Nunca el título de un libro fue tan antagónico al espíritu de su contenido. Los brevísimos relatos que Carmen Herrera ha incluido en el libro Frontera (Wanceulen Editorial, 2017) mantienen todos ellos un espíritu transfronterizo, o más aún, antifronterizo y universalista. En estos cuentos, la cultura y el afecto superan las falsas (caprichosas) barreras históricas que han separado a los individuos.
A día de hoy, cuando el llamado octavo pecado capital, o sentimiento de pertenencia, amenaza con separar a las personas por medio de criterios supremacistas o abiertamente provincianos, las historias individuales de aquellos que han vivido o viven en las supuestas fronteras nacionales podrían ser ilustrativas de la existencia de otro tipo de sentimientos más próximos al amor verdadero.
El amor entre personas de diversos orígenes, ya sean españoles, portugueses, holandeses o británicos es el motor que impulsa la superación de las falsas barreras creadas interesadamente por los poderes. Los relatos, breves todos ellos, no son precisamente historias románticas, pese a que la mayor parte de las relaciones estén señaladas por el afecto, sino lúcidas miradas sobre las personalidades que componen un vecindario tan diverso como la propia Torre de Babel.
De esta multiplicidad de idiomas extrae la autora una suerte de comunicación a medio camino entre el portuñol y la interlingua. La necesidad de entenderse, ya sea entre holandeses y portugueses o entre españoles y holandeses, o entre alemanes y el resto de la humanidad, es retratada en este libro, ya no como un escollo, sino como un aliciente capaz de borrar unas cuantas diferencias.
Desde Ayamonte hasta Faro, recalando en Monte Gordo, la vida en la región carece ya de la separación de antaño y hace oficiar al río Guadiana de nexo de unión, lejos ya de el símbolo de la diferencia que fue. El turismo de sol y playa, tantas veces denostado, abrió también la puerta a la residencia de europeos del norte en las costas del Atlántico Sur, a la diversidad de hábitos y puntos de vista, y a otras formas de vida que han modificado el pensamiento de muchos personajes. Personajes a ras de suelo que han hecho pura cotidianeidad de lo transfronterizo.
A día de hoy, cuando el llamado octavo pecado capital, o sentimiento de pertenencia, amenaza con separar a las personas por medio de criterios supremacistas o abiertamente provincianos, las historias individuales de aquellos que han vivido o viven en las supuestas fronteras nacionales podrían ser ilustrativas de la existencia de otro tipo de sentimientos más próximos al amor verdadero.
El amor entre personas de diversos orígenes, ya sean españoles, portugueses, holandeses o británicos es el motor que impulsa la superación de las falsas barreras creadas interesadamente por los poderes. Los relatos, breves todos ellos, no son precisamente historias románticas, pese a que la mayor parte de las relaciones estén señaladas por el afecto, sino lúcidas miradas sobre las personalidades que componen un vecindario tan diverso como la propia Torre de Babel.
De esta multiplicidad de idiomas extrae la autora una suerte de comunicación a medio camino entre el portuñol y la interlingua. La necesidad de entenderse, ya sea entre holandeses y portugueses o entre españoles y holandeses, o entre alemanes y el resto de la humanidad, es retratada en este libro, ya no como un escollo, sino como un aliciente capaz de borrar unas cuantas diferencias.
Desde Ayamonte hasta Faro, recalando en Monte Gordo, la vida en la región carece ya de la separación de antaño y hace oficiar al río Guadiana de nexo de unión, lejos ya de el símbolo de la diferencia que fue. El turismo de sol y playa, tantas veces denostado, abrió también la puerta a la residencia de europeos del norte en las costas del Atlántico Sur, a la diversidad de hábitos y puntos de vista, y a otras formas de vida que han modificado el pensamiento de muchos personajes. Personajes a ras de suelo que han hecho pura cotidianeidad de lo transfronterizo.
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Narrativa repartida
La experiencia de Herrera en un terreno que tiende a borrar la artificialidad de la separación política y a buscar en la mezcla un placer transgresor, no es el único interés de estos relatos, trenzados sobre personajes que entran y salen de las narraciones recalando en el espíritu del lector.
Sin dejar de perder su singularidad, estas historias se mantienen unidas en el amplio espacio geográfico y en el nexo de los personajes, como Catarina Vieira da Costa, Marina Moreno Medina, el policía Pedro Madero Maduro, Lucía Rojo Redondo o Chris Naaktgeboren, entre otros muchos, que aparecen de forma estudiada en varios relatos, construyendo su personalidad a fuerza de firmes pinceladas sabiamente repartidas por su autora.
Pero es el estilo en sí, el desparpajo narrativo, la interposición de lo convencional con lo culterano, el mestizaje idiomático, las formas poéticas a renglón seguido de las expresiones orales, algunas de ellas casi incomprensibles, como la amalgama expresiva de Johan Knoblauch, a medio camino entre el dialecto andaluz y los cimientos de Babe; es el estilo de la autora, absolutamente literario, lo que imprime al libro y a cada uno de los relatos un interés que trasciende incluso sus mensajes emocionