamos ser más osados, señalando con nombre y apellido a esos grupos de poetas, periodistas, editores y críticos profesionales que han convertido el campo poético español en una meseta en la que la condición de existencia es la rigurosa elusión del ejercicio abierto de la crítica? Semejante reproche, sin embargo, se apoya en el presupuesto metodológico de que es posible depositar en unos sujetos determinados la responsabilidad central, sino exclusiva, de esta situación (diferenciable de forma clara de casos específicos de corrupción, nepotismo, favoritismo o cualquier otro acto jurídica y éticamente ilícitos). La «inculpación» de unos individuos y grupos específicos, sin embargo, deja sin explicar por qué esta ausencia tendencial de intercambios críticos rebasa de forma evidente las fronteras de esos individuos y grupos. O, en otros términos, no da cuenta de las dificultades compartidas que tenemos al momento de producir esos intercambios.
Es en este punto en el que entra en juego una segunda razón, de carácter ético. Puesto que se trata de prácticas hegemónicas, la «estrategia de la denuncia» (2), basada en la ejemplificación, pone el riesgo a distancia. Confina la “mancha” a unos pocos elegidos, en vez de operar en el sentido de una interrogación colectiva que interpela en singular. Esa estrategia, de algún modo, cometería la injusticia inversa de la omisión. Puesto que es parte de nuestra responsabilidad empezar a construir de otro modo, lo que necesitamos no es identificar de forma más o menos acusatoria a unos presuntos responsables sino discernir modalidades operativas que configuran el actual campo poético.
La contrapartida de unas afirmaciones genéricas -que presuponen la existencia real de casos diferentes (la regla de la excepción)- es su carácter transversal. Limitarse a la mención de algunos notables como paradigma de estas prácticas no sólo no es un acto especialmente osado: es simplista y, en última instancia, nos impide reconocer la magnitud de un problema que nos implica de una manera más directa.
-II-
Separar el campo poético de sus condiciones histórico-sociales de producción es un error. Las prácticas poéticas están sobredeterminadas por una cultura hegemónica en la que la «resignación», cuando no el «conformismo», son pautas dominantes. No hay ningún abismo entre esa cultura y lo que ocurre en el espacio de lo poético. A pesar de las evidencias cada vez más lapidarias de un capitalismo de la catástrofe, el «discurso de la resignación», en el campo poético, deviene «imperativo de adaptación»: puesto que la relación del sujeto con sus condiciones de existencia es significada como intransformable, la “salida” prevaleciente no es otra que la de adaptarse. Jaqueada la alteridad (recluida a lo imposible), la coartada se hace nítida: no queda más alternativa que “hacerse un lugar” dentro del mundo conocido. El deber del goce es la puerta de ingreso de la permisividad ante lo inaceptable, esto es, el declive de la crítica.
En estas condiciones ideológicas y políticas, ¿cabe esperar algo del acto de poetizar y de los poetas? Eduardo Milán lo dice taxativamente: no cabe esperar nada. Pero “(…) decir o preguntarse «qué cabe esperar» es como creer que hay algo de elegidos -secretamente, en voz baja, murmurado porque carece de prestigio en el mundo real- en los que escribimos poesía y somos poetas. Lo que está en juego hace tiempo es lo humano. Y luego, de ahí, lo mejor de lo humano que puede ser la creación. Pero hay que precisar: la creación de buena calidad. También abunda la mala. En esta época es dominante” (3).
Si en primera instancia lo que está en juego es lo humano, ¿qué implicaciones en ese plano tiene una matriz poética hegemónica que cultiva el desencanto y clausura su vínculo con la crítica? Puesto que este discurso poético descree de todo –salvo de sí mismo- no puede producir sino un sujeto resignado frente al actual estado de cosas. Si esto es así, ¿qué sentido podría tener esta poesía como no sea la prolongación del placer por otros medios, esto es, la procuración de un lugar distintivo que favorezca una carrera profesional “exitosa”, el uso de la escritura como punto de visibilidad fantaseada y lugar secreto de prestigio personal?
El cinismo es la ideología de la aceptación del presente. Según la ecuación al uso, en un mundo dañado no habría más remedio que resignarse o morir: “acomodarse” como se pueda o “quedar fuera”. En esta nueva modulación individualista, lo humano que se juega es este «individuo» normalizado que ha aprendido a callar –es decir: a no cuestionar- para acceder a los beneficios secundarios del orden existente, en particular, a un sistema de distinciones que carece de prestigio en el mundo real. Como no sea -valga la salvedad- para otros poetas. Creerse “elegidos” podría ser un buen consuelo sólo si nos conformamos a jugar con las reglas (dominantes) del arte.
La repetición del ritual iniciático, en este contexto cínico, es aceptación de unas jerarquías férreas e incuestionables. Acceder a un lugar subalterno sería también abdicar de su crítica: aceptar una «estrategia de sucesión», declinar toda insolencia. La autorización cruzada de los sujetos llamados a la sucesión puede adquirir visos inverosímiles: intercambio de premios en concursos públicos por parte de un jurado que luego será concursante y concursantes que serán jurado; tráfico manifiesto de influencias; acceso privilegiado a editoriales e industrias culturales, cuando no a cargos públicos y, en general, como decía Karl Krauss, mutuos «reenvíos de ascensor» que sancionan el juego de pertenencias y exclusiones. El ritual, por tanto, tiene una doble función delimitadora: confirmar los que pertenecen al clan y los que están fuera del círculo mágico de los favores, excluidos de los beneficios de la pertenencia, incluyendo el de las jóvenes revelaciones editoriales.
De forma relativamente independiente a esta dimensión social del ritual, más sorprendente resulta la celebración de un tejido de tópicos y trivialidades planteados como una suerte de iluminación sagrada. No es difícil identificar algunos de esos lugares comunes repetidos hasta el cansancio: la representación nada novedosa del individuo como fuente de novedad; la apelación esnobista a la antimoda; la construcción del sujeto poético como objeto erótico irresistible, incluyendo la femme fatale o el gigoló impenitente; la desconfianza ante cualquier apuesta innovadora y subversiva; la reivindicación de la transgresión (pero ¿qué se transgrede cuando las normas ético-políticas dominantes permiten casi todo?); el descrédito de valores y principios de orientación universalista; el rechazo teórico a la teoría; la reivindicación de lo cotidiano y del humor y, en definitiva, la defensa de la experiencia íntima como último refugio de un individuo (masificado). En un plano formal, los tópicos son más simples aun: la apología de la sencillez y la claridad formales; la reivindicación de un lenguaje coloquial, directo y comprensible; el rechazo realista a cualquier estilización (salvando el “estilo realista” desde luego); en suma, la defensa de una «poética de la transparencia» escrita por sujetos “corrientes”.
No se trata, claro está, de negarse a problematizar una serie de categorías metafísicas heredadas. El problema aquí es que este discurso acrítico se niega a hacerlo, aniquilando lo que desconoce. Paradójicamente, a pesar de su tenaz afirmación de la no-verdad y de una abigarrada apología de un relativismo más abstracto que efectivo, esta estética se reivindica a sí misma a fuerza de descalificar otros modos de producción poética. Ante el dogma de una sociedad posideológica, convertido en ideología dominante, consagra su propio vacío: puesto que proclama no creer en nada, lo único que cuenta es la excentricidad de las formas y las performances, en suma, la ceremonia de una estética vacía.
Un discurso semejante trae sus pequeños regocijos. Permite la circulación social, instaura la era del intercambio y evita que las intrigas de alcoba se conviertan en enemistades públicas. La euforia efímera es la contrapartida de esta forma de nihilismo que exculpa al propio sujeto de la responsabilidad en la producción del mundo social. Lo exime de cualquier deber –incluso si concebimos ese deber como algo que no está ligado a la deuda sino a un deseo razonable -. Pero puesto que según esta perspectiva no hay pauta de rectitud, tampoco hay nada que rectificar.
Si hay alguna «indignación» en esta posición es ante un mundo que no la reconoce lo suficiente. Es previsible que no falten antologías poéticas que rentabilicen un sentimiento colectivo esencialmente anónimo: no es cuestión de creencia, sino de visibilidad. Aunque sería erróneo decir que la “poesía indignada” es lo contrario a la indignación (po)ética, tampoco en este campo faltan oportunistas que buscan resguardarse, a través de la lógica del etiquetado de ocasión, del lugar inclasificable desde el que una poesía inconformista necesariamente se formula. Por retomar lo que decía Milán: “Yo apoyo a los indignados como ser humano. Yo me indigno. Eso marca mi escritura. Pero no es una receta ni un mandato. Todo ser humano debe indignarse. Se juega la vida en eso. Como poeta no sé si es necesario proclamarse.
¿En la modernidad la poesía no ha sido una suerte de indignación más o menos estentórea? No era Rimbaud un indignado? Lautréamont? Baudelaire? Mallarmé? Artaud? Duchamp? Satie? Martínez Rivas? Nicanor Parra? Décio Pignatari? Y sigue la lista. La creación artística que yo valoro vivía en el punto de indignación. Otra no. El problema es que esa que no se volvió mayoritaria y dominante”. Digamos entonces a modo de síntesis: poesía inconformista es aquella que se resiste a celebrar el “alma bella” en el desierto circundante, esto es, poesía que asume su vocación crítica. No es una cuestión de rótulos sino de modos de producción cultural. En términos poéticos, eso equivale a sostener que la revuelta (la puesta en crisis) empieza, ante todo, por el lenguaje, cuestionando las estructuras de una sintaxis normalizadora que asfixia el pulso.
Una estética del desencanto, por lo demás, no puede subvertir ninguna norma; ello supondría arriesgar otro horizonte de sentido. A lo sumo, se moverá en su borde para no quedar fuera de juego. La transgresión reafirma el centro en el mismo gesto de violarlo. No cuestiona la Ley; la usa para la extracción de un placer adicional. La fuerza liberadora de la risa es un pobre consuelo. La «transgresión» en su sentido habitual forma parte de una estructura trinitaria en la que también participan la Ley y la Prohibición. Como dicen Deleuze y Guattari “(…) no es nada, simple medio de reproducción” (4), cuando de lo que se trata es de sustituir esta reproducción circular por una progresión, una línea de fuga... Los presuntos transgresores no son en absoluto transgresores: el éxtasis de las drogas, de la sexualidad transitiva o abusiva, el abandono orgiástico o el exceso en cualquiera de sus formas habitualmente no transgreden nada y, cuando lo hacen, es a título de licencia poética que confirma la norma (5).
