En el último libro de la poeta Ángeles Mora (Rute, Córdoba, 1952), aun suponiendo un recorrido más por el hilo de su trayectoria, hay algo nuevo, algo de zancada adelante que lo hace más precioso.
Para empezar, la palabra “luz” es la más repetida, la luz que ilumina el paisaje, una tarde, las razones, un objeto, el instante. Como en toda su obra, llama la atención esta poesía que se dice así, sin importancia, hablando y sin inflarse, como al hilo de cualquier cosa. Y cuántas verdades sin embargo. Verdades descubiertas al paso, verdades pequeñas, que a más no aspiramos, porque de la Verdad con mayúscula huimos, ni se la cree ni se la espera.
Hay aquí ternura, ironía, el tiempo del amor, de la memoria, de la introspección, de la cotidianeidad, de los trabajos domésticos. Y hay sobre todo un continuo ir y venir por la escritura, un bucear en sus modos y maneras, en los misterios del escribir, del vicio de escribir.
Citas de Adrianne Rich, de Wislawa Szimborska, Rosario Castellanos, Emily Dickinson, de Ana María Matute para dar paso a los recuerdos de infancia, y también de Carlos Barral, Blas de Otero y hasta de Quevedo y Góngora.
Partes y tonos
Manteniendo un mismo clima, el libro se ha dividido en cinco partes, “¿Quién anda aquí?”, “Emboscadas”, “Palabras nuestras”, “Los instantes del tiempo” y ”El cuarto de afuera” más un preludio de dos poemas.
Las partes nos dan las temáticas: La I, el vaivén entre la que se dice y la que no se nombra, la que camina y la que espera, la que se abandona y la que construye el pensamiento, la que vive en las palabras y la que se camufla de triste ama de casa.
La II, los contrastes que el mundo ofrece para dar otra vuelta de tuerca a los misterios de las actitudes y actuaciones humanas. La III, el cofre que guarda los momentos vividos en común y a dos bandas. La IV es la más meditativa, la que menos se detiene en lo material y más se alza hacia el derredor y sus leyes. Y la V es la infancia, la adolescencia, el hacerse en otros ámbitos ahora ya lejanos, y sin embargo tan cerca.
Pero más que de sus partes habría que hablar de sus tonos. En el poema “Boleros” se habla de quien le dice…, y cita: “que aquellos versos míos / arrastraban un aire de bolero”. En todo el libro, y quizá a lo largo de toda la obra de Ángeles Mora hay, sí, un tono de bolero.
Cierta ternura adobada de ironía, distanciamiento, cierto pudor para el desnudo, para el hablar directo, la sujeto poético emboscada/embozada tras de algo, con un algo, una imagen, un coche, las campanas. Y un pensamiento que trasciende pero que parte siempre de lo concreto, de lo que el pensamiento de la diferencia (no la diferencia poética, la diferencia sexual –o de género, para entendernos) denomina “partir de sí”, exactamente lo contrario de lo que hace el cientifismo académico o universitario, que parte de saberes de otros –con más o menos autoridad–, pero no de la propia experiencia.
Tono de bolero, no de flamenco desgarrado, tampoco de música clásica. Digamos que la dicción se sitúa en un tono medio, medido, como el equilibrista encima del alambre. Tono de bolero, confidencial, reflexivo, a veces mordaz, tono ético, tono personal que se torna plural.
Los lugares del libro son el dentro y el afuera, la casa-la ventana, muy especialmente la noche-el patio, la escritura-el quehacer cotidiano, el desván, el cuarto de afuera, la tarde, los viajes, la pantalla, la puerta falsa.
Para empezar, la palabra “luz” es la más repetida, la luz que ilumina el paisaje, una tarde, las razones, un objeto, el instante. Como en toda su obra, llama la atención esta poesía que se dice así, sin importancia, hablando y sin inflarse, como al hilo de cualquier cosa. Y cuántas verdades sin embargo. Verdades descubiertas al paso, verdades pequeñas, que a más no aspiramos, porque de la Verdad con mayúscula huimos, ni se la cree ni se la espera.
Hay aquí ternura, ironía, el tiempo del amor, de la memoria, de la introspección, de la cotidianeidad, de los trabajos domésticos. Y hay sobre todo un continuo ir y venir por la escritura, un bucear en sus modos y maneras, en los misterios del escribir, del vicio de escribir.
Citas de Adrianne Rich, de Wislawa Szimborska, Rosario Castellanos, Emily Dickinson, de Ana María Matute para dar paso a los recuerdos de infancia, y también de Carlos Barral, Blas de Otero y hasta de Quevedo y Góngora.
Partes y tonos
Manteniendo un mismo clima, el libro se ha dividido en cinco partes, “¿Quién anda aquí?”, “Emboscadas”, “Palabras nuestras”, “Los instantes del tiempo” y ”El cuarto de afuera” más un preludio de dos poemas.
Las partes nos dan las temáticas: La I, el vaivén entre la que se dice y la que no se nombra, la que camina y la que espera, la que se abandona y la que construye el pensamiento, la que vive en las palabras y la que se camufla de triste ama de casa.
La II, los contrastes que el mundo ofrece para dar otra vuelta de tuerca a los misterios de las actitudes y actuaciones humanas. La III, el cofre que guarda los momentos vividos en común y a dos bandas. La IV es la más meditativa, la que menos se detiene en lo material y más se alza hacia el derredor y sus leyes. Y la V es la infancia, la adolescencia, el hacerse en otros ámbitos ahora ya lejanos, y sin embargo tan cerca.
Pero más que de sus partes habría que hablar de sus tonos. En el poema “Boleros” se habla de quien le dice…, y cita: “que aquellos versos míos / arrastraban un aire de bolero”. En todo el libro, y quizá a lo largo de toda la obra de Ángeles Mora hay, sí, un tono de bolero.
Cierta ternura adobada de ironía, distanciamiento, cierto pudor para el desnudo, para el hablar directo, la sujeto poético emboscada/embozada tras de algo, con un algo, una imagen, un coche, las campanas. Y un pensamiento que trasciende pero que parte siempre de lo concreto, de lo que el pensamiento de la diferencia (no la diferencia poética, la diferencia sexual –o de género, para entendernos) denomina “partir de sí”, exactamente lo contrario de lo que hace el cientifismo académico o universitario, que parte de saberes de otros –con más o menos autoridad–, pero no de la propia experiencia.
Tono de bolero, no de flamenco desgarrado, tampoco de música clásica. Digamos que la dicción se sitúa en un tono medio, medido, como el equilibrista encima del alambre. Tono de bolero, confidencial, reflexivo, a veces mordaz, tono ético, tono personal que se torna plural.
Los lugares del libro son el dentro y el afuera, la casa-la ventana, muy especialmente la noche-el patio, la escritura-el quehacer cotidiano, el desván, el cuarto de afuera, la tarde, los viajes, la pantalla, la puerta falsa.
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El vicio de cada día
Los dos poemas que hacen de portada del libro, “A destiempo” y “Retazos” adelantan las atmósferas que vamos a encontrarnos.
En el primero, “A destiempo” se repasa el momento del nacimiento, en noche vieja, con lo que tiene de biografía de frontera; mientras que “Retazos” parte de una reflexión, actualizada y personal del “tempus fugit”, en relación con la memoria, el olvido y la escritura.
Escritura que va a ser, en otros poemas, el vicio de cada día y el destino –interminable, ininterrumpido– que no sacia. Por ejemplo, el poema “Sed”, en la parte III, va de las emociones a la vida en un paralelismo que termina en una soberbia elipsis, uno de los mejores y más destacados poemas del libro, teniendo en cuenta que el contenido es siempre destacado.
Y como los poemas pueden leerse por separado, porque cada poema es una unidad en sí mismo, quiero recordar los entrañables “La hora de la merienda”, la cotidiana batalla de la escasez / en la casa del pobre.// A las seis de la tarde/ las madres se inventan la merienda ; el cine de verano en el poema “Al aire libre” con Gary Cooper/ llenando la pantalla; “Lugares de escritura”, donde se relacionan escritura y trabajos cotidianos; la reflexión acerca de la condición femenina en “Sola no estás”; “El cuarto de afuera”, visión de un médico en la posguerra: en aquellos oscuros tiempos,/ sin que nada cambiara,/ cambiaste tú de vida, de mirada,/ de manera de ver y de habitar el mundo; “Cumpliendo años”: No, no hace falta resaltar las fechas/ cuando dos viven juntos/ el vuelo cotidiano del amor./ Pero brindemos, sin embargo,/ cada año por el día del comienzo,/ la noche que aún deslumbra.
En la ironía o la mordacidad, “Emboscadas”: Cuando llegó el príncipe azul/ era tan azul, tan azul/ que caía sobre mi rojo apagándolo (…) No conviene mezclar en la colada/ ropas que puedan desteñir, me dije.// Antes de despedirlo/ tuvimos que lavarnos/ por separado. O “Desamanecer en agosto”: cuando al fin abro los ojos/ juro que mi derrota no es definitiva: / señores gallos, señores pájaros,/ lo siento, ha llegado la hora/ de cerrar la ventana.// Suave es la noche/ todavía.
Ficciones para una autobiografía (Bartleby, 2015) es un libro meritorio, perfectamente estructurado, que incide en las temáticas de la autora, pero que aquí las retoma renovándolas, como la de la elegía, que pasa sin ser notada, o la existencial, como en los poemas “La Alhambra junto a la tarde” o “Presencia del tiempo”, por citar algunos.
En “La Alhambra…” la vida se refleja en el río y en los ojos del puente, y termina: Un remolino de vida atropellada –ajena a mí– al fondo del abismo sucede. El poema “Presencia del tiempo” es la visión de un antiguo patio, en el que pudieron transcurrir retazos de vida, entrevisto en las ruinas del ahora: y ya no sé por qué es tan dulce el sol/ sobre ese joven limonero,/ si ahora su luz gastada/ se inclina hacia la noche/ sin nada que alumbrar.// Si he perdido mis años/ y las rojas hogueras ya tiritan, / azules, a lo lejos.
El pasado día 24 de abril, Ángeles Mora recibió el Premio de la Crítica 2015, galardón que entrega la Asociación Española de Críticos Literarios, por este poemario.
Los dos poemas que hacen de portada del libro, “A destiempo” y “Retazos” adelantan las atmósferas que vamos a encontrarnos.
En el primero, “A destiempo” se repasa el momento del nacimiento, en noche vieja, con lo que tiene de biografía de frontera; mientras que “Retazos” parte de una reflexión, actualizada y personal del “tempus fugit”, en relación con la memoria, el olvido y la escritura.
Escritura que va a ser, en otros poemas, el vicio de cada día y el destino –interminable, ininterrumpido– que no sacia. Por ejemplo, el poema “Sed”, en la parte III, va de las emociones a la vida en un paralelismo que termina en una soberbia elipsis, uno de los mejores y más destacados poemas del libro, teniendo en cuenta que el contenido es siempre destacado.
Y como los poemas pueden leerse por separado, porque cada poema es una unidad en sí mismo, quiero recordar los entrañables “La hora de la merienda”, la cotidiana batalla de la escasez / en la casa del pobre.// A las seis de la tarde/ las madres se inventan la merienda ; el cine de verano en el poema “Al aire libre” con Gary Cooper/ llenando la pantalla; “Lugares de escritura”, donde se relacionan escritura y trabajos cotidianos; la reflexión acerca de la condición femenina en “Sola no estás”; “El cuarto de afuera”, visión de un médico en la posguerra: en aquellos oscuros tiempos,/ sin que nada cambiara,/ cambiaste tú de vida, de mirada,/ de manera de ver y de habitar el mundo; “Cumpliendo años”: No, no hace falta resaltar las fechas/ cuando dos viven juntos/ el vuelo cotidiano del amor./ Pero brindemos, sin embargo,/ cada año por el día del comienzo,/ la noche que aún deslumbra.
En la ironía o la mordacidad, “Emboscadas”: Cuando llegó el príncipe azul/ era tan azul, tan azul/ que caía sobre mi rojo apagándolo (…) No conviene mezclar en la colada/ ropas que puedan desteñir, me dije.// Antes de despedirlo/ tuvimos que lavarnos/ por separado. O “Desamanecer en agosto”: cuando al fin abro los ojos/ juro que mi derrota no es definitiva: / señores gallos, señores pájaros,/ lo siento, ha llegado la hora/ de cerrar la ventana.// Suave es la noche/ todavía.
Ficciones para una autobiografía (Bartleby, 2015) es un libro meritorio, perfectamente estructurado, que incide en las temáticas de la autora, pero que aquí las retoma renovándolas, como la de la elegía, que pasa sin ser notada, o la existencial, como en los poemas “La Alhambra junto a la tarde” o “Presencia del tiempo”, por citar algunos.
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El pasado día 24 de abril, Ángeles Mora recibió el Premio de la Crítica 2015, galardón que entrega la Asociación Española de Críticos Literarios, por este poemario.