Así la poesía: en tiempos duros, la palabra, si no puede cambiar la realidad, puede darnos luz para alumbrarla. Nos devuelve la pureza de corazón y la inteligencia desnuda del que ve el mundo por vez primera.
Nos cura de olvidos. Y contra el olvido ha escrito Jenaro Talens Un cielo avaro de esplendor, su último poemario, que junto a la también última entrega de Clara Janés, inaugura la colección de poesía de la editorial Salto de Página.
Jenaro Talens (Tarifa, Cádiz, 1946) es mucho más que un poeta imprescindible, es un poeta inolvidable. Su caudalosa obra lírica se abre al mundo desde 1964, año en que publicara aquel lejano y juvenil En el umbral del hombre y crece en los años setenta junto a los “novísimos” - etiqueta que esconde más que aclara-, pero siempre ajena a aquellas modas de culturalismo decorativo que tanto habría de pesar en la minusvaloración posterior de las poéticas de la Generación del 68.
Talens siempre ha seguido la máxima del nómada: la búsqueda constante que solo da vivir la palabra al límite de su capacidad expresiva. De esa constante indagación por el sentido de una palabra que quiere hacerse carne de vida han quedado obras capitales de la poesía española de la segunda mitad del siglo XX: El cuerpo fragmentario (1978), Tabula rasa (1985), Orfeo filmado en el campo de batalla (1994), Viaje al fin del invierno (1997) o Profundidad de campo (2001).
Ahora se suma Un cielo avaro de esplendor, libro de madurez, seguro, sereno, firme y poderoso. Si algo caracteriza a la poesía de Jenaro Talens es su vitalismo, la fuerza arrolladora de su palabra, ya sea encendida de amor o iluminada en la reflexión solitaria junto a una ventana que se asoma al pequeño jardín doméstico, ya nos cuente el caminante cómo busca el viento salino en la escollera o los mil reflejos de la vida en Cherokee Avenue, Minneapolis.
Sentado este supuesto, ya podemos decir que Un cielo avaro de esplendor es un libro elegíaco, porque se entenderá que en lugar de plantos, aquí no hay sino afirmaciones de la conciencia de estar vivo “muy lejos de la lluvia que disuelve los sueños, / donde incluso morir parece una insolencia”.
El libro se compone de tres secciones enmarcadas por un poema introductorio y un epílogo, la primera de cuales, “La certeza del girasol”, ya tuvo edición exenta en libro de artista publicado por Azotes Caligráficos en la colección Manuscritos, acompañado de ilustraciones de Carmen Alvar.
La siguen “Lo que enciende el fuego” y “Tierra para nada”. El “Pórtico” del poemario -así lo titula Talens- comienza por un “Requiem para clarinete solista”, escrito en ocasión de la muerte del padre del poeta, que marca con su apertura ese tono de honda serenidad que, por encima de los embites de la tristeza y la melancolía de la pérdida, sostiene la arquitectura de sentidos del libro.
El recurso a la música es común a toda la obra de Talens, pero en este caso la evocación mozartiana viene de la identificación del padre perdido, músico profesional, con el instrumento que tocó en vida y la música que amó.
El poema, magnífico en su distancia emocionada (otra de las características de la poesía talensiana: esa capacidad para mirar desde fuera el adentro y sentir sin patetismo el paso de la vida por las entrañas como si el yo fuera el otro), se divide en dos movimientos, el primero se inicia con un contundente “En el principio fue / la música, el murmullo), mientras que los últimos versos cierran el segundo movimiento con un consolador “[…] Entra, dice / el rumor de la noche por la fronda, que / la paz de este silencio sea contigo”.
Los dos componentes de la música, el ruido y el silencio, recogen el curso de la vida en los sonidos del mundo que van pautando “el despertar de la materia”, “el silbido del viento”, “el crepitar de las cenizas” o el “reír cristalino del arroyo”.
La noche, como un rumor que habla al viejo músico, contrapuntea con los sonidos del silencio el trascurso armónico de toda una vida que se acaba cuando la Música deja de sonar.
“La certeza del girasol” recoge una serie de dieciocho poemas en prosa que transitan, a veces en microrrelato, otras en tono aforístico, por la conciencia del espesor del mundo, desde el deseo de vivir la plenitud, incluso en los peores momentos, hasta la emergencia de la realidad fantasmática de “Visita de museo en Cologny”.