Son parte del paisaje: síntoma de un deseo de escándalo que ya no escandaliza a nadie, referencia a una presunta osadía que se niega en el momento mismo en que renuncia a poner en cuestión alguna complicidad colectiva. A la luz de la resonancia que generan en un auditorio cautiv(ad)o (6) desde siempre, ¿qué otro sentido podría tener una poesía así concebida que no sea reproducir el ritual jerárquico de los nombres propios o el juego de las distinciones más fantaseadas que reales?
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-III-
En este contexto, es interesante recordar la noción de «acto», tal como la reconstruye Slajov Zîzêk en términos psicoanalíticos. El «acto» es aquel que compromete “la dimensión de algún Real imposible”, orientado no al intento de resolución parcial dentro de un campo simbólico sino al “(…) gesto más radical de subvertir el principio estructurante mismo de dicho campo”.
Un acto no simplemente ocurre dentro del horizonte dado de lo que parece ser “posible”; redefine los contornos mismos de lo que es posible (un acto cumple lo que, dentro del universo simbólico dado, parece ser “imposible”, pero cambia sus condiciones de manera que crea retroactivamente las condiciones de su propia posibilidad) [7].
En un sentido radical, un acto implica atravesar la parte repudiada de sí mismo, la “fantasía imposible” que nos resulta inadmisible: su aparición transforma tanto a su agente como altera el campo hegemónico. Dicho de otra manera, es una intervención subversiva que apunta hacia lo Real (en tanto aquello que, en el mismo proceso de simbolización, se resiste a la simbolización).
Sólo hay que dar un paso para señalar que la osadía –el ejercicio de la libertad de crítica- supone pasaje al acto, atravesar la fantasía social fundamental que, sin embargo, es repudiada. Desde este prisma, es fácil advertir que las actuaciones poéticas prevalecientes distan de esta condición perturbadora. Más todavía: la prueba de su falta de riesgo reside en la rápida aceptación grupal de la que son objeto o, dicho en otros términos, en la identificación irreflexiva que producen.
A esta «osadía» tendencialmente ausente cabe contraponer la actual «mímica del escándalo», convertida en moneda corriente dentro del campo poético. Hablar de sexo y violencia, repetirse en lo obsceno, en la repugnancia escatológica, en los excesos nocturnos, en suma, apelar a una retórica del reviente, forma parte de esta mímica. La estética del “friqui” (que hace del “sí mismo” la superficie misma del espectáculo), con todo, tiene algo semejante al clown: se ríe de sí para ocultar su tristeza.
Si por una parte la contrapartida de este “yo poético” auto-encumbrado no es sino la de un lector reducido a espectador, por otro lado esa cumbre del yo tiene a menudo una dimensión paródica propia de saber, finalmente, que no se trata más que de una pantomima. La excentricidad como rasgo saliente de la subjetividad parece ser el renovado motivo poético en el inicio del siglo XXI (8): una respuesta típica ante las carencias socioafectivas de una sociedad del anonimato.
Llegados a este punto, ¿podríamos acometer la crítica a una matriz poética específica sin afrontar, en primera instancia, el cuestionamiento a unas prácticas hegemónicas? En el plano del análisis de esas matrices, la tentación es doble: 1) aceptar la dicotomía que desde hace décadas se propone en España (o se hace “poesía de la experiencia” o se hace “poesía metafísica”) o 2) aceptar dicotomías equivalentes, que reafirman una división bipolar del campo poético, en el que se jerarquiza el término denostado por la oficialidad (realismo sucio, poesía del silencio, poesía de la conciencia…. Para retomar uno de los argumentos centrales de La experiencia de lo extranjero: “(…) sólo las excepciones a ese sistema bifronte componen la poesía más viva que entre nosotros puede leerse hoy” (9). La proliferación de rótulos genéricos no oculta la voluntad de domesticar la proliferación de singularidades poéticas que es, a mi entender, lo decisivo al momento de reflexionar sobre lo poético (motivo por el cual este trabajo no puede ser más que un prefacio para una crítica por venir).
La hipótesis alternativa que quisiera recordar, entonces, avanza en otro sentido: no en la reivindicación de uno de los dos términos dicotómicos, sino en la puesta en cuestión de esta economía binaria, que oculta la heterogeneidad radical de la producción poética, esto es, la trama plural de líneas de creación discursiva que englobamos bajo la rúbrica de “poesía”. Tras la división bipolar lo que perdura es la aceptación de que sólo hay sólo dos modos de poetizar, suprimiendo del debate la pluralidad efectiva de iniciativas estéticas. Análisis de esta clase no sólo son escolares; excluyen de forma autoritaria los flujos poéticos que no encajan en esta taxonomía ya de por sí cercenada.
Para el caso, más que apelar a un espíritu taxonómico –que a lo sumo tiene interés como primera aproximación, pero que no nos exime de un análisis de todo lo que hubiera de innovador, singular y valioso en cada producción poética-, lo fundamental es seguir preguntándonos por la emergencia de iniciativas poéticas capaces de subvertir una lógica del campo que, como he anticipado, podría describirse en tres dimensiones interrelacionadas y diferenciables: a) una dinámica atrapada por el desencanto ideológico, b) el relativo desinterés con respecto al trabajo reflexivo de la forma y c) la primacía social de la lógica de los clanes.
Desentrañemos mínimamente esas tres dimensiones. En primer término, en nuestra actualidad se plantea la evidencia apabulladora de una poesía del desencanto que no es monopolio de la poética oficial en lo más mínimo. Incluso quienes se auto-representan como grupos alternativos (en términos tanto estéticos como políticos), la expansión de este discurso es notable y se hace manifiesto, ante todo, en un «imperativo de goce» dogmatizado, como salida individual a una sociedad que se representa falazmente como postideológica: puesto que no hay nada que creer, la única creencia sostenible es la que condena todas. En un marco así, la lucha política cede su relevancia a la lucha egoica por la consecución de un placer de por sí mitigado al interior de un grupo de pertenencia.
Dejando a un lado las inconsistencias lógicas y políticas básicas que una postura así presupone, sus consecuencias en los procesos de escritura poética son inequívocas. Ante todo, como desinterés por el trabajo formal del poema como elaboración crítica. El efecto de este desencanto, sin embargo, no debería describirse como mera «despreocupación estilística»; más bien, se trata del desarrollo de un específico lenguaje de filiación; esto es, de un lenguaje marcado que permite al sujeto firmante inscribirse de forma explícita en determinado grupo poético y salir en términos imaginarios, mediante este mutuo reconocimiento, del anonimato del yo vivido como una condena.
Si esto es cierto, tal vez podamos explicar mejor la relativa uniformidad estética que desde la década de los ochenta predominó en España. Si bien desde hace una década esa relativa uniformidad no hace sino estallar mediante la irrupción pública de poéticas diversas, marginadas o emergentes, estamos lejos todavía de habernos liberado de un sistema de clasificación bifronte en el que las poéticas que se “enfrentan” terminan asemejándose entre sí, al centrarse ante todo en la descripción realista (presuntamente no estilizada) de una experiencia pensada en términos restrictivos.
Una red de “motivos” tópicos reenvían a la cultura de la resignación a la que venía refiriéndome: conectan al “desengaño” como vínculo con la existencia. Tal como analizó con detenimiento Chantal Maillard en Contra el arte y otras imposturas (10), la primacía de lo «kitsch» (como versión paródica del ideal vanguardista de fundir «vida» y «arte») consagra una doble degradación: la eliminación de la complejidad de la obra y su reducción a una suerte de souvenir de la memoria. La celebración de lo efímero forma parte ya de una «cultura de la globalización»:
Una cultura que lo fagocita todo y lo devuelve empequeñecido, degradado, trivializado. Se adueña de las formas y las devuelve simplificadas, estereotipadas, serializadas. La mentalidad kitsch lo impregna todo: hay espiritualidad kitsch, intelectualismo kitsch, ecologismo kitsch, etc. Vivimos inmersos en el artificio, la artificiosa representación de lo que en otras épocas era genuino (Maillard, op.cit.: 35).
La retórica alternativista no oculta esta (contra)oficialidad que hace del desentendimiento de lo común norma de acción y que, incluso, no se priva de parodiar lo que entiende como caduco: un horizonte poético orientado por la crítica (filosófica, estética y política). Del mismo modo que la voluntad de trasgresión es su marca ética, el uso de un lenguaje precrítico es su signo inconfundible: el conservadurismo formal es, simultáneamente, sustracción del cuestionamiento radical del mundo histórico-social. ¿No es este discurso poético el que puede reconocerse de forma transversal en distintas “escuelas” y “grupos”? ¿Y no deberíamos evitar aquí el señuelo de la crítica ejemplar, cuando se trata de algo mucho más arraigado en la poesía como práctica cultural?
La arbitrariedad del juego de inclusiones y exclusiones localiza los desaciertos en un exterior puesto a distancia. Ello no sólo no contribuye a dimensionar la magnitud del desastre sino, lo que es más significativo, omite el vínculo extratextual entre determinadas poéticas y el modo en que se distribuyen los capitales simbólicos en el campo poético presente.
Esta reflexión conecta a la tercera dimensión; esto es, al modo hegemónico de construcción de vínculos poéticos basados en una lógica cerrada, eminentemente endogámica, en la que la alteridad no tiene lugar. Es precisamente esta condición monológica y dogmática la que nos permite especificar el “clan” como modo hegemónico: lo que cuenta es el juego de alineaciones. No es extraño entonces que quien no conozca el mapa (y no digamos ya: quien lo cuestione de forma radical) se “pierda el juego”, esto es, quede excluido de los bautismos de la confesión y los rituales confirmatorios. En esta instancia, la distinción entre «comunidad abierta» y «clan» adquiere suma relevancia al momento de pensar distintas configuraciones grupales.
No estoy cuestionando, claro está, las relaciones de amistad y el cultivo de «afinidades electivas» que, como en cualquier otra esfera de actividad, se producen entre poetas. Es evidente que casi todos participamos en grupos específicos y no hay nada ilegítimo en ello. Quienes cuestionan esas pertenencias, sencillamente, reproducen la mitología purista del “artista solitario” sustraído de la mundanidad. La referencia a la “lógica de los clanes”, por el contrario, remite a la construcción del propio grupo de pertenencia como referencia exclusiva, absoluta y central para juzgar aquello que ha de entenderse por «poesía válida» y a la distribución excluyente, jerárquica y monolítica que hace de las oportunidades que dicho grupo gestiona en función de un juego de lealtades personales.
En otras palabras, un grupo se configura como clan cuando pretende ejercer de forma autocrática el monopolio de la legitimidad artística, negando la posibilidad de un auténtico diálogo con otras posiciones poéticas. Por el contrario, llamo «comunidad abierta» a un grupo orientado hacia pautas exogámicas, no sólo capaz de descentrarse en sus juicios estéticos, sino que pone en práctica esa apertura crítica ante otras posiciones estéticas. Es evidente que semejante política de la hospitalidad no equivale a la aceptación de cualquier poética o a la celebración posmoderna de cualquier diferencia estética sino más bien al reconocimiento selectivo de otras poéticas que juzga valiosas y pertinentes.
Sobre este fondo, es fácil advertir que la primacía de una lógica clánica en el campo poético supone no sólo una cierta hostilidad ante la alteridad, a menudo manifiesta como indiferencia, sino una lógica homogeneizante que, en el orden de la escritura, se hace manifiesta tanto en la repetición de tópicos poéticos como, más en general, en el uso acrítico de un lenguaje de filiación que reproduce ideológicamente lo que hay que cuestionar. Por otro lado, al ceder a la presión de lo hegemónico, repite una tradición de corte individualista que, no obstante exaltar al “individuo”, lo realiena en clanes o tribus poéticas concretas.
No se trata de una auténtica contradicción: nuestra formación social se reproduce instalando la hegemonía de un individualismo exacerbado que, paradójicamente, subordina al individuo a la normalización. Lo “normal”, en esta cultura de la dimisión, es la repetición de ciertos motivos hedonistas: la noche, la fiesta, las drogas, el desenfreno sexual (a pesar de que ese “desenfreno” es más fantaseado que real, fuertemente regulado por un hetero-sexismo imperante). En esas condiciones, los límites de una vida aplanada, reducida al circuito familiar, aparece como límite mismo de lo poetizable, desconociendo lo que escapa a ese horizonte como extemporáneo.
Discurso, entonces, que al mostrar su desencanto ideológico, se repliega en una intimidad separada falazmente del contexto político, económico, social y cultural que la produce. Una intimidad así significada conduce a un intimismo confesionalista que deja sin elucidar las condiciones que producen los desgarramientos individuales, la soledad recurrente, la necesidad de escape, el refugio en una sexualidad efímera y la búsqueda desesperada de un excedente de placer que se fuga en el momento mismo de obtenerlo. Lo poético, configurado de este modo, deviene extensión del desencanto cotidiano: sólo cuenta lo propio, pero una propiedad que finalmente constata su vacío, a fuerza de un yo exhibicionista que, a pesar de tener más medios que nunca para mostrarse, apenas tiene algo que mostrar.
Como una maldición del sujeto, lo que un discurso de este tipo tiene para ofrecer apenas es tenido en cuenta. En un mundo donde todo debe tomarse con la misma carcajada, donde las utopías libertarias y socialistas suenan sospechosas o nostálgicas, lo único que queda es el mercado de las provocaciones: la confirmación de que ya no hay más que hacer o, peor aún, donde lo único que podemos hacer es entregarnos obsesivamente al Goce (de todas formas denegado o postergado). Otra vez: no se trata de oponerse a un cierto uso de los placeres, sino de problematizar un hedonismo planteado como imperativo, especialmente, cuando el plus-de-placer se logra a fuerza de desconocer el dolor (ajeno). Una postura así vacía el sentido mismo de la «alteridad», ligada a la producción de significaciones, valores y prácticas diferenciadas que permitan sustraernos de un presente asfixiante.
El riesgo como parte constituyente de lo poético es aquí confinado por una fórmula de reiteración que reafirma el juego de las pertenencias, como si el “público” reclamara, ante todo, algunas señas de identidad. El ejemplo del “nuevo perfomer” ayuda a comprender. Es de sobra conocido que los surrealistas usaban las “perfomances” como puestas en acto de la extrañeza, incluso como medio catárquico o estrategia de conmoción. El retorno a la dimensión corporal del discurso bien puede formar parte del repertorio crítico de la poesía. Sin embargo, ¿no son las perfomances que dominan el presente formas de producir el cuerpo como superficie del espectáculo? ¿Una manera de encubrir la insignificancia del poema en tanto creación lingüística? El problema de este discurso sin palabras, centrado en el enunciador, es que no tiene nada que decir. La opción por el yo así modelado se convierte en ritual narcisista, en repetición de una risa desencantada: el mensaje es la imagen del cuerpo espectacularizado.
Podríamos decirlo de otra manera: allí donde la elaboración simbólica fracasa no queda más que un cuerpo cosificado. Porque lo cuestionable no es hacer del cuerpo una superficie poética (algo que en principio también el body-art hace con resultados dispares), sino la conversión del cuerpo en recurso exhibitivo, en un (pre)texto retórico para denunciar de manera efectista toda retórica poética que no acepte el pacto con esta clase de discurso corporal. No queda más que el golpe de impacto, como voluntad de dar fuerza a aquello que estructuralmente no puede tenerlo: un discurso que prescinde del trabajo simbólico, no sólo en el campo de lo formal, sino en el terreno de la producción elucidada de sentido.
Una poética que se exime de realizar una crítica al lenguaje –condición para abrir también a una crítica de lo real- no puede más que apelar a algunos tótemes: ante la repetición de lo fútil, la «idolatría» expresa este movimiento hacia un «Sujeto» soberano, en el que se toma la palabra bajo la tutela autorizante de un gran Otro que, por lo demás, no existe. Una escena así, sin embargo, no da lugar a la metáfora: al no aceptar la sustitución de los significantes, se reafirma en la literalidad de un hedonismo ciego a la herida del mundo.
-IV-
En ese contexto desacralizado que consagra como dogma dominante la imposibilidad de lo diferente, proponer una restauración de la virtud (poética) es una trampa: cifra en la elocuencia retórica la clave de lo poético, como si un perfecto cadáver de palabras –dispuestas a partir de unas reglas simples de rima, métrica y ritmo- fuera la summa deseada. La restauración convierte la poesía en un museo que sólo puede tener interés para los coleccionistas de frases bellas o aquellos que se dejan convencer de que lo interesante ha de ser, por fuerza, solemne (11).
La crítica a ciertos tópicos poéticos no tiene por qué convertirse en un llamamiento al orden dispuesto e impuesto por los presuntos maestros de la palabra que serían los poetas. Es más bien una interpelación a la pasión poética, al deseo de reconquistar, como decía Paul Celan, el «balbuceo» –y digo balbuceo, no laconía, el más habitual de sus simulacros-, como espacio en el que batallamos por decir lo indecible, por transitar a través del lenguaje a una experiencia en la que se batalla con el silencio, no para eliminarlo, sino para aprender a convivir con éste. El balbuceo: aquello que se fuga en las grietas del lenguaje. Lo que no puede ser más que tanteado.
Una proclama o una declaración de principios pertenecen al orden prosaico; el cultivo del desencanto no nos sustrae de ahí. Es heterogéneo con respecto al abismo que balbuciendo tanteamos. En ese arte de lo imposible nos movemos. “La poesía es la verdadera resacralización laica del mundo”, decía Juarroz en un pequeño gran libro (12). Puede que en esta escritura nuestra opción sea aprender a naufragar, a seguir aferrándonos a tablas astilladas, a los restos de una pérdida primigenia.
Siempre habrá otros que no aceptarán este hundimiento y protestarán con fuerza ante el ejercicio de descentramiento que esta escritura de la fragilidad exige. No es que sea impensable una poética del yo; una vez más, lo problemático es el modo de construirlo en términos simbólicos, el lugar –a menudo tan desmesurado como infantil- que este discurso le asigna ante la geografía fracturada del mundo.
Quizás toda la labor poética sea un largo aprendizaje del naufragio, esa entrega al hambre y al alambre, a los pájaros y a las hondas. Sospechar la belleza es una operación necesaria; convertir en doctrina lo feo -el feísmo- puede incluso ser interesante. Pero eximirse de atravesar por esas experiencias no es ninguna osadía. No deja de resultar llamativo que en nombre de la experiencia sea tan fácil perder de vista su radical heterogeneidad, reduciéndola a sus formas más estereotipadas y normalizadas.
En este contexto, es interesante recordar la noción de «acto», tal como la reconstruye Slajov Zîzêk en términos psicoanalíticos. El «acto» es aquel que compromete “la dimensión de algún Real imposible”, orientado no al intento de resolución parcial dentro de un campo simbólico sino al “(…) gesto más radical de subvertir el principio estructurante mismo de dicho campo”.
Un acto no simplemente ocurre dentro del horizonte dado de lo que parece ser “posible”; redefine los contornos mismos de lo que es posible (un acto cumple lo que, dentro del universo simbólico dado, parece ser “imposible”, pero cambia sus condiciones de manera que crea retroactivamente las condiciones de su propia posibilidad) [7].
En un sentido radical, un acto implica atravesar la parte repudiada de sí mismo, la “fantasía imposible” que nos resulta inadmisible: su aparición transforma tanto a su agente como altera el campo hegemónico. Dicho de otra manera, es una intervención subversiva que apunta hacia lo Real (en tanto aquello que, en el mismo proceso de simbolización, se resiste a la simbolización).
Sólo hay que dar un paso para señalar que la osadía –el ejercicio de la libertad de crítica- supone pasaje al acto, atravesar la fantasía social fundamental que, sin embargo, es repudiada. Desde este prisma, es fácil advertir que las actuaciones poéticas prevalecientes distan de esta condición perturbadora. Más todavía: la prueba de su falta de riesgo reside en la rápida aceptación grupal de la que son objeto o, dicho en otros términos, en la identificación irreflexiva que producen.
A esta «osadía» tendencialmente ausente cabe contraponer la actual «mímica del escándalo», convertida en moneda corriente dentro del campo poético. Hablar de sexo y violencia, repetirse en lo obsceno, en la repugnancia escatológica, en los excesos nocturnos, en suma, apelar a una retórica del reviente, forma parte de esta mímica. La estética del “friqui” (que hace del “sí mismo” la superficie misma del espectáculo), con todo, tiene algo semejante al clown: se ríe de sí para ocultar su tristeza.
Si por una parte la contrapartida de este “yo poético” auto-encumbrado no es sino la de un lector reducido a espectador, por otro lado esa cumbre del yo tiene a menudo una dimensión paródica propia de saber, finalmente, que no se trata más que de una pantomima. La excentricidad como rasgo saliente de la subjetividad parece ser el renovado motivo poético en el inicio del siglo XXI (8): una respuesta típica ante las carencias socioafectivas de una sociedad del anonimato.
Llegados a este punto, ¿podríamos acometer la crítica a una matriz poética específica sin afrontar, en primera instancia, el cuestionamiento a unas prácticas hegemónicas? En el plano del análisis de esas matrices, la tentación es doble: 1) aceptar la dicotomía que desde hace décadas se propone en España (o se hace “poesía de la experiencia” o se hace “poesía metafísica”) o 2) aceptar dicotomías equivalentes, que reafirman una división bipolar del campo poético, en el que se jerarquiza el término denostado por la oficialidad (realismo sucio, poesía del silencio, poesía de la conciencia…. Para retomar uno de los argumentos centrales de La experiencia de lo extranjero: “(…) sólo las excepciones a ese sistema bifronte componen la poesía más viva que entre nosotros puede leerse hoy” (9). La proliferación de rótulos genéricos no oculta la voluntad de domesticar la proliferación de singularidades poéticas que es, a mi entender, lo decisivo al momento de reflexionar sobre lo poético (motivo por el cual este trabajo no puede ser más que un prefacio para una crítica por venir).
La hipótesis alternativa que quisiera recordar, entonces, avanza en otro sentido: no en la reivindicación de uno de los dos términos dicotómicos, sino en la puesta en cuestión de esta economía binaria, que oculta la heterogeneidad radical de la producción poética, esto es, la trama plural de líneas de creación discursiva que englobamos bajo la rúbrica de “poesía”. Tras la división bipolar lo que perdura es la aceptación de que sólo hay sólo dos modos de poetizar, suprimiendo del debate la pluralidad efectiva de iniciativas estéticas. Análisis de esta clase no sólo son escolares; excluyen de forma autoritaria los flujos poéticos que no encajan en esta taxonomía ya de por sí cercenada.
Para el caso, más que apelar a un espíritu taxonómico –que a lo sumo tiene interés como primera aproximación, pero que no nos exime de un análisis de todo lo que hubiera de innovador, singular y valioso en cada producción poética-, lo fundamental es seguir preguntándonos por la emergencia de iniciativas poéticas capaces de subvertir una lógica del campo que, como he anticipado, podría describirse en tres dimensiones interrelacionadas y diferenciables: a) una dinámica atrapada por el desencanto ideológico, b) el relativo desinterés con respecto al trabajo reflexivo de la forma y c) la primacía social de la lógica de los clanes.
Desentrañemos mínimamente esas tres dimensiones. En primer término, en nuestra actualidad se plantea la evidencia apabulladora de una poesía del desencanto que no es monopolio de la poética oficial en lo más mínimo. Incluso quienes se auto-representan como grupos alternativos (en términos tanto estéticos como políticos), la expansión de este discurso es notable y se hace manifiesto, ante todo, en un «imperativo de goce» dogmatizado, como salida individual a una sociedad que se representa falazmente como postideológica: puesto que no hay nada que creer, la única creencia sostenible es la que condena todas. En un marco así, la lucha política cede su relevancia a la lucha egoica por la consecución de un placer de por sí mitigado al interior de un grupo de pertenencia.
Dejando a un lado las inconsistencias lógicas y políticas básicas que una postura así presupone, sus consecuencias en los procesos de escritura poética son inequívocas. Ante todo, como desinterés por el trabajo formal del poema como elaboración crítica. El efecto de este desencanto, sin embargo, no debería describirse como mera «despreocupación estilística»; más bien, se trata del desarrollo de un específico lenguaje de filiación; esto es, de un lenguaje marcado que permite al sujeto firmante inscribirse de forma explícita en determinado grupo poético y salir en términos imaginarios, mediante este mutuo reconocimiento, del anonimato del yo vivido como una condena.
Si esto es cierto, tal vez podamos explicar mejor la relativa uniformidad estética que desde la década de los ochenta predominó en España. Si bien desde hace una década esa relativa uniformidad no hace sino estallar mediante la irrupción pública de poéticas diversas, marginadas o emergentes, estamos lejos todavía de habernos liberado de un sistema de clasificación bifronte en el que las poéticas que se “enfrentan” terminan asemejándose entre sí, al centrarse ante todo en la descripción realista (presuntamente no estilizada) de una experiencia pensada en términos restrictivos.
Una red de “motivos” tópicos reenvían a la cultura de la resignación a la que venía refiriéndome: conectan al “desengaño” como vínculo con la existencia. Tal como analizó con detenimiento Chantal Maillard en Contra el arte y otras imposturas (10), la primacía de lo «kitsch» (como versión paródica del ideal vanguardista de fundir «vida» y «arte») consagra una doble degradación: la eliminación de la complejidad de la obra y su reducción a una suerte de souvenir de la memoria. La celebración de lo efímero forma parte ya de una «cultura de la globalización»:
Una cultura que lo fagocita todo y lo devuelve empequeñecido, degradado, trivializado. Se adueña de las formas y las devuelve simplificadas, estereotipadas, serializadas. La mentalidad kitsch lo impregna todo: hay espiritualidad kitsch, intelectualismo kitsch, ecologismo kitsch, etc. Vivimos inmersos en el artificio, la artificiosa representación de lo que en otras épocas era genuino (Maillard, op.cit.: 35).
La retórica alternativista no oculta esta (contra)oficialidad que hace del desentendimiento de lo común norma de acción y que, incluso, no se priva de parodiar lo que entiende como caduco: un horizonte poético orientado por la crítica (filosófica, estética y política). Del mismo modo que la voluntad de trasgresión es su marca ética, el uso de un lenguaje precrítico es su signo inconfundible: el conservadurismo formal es, simultáneamente, sustracción del cuestionamiento radical del mundo histórico-social. ¿No es este discurso poético el que puede reconocerse de forma transversal en distintas “escuelas” y “grupos”? ¿Y no deberíamos evitar aquí el señuelo de la crítica ejemplar, cuando se trata de algo mucho más arraigado en la poesía como práctica cultural?
La arbitrariedad del juego de inclusiones y exclusiones localiza los desaciertos en un exterior puesto a distancia. Ello no sólo no contribuye a dimensionar la magnitud del desastre sino, lo que es más significativo, omite el vínculo extratextual entre determinadas poéticas y el modo en que se distribuyen los capitales simbólicos en el campo poético presente.
Esta reflexión conecta a la tercera dimensión; esto es, al modo hegemónico de construcción de vínculos poéticos basados en una lógica cerrada, eminentemente endogámica, en la que la alteridad no tiene lugar. Es precisamente esta condición monológica y dogmática la que nos permite especificar el “clan” como modo hegemónico: lo que cuenta es el juego de alineaciones. No es extraño entonces que quien no conozca el mapa (y no digamos ya: quien lo cuestione de forma radical) se “pierda el juego”, esto es, quede excluido de los bautismos de la confesión y los rituales confirmatorios. En esta instancia, la distinción entre «comunidad abierta» y «clan» adquiere suma relevancia al momento de pensar distintas configuraciones grupales.
No estoy cuestionando, claro está, las relaciones de amistad y el cultivo de «afinidades electivas» que, como en cualquier otra esfera de actividad, se producen entre poetas. Es evidente que casi todos participamos en grupos específicos y no hay nada ilegítimo en ello. Quienes cuestionan esas pertenencias, sencillamente, reproducen la mitología purista del “artista solitario” sustraído de la mundanidad. La referencia a la “lógica de los clanes”, por el contrario, remite a la construcción del propio grupo de pertenencia como referencia exclusiva, absoluta y central para juzgar aquello que ha de entenderse por «poesía válida» y a la distribución excluyente, jerárquica y monolítica que hace de las oportunidades que dicho grupo gestiona en función de un juego de lealtades personales.
En otras palabras, un grupo se configura como clan cuando pretende ejercer de forma autocrática el monopolio de la legitimidad artística, negando la posibilidad de un auténtico diálogo con otras posiciones poéticas. Por el contrario, llamo «comunidad abierta» a un grupo orientado hacia pautas exogámicas, no sólo capaz de descentrarse en sus juicios estéticos, sino que pone en práctica esa apertura crítica ante otras posiciones estéticas. Es evidente que semejante política de la hospitalidad no equivale a la aceptación de cualquier poética o a la celebración posmoderna de cualquier diferencia estética sino más bien al reconocimiento selectivo de otras poéticas que juzga valiosas y pertinentes.
Sobre este fondo, es fácil advertir que la primacía de una lógica clánica en el campo poético supone no sólo una cierta hostilidad ante la alteridad, a menudo manifiesta como indiferencia, sino una lógica homogeneizante que, en el orden de la escritura, se hace manifiesta tanto en la repetición de tópicos poéticos como, más en general, en el uso acrítico de un lenguaje de filiación que reproduce ideológicamente lo que hay que cuestionar. Por otro lado, al ceder a la presión de lo hegemónico, repite una tradición de corte individualista que, no obstante exaltar al “individuo”, lo realiena en clanes o tribus poéticas concretas.
No se trata de una auténtica contradicción: nuestra formación social se reproduce instalando la hegemonía de un individualismo exacerbado que, paradójicamente, subordina al individuo a la normalización. Lo “normal”, en esta cultura de la dimisión, es la repetición de ciertos motivos hedonistas: la noche, la fiesta, las drogas, el desenfreno sexual (a pesar de que ese “desenfreno” es más fantaseado que real, fuertemente regulado por un hetero-sexismo imperante). En esas condiciones, los límites de una vida aplanada, reducida al circuito familiar, aparece como límite mismo de lo poetizable, desconociendo lo que escapa a ese horizonte como extemporáneo.
Discurso, entonces, que al mostrar su desencanto ideológico, se repliega en una intimidad separada falazmente del contexto político, económico, social y cultural que la produce. Una intimidad así significada conduce a un intimismo confesionalista que deja sin elucidar las condiciones que producen los desgarramientos individuales, la soledad recurrente, la necesidad de escape, el refugio en una sexualidad efímera y la búsqueda desesperada de un excedente de placer que se fuga en el momento mismo de obtenerlo. Lo poético, configurado de este modo, deviene extensión del desencanto cotidiano: sólo cuenta lo propio, pero una propiedad que finalmente constata su vacío, a fuerza de un yo exhibicionista que, a pesar de tener más medios que nunca para mostrarse, apenas tiene algo que mostrar.
Como una maldición del sujeto, lo que un discurso de este tipo tiene para ofrecer apenas es tenido en cuenta. En un mundo donde todo debe tomarse con la misma carcajada, donde las utopías libertarias y socialistas suenan sospechosas o nostálgicas, lo único que queda es el mercado de las provocaciones: la confirmación de que ya no hay más que hacer o, peor aún, donde lo único que podemos hacer es entregarnos obsesivamente al Goce (de todas formas denegado o postergado). Otra vez: no se trata de oponerse a un cierto uso de los placeres, sino de problematizar un hedonismo planteado como imperativo, especialmente, cuando el plus-de-placer se logra a fuerza de desconocer el dolor (ajeno). Una postura así vacía el sentido mismo de la «alteridad», ligada a la producción de significaciones, valores y prácticas diferenciadas que permitan sustraernos de un presente asfixiante.
El riesgo como parte constituyente de lo poético es aquí confinado por una fórmula de reiteración que reafirma el juego de las pertenencias, como si el “público” reclamara, ante todo, algunas señas de identidad. El ejemplo del “nuevo perfomer” ayuda a comprender. Es de sobra conocido que los surrealistas usaban las “perfomances” como puestas en acto de la extrañeza, incluso como medio catárquico o estrategia de conmoción. El retorno a la dimensión corporal del discurso bien puede formar parte del repertorio crítico de la poesía. Sin embargo, ¿no son las perfomances que dominan el presente formas de producir el cuerpo como superficie del espectáculo? ¿Una manera de encubrir la insignificancia del poema en tanto creación lingüística? El problema de este discurso sin palabras, centrado en el enunciador, es que no tiene nada que decir. La opción por el yo así modelado se convierte en ritual narcisista, en repetición de una risa desencantada: el mensaje es la imagen del cuerpo espectacularizado.
Podríamos decirlo de otra manera: allí donde la elaboración simbólica fracasa no queda más que un cuerpo cosificado. Porque lo cuestionable no es hacer del cuerpo una superficie poética (algo que en principio también el body-art hace con resultados dispares), sino la conversión del cuerpo en recurso exhibitivo, en un (pre)texto retórico para denunciar de manera efectista toda retórica poética que no acepte el pacto con esta clase de discurso corporal. No queda más que el golpe de impacto, como voluntad de dar fuerza a aquello que estructuralmente no puede tenerlo: un discurso que prescinde del trabajo simbólico, no sólo en el campo de lo formal, sino en el terreno de la producción elucidada de sentido.
Una poética que se exime de realizar una crítica al lenguaje –condición para abrir también a una crítica de lo real- no puede más que apelar a algunos tótemes: ante la repetición de lo fútil, la «idolatría» expresa este movimiento hacia un «Sujeto» soberano, en el que se toma la palabra bajo la tutela autorizante de un gran Otro que, por lo demás, no existe. Una escena así, sin embargo, no da lugar a la metáfora: al no aceptar la sustitución de los significantes, se reafirma en la literalidad de un hedonismo ciego a la herida del mundo.
-IV-
En ese contexto desacralizado que consagra como dogma dominante la imposibilidad de lo diferente, proponer una restauración de la virtud (poética) es una trampa: cifra en la elocuencia retórica la clave de lo poético, como si un perfecto cadáver de palabras –dispuestas a partir de unas reglas simples de rima, métrica y ritmo- fuera la summa deseada. La restauración convierte la poesía en un museo que sólo puede tener interés para los coleccionistas de frases bellas o aquellos que se dejan convencer de que lo interesante ha de ser, por fuerza, solemne (11).
La crítica a ciertos tópicos poéticos no tiene por qué convertirse en un llamamiento al orden dispuesto e impuesto por los presuntos maestros de la palabra que serían los poetas. Es más bien una interpelación a la pasión poética, al deseo de reconquistar, como decía Paul Celan, el «balbuceo» –y digo balbuceo, no laconía, el más habitual de sus simulacros-, como espacio en el que batallamos por decir lo indecible, por transitar a través del lenguaje a una experiencia en la que se batalla con el silencio, no para eliminarlo, sino para aprender a convivir con éste. El balbuceo: aquello que se fuga en las grietas del lenguaje. Lo que no puede ser más que tanteado.
Una proclama o una declaración de principios pertenecen al orden prosaico; el cultivo del desencanto no nos sustrae de ahí. Es heterogéneo con respecto al abismo que balbuciendo tanteamos. En ese arte de lo imposible nos movemos. “La poesía es la verdadera resacralización laica del mundo”, decía Juarroz en un pequeño gran libro (12). Puede que en esta escritura nuestra opción sea aprender a naufragar, a seguir aferrándonos a tablas astilladas, a los restos de una pérdida primigenia.
Siempre habrá otros que no aceptarán este hundimiento y protestarán con fuerza ante el ejercicio de descentramiento que esta escritura de la fragilidad exige. No es que sea impensable una poética del yo; una vez más, lo problemático es el modo de construirlo en términos simbólicos, el lugar –a menudo tan desmesurado como infantil- que este discurso le asigna ante la geografía fracturada del mundo.
Quizás toda la labor poética sea un largo aprendizaje del naufragio, esa entrega al hambre y al alambre, a los pájaros y a las hondas. Sospechar la belleza es una operación necesaria; convertir en doctrina lo feo -el feísmo- puede incluso ser interesante. Pero eximirse de atravesar por esas experiencias no es ninguna osadía. No deja de resultar llamativo que en nombre de la experiencia sea tan fácil perder de vista su radical heterogeneidad, reduciéndola a sus formas más estereotipadas y normalizadas.
Imagen: Stephen Orsillo. Fuente: PhotoXpress.
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Dicho lo cual, resulta claro que el efecto de este desencantamiento no es otro que el de un abrupto aplanamiento del horizonte experiencial (13), sin por ello poner en crisis el principio de autoridad. Su relativismo estético -que le permite tolerar la coexistencia indiferente de poéticas antagónicas entre sí- no es impedimento para absolutizar su universo. A pesar de un cierto pluralismo en germen que podría generar las condiciones de un debate crítico, capaz de determinar los límites de lo aceptable y la conciencia de los límites, se refugia en una posición que prescinde de todo criterio que no sea, estrictamente, un criterio de gusto. El esteticismo así constituido –esto es, la «soberanía del gusto»- da paso a una peculiar paradoja: aquello que no comulga con las preferencias propias es ignorado sin más.
De forma contradictoria, en este discurso desencantado sobrevive el encantamiento del “yo”. La estrategia más habitual no ahorra en esa extraña inversión que hace de la carencia una fortaleza. De ahí su anti-intelectualismo militante que repudia abiertamente todo acto de escritura que no se ajuste a sus patrones de transparencia, simplicidad, literalidad, estilo directo y sentido común. Que lo poético en otras prácticas estéticas sea la experiencia de la ruina (de los códigos, de las falsas evidencias, de lo sabido) no parece desestabilizar en absoluto ese núcleo anti-intelectualista que pone bajo sospecha aquello que no comprende.
En vez de leer ahí una ocasión de aprendizaje, se limita a prejuzgarlo como retórica oscurantista. En última instancia, la lógica de la interrogación –requisito de toda crítica- perturba el estado vegetal que se anuncia como nuevo nirvana etílico. El imperativo de esta posmodernidad estética es anti-kantiano: atrévete a no pensar. En este circuito lo problemático es problematizar. No pensar es acceder al goce y ese acceso es lo único que a partir de ahora interesa.
Que ese atrevimiento sea ceguera ante el otro apenas cuenta; que históricamente el anti-intelectualismo tenga una raigambre totalitaria (ocupada en hacer impensable otro mundo y otra existencia) tampoco parece resultar demasiado perturbador… siempre que nadie lo recuerde. De ahí que la lógica clánica sea el modo “funcional” por excelencia: quien no comulgue con lo propio es excomulgado de la polis poética (contra)oficial.
Ya en 1947, tras la devastación de la segunda guerra mundial y las secuelas persistentes del nazismo, Adorno y Horkheimer nos advertían: “Así como la prohibición ha abierto siempre camino al producto más nocivo, del mismo modo la prohibición de la imaginación teórica abre camino a la locura política” (14). Quizás la locura política contemporánea no sea otra que la aceptación resignada de lo existente, lo que es decir también: la inmolación generalizada. Ante ello, cabe preguntar si el rechazo de la imaginación poética en tanto creación crítica no termina convirtiéndose en una “prohibición nociva”.
Para formularlo de otra forma: ¿qué implicaciones vitales tiene este atemperamiento del impulso que cuestiona lo heredado, especialmente en el contexto de un capitalismo globalitario que arrasa millones de vidas? ¿Qué consecuencias arrastra con respecto a un proyecto de autonomía individual y colectiva? En este sentido, las consecuencias políticas de esta declinación son diversas y aunque no puedo detenerme en su examen exhaustivo, globalmente plantean un problema de primer orden (15).
Para limitarnos al campo poético, podríamos decir que la prohibición de la imaginación poética abre camino a la impostura performática: el “neo-malditismo” profesado forma parte de esta actuación estelar que se con-forma con lo existente. El gesto del infant terrible, en pleno adormecimiento ante la masacre diaria –proyectada en una pantalla de plasma- es funcional al régimen de los privilegios que sostienen –aunque de forma residual- a las sociedades europeas. La escritura poética ya no es significada como gasto, sino como reclamo (publicitario). Saber-venderse es la máxima de la poesía como espectáculo, más o menos circense, que el oyente/lector, según la soberanía del gusto, deberá adquirir en el escaparate de las mercancías culturales de élite.
“Intégrate al clan o no serás” es la apuesta estratégica que con probabilidad favorecerá el acceso privilegiado a una “vida maldita”: vivir sin someterse a las penurias corporales del trabajo asalariado, pasearse por los circuitos de recitales “alternativos” (¿con respecto a qué?), visitar cuanto “sarao” exista, participar en la saga de las antologías (casi siempre tan arbitrarias como las categorías de poesía que las sostienen [16]), multiplicadas al ritmo de la “nueva poesía” (como si lo poético fuera susceptible de reducirse a una cronología), sumarse al estrés de los viajes de presentación de libros publicados antes de ser escritos (y no digamos ya reescritos), en tanto “oportunidad” profesional y personal de contactación en la que no cabe descartar una espléndida noche de sexualidad poética.
