Pensemos en un chatarrero que empuja su carretilla entre la niebla.
Su caminar no es un avanzar, no persigue llegar sino sólo seguir deambulando. Paseante por una ciudad en ruinas, mirando fijamente el contenido viscoso y pobre de su tambaleante carretilla, ese chatarrero es el poeta. Lo que empuja son palabras y caminar es su labor. He ahí la única certeza de que dispone, todo lo demás es incertidumbre.
Esta imagen de la precariedad y el desaliento del poeta se nos ofrece a modo de explicación, una justificación exculpatoria, de un libro que, como la mariposa, ha roto en artefacto rotundo pero leve.
Su fragilidad es también su fortaleza, pues sólo quien sabe que no sabe conoce alguna certeza.
Un discurso del extravío donde resuena un cierto neoplatonismo movedizo que parece decirnos: hay que volverse inevitablemente hacia la ausencia.
El chatarrero recoge, revuelve, busca ecos de lo perdido. Como si sólo le quedara el vano intento de las cenizas, tantear un pensamiento extraviado del que apenas le llegaran ecos. Esa ausencia casi intuida es la materia del poema.
La reflexión sobre el lenguaje poético, sobre la recepción del poema o sobre el proceso de creación son los resortes que se activan en cada palabra dejada sobre estos textos escurridizos, reacios a cualquier taxonomía o exégesis.
El texto está ahí no para ser descompuesto, sino para dejar que crezca; no para llevar a un sitio, sino para perderse en sí mismo. Y sin embargo, estos textos intentan a cada paso justificarse, intentan, contra toda lógica, ser.
Como buen artefacto, incluyen manual de montaje y desmontaje, otra capa más que le sirve al yo lírico para apartarse ante aquello que va cobrando autonomía y que ya no le pertenece a él más que al lector. O mejor: ya no es de nadie.
Su caminar no es un avanzar, no persigue llegar sino sólo seguir deambulando. Paseante por una ciudad en ruinas, mirando fijamente el contenido viscoso y pobre de su tambaleante carretilla, ese chatarrero es el poeta. Lo que empuja son palabras y caminar es su labor. He ahí la única certeza de que dispone, todo lo demás es incertidumbre.
Esta imagen de la precariedad y el desaliento del poeta se nos ofrece a modo de explicación, una justificación exculpatoria, de un libro que, como la mariposa, ha roto en artefacto rotundo pero leve.
Su fragilidad es también su fortaleza, pues sólo quien sabe que no sabe conoce alguna certeza.
Un discurso del extravío donde resuena un cierto neoplatonismo movedizo que parece decirnos: hay que volverse inevitablemente hacia la ausencia.
El chatarrero recoge, revuelve, busca ecos de lo perdido. Como si sólo le quedara el vano intento de las cenizas, tantear un pensamiento extraviado del que apenas le llegaran ecos. Esa ausencia casi intuida es la materia del poema.
La reflexión sobre el lenguaje poético, sobre la recepción del poema o sobre el proceso de creación son los resortes que se activan en cada palabra dejada sobre estos textos escurridizos, reacios a cualquier taxonomía o exégesis.
El texto está ahí no para ser descompuesto, sino para dejar que crezca; no para llevar a un sitio, sino para perderse en sí mismo. Y sin embargo, estos textos intentan a cada paso justificarse, intentan, contra toda lógica, ser.
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El poema como ciega indefinición
El poema es ciega indefinición, pura hipótesis, ausencia y provisionalidad. La ironía, entonces, se hace patente: el poema es lo que no puede ser. Promesa constante, vacío, un azar a lo sumo.
Ángel Cerviño (Lugo, 1956) elabora, con fingida indecisión, un discurso híbrido, polifónico y autorreferente que convierte el lenguaje poético en un espacio infinito desde el que hablar y desde el que hablarse. El lugar de la poesía, como avanza el título del libro, es el no lugar.
El poema escapa por sus propios intersticios, es un túnel silencioso, largo y estrecho, formado por algo que no se ve: ausencia y vacío. Hablar desde esta ausencia, arriesgarse a no decir o al decir forajido, es, pues, lo propio del poema.
El libro sigue abierto
No es éste un libro fácil y ni mucho menos es libro de una única lectura. Hace tiempo que ¿Por qué hay poemas y no más bien nada? (Colección Fragmentaria, Amargord Ediciones), me mira amenazante desde una sombra de mi escritorio. Lo he cerrado pero sé que el libro sigue abierto. Sé, entonces, que la precariedad y la indigencia del chatarrero que empuja su carretilla ha entrado en mí. Lo que no sé es si ahora yo soy el que empuja o si me han dejado entre la carga de palabras que son arrastradas a ningún sitio.
El poema es ciega indefinición, pura hipótesis, ausencia y provisionalidad. La ironía, entonces, se hace patente: el poema es lo que no puede ser. Promesa constante, vacío, un azar a lo sumo.
Ángel Cerviño (Lugo, 1956) elabora, con fingida indecisión, un discurso híbrido, polifónico y autorreferente que convierte el lenguaje poético en un espacio infinito desde el que hablar y desde el que hablarse. El lugar de la poesía, como avanza el título del libro, es el no lugar.
El poema escapa por sus propios intersticios, es un túnel silencioso, largo y estrecho, formado por algo que no se ve: ausencia y vacío. Hablar desde esta ausencia, arriesgarse a no decir o al decir forajido, es, pues, lo propio del poema.
El libro sigue abierto
No es éste un libro fácil y ni mucho menos es libro de una única lectura. Hace tiempo que ¿Por qué hay poemas y no más bien nada? (Colección Fragmentaria, Amargord Ediciones), me mira amenazante desde una sombra de mi escritorio. Lo he cerrado pero sé que el libro sigue abierto. Sé, entonces, que la precariedad y la indigencia del chatarrero que empuja su carretilla ha entrado en mí. Lo que no sé es si ahora yo soy el que empuja o si me han dejado entre la carga de palabras que son arrastradas a ningún sitio.
- ¿...?
- Pienso en un narrador poco omnisciente que hiciera partícipe al lector de su desaliento: persigue a sus personajes con el escaso afán de un detective, los pierde de vista con demasiada frecuencia, se le escabullen en una avenida populosa o en un oscuro pasaje, y no puede continuar la narración más que a base de suposiciones, erradas conjeturas que evidencian a cada paso su incompetencia. Añora con amargura los buenos viejos tiempos en que cualquier novelista de tres al cuarto estaba en todo momento al corriente de los pensamientos más inanes de cada una de sus criaturas. Él no está nunca seguro de las motivaciones que conducen a sus personajes a actuar de tal o cual manera, tiene dudas más que razonables acerca de los vericuetos de la trama e ignora a todas luces en qué dirección avanza el relato. Pierde el control y, a falta de otras certezas, se deja conducir por intuiciones que de continuo lo atascan en nuevos callejones sin salida.
- ¿...?
- ¿Acaso no trabaja el poeta en similares condiciones?
¿Por qué hay poemas y no más bien nada?, Ángel Cerviño, p.72
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¿Por qué hay poemas y no más bien nada?, Ángel Cerviño, p.72