Son poemas como miradas (“En la boscosa altura del Jurá la niebla se ha adueñado de los matojos y despeñaderos”), ficciones de seres hechos para la muerte, como en el titulado “Monólogo del cyborg”, iluminaciones como epifanías entrevistas en los juegos de un perro (“Sin otra ley que su deseo, sin embargo, Yeltsin retoza y olisquea sin prestar atención”), una voz de mujer, decir el silencio, afirmaciones de la consistencia material del yo (“soy”, cierra el poema titulado “Ronda”), escenas filmadas por la voz en “El desván de las metáforas”, remembranzas de la infancia en Granada, y, siempre, la superación de la tristeza como emoción ajena a la escritura poética de Talens: si hay que dolerse “decir solo las huellas que el dolor inscribe, sin melancolía”.
Nos cura de olvidos. Y contra el olvido ha escrito Jenaro Talens Un cielo avaro de esplendor, su último poemario, que junto a la también última entrega de Clara Janés, inaugura la colección de poesía de la editorial Salto de Página.
Jenaro Talens (Tarifa, Cádiz, 1946) es mucho más que un poeta imprescindible, es un poeta inolvidable. Su caudalosa obra lírica se abre al mundo desde 1964, año en que publicara aquel lejano y juvenil En el umbral del hombre y crece en los años setenta junto a los “novísimos” - etiqueta que esconde más que aclara-, pero siempre ajena a aquellas modas de culturalismo decorativo que tanto habría de pesar en la minusvaloración posterior de las poéticas de la Generación del 68.
Talens siempre ha seguido la máxima del nómada: la búsqueda constante que solo da vivir la palabra al límite de su capacidad expresiva. De esa constante indagación por el sentido de una palabra que quiere hacerse carne de vida han quedado obras capitales de la poesía española de la segunda mitad del siglo XX: El cuerpo fragmentario (1978), Tabula rasa (1985), Orfeo filmado en el campo de batalla (1994), Viaje al fin del invierno (1997) o Profundidad de campo (2001).
Ahora se suma Un cielo avaro de esplendor, libro de madurez, seguro, sereno, firme y poderoso. Si algo caracteriza a la poesía de Jenaro Talens es su vitalismo, la fuerza arrolladora de su palabra, ya sea encendida de amor o iluminada en la reflexión solitaria junto a una ventana que se asoma al pequeño jardín doméstico, ya nos cuente el caminante cómo busca el viento salino en la escollera o los mil reflejos de la vida en Cherokee Avenue, Minneapolis.
Sentado este supuesto, ya podemos decir que Un cielo avaro de esplendor es un libro elegíaco, porque se entenderá que en lugar de plantos, aquí no hay sino afirmaciones de la conciencia de estar vivo “muy lejos de la lluvia que disuelve los sueños, / donde incluso morir parece una insolencia”.
El libro se compone de tres secciones enmarcadas por un poema introductorio y un epílogo, la primera de cuales, “La certeza del girasol”, ya tuvo edición exenta en libro de artista publicado por Azotes Caligráficos en la colección Manuscritos, acompañado de ilustraciones de Carmen Alvar.
La siguen “Lo que enciende el fuego” y “Tierra para nada”. El “Pórtico” del poemario -así lo titula Talens- comienza por un “Requiem para clarinete solista”, escrito en ocasión de la muerte del padre del poeta, que marca con su apertura ese tono de honda serenidad que, por encima de los embites de la tristeza y la melancolía de la pérdida, sostiene la arquitectura de sentidos del libro.
El recurso a la música es común a toda la obra de Talens, pero en este caso la evocación mozartiana viene de la identificación del padre perdido, músico profesional, con el instrumento que tocó en vida y la música que amó.
El poema, magnífico en su distancia emocionada (otra de las características de la poesía talensiana: esa capacidad para mirar desde fuera el adentro y sentir sin patetismo el paso de la vida por las entrañas como si el yo fuera el otro), se divide en dos movimientos, el primero se inicia con un contundente “En el principio fue / la música, el murmullo), mientras que los últimos versos cierran el segundo movimiento con un consolador “[…] Entra, dice / el rumor de la noche por la fronda, que / la paz de este silencio sea contigo”.
Los dos componentes de la música, el ruido y el silencio, recogen el curso de la vida en los sonidos del mundo que van pautando “el despertar de la materia”, “el silbido del viento”, “el crepitar de las cenizas” o el “reír cristalino del arroyo”.
La noche, como un rumor que habla al viejo músico, contrapuntea con los sonidos del silencio el trascurso armónico de toda una vida que se acaba cuando la Música deja de sonar.
“La certeza del girasol” recoge una serie de dieciocho poemas en prosa que transitan, a veces en microrrelato, otras en tono aforístico, por la conciencia del espesor del mundo, desde el deseo de vivir la plenitud, incluso en los peores momentos, hasta la emergencia de la realidad fantasmática de “Visita de museo en Cologny”.
Son poemas como miradas (“En la boscosa altura del Jurá la niebla se ha adueñado de los matojos y despeñaderos”), ficciones de seres hechos para la muerte, como en el titulado “Monólogo del cyborg”, iluminaciones como epifanías entrevistas en los juegos de un perro (“Sin otra ley que su deseo, sin embargo, Yeltsin retoza y olisquea sin prestar atención”), una voz de mujer, decir el silencio, afirmaciones de la consistencia material del yo (“soy”, cierra el poema titulado “Ronda”), escenas filmadas por la voz en “El desván de las metáforas”, remembranzas de la infancia en Granada, y, siempre, la superación de la tristeza como emoción ajena a la escritura poética de Talens: si hay que dolerse “decir solo las huellas que el dolor inscribe, sin melancolía”.
Lo que enciende el fuego
“Lo que enciende el fuego” se abre con un poema a modo de obertura musical en el que el poeta monologa consigo mismo desde “La tiranía del inconsciente”.
Pronto, el testimonio de la voz intransitiva del subconsciente que acosa al yo lírico en la noche de la palabra, deja paso de nuevo a la conciencia del mundo visto, experimentado y dicho al fin en el poema.
Es el apartado de trece poemas que se agrupan bajo el marbete de “Lugares, espacios territorios”, que nos ofrecen un viaje como descubrimiento del sí mismo, en un tono elegíaco, cierto, pero, una vez más, reflexivo, no dramáticamente abandonado a la pena.
Predomina la versificación en compañía de algunas prosas, que a veces conviven en el mismo poema (“Bellinzona”) y otras lo ocupan en su totalidad (“Redundancias”).
Se trata de textos ligados en parte a la paz de los cementerios, en los que a veces se cuela la añoranza, como un color del paisaje; así el azul invernal de “Atardecer en el claustro”.
Y el poeta parece dialogar como un elemento más de la naturaleza que ahora conversa con el padre presentido en su misma ausencia, reconocido a cada paso por entre aquellos paisajes calmos, casi abandonados a un silencio sagrado.
La influencia de cierto romanticismo, quizá Novalis y Hölderlin, Hugo y Leopardi, se deja notar en estos versos, pero no encontramos aquí un ejercicio de nostalgia o un pastiche más o menos afortunado de estilemas trasnochados, sino la renovación de un lenguaje sentimental que reclama el decir de la emoción en la pérdida, sin la rémora de la losa del dramatismo inútil o la cursilería desmañada: “[…] los habitantes del lugar son aire, brisa que azota en sórdidos vaivenes una intemperie sin martirio, sin arrebatos de melancolía”.
El mar aparece en “Vent de L’Illa” como un espacio de certezas y el yo poético se levanta sobre las rocas y las manchas de sol en los acantilados, afirmando su voz en un “sobrevivir varado al pairo de las olas”.
La pregunta por la muerte sigue presente en cada poema, a veces ominoso recuerdo de la finitud, como el dedicado al perro Yeltsin (“Perpetuum mobile”). Tras él llega la paz de “Magnolia o El Encanto del Río”, un poema escrito en la ciudad chilena de Valdivia, junto al río Calle en dos movimientos, un nocturno, primero, y una alborada en su segunda parte.
Prodigio de contemplación del fluir de la vida en el río, del ocaso como llegada de la tranquila conciencia de la noche pacífica y del amanecer con el ruidoso despertar de los pájaros a la música del día, el poema representa una oda contraria a todo sentimiento elegíaco, dejando entrar en la palabra el gozo sereno de un poeta que se sabe uno y salvo con el ritmo de la naturaleza.