La conclusión es clara: el neomalditismo es vida integrada, producto de una desigual distribución de las oportunidades simbólicas y materiales. El marketing agresivo del yo es síntoma de un deseo de reconocimiento inmediato que, sin embargo, no se interesa por el otro que podría reconocerlo. No es extraño que el tumulto sea parte del espectáculo: una “multitud de seres excepcionales” (como ironizaba Gombrowicz) demandando un reconocimiento que no está en condiciones de dar. Ante esa dificultad, el elogio o la adulación de los enunciadores son buenos sustitutos de una evaluación rigurosa de los enunciados.
La editorial “propia” y la proliferación de soportes tecnológicos de “universal acceso” –a condición de acceder a la tecnología misma y a sus claves de uso- es parte del síntoma: la impaciencia más absoluta ante el propio anonimato. Al fin y al cabo (suele decirse) “la tecnología democratiza”. Más allá de esa ilusoria igualdad virtual, lo que está en juego es la voluntad de distinción que no está dispuesta siquiera a atravesar la instancia onerosa de la (re)escritura capaz de (auto)cuestionarse.
Lo que queda es “forjarse un nombre” a fuerza de golpes de efecto, producción de una marca, ocupar los espacios para que no los ocupen otros, garantizar la presencia continua, construir el yo como pauta publicitaria. “Operación triunfo” bien podría ser el nombre de este lanzamiento impúdico de estrellas en el firmamento oscuro de la “poesía eterna”, otro de los mitos de las industrias culturales dominantes. Al final, lo que se juega es el éxito vacuo -el “instante de fama” del que hablaba Andy Warhol- de un nombre de (no) autor que se diluirá en la irrelevancia de una escritura desnutrida. Y si se objetara, contradiciendo sus aspiraciones, que todos finalmente estamos destinados a la disolución (algo que no podemos sino reafirmar) otra vez tendríamos que señalar que no toda disolución es equivalente.
-VI-
Preguntarse cómo podríamos participar en un proceso de cambio colectivo sin alterar esta fisonomía de la subjetividad, aturdida por el propio eco, no es algo que pueda postergarse. La “poesía” o incluso la “literatura” mal podría incidir en otros campos sociales si se limitara a reproducir sus pautas exitistas, prescindiendo del examen de sí. Reinventar la sociabilidad sin reinventarnos a nosotros mismos no sólo es inviable: reduce lo social a un teatro (o a una representación) en el que los “actores” ya estarían constituidos.
Una concepción así, sin embargo, desconoce la condición constitutiva del lazo social: traza una relación instrumental con los otros. Que en esta “escena” algún poeta se anuncie como showman no sorprende. Forma parte del mercado presentado como “alternativo” –bastante precario por lo demás- que tampoco repara en ceder a la “modernización” económica, esto es, en incorporar dócilmente el discurso capitalista en la práctica del funcionamiento editorial “independiente”, incluso bajo la nada novedosa planificación estratégica.
En este sentido, incluso para quienes consideramos que la mercantilización de la “obra de arte” que producen las industrias culturales no es un fenómeno reciente, lo que inquieta no es solamente la orientación (frustrada) al lucro, sino la omnipresencia de la lógica de la mercancía en el mismo proceso de creación poética y la más descarada despreocupación por el valor tanto estético como político de esas creaciones. Para resumirlo en términos de Milán (17):
Lo que ha ocurrido realmente, aunque en apariencia resulte lo contrario, es una nueva sumisión del arte al estatuto social, frente a una sociedad del desencanto y del simulacro, un arte igualmente desencantado y simulador. Si bien apostar por la utopía histórica resultó la mayoría de las veces una caída abismal en el totalitarismo, desoír las lecciones de la experimentación y del rigor que nos legó lo mejor de la vanguardia es igualmente suicida.
Aunque es evidente que esta constatación no nos exime del examen crítico de una producción poética singular, de forma genérica la producción poética que domina la escena se ajusta estrictamente a esta descripción: arte desencantado y simulador. ¿No es, precisamente, el efecto que cabe esperar ante la hegemonía de una cultura de la resignación que puesto que ha desistido de cambiar el mundo se auto-impone acomodarse a él?
No es tiempo, sin embargo, de concluir. Quizás sí de plantear un debate y abrir espacio para una interrogación de nosotros mismos. Por lo mismo, lo antedicho no tiene otra pretensión que la de construir una aproximación tentativa, necesariamente incompleta, a una realidad poliédrica. No basta señalar una cierta obstrucción de la crítica en el campo poético si no determinamos, simultáneamente, la génesis de esa obstrucción. Dicho de otro modo: esa obstrucción no es sino un síntoma –un efecto sobredeterminado- de un modo hegemónico de producción cultural. Ello supone rebasar estrictamente un análisis del campo, para inscribir las prácticas poéticas en condiciones históricas más amplias: las que remiten a una cultura hegemónica de la resignación, ávida de goce dentro de los límites dados de una experiencia vital cercenada.
Como he procurado mostrar, si bien dicho análisis cultural no nos exime de nuestras responsabilidades ético-políticas, permite comprender ciertas modalidades del campo poético actual, particularmente su declinación tendencial del ejercicio de la crítica, tanto en la producción como en la recepción poéticas. La primacía de un discurso del desencanto conduce, en este punto, a una reivindicación del sujeto convertido en mónada, atrapado en una lucha por la distinción que demasiado a menudo compromete un juego de pleitesías y abdicaciones inaceptables.
Para articular de forma esquemática el planteamiento inicial: la reproducción de clanes poéticos es consecuencia del afán de supervivencia dentro de un contexto político-cultural que oblitera la alteridad. De forma paradójica, el individualismo acérrimo culmina en una realineación del sujeto: ante la creciente percepción de fragilidad universal en una sociedad del anonimato, este «individuo» convierte su grupo en refugio cerrado, búnker en el que construir una identidad que siente amenazada. La búsqueda de reafirmación se hace visible, en el plano escritural, a través de un lenguaje de filiación que se manifiesta en la repetición de unos tópicos o lugares comunes que sustraen este tipo de producción poética del trabajo de la crítica. Esa sustracción tiene implicaciones estilísticas importantes; ante todo, la demanda de una «estética de la transparencia».
En síntesis, el escepticismo radical se transforma en la celebración acrítica de una estética vacua que, a la par que consagra el relativismo como credo abstracto, se aferra de forma absoluta a su particularidad. Es desde ese horizonte como mejor podemos entender el oportunismo de posiciones semejantes: lo que cuenta es, ante todo, un asunto de reconocimiento por todos los medios. El inconformismo con respecto al mundo social se convierte en inconformismo ante la falta de reconocimiento del yo. En vez de contribuir a la producción de una ruptura tanto estética como política, repite el círculo de la transgresión. La mímica del escándalo, pues, ha desplazado el espacio para un auténtico «acto»: da lugar a «actuaciones» poéticas en las que la falta de osadía crítica es suplida con una dosis de excentricidad.
Si esto es así, la condición de posibilidad de una «crítica literaria» es la crítica misma a unas prácticas poéticas que dan por presupuesto aquello que hay que demostrar: no sólo la validez de ciertas «categorías poéticas» sino también la validez de una división poética bipolar que excluye lo más relevante de la producción poética actual. Si bien desde hace tiempo esa división ha estallado, la persistencia de clanes poéticos parece ir en otra dirección: la del reforzamiento de unas fronteras que apuntan no sólo a la consagración poética de sus miembros, sino también a la exclusión de todo(s) lo(s) demás. Con ello, se plantea una lógica homogeneizante de la escritura que reproduce de forma dogmática un específico lenguaje de filiación. El abandono de una crítica del lenguaje, por lo demás, contribuye a un bloqueo más radical: la posibilidad de cuestionar los límites del presente. El goce egoico del reconocimiento es, simultáneamente, desconocimiento de un mundo herido.
Semejante situación provoca efectos devastadores sobre la misma significación de la «experiencia», reducida a unas pocas vivencias privadas sustraídas de toda (auto)reflexividad y separadas de forma inválida de sus condiciones de existencia. Lo que cuenta son las señas de identidad, incluso si esas señas se presentan como “alternativas”. Una experiencia así recortada, como procuré argumentar, tiene implicaciones no sólo en la crítica literaria al uso o en la lectura crítica de los discursos poéticos: borra la dimensión crítica de la producción poética dominante.
Una vez más, es preciso remarcar que estas formas artísticas no agotan el campo poético actual. Constituyen observaciones de índole general que deben ser matizadas a partir de resistencias efectivas y activas. Nadie está fuera, pero también es posible procurar estar dentro de distintos modos. ¿No deberíamos, entonces, intentar movernos donde el juego incomoda, admitiendo que sustraerse retóricamente del juego ya es parte de este juego? Procurar sostener una posición en exilio no tiene nada que ver con irse a otra parte o desistir de la escritura. Es impulsar el descentramiento tanto poético como ético, a partir del cuestionamiento del juego de la autoridad.
Otra poesía no sólo es posible: forma parte de una realidad que se produce en los márgenes de la producción discursiva dominante. El reconocimiento público que en ocasiones obtiene esta otra poesía, sin embargo, no tiene que inducirnos a engaño. Puesto que estamos dentro, nuestra salida sólo puede construirse desde las grietas. Una crítica por venir es la exigencia de esa otra poesía que ya está aquí. La hospitalidad ante esa poesía es, también, la hospitalidad ante otro mundo.
Dicho lo cual, resulta claro que el efecto de este desencantamiento no es otro que el de un abrupto aplanamiento del horizonte experiencial (13), sin por ello poner en crisis el principio de autoridad. Su relativismo estético -que le permite tolerar la coexistencia indiferente de poéticas antagónicas entre sí- no es impedimento para absolutizar su universo. A pesar de un cierto pluralismo en germen que podría generar las condiciones de un debate crítico, capaz de determinar los límites de lo aceptable y la conciencia de los límites, se refugia en una posición que prescinde de todo criterio que no sea, estrictamente, un criterio de gusto. El esteticismo así constituido –esto es, la «soberanía del gusto»- da paso a una peculiar paradoja: aquello que no comulga con las preferencias propias es ignorado sin más.
De forma contradictoria, en este discurso desencantado sobrevive el encantamiento del “yo”. La estrategia más habitual no ahorra en esa extraña inversión que hace de la carencia una fortaleza. De ahí su anti-intelectualismo militante que repudia abiertamente todo acto de escritura que no se ajuste a sus patrones de transparencia, simplicidad, literalidad, estilo directo y sentido común. Que lo poético en otras prácticas estéticas sea la experiencia de la ruina (de los códigos, de las falsas evidencias, de lo sabido) no parece desestabilizar en absoluto ese núcleo anti-intelectualista que pone bajo sospecha aquello que no comprende.
En vez de leer ahí una ocasión de aprendizaje, se limita a prejuzgarlo como retórica oscurantista. En última instancia, la lógica de la interrogación –requisito de toda crítica- perturba el estado vegetal que se anuncia como nuevo nirvana etílico. El imperativo de esta posmodernidad estética es anti-kantiano: atrévete a no pensar. En este circuito lo problemático es problematizar. No pensar es acceder al goce y ese acceso es lo único que a partir de ahora interesa.
Que ese atrevimiento sea ceguera ante el otro apenas cuenta; que históricamente el anti-intelectualismo tenga una raigambre totalitaria (ocupada en hacer impensable otro mundo y otra existencia) tampoco parece resultar demasiado perturbador… siempre que nadie lo recuerde. De ahí que la lógica clánica sea el modo “funcional” por excelencia: quien no comulgue con lo propio es excomulgado de la polis poética (contra)oficial.
Ya en 1947, tras la devastación de la segunda guerra mundial y las secuelas persistentes del nazismo, Adorno y Horkheimer nos advertían: “Así como la prohibición ha abierto siempre camino al producto más nocivo, del mismo modo la prohibición de la imaginación teórica abre camino a la locura política” (14). Quizás la locura política contemporánea no sea otra que la aceptación resignada de lo existente, lo que es decir también: la inmolación generalizada. Ante ello, cabe preguntar si el rechazo de la imaginación poética en tanto creación crítica no termina convirtiéndose en una “prohibición nociva”.
Para formularlo de otra forma: ¿qué implicaciones vitales tiene este atemperamiento del impulso que cuestiona lo heredado, especialmente en el contexto de un capitalismo globalitario que arrasa millones de vidas? ¿Qué consecuencias arrastra con respecto a un proyecto de autonomía individual y colectiva? En este sentido, las consecuencias políticas de esta declinación son diversas y aunque no puedo detenerme en su examen exhaustivo, globalmente plantean un problema de primer orden (15).
Para limitarnos al campo poético, podríamos decir que la prohibición de la imaginación poética abre camino a la impostura performática: el “neo-malditismo” profesado forma parte de esta actuación estelar que se con-forma con lo existente. El gesto del infant terrible, en pleno adormecimiento ante la masacre diaria –proyectada en una pantalla de plasma- es funcional al régimen de los privilegios que sostienen –aunque de forma residual- a las sociedades europeas. La escritura poética ya no es significada como gasto, sino como reclamo (publicitario). Saber-venderse es la máxima de la poesía como espectáculo, más o menos circense, que el oyente/lector, según la soberanía del gusto, deberá adquirir en el escaparate de las mercancías culturales de élite.
“Intégrate al clan o no serás” es la apuesta estratégica que con probabilidad favorecerá el acceso privilegiado a una “vida maldita”: vivir sin someterse a las penurias corporales del trabajo asalariado, pasearse por los circuitos de recitales “alternativos” (¿con respecto a qué?), visitar cuanto “sarao” exista, participar en la saga de las antologías (casi siempre tan arbitrarias como las categorías de poesía que las sostienen [16]), multiplicadas al ritmo de la “nueva poesía” (como si lo poético fuera susceptible de reducirse a una cronología), sumarse al estrés de los viajes de presentación de libros publicados antes de ser escritos (y no digamos ya reescritos), en tanto “oportunidad” profesional y personal de contactación en la que no cabe descartar una espléndida noche de sexualidad poética.
La conclusión es clara: el neomalditismo es vida integrada, producto de una desigual distribución de las oportunidades simbólicas y materiales. El marketing agresivo del yo es síntoma de un deseo de reconocimiento inmediato que, sin embargo, no se interesa por el otro que podría reconocerlo. No es extraño que el tumulto sea parte del espectáculo: una “multitud de seres excepcionales” (como ironizaba Gombrowicz) demandando un reconocimiento que no está en condiciones de dar. Ante esa dificultad, el elogio o la adulación de los enunciadores son buenos sustitutos de una evaluación rigurosa de los enunciados.
La editorial “propia” y la proliferación de soportes tecnológicos de “universal acceso” –a condición de acceder a la tecnología misma y a sus claves de uso- es parte del síntoma: la impaciencia más absoluta ante el propio anonimato. Al fin y al cabo (suele decirse) “la tecnología democratiza”. Más allá de esa ilusoria igualdad virtual, lo que está en juego es la voluntad de distinción que no está dispuesta siquiera a atravesar la instancia onerosa de la (re)escritura capaz de (auto)cuestionarse.
Lo que queda es “forjarse un nombre” a fuerza de golpes de efecto, producción de una marca, ocupar los espacios para que no los ocupen otros, garantizar la presencia continua, construir el yo como pauta publicitaria. “Operación triunfo” bien podría ser el nombre de este lanzamiento impúdico de estrellas en el firmamento oscuro de la “poesía eterna”, otro de los mitos de las industrias culturales dominantes. Al final, lo que se juega es el éxito vacuo -el “instante de fama” del que hablaba Andy Warhol- de un nombre de (no) autor que se diluirá en la irrelevancia de una escritura desnutrida. Y si se objetara, contradiciendo sus aspiraciones, que todos finalmente estamos destinados a la disolución (algo que no podemos sino reafirmar) otra vez tendríamos que señalar que no toda disolución es equivalente.
-VI-
Preguntarse cómo podríamos participar en un proceso de cambio colectivo sin alterar esta fisonomía de la subjetividad, aturdida por el propio eco, no es algo que pueda postergarse. La “poesía” o incluso la “literatura” mal podría incidir en otros campos sociales si se limitara a reproducir sus pautas exitistas, prescindiendo del examen de sí. Reinventar la sociabilidad sin reinventarnos a nosotros mismos no sólo es inviable: reduce lo social a un teatro (o a una representación) en el que los “actores” ya estarían constituidos.
Una concepción así, sin embargo, desconoce la condición constitutiva del lazo social: traza una relación instrumental con los otros. Que en esta “escena” algún poeta se anuncie como showman no sorprende. Forma parte del mercado presentado como “alternativo” –bastante precario por lo demás- que tampoco repara en ceder a la “modernización” económica, esto es, en incorporar dócilmente el discurso capitalista en la práctica del funcionamiento editorial “independiente”, incluso bajo la nada novedosa planificación estratégica.
En este sentido, incluso para quienes consideramos que la mercantilización de la “obra de arte” que producen las industrias culturales no es un fenómeno reciente, lo que inquieta no es solamente la orientación (frustrada) al lucro, sino la omnipresencia de la lógica de la mercancía en el mismo proceso de creación poética y la más descarada despreocupación por el valor tanto estético como político de esas creaciones. Para resumirlo en términos de Milán (17):
Lo que ha ocurrido realmente, aunque en apariencia resulte lo contrario, es una nueva sumisión del arte al estatuto social, frente a una sociedad del desencanto y del simulacro, un arte igualmente desencantado y simulador. Si bien apostar por la utopía histórica resultó la mayoría de las veces una caída abismal en el totalitarismo, desoír las lecciones de la experimentación y del rigor que nos legó lo mejor de la vanguardia es igualmente suicida.
Aunque es evidente que esta constatación no nos exime del examen crítico de una producción poética singular, de forma genérica la producción poética que domina la escena se ajusta estrictamente a esta descripción: arte desencantado y simulador. ¿No es, precisamente, el efecto que cabe esperar ante la hegemonía de una cultura de la resignación que puesto que ha desistido de cambiar el mundo se auto-impone acomodarse a él?
No es tiempo, sin embargo, de concluir. Quizás sí de plantear un debate y abrir espacio para una interrogación de nosotros mismos. Por lo mismo, lo antedicho no tiene otra pretensión que la de construir una aproximación tentativa, necesariamente incompleta, a una realidad poliédrica. No basta señalar una cierta obstrucción de la crítica en el campo poético si no determinamos, simultáneamente, la génesis de esa obstrucción. Dicho de otro modo: esa obstrucción no es sino un síntoma –un efecto sobredeterminado- de un modo hegemónico de producción cultural. Ello supone rebasar estrictamente un análisis del campo, para inscribir las prácticas poéticas en condiciones históricas más amplias: las que remiten a una cultura hegemónica de la resignación, ávida de goce dentro de los límites dados de una experiencia vital cercenada.
Como he procurado mostrar, si bien dicho análisis cultural no nos exime de nuestras responsabilidades ético-políticas, permite comprender ciertas modalidades del campo poético actual, particularmente su declinación tendencial del ejercicio de la crítica, tanto en la producción como en la recepción poéticas. La primacía de un discurso del desencanto conduce, en este punto, a una reivindicación del sujeto convertido en mónada, atrapado en una lucha por la distinción que demasiado a menudo compromete un juego de pleitesías y abdicaciones inaceptables.
Para articular de forma esquemática el planteamiento inicial: la reproducción de clanes poéticos es consecuencia del afán de supervivencia dentro de un contexto político-cultural que oblitera la alteridad. De forma paradójica, el individualismo acérrimo culmina en una realineación del sujeto: ante la creciente percepción de fragilidad universal en una sociedad del anonimato, este «individuo» convierte su grupo en refugio cerrado, búnker en el que construir una identidad que siente amenazada. La búsqueda de reafirmación se hace visible, en el plano escritural, a través de un lenguaje de filiación que se manifiesta en la repetición de unos tópicos o lugares comunes que sustraen este tipo de producción poética del trabajo de la crítica. Esa sustracción tiene implicaciones estilísticas importantes; ante todo, la demanda de una «estética de la transparencia».
En síntesis, el escepticismo radical se transforma en la celebración acrítica de una estética vacua que, a la par que consagra el relativismo como credo abstracto, se aferra de forma absoluta a su particularidad. Es desde ese horizonte como mejor podemos entender el oportunismo de posiciones semejantes: lo que cuenta es, ante todo, un asunto de reconocimiento por todos los medios. El inconformismo con respecto al mundo social se convierte en inconformismo ante la falta de reconocimiento del yo. En vez de contribuir a la producción de una ruptura tanto estética como política, repite el círculo de la transgresión. La mímica del escándalo, pues, ha desplazado el espacio para un auténtico «acto»: da lugar a «actuaciones» poéticas en las que la falta de osadía crítica es suplida con una dosis de excentricidad.
