En sus memorias, Una mosca en la sopa (Vaso Roto Ediciones, 2010), Charles Simic (Belgrado, 1938) definió la poesía como “la serenata del gato bajo la ventana de la habitación donde se escribe la versión oficial de la realidad”. El poeta “se ve empujado a decir la verdad”, pero existen distintas formas de percibirla:
El consejo del realista es “abre los ojos y mira. Los defensores de la imaginación aconsejan: “cierra los ojos para ver mejor”. Hay una verdad que se percibe con los ojos abiertos y otra a la que se accede con los ojos cerrados y a veces estas dos verdades no se reconocen cuando se cruzan por la calle.
Ahora, Vaso Roto ha publicado el poemario de Simic El mundo no se acaba, edición bilingüe a cargo de Jordi Doce, que es una muestra de la otra verdad vista con la lucidez de los ojos cerrados. Basta con adentrarse en ese camino paralelo.
Nada habrá cambiado cuando salgamos a la superficie; el mundo continuará siendo ese incomprensible lugar donde los seres humanos viven, aman, mueren, trazan los más elevados sistemas filosóficos, las grandes obras de ingeniería, los más sofisticados artilugios en nombre del progreso o para matarse unos a otros. Nada habrá cambiado pero sentiremos que hemos asistido a un espectáculo excepcional y desearemos volver a comprar la entrada para que el mundo siga existiendo.
Historia de una edición
No es la primera vez que se edita en español The World Doesn’t End (1989), obra clave de Charles Simic, con la que obtuvo el Premio Pulitzer de poesía en 1990. La editorial DVD la publicó en 1999 con el título El mundo no se acaba y otros poemas, una edición de Mario Lucarda.
Por esa época Jordi Doce, que desconocía el proyecto de DVD, trabajaba también en una traducción de este libro, que quedó guardada en un cajón durante varios años. A estas alturas, cuando ya es muy difícil encontrar un ejemplar de la edición de Mario Lucarda, la editorial Vaso Roto ha rescatado las versiones de Jordi Doce, revisadas con rigor y sabiduría artística.
Muchos conocimos la poesía de Simic gracias a la antología Desmontando el silencio, (Ayuntamiento de Lucena, 2004), edición bilingüe del propio Doce. Los poemas iban precedidos de un prólogo en el que Jordi Doce narraba la historia de su encuentro con la obra de Simic.
La lectura de los poemas de su primera época le produjeron un impacto “tan intenso que de inmediato le asaltó el deseo de traducirlos”; sin embargo le resultaba difícil encontrar el tono adecuado, “que pudiera generar otro poema en nuestro idioma”.
La primera época de Simic se caracteriza por un estilo “minimalista” y “una concepción del poema como objeto cerrado y enigmático”. Tiempo después, Jordi Doce se reencontró con la poesía de Simic, pero se había producido un cambio sustancial en su estilo, una evolución hacia un tono “más urbano, más narrativo, más humorístico”.
Los poemas le asombraron y fascinaron de tal modo que decidió retomar aquel trabajo que ahora se convertía en una tarea ineludible: la difusión de la poesía de Charles Simic.
Por aquellos años de finales de los 90, el traductor conoció personalmente a Simic, con el que mantuvo una entrevista en Londres. Simic había emigrado con su familia a Estados Unidos en 1954. Nacionalizado estadounidense, se había convertido en uno de los grandes poetas del país. A través de los gestos y palabras del poeta, Jordi Doce nos retrata a un Simic cortés y entusiasta, atento a las palabras de su interlocutor.
Habló de “su admiración por Octavio Paz”, “de lo importantes que habían sido Vallejo y Neruda en su educación poética”, de una vez que vio leer a Neruda y la emoción que le produjo: “Neruda era el poeta, después de escucharlo salías a la calle con ganas de comerte el mundo”. Jordi Doce describía la impresión de su encuentro con Simic y la relación entre el poeta y su poesía:
Sus poemas, expresión de un mundo privado de indudable complejidad, se ofrecían al lector con igual llaneza, envueltos en la cortesía de la transparencia y la claridad. Es una transparencia engañosa, desde luego, porque la mano entra en ella y no toca fondo.
El consejo del realista es “abre los ojos y mira. Los defensores de la imaginación aconsejan: “cierra los ojos para ver mejor”. Hay una verdad que se percibe con los ojos abiertos y otra a la que se accede con los ojos cerrados y a veces estas dos verdades no se reconocen cuando se cruzan por la calle.
Ahora, Vaso Roto ha publicado el poemario de Simic El mundo no se acaba, edición bilingüe a cargo de Jordi Doce, que es una muestra de la otra verdad vista con la lucidez de los ojos cerrados. Basta con adentrarse en ese camino paralelo.
Nada habrá cambiado cuando salgamos a la superficie; el mundo continuará siendo ese incomprensible lugar donde los seres humanos viven, aman, mueren, trazan los más elevados sistemas filosóficos, las grandes obras de ingeniería, los más sofisticados artilugios en nombre del progreso o para matarse unos a otros. Nada habrá cambiado pero sentiremos que hemos asistido a un espectáculo excepcional y desearemos volver a comprar la entrada para que el mundo siga existiendo.
Historia de una edición
No es la primera vez que se edita en español The World Doesn’t End (1989), obra clave de Charles Simic, con la que obtuvo el Premio Pulitzer de poesía en 1990. La editorial DVD la publicó en 1999 con el título El mundo no se acaba y otros poemas, una edición de Mario Lucarda.
Por esa época Jordi Doce, que desconocía el proyecto de DVD, trabajaba también en una traducción de este libro, que quedó guardada en un cajón durante varios años. A estas alturas, cuando ya es muy difícil encontrar un ejemplar de la edición de Mario Lucarda, la editorial Vaso Roto ha rescatado las versiones de Jordi Doce, revisadas con rigor y sabiduría artística.
Muchos conocimos la poesía de Simic gracias a la antología Desmontando el silencio, (Ayuntamiento de Lucena, 2004), edición bilingüe del propio Doce. Los poemas iban precedidos de un prólogo en el que Jordi Doce narraba la historia de su encuentro con la obra de Simic.
La lectura de los poemas de su primera época le produjeron un impacto “tan intenso que de inmediato le asaltó el deseo de traducirlos”; sin embargo le resultaba difícil encontrar el tono adecuado, “que pudiera generar otro poema en nuestro idioma”.
La primera época de Simic se caracteriza por un estilo “minimalista” y “una concepción del poema como objeto cerrado y enigmático”. Tiempo después, Jordi Doce se reencontró con la poesía de Simic, pero se había producido un cambio sustancial en su estilo, una evolución hacia un tono “más urbano, más narrativo, más humorístico”.
Los poemas le asombraron y fascinaron de tal modo que decidió retomar aquel trabajo que ahora se convertía en una tarea ineludible: la difusión de la poesía de Charles Simic.
Por aquellos años de finales de los 90, el traductor conoció personalmente a Simic, con el que mantuvo una entrevista en Londres. Simic había emigrado con su familia a Estados Unidos en 1954. Nacionalizado estadounidense, se había convertido en uno de los grandes poetas del país. A través de los gestos y palabras del poeta, Jordi Doce nos retrata a un Simic cortés y entusiasta, atento a las palabras de su interlocutor.
Habló de “su admiración por Octavio Paz”, “de lo importantes que habían sido Vallejo y Neruda en su educación poética”, de una vez que vio leer a Neruda y la emoción que le produjo: “Neruda era el poeta, después de escucharlo salías a la calle con ganas de comerte el mundo”. Jordi Doce describía la impresión de su encuentro con Simic y la relación entre el poeta y su poesía:
Sus poemas, expresión de un mundo privado de indudable complejidad, se ofrecían al lector con igual llaneza, envueltos en la cortesía de la transparencia y la claridad. Es una transparencia engañosa, desde luego, porque la mano entra en ella y no toca fondo.
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Un álbum del tiempo
El mundo no se acaba pertenece a la segunda etapa de Charles Simic en la que, en palabras de Jordi Doce, hay “un rechazo de la tentación del silencio y una voluntad de ingreso en la multiplicidad caótica del mundo”. En el libro se agrupan materiales que Simic había ido acumulando hasta convertir El mundo no se acaba en una obra trascendental en su trayectoria poética.