En “Cabo do mundo”, el viaje que ha inspirado todos los poemas de “Lugares, espacios, territorios” termina, quizá como símbolo del propio viaje íntimo del poeta a través de los ecos de la muerte, y acaba con unos versos en oxímoron que celebran el triunfo de la vida: “La llaman costa de la muerte, / pero el azul que abraza sus espumas / habla de recurrencias, de resurrecciones, / de esa vuelta al comienzo / que ha sido siempre el mar […]”.
Tras un intermedio con un poema dedicado a la memoria como creadora de una historia de vida de “los otros en que fui”, se abre otra serie de trece poemas agrupados bajo el título general de “Rememoraciones” en los que se recogen retratos, fotos fijas del pasado y evocaciones como en “Le flâneur du Boulevard des Philosophes”, quizá inspirada en los paseos de Borges por Ginebra, pero que se convierte en trasunto de la propia experiencia del poeta poco antes de dejar su cátedra en la ciudad suiza.
Las remembranzas de esta sección no son ajenas al motivo del viaje (conocido es el espíritu nómada de Jenaro Talens y su concepción de la vida, al modo machadiano, como un hacer caminos al andar), pero domina en todos los poemas la idea de recreación de un instante que guarda su intensidad de suceso significativo por alguna razón que empuja al poeta a la reflexión sobre el motivo del paso del tiempo
y el reflejo del pasado en la experiencia del presente.
La sección se cierra con un poema “Final” en el que el poeta acaba su viaje interior en el que parece haber encontrado el sentido del camino: “descubrir quién o qué / soy.”
La tercera parte del poemario recoge un impresionante conjunto de poemas que bien pudieran definirse como un largo monólogo dividido, otra vez, en trece fragmentos más una coda: “Tierra para nada”, dedicado expresamente al padre del poeta, in memoriam.
Se trata, en efecto de variaciones sobre un mismo tema, el recuerdo de instantes fugaces y la presencia ominosa de la muerte, que acaban con el canto de renovación de “Incipit vita nuova”, el poema dedicado al nieto recién nacido: una vida que se va y una nueva vida que comienza.
Se cierra el poemario con un epílogo, “Atardecer con pájaros”, un canto al sol y a la perpetua sucesión de atardeceres y auroras, con la esperanza siempre puesta en que los amaneceres borrarán el exterminio de las sombras cada mañana, en la danza de la renovación de la vida.
Libro de sanación, viaje interior al sentido de la muerte y al abrazo luminoso de la vida, Un cielo avaro de esplendor, triunfa con el impulso feliz del niño sobre la acechante jauría de los lobos de la muerte; una vez más la palabra iluminada de Jenaro Talens. Estamos de enhorabuena.
Juan Carlos Fernández Serrato es profesor del departamento de periodismo de la Universidad de Sevilla, y autor del libro El techo es la intemperie (Visor, 2007), sobre la obra poética de Jenaro Talens.
“Lo que enciende el fuego” se abre con un poema a modo de obertura musical en el que el poeta monologa consigo mismo desde “La tiranía del inconsciente”.
Pronto, el testimonio de la voz intransitiva del subconsciente que acosa al yo lírico en la noche de la palabra, deja paso de nuevo a la conciencia del mundo visto, experimentado y dicho al fin en el poema.
Es el apartado de trece poemas que se agrupan bajo el marbete de “Lugares, espacios territorios”, que nos ofrecen un viaje como descubrimiento del sí mismo, en un tono elegíaco, cierto, pero, una vez más, reflexivo, no dramáticamente abandonado a la pena.
Predomina la versificación en compañía de algunas prosas, que a veces conviven en el mismo poema (“Bellinzona”) y otras lo ocupan en su totalidad (“Redundancias”).
Se trata de textos ligados en parte a la paz de los cementerios, en los que a veces se cuela la añoranza, como un color del paisaje; así el azul invernal de “Atardecer en el claustro”.
Y el poeta parece dialogar como un elemento más de la naturaleza que ahora conversa con el padre presentido en su misma ausencia, reconocido a cada paso por entre aquellos paisajes calmos, casi abandonados a un silencio sagrado.
