De los múltiples Nathaniel Hawthorne que dice Paul Auster que existen, yo había frecuentado nada más que a uno de ellos, el que inspiró a Poe su inaugural teoría sobre el cuento. No es que no conociera al Hawthorne de Borges (Otras inquisiciones), pero me lo presentaron una vez en una biblioteca y no habíamos vuelto a coincidir.
A quien traté de verdad fue al Hawthorne de Poe; al Hawthorne visto por Poe en aquella traducción de Cortázar en Alianza Bolsillo. Lo traté tanto que lo dejé cosido de subrayados. Ahora me doy cuenta que al pobre Hawthorne lo conocía de oídas más que de leídas; por alguna razón siempre me había topado con él a través de referencias ajenas, nunca cara a cara, como sucede con tantos clásicos, como si tuviera miedo de aburrirme con Hawthorne a palo seco y necesitara verlo en función de otra cosa, en compañía de exégetas brillantes y modernos.
Mis prejuicios lo tildaban de autor tan famoso como rancio, uno de esos autores cuyo nombre debía figurar aburridamente en todas las historiografías, un gótico americano que o se leía en la adolescencia, como a Washington Irving, o se echaba al montón de los clásicos-que-hay-que-leer-pero-nunca-tendrás-tiempo-de-leer.
Twice-told Tales se llamaba el primer libro de cuentos de Hawthorne. Poe le dedicó una reseña que acabó convirtiéndose en el Génesis de la cuentística moderna, el texto sagrado adonde todos los escritores de relatos acuden a beber. Con la excusa de hablar de los cuentos de Hawthorne, Poe estableció su propia posición como narrador de formas breves y fijó para siempre las líneas maestras del género. Hawthorne el precursor, Poe el culminador.
De modo que Twice-told Tales se convirtió en uno de esos títulos que todo el mundo conoce y que nadie ha leído, por lo menos en el ámbito español. Como si esos textos valieran no por sus propios méritos sino en tanto inspiradores de las reflexiones de otro autor más avanzado, vagaban de antología en antología, siempre los mismos dos o tres cuentos (“Wakefield” y alguno más), como esos parientes lejanos a los que se invita a todas las celebraciones y con los que apenas nadie habla.
A quien traté de verdad fue al Hawthorne de Poe; al Hawthorne visto por Poe en aquella traducción de Cortázar en Alianza Bolsillo. Lo traté tanto que lo dejé cosido de subrayados. Ahora me doy cuenta que al pobre Hawthorne lo conocía de oídas más que de leídas; por alguna razón siempre me había topado con él a través de referencias ajenas, nunca cara a cara, como sucede con tantos clásicos, como si tuviera miedo de aburrirme con Hawthorne a palo seco y necesitara verlo en función de otra cosa, en compañía de exégetas brillantes y modernos.
Mis prejuicios lo tildaban de autor tan famoso como rancio, uno de esos autores cuyo nombre debía figurar aburridamente en todas las historiografías, un gótico americano que o se leía en la adolescencia, como a Washington Irving, o se echaba al montón de los clásicos-que-hay-que-leer-pero-nunca-tendrás-tiempo-de-leer.
Twice-told Tales se llamaba el primer libro de cuentos de Hawthorne. Poe le dedicó una reseña que acabó convirtiéndose en el Génesis de la cuentística moderna, el texto sagrado adonde todos los escritores de relatos acuden a beber. Con la excusa de hablar de los cuentos de Hawthorne, Poe estableció su propia posición como narrador de formas breves y fijó para siempre las líneas maestras del género. Hawthorne el precursor, Poe el culminador.
De modo que Twice-told Tales se convirtió en uno de esos títulos que todo el mundo conoce y que nadie ha leído, por lo menos en el ámbito español. Como si esos textos valieran no por sus propios méritos sino en tanto inspiradores de las reflexiones de otro autor más avanzado, vagaban de antología en antología, siempre los mismos dos o tres cuentos (“Wakefield” y alguno más), como esos parientes lejanos a los que se invita a todas las celebraciones y con los que apenas nadie habla.
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El estigma de cuentista
Pero he aquí que, ciento cincuenta años después, la editorial Acantilado decide publicar íntegramente los Cuentos contados dos veces (2008), además de Musgos en una vieja casa parroquial (2009) y La muñeca de nieve y otros cuentos (2017), todos en impecables traducciones de Marcelo Cohen.
Hawthorne sin adelgazar: enterito. Toda la familia invitada a la fiesta. Me lanzo sobre “El velo negro del pastor”, “El joven Goodman Brown" o "Mi pariente, el mayor Molineux". Me pregunto si los hubiera disfrutado tan rotundamente de haberlos leído en la adolescencia.
No me parecen rancios, al contrario: en algunos aspectos más modernos que los del propio Poe. Por ejemplo, en la creación de enigmas sin respuesta, en la plasticidad, en el ritmo rápido, en el humor, en la habilidad con la que sabe captar la atención del lector en las primeras líneas (la escuela americana), y sobre todo en las estrategias de verosimilitud que los narradores adoptan frente a los hechos narrados.
Sabedores de que lo que se cuenta puede parecer increíble, los narradores se curan en salud frente al lector mediante toda clase de precauciones metanarrativas. Algunas tan curiosas como esta: “El doctor Heidegger era un hombre muy raro, y su excentricidad había dado pábulo a mil historias fantásticas. El origen de algunas de ellas, para mi vergüenza, podrían remontarse a mi propia y veraz persona; y si algún pasaje de este relato sobresalta la fe del lector, soportaré de buena gana el estigma de cuentista.”
Pero he aquí que, ciento cincuenta años después, la editorial Acantilado decide publicar íntegramente los Cuentos contados dos veces (2008), además de Musgos en una vieja casa parroquial (2009) y La muñeca de nieve y otros cuentos (2017), todos en impecables traducciones de Marcelo Cohen.
Hawthorne sin adelgazar: enterito. Toda la familia invitada a la fiesta. Me lanzo sobre “El velo negro del pastor”, “El joven Goodman Brown" o "Mi pariente, el mayor Molineux". Me pregunto si los hubiera disfrutado tan rotundamente de haberlos leído en la adolescencia.
No me parecen rancios, al contrario: en algunos aspectos más modernos que los del propio Poe. Por ejemplo, en la creación de enigmas sin respuesta, en la plasticidad, en el ritmo rápido, en el humor, en la habilidad con la que sabe captar la atención del lector en las primeras líneas (la escuela americana), y sobre todo en las estrategias de verosimilitud que los narradores adoptan frente a los hechos narrados.
Sabedores de que lo que se cuenta puede parecer increíble, los narradores se curan en salud frente al lector mediante toda clase de precauciones metanarrativas. Algunas tan curiosas como esta: “El doctor Heidegger era un hombre muy raro, y su excentricidad había dado pábulo a mil historias fantásticas. El origen de algunas de ellas, para mi vergüenza, podrían remontarse a mi propia y veraz persona; y si algún pasaje de este relato sobresalta la fe del lector, soportaré de buena gana el estigma de cuentista.”