La concisión y el minimalismo dan paso al relato en prosa de un instante, a veces terrible, otras oscuro o enigmático, pero siempre visto desde una distancia que le permite a Simic tratar lo trascendente con humor e ironía, como si nada tuviera especial importancia, pero a su vez todo fuera digno de atención, de quedar plasmado en un poema.
El poeta se coloca del lado del lector y le invita a contemplar otra realidad, la de la imaginación, la de los ojos cerrados. Por eso cada página de El mundo no se acaba nos trae una sorpresa, y algunas se quedan para siempre grabadas en nuestra retina.
Escribe Simic en Una mosca en la sopa:
El anhelo secreto de la poesía es detener el tiempo. Rescatar un instante, un rostro, un estado de ánimo un árbol y tomar una fotografía mental de ese momento en que el lector se reconoce a sí mismo. Los poemas son instantáneas de otras personas en las que nos reconocemos a nosotros mismos.
Si los poemas rescatan el instante y detienen el tiempo, El mundo no se acaba es como un álbum de fotografías familiares. Podemos verlo uno y otra vez, pasar las páginas donde seguirán esperándonos esos extraños seres; algunos de ellos están sacados de determinados momentos de la vida del poeta; otros parecen asomar la cabeza desde un cuento de terror o desde cuadros o fotografías que retratan la América profunda.
Jordi Doce ha señalado el optimismo latente de estos poemas escritos hace ahora veinticuatro años. El mundo sigue cambiando y el ser humano hace bastante poco para que vaya algo mejor, pero nuestra supervivencia no es posible sin ese grado de optimismo; por eso los poemas de Charles Simic parecen escritos para estos días que vivimos.
Desde nuestros agujeros miramos absortos una pantalla de televisión, bombardeados por imágenes superpuestas en las que la realidad acaba convirtiéndose en una sucesión de anuncios publicitarios como promesas de una felicidad que nunca llega.
Charles Simic en Una mosca en la sopa nos recuerda que “los poetas líricos perpetúan los valores más antiguos de la tierra”, y nos lanza una pregunta ¿y si los poetas “fueran capaces de transmitir el sentimiento de un periodo histórico mejor que nadie?”:
Además uno querría decir algo sobre los tiempos en los que vive. Toda época tiene sus injusticias y sus sufrimientos desmedidos, y la nuestra no es ni mucho menos una excepción.
Los poemas en prosa que integran El mundo no se acaba están agrupados en tres secciones y cada una finaliza con un breve y enigmático poema. El que cierra la primera parte es “Lección de historia”. Desde la imagen del primer poema “Mi madre era una trenza de humo negro”, que remite a los recuerdos de la primera infancia del poeta y a los bombardeos de Belgrado en la Segunda Guerra Mundial, vamos a adentrarnos en ese otro lado de la historia, la de aquellos que nunca fueron dignos de ser cantados en un verso:
Escalígero palidece mortalmente al ver un
berro. Ticho Brahe, famoso astrónomo, se desmaya
al ver un zorro enjaulado. María de Médicis se marea
súbitamente al ver una rosa, hasta en pintura. Mis
antepasados, entretanto, comen repollo. Remueven
el cazo buscando una pezuña de cerdo que no existe.
El cielo es azul. El ruiseñor canta en un soneto
renacentista, e inmediatamente alguien se va a la cama
con un dolor de muelas.
Un soldado napoleónico sigue recorriendo el mundo con su pelo de metro y medio de largo, cruzándose con ejércitos que van de un lado a otro, los inviernos duran a veces cien años y hay siglos que se van al garete. Por allí aparecen seres alucinados, como “los maestros en el arte de la levitación”, que flotan sin rumbo “sobre las oscuras copas de los árboles” y no se sabe si duermen o piensan; la rubia cenicienta que se creía muerta, o la pequeña Emily y su cementerio de Equis:
Historias de fantasmas escritas como ecuaciones
algebraicas. La pequeña Emily está muy asustada
junto a la pizarra. Las Equis parecen un cementerio de
noche. El maestro quiere que husmee entre ellas con
una tiza. Todos los niños contienen el aliento. La tiza
blanca lanza un chillido entre los signos más y menos,
y luego vuelve la calma.
El mundo no se acaba pertenece a la segunda etapa de Charles Simic en la que, en palabras de Jordi Doce, hay “un rechazo de la tentación del silencio y una voluntad de ingreso en la multiplicidad caótica del mundo”. En el libro se agrupan materiales que Simic había ido acumulando hasta convertir El mundo no se acaba en una obra trascendental en su trayectoria poética.
La concisión y el minimalismo dan paso al relato en prosa de un instante, a veces terrible, otras oscuro o enigmático, pero siempre visto desde una distancia que le permite a Simic tratar lo trascendente con humor e ironía, como si nada tuviera especial importancia, pero a su vez todo fuera digno de atención, de quedar plasmado en un poema.
El poeta se coloca del lado del lector y le invita a contemplar otra realidad, la de la imaginación, la de los ojos cerrados. Por eso cada página de El mundo no se acaba nos trae una sorpresa, y algunas se quedan para siempre grabadas en nuestra retina.
Escribe Simic en Una mosca en la sopa:
El anhelo secreto de la poesía es detener el tiempo. Rescatar un instante, un rostro, un estado de ánimo un árbol y tomar una fotografía mental de ese momento en que el lector se reconoce a sí mismo. Los poemas son instantáneas de otras personas en las que nos reconocemos a nosotros mismos.
Si los poemas rescatan el instante y detienen el tiempo, El mundo no se acaba es como un álbum de fotografías familiares. Podemos verlo uno y otra vez, pasar las páginas donde seguirán esperándonos esos extraños seres; algunos de ellos están sacados de determinados momentos de la vida del poeta; otros parecen asomar la cabeza desde un cuento de terror o desde cuadros o fotografías que retratan la América profunda.
Jordi Doce ha señalado el optimismo latente de estos poemas escritos hace ahora veinticuatro años. El mundo sigue cambiando y el ser humano hace bastante poco para que vaya algo mejor, pero nuestra supervivencia no es posible sin ese grado de optimismo; por eso los poemas de Charles Simic parecen escritos para estos días que vivimos.
Desde nuestros agujeros miramos absortos una pantalla de televisión, bombardeados por imágenes superpuestas en las que la realidad acaba convirtiéndose en una sucesión de anuncios publicitarios como promesas de una felicidad que nunca llega.
Charles Simic en Una mosca en la sopa nos recuerda que “los poetas líricos perpetúan los valores más antiguos de la tierra”, y nos lanza una pregunta ¿y si los poetas “fueran capaces de transmitir el sentimiento de un periodo histórico mejor que nadie?”:
Además uno querría decir algo sobre los tiempos en los que vive. Toda época tiene sus injusticias y sus sufrimientos desmedidos, y la nuestra no es ni mucho menos una excepción.
Los poemas en prosa que integran El mundo no se acaba están agrupados en tres secciones y cada una finaliza con un breve y enigmático poema. El que cierra la primera parte es “Lección de historia”. Desde la imagen del primer poema “Mi madre era una trenza de humo negro”, que remite a los recuerdos de la primera infancia del poeta y a los bombardeos de Belgrado en la Segunda Guerra Mundial, vamos a adentrarnos en ese otro lado de la historia, la de aquellos que nunca fueron dignos de ser cantados en un verso:
Escalígero palidece mortalmente al ver un
berro. Ticho Brahe, famoso astrónomo, se desmaya
al ver un zorro enjaulado. María de Médicis se marea
súbitamente al ver una rosa, hasta en pintura. Mis
antepasados, entretanto, comen repollo. Remueven
el cazo buscando una pezuña de cerdo que no existe.
El cielo es azul. El ruiseñor canta en un soneto
renacentista, e inmediatamente alguien se va a la cama
con un dolor de muelas.
Un soldado napoleónico sigue recorriendo el mundo con su pelo de metro y medio de largo, cruzándose con ejércitos que van de un lado a otro, los inviernos duran a veces cien años y hay siglos que se van al garete. Por allí aparecen seres alucinados, como “los maestros en el arte de la levitación”, que flotan sin rumbo “sobre las oscuras copas de los árboles” y no se sabe si duermen o piensan; la rubia cenicienta que se creía muerta, o la pequeña Emily y su cementerio de Equis:
Historias de fantasmas escritas como ecuaciones
algebraicas. La pequeña Emily está muy asustada
junto a la pizarra. Las Equis parecen un cementerio de
noche. El maestro quiere que husmee entre ellas con
una tiza. Todos los niños contienen el aliento. La tiza
blanca lanza un chillido entre los signos más y menos,
y luego vuelve la calma.
La presencia de la filosofía
La segunda parte del libro se inicia con la imagen de la muñeca de porcelana que el mar ha llevado hasta una playa gris: “Uno quisiera saber su historia: Uno quisiera inventarla, inventar muchas historias”. Historias como las de los ángeles de la guarda que nos abandonan porque tienen miedo de la oscuridad, o la del chico que saca su lengua roja en una pintura demasiado negra.
Bisabuelas convertidas en gallinas gigantes, un pulgar que se va de aventura, perros con alma que imaginan ciudades para poder perderse en ellas, hombres que llaman a sus perros Rimbaud y Hölderlin y hablan con frases de Sócrates: “La vida no examinada no merece ser vivida”.
La filosofía se mezcla con escenas de Nueva York, donde personajes solitarios podrían haber sido pintados por Edward Hopper; de este modo el poema “Querido Friedrich, el mundo sigue siendo falso, cruel, hermoso…”, nos muestra la escena del chino de una tintorería que hojea un libro escrito en un idioma que desconoce, mientras espera a la hija que viste falda corta y le trae la cena. Y una gótica imagen surrealista como la del muerto que baja del cadalso con su cabeza bajo el brazo termina mezclándose con el río de Heráclito:
Que tranquilo es el mundo. Uno puede oír el
viejo río, que en su confusión a veces se olvida y fluye
hacia atrás.
“Evangelio”, un poema breve, cuyas primeras palabras nos recuerdan el famoso verso de Dante, cierra esta segunda sección; pero el camino de la vida se ha convertido ahora en “ningún sitio”:
A medio camino de ningún sitio…
me pareció que oía
repicar las campanas,
al ciego de la esquina
gritar mi nombre.
La tercera parte de El mundo no se acaba nos ofrece otro puñado de instantáneas como la del poeta menor que busca sus poemas en cajones, el travestí negro vestido de debutante o la pareja que pasa “una semana de vacaciones en un pisapapeles de cristal comprado en Coney Island”.
Hay lugares como “Ningún Sitio, que es un pueblo como cualquier otro”, ovnis que se llevan a la gente de paseo o chicas que sueñan con ser estrellas de la música country. Junto a ellos aparece la figura de André Breton, un tributo al poeta surrealista en un retrato del sueño americano:
Mi padre amaba los extraños libros de André
Breton. Solía alzar su copa de vino y brindar por
aquellas remotas veladas en las que “las mariposas
formaban una larga cinta continua”. O salíamos
a mear al callejón de atrás y decía: “He aquí unos
prismáticos para ojos vendados”. Vivíamos en un
edificio ruinoso que olía a casa de viejos con mascota.
“Flotando al borde del abismo, impregnados del
perfume de lo prohibido”, nos turnábamos para cortar
la salchicha ahumada bajo la mesa. “Me encanta
América”, nos decía. Íbamos a ganar un millón de
dólares fabricando objetos que habíamos visto en
sueños aquella noche.
La serenata del gato bajo la ventana
En Una mosca en la sopa, Charles Simic ha escrito lo que podría denominarse su poética:
La mayor parte del tiempo uno no tiene ni idea de lo que hace. Las palabras hacen el amor en la página como moscas en el calor del verano, y el poema se debe tanto a la casualidad como a la intención. Probablemente incluso más.
Con humor y distanciamiento irónico, Simic reelabora la concepción platónica de la poesía; sólo que aquí las musas y la inspiración se han convertido en la casualidad que lleva a las palabras a unirse y separarse como las moscas. Pero el poeta mueve también las manos para ahuyentarlas y volverlas a reunir, trazando los caminos invisibles de la belleza y la emoción artística. El mundo no se acaba termina con este breve y enigmático poema:
Mi identidad secreta es
El cuarto está vacío
y la ventana abierta
Cuando cierro este álbum de instantáneas imagino que bajo esa ventana abierta el gato seguirá cantando su serenata y nuestra vida continuará siendo “¡(…) un bello misterio a punto de ser comprendido, siempre a punto!”