La influencia de cierto romanticismo, quizá Novalis y Hölderlin, Hugo y Leopardi, se deja notar en estos versos, pero no encontramos aquí un ejercicio de nostalgia o un pastiche más o menos afortunado de estilemas trasnochados, sino la renovación de un lenguaje sentimental que reclama el decir de la emoción en la pérdida, sin la rémora de la losa del dramatismo inútil o la cursilería desmañada: “[…] los habitantes del lugar son aire, brisa que azota en sórdidos vaivenes una intemperie sin martirio, sin arrebatos de melancolía”.
El mar aparece en “Vent de L’Illa” como un espacio de certezas y el yo poético se levanta sobre las rocas y las manchas de sol en los acantilados, afirmando su voz en un “sobrevivir varado al pairo de las olas”.
La pregunta por la muerte sigue presente en cada poema, a veces ominoso recuerdo de la finitud, como el dedicado al perro Yeltsin (“Perpetuum mobile”). Tras él llega la paz de “Magnolia o El Encanto del Río”, un poema escrito en la ciudad chilena de Valdivia, junto al río Calle en dos movimientos, un nocturno, primero, y una alborada en su segunda parte.
Prodigio de contemplación del fluir de la vida en el río, del ocaso como llegada de la tranquila conciencia de la noche pacífica y del amanecer con el ruidoso despertar de los pájaros a la música del día, el poema representa una oda contraria a todo sentimiento elegíaco, dejando entrar en la palabra el gozo sereno de un poeta que se sabe uno y salvo con el ritmo de la naturaleza.
En “Cabo do mundo”, el viaje que ha inspirado todos los poemas de “Lugares, espacios, territorios” termina, quizá como símbolo del propio viaje íntimo del poeta a través de los ecos de la muerte, y acaba con unos versos en oxímoron que celebran el triunfo de la vida: “La llaman costa de la muerte, / pero el azul que abraza sus espumas / habla de recurrencias, de resurrecciones, / de esa vuelta al comienzo / que ha sido siempre el mar […]”.
Tras un intermedio con un poema dedicado a la memoria como creadora de una historia de vida de “los otros en que fui”, se abre otra serie de trece poemas agrupados bajo el título general de “Rememoraciones” en los que se recogen retratos, fotos fijas del pasado y evocaciones como en “Le flâneur du Boulevard des Philosophes”, quizá inspirada en los paseos de Borges por Ginebra, pero que se convierte en trasunto de la propia experiencia del poeta poco antes de dejar su cátedra en la ciudad suiza.
Las remembranzas de esta sección no son ajenas al motivo del viaje (conocido es el espíritu nómada de Jenaro Talens y su concepción de la vida, al modo machadiano, como un hacer caminos al andar), pero domina en todos los poemas la idea de recreación de un instante que guarda su intensidad de suceso significativo por alguna razón que empuja al poeta a la reflexión sobre el motivo del paso del tiempo
y el reflejo del pasado en la experiencia del presente.
La sección se cierra con un poema “Final” en el que el poeta acaba su viaje interior en el que parece haber encontrado el sentido del camino: “descubrir quién o qué / soy.”
La tercera parte del poemario recoge un impresionante conjunto de poemas que bien pudieran definirse como un largo monólogo dividido, otra vez, en trece fragmentos más una coda: “Tierra para nada”, dedicado expresamente al padre del poeta, in memoriam.
Se trata, en efecto de variaciones sobre un mismo tema, el recuerdo de instantes fugaces y la presencia ominosa de la muerte, que acaban con el canto de renovación de “Incipit vita nuova”, el poema dedicado al nieto recién nacido: una vida que se va y una nueva vida que comienza.
Se cierra el poemario con un epílogo, “Atardecer con pájaros”, un canto al sol y a la perpetua sucesión de atardeceres y auroras, con la esperanza siempre puesta en que los amaneceres borrarán el exterminio de las sombras cada mañana, en la danza de la renovación de la vida.
Libro de sanación, viaje interior al sentido de la muerte y al abrazo luminoso de la vida, Un cielo avaro de esplendor, triunfa con el impulso feliz del niño sobre la acechante jauría de los lobos de la muerte; una vez más la palabra iluminada de Jenaro Talens. Estamos de enhorabuena.
Juan Carlos Fernández Serrato es profesor del departamento de periodismo de la Universidad de Sevilla, y autor del libro El techo es la intemperie (Visor, 2007), sobre la obra poética de Jenaro Talens.