Si esto es así, la condición de posibilidad de una «crítica literaria» es la crítica misma a unas prácticas poéticas que dan por presupuesto aquello que hay que demostrar: no sólo la validez de ciertas «categorías poéticas» sino también la validez de una división poética bipolar que excluye lo más relevante de la producción poética actual. Si bien desde hace tiempo esa división ha estallado, la persistencia de clanes poéticos parece ir en otra dirección: la del reforzamiento de unas fronteras que apuntan no sólo a la consagración poética de sus miembros, sino también a la exclusión de todo(s) lo(s) demás. Con ello, se plantea una lógica homogeneizante de la escritura que reproduce de forma dogmática un específico lenguaje de filiación. El abandono de una crítica del lenguaje, por lo demás, contribuye a un bloqueo más radical: la posibilidad de cuestionar los límites del presente. El goce egoico del reconocimiento es, simultáneamente, desconocimiento de un mundo herido.
Semejante situación provoca efectos devastadores sobre la misma significación de la «experiencia», reducida a unas pocas vivencias privadas sustraídas de toda (auto)reflexividad y separadas de forma inválida de sus condiciones de existencia. Lo que cuenta son las señas de identidad, incluso si esas señas se presentan como “alternativas”. Una experiencia así recortada, como procuré argumentar, tiene implicaciones no sólo en la crítica literaria al uso o en la lectura crítica de los discursos poéticos: borra la dimensión crítica de la producción poética dominante.
Una vez más, es preciso remarcar que estas formas artísticas no agotan el campo poético actual. Constituyen observaciones de índole general que deben ser matizadas a partir de resistencias efectivas y activas. Nadie está fuera, pero también es posible procurar estar dentro de distintos modos. ¿No deberíamos, entonces, intentar movernos donde el juego incomoda, admitiendo que sustraerse retóricamente del juego ya es parte de este juego? Procurar sostener una posición en exilio no tiene nada que ver con irse a otra parte o desistir de la escritura. Es impulsar el descentramiento tanto poético como ético, a partir del cuestionamiento del juego de la autoridad.
Otra poesía no sólo es posible: forma parte de una realidad que se produce en los márgenes de la producción discursiva dominante. El reconocimiento público que en ocasiones obtiene esta otra poesía, sin embargo, no tiene que inducirnos a engaño. Puesto que estamos dentro, nuestra salida sólo puede construirse desde las grietas. Una crítica por venir es la exigencia de esa otra poesía que ya está aquí. La hospitalidad ante esa poesía es, también, la hospitalidad ante otro mundo.
Notas:
(1) En otro nivel habría que interrogar los presupuestos éticos de la crítica anónima. Por definición, el discurso anónimo es aquel que no tiene que responder por lo que dice. Esta peculiar irresponsabilidad ¿no abre camino habitualmente al juicio dogmático que se sustrae del lugar precario en el que sitúa a sus “objetos” (d)evaluados? Y como práctica, ¿qué vínculo plantea con respecto a una más que pertinente osadía intelectual?
(2) Lo dicho no niega que dicha estrategia sea necesaria ante la evidencia de una práctica ilegítima, como por ejemplo la concesión irregular de un premio. De hecho, he participado en varias de estas denuncias. Lo que sí pongo en cuestión es que esa estrategia sea válida al momento de analizar una problemática transversal.
(3) En “Diez preguntas sobre la urgencia: una entrevista a Eduardo Milán”, en periódico Rebelión (04-01-2012).
(4) Gilles Deleuze y Félix Guattari (1978): Kafka, por una literatura menor, Era, México, p. 98.
(5) Desde esta perspectiva, si nos siguen resultando de interés escritores como el Marqués de Sade o Henry Miller ello se debe no tanto a su carácter transgresor, sino a su capacidad para subvertir determinadas normas relativas a la sexualidad, la moralidad o el sentido del “buen gusto”.
(6) La (carencia de) resonancia no es prueba de valor. El «valor estético», aunque carece de «objetividad», no es un asunto de “psicología de masas”: si bien todo valor se produce en específicos juegos de poder, ello no niega que su «validez» remita a un campo de intersubjetividad en el que la crítica puede y debe jugar un papel insoslayable.
(7) Slavoj Zîzêk (2004): “Lucha de clases o posmodernismo? ¡Sí, por favor!”, en VVAA, Contingencia, hegemonía, universalidad (2004), FCE, Argentina, p. 132.
(8) No se trata de argumentar contra la necesidad (subjetiva) de cierta autodestrucción; al fin y al cabo, puede que vivamos en un tiempo en el que un mínimo de escapismo resulte irrenunciable. Sin embargo, confundir necesidad con virtud no puede sino conducir a nuevas confusiones.
(9) Miguel Casado (2009): La experiencia de lo extranjero, Galaxia Gutenberg, Barcelona, p. 84.
(10) Chantal Maillard (2009): Contra el arte y otras imposturas, Pretextos, Valencia, p. 33.
(11) Este virtuosismo forma parte del mito de la poesía como técnica; aunque ese mito todavía goza de un cierto prestigio –piénsese en los que aún hablan de “poesía pura”, de “auténtica poesía”, de “poesía verdadera”-, apenas podría explicar el temblor de un poema. No nos permite comprender por qué un poema formalmente impecable puede dejarnos en el más indiferente de los estados. Que hay una dimensión técnica y retórica en lo poemático es innegable; que el efecto estético se reduzca a esa dimensión es completamente diferente.
(12) Roberto Juarroz (2000): Poesía y realidad, Pretextos, Valencia, p. 32.
(13) Queda por indagar en las condiciones histórico-locales de producción de ese desencanto, incluyendo el «franquismo» no sólo como régimen político, sino también como proceso cultural.
(14) Theodor Adorno y Max Horkheimer (1997): Dialéctica del Iluminismo, Sudamericana, México, p. 9.
(15) Remito aquí a las reflexiones realizadas por Cornelius Castoriadis (1997): El mundo fragmentado, Altamira, Buenos Aires.
(16) Aquí deberíamos incluir categorías al uso como por ejemplo el de poesía femenina o poesía joven, como si la “feminidad” o la “juventud” fueran virtudes metafísicas independientemente a la calidad de la producción poética. A menudo, poesía femenina significa también poesía feminista, lo cual resulta mucho más interesante cuando logra desplazarse de la norma «heterosexista». Por su parte, poesía joven explota la imagen del enfant terrible (del que Rimbaud sería su adalid), como si la juventud fuera portadora esencial de algún valor intrínsecamente superador y emancipador.
(17) Eduardo Milán (2004): Resistir. Insistencias sobre el presente poético, Fondo de Cultura Económica, México, p. 60.
(1) En otro nivel habría que interrogar los presupuestos éticos de la crítica anónima. Por definición, el discurso anónimo es aquel que no tiene que responder por lo que dice. Esta peculiar irresponsabilidad ¿no abre camino habitualmente al juicio dogmático que se sustrae del lugar precario en el que sitúa a sus “objetos” (d)evaluados? Y como práctica, ¿qué vínculo plantea con respecto a una más que pertinente osadía intelectual?
(2) Lo dicho no niega que dicha estrategia sea necesaria ante la evidencia de una práctica ilegítima, como por ejemplo la concesión irregular de un premio. De hecho, he participado en varias de estas denuncias. Lo que sí pongo en cuestión es que esa estrategia sea válida al momento de analizar una problemática transversal.
(3) En “Diez preguntas sobre la urgencia: una entrevista a Eduardo Milán”, en periódico Rebelión (04-01-2012).
(4) Gilles Deleuze y Félix Guattari (1978): Kafka, por una literatura menor, Era, México, p. 98.
(5) Desde esta perspectiva, si nos siguen resultando de interés escritores como el Marqués de Sade o Henry Miller ello se debe no tanto a su carácter transgresor, sino a su capacidad para subvertir determinadas normas relativas a la sexualidad, la moralidad o el sentido del “buen gusto”.
(6) La (carencia de) resonancia no es prueba de valor. El «valor estético», aunque carece de «objetividad», no es un asunto de “psicología de masas”: si bien todo valor se produce en específicos juegos de poder, ello no niega que su «validez» remita a un campo de intersubjetividad en el que la crítica puede y debe jugar un papel insoslayable.
(7) Slavoj Zîzêk (2004): “Lucha de clases o posmodernismo? ¡Sí, por favor!”, en VVAA, Contingencia, hegemonía, universalidad (2004), FCE, Argentina, p. 132.
(8) No se trata de argumentar contra la necesidad (subjetiva) de cierta autodestrucción; al fin y al cabo, puede que vivamos en un tiempo en el que un mínimo de escapismo resulte irrenunciable. Sin embargo, confundir necesidad con virtud no puede sino conducir a nuevas confusiones.
(9) Miguel Casado (2009): La experiencia de lo extranjero, Galaxia Gutenberg, Barcelona, p. 84.
(10) Chantal Maillard (2009): Contra el arte y otras imposturas, Pretextos, Valencia, p. 33.
(11) Este virtuosismo forma parte del mito de la poesía como técnica; aunque ese mito todavía goza de un cierto prestigio –piénsese en los que aún hablan de “poesía pura”, de “auténtica poesía”, de “poesía verdadera”-, apenas podría explicar el temblor de un poema. No nos permite comprender por qué un poema formalmente impecable puede dejarnos en el más indiferente de los estados. Que hay una dimensión técnica y retórica en lo poemático es innegable; que el efecto estético se reduzca a esa dimensión es completamente diferente.
(12) Roberto Juarroz (2000): Poesía y realidad, Pretextos, Valencia, p. 32.
(13) Queda por indagar en las condiciones histórico-locales de producción de ese desencanto, incluyendo el «franquismo» no sólo como régimen político, sino también como proceso cultural.
(14) Theodor Adorno y Max Horkheimer (1997): Dialéctica del Iluminismo, Sudamericana, México, p. 9.
(15) Remito aquí a las reflexiones realizadas por Cornelius Castoriadis (1997): El mundo fragmentado, Altamira, Buenos Aires.
(16) Aquí deberíamos incluir categorías al uso como por ejemplo el de poesía femenina o poesía joven, como si la “feminidad” o la “juventud” fueran virtudes metafísicas independientemente a la calidad de la producción poética. A menudo, poesía femenina significa también poesía feminista, lo cual resulta mucho más interesante cuando logra desplazarse de la norma «heterosexista». Por su parte, poesía joven explota la imagen del enfant terrible (del que Rimbaud sería su adalid), como si la juventud fuera portadora esencial de algún valor intrínsecamente superador y emancipador.
(17) Eduardo Milán (2004): Resistir. Insistencias sobre el presente poético, Fondo de Cultura Económica, México, p. 60.