Artículo originalmente aparecido en el blog De nada puedo ver el todo. Se reproduce con autorización.
La segunda parte del libro se inicia con la imagen de la muñeca de porcelana que el mar ha llevado hasta una playa gris: “Uno quisiera saber su historia: Uno quisiera inventarla, inventar muchas historias”. Historias como las de los ángeles de la guarda que nos abandonan porque tienen miedo de la oscuridad, o la del chico que saca su lengua roja en una pintura demasiado negra.
Bisabuelas convertidas en gallinas gigantes, un pulgar que se va de aventura, perros con alma que imaginan ciudades para poder perderse en ellas, hombres que llaman a sus perros Rimbaud y Hölderlin y hablan con frases de Sócrates: “La vida no examinada no merece ser vivida”.
La filosofía se mezcla con escenas de Nueva York, donde personajes solitarios podrían haber sido pintados por Edward Hopper; de este modo el poema “Querido Friedrich, el mundo sigue siendo falso, cruel, hermoso…”, nos muestra la escena del chino de una tintorería que hojea un libro escrito en un idioma que desconoce, mientras espera a la hija que viste falda corta y le trae la cena. Y una gótica imagen surrealista como la del muerto que baja del cadalso con su cabeza bajo el brazo termina mezclándose con el río de Heráclito:
Que tranquilo es el mundo. Uno puede oír el
viejo río, que en su confusión a veces se olvida y fluye
hacia atrás.
“Evangelio”, un poema breve, cuyas primeras palabras nos recuerdan el famoso verso de Dante, cierra esta segunda sección; pero el camino de la vida se ha convertido ahora en “ningún sitio”:
A medio camino de ningún sitio…
me pareció que oía
repicar las campanas,
al ciego de la esquina
gritar mi nombre.
La tercera parte de El mundo no se acaba nos ofrece otro puñado de instantáneas como la del poeta menor que busca sus poemas en cajones, el travestí negro vestido de debutante o la pareja que pasa “una semana de vacaciones en un pisapapeles de cristal comprado en Coney Island”.
Hay lugares como “Ningún Sitio, que es un pueblo como cualquier otro”, ovnis que se llevan a la gente de paseo o chicas que sueñan con ser estrellas de la música country. Junto a ellos aparece la figura de André Breton, un tributo al poeta surrealista en un retrato del sueño americano:
Mi padre amaba los extraños libros de André
Breton. Solía alzar su copa de vino y brindar por
aquellas remotas veladas en las que “las mariposas
formaban una larga cinta continua”. O salíamos
a mear al callejón de atrás y decía: “He aquí unos
prismáticos para ojos vendados”. Vivíamos en un
edificio ruinoso que olía a casa de viejos con mascota.
“Flotando al borde del abismo, impregnados del
perfume de lo prohibido”, nos turnábamos para cortar
la salchicha ahumada bajo la mesa. “Me encanta
América”, nos decía. Íbamos a ganar un millón de
dólares fabricando objetos que habíamos visto en
sueños aquella noche.
La serenata del gato bajo la ventana
En Una mosca en la sopa, Charles Simic ha escrito lo que podría denominarse su poética:
La mayor parte del tiempo uno no tiene ni idea de lo que hace. Las palabras hacen el amor en la página como moscas en el calor del verano, y el poema se debe tanto a la casualidad como a la intención. Probablemente incluso más.
Con humor y distanciamiento irónico, Simic reelabora la concepción platónica de la poesía; sólo que aquí las musas y la inspiración se han convertido en la casualidad que lleva a las palabras a unirse y separarse como las moscas. Pero el poeta mueve también las manos para ahuyentarlas y volverlas a reunir, trazando los caminos invisibles de la belleza y la emoción artística. El mundo no se acaba termina con este breve y enigmático poema:
Mi identidad secreta es
El cuarto está vacío
y la ventana abierta
Cuando cierro este álbum de instantáneas imagino que bajo esa ventana abierta el gato seguirá cantando su serenata y nuestra vida continuará siendo “¡(…) un bello misterio a punto de ser comprendido, siempre a punto!”
Artículo originalmente aparecido en el blog De nada puedo ver el todo. Se reproduce con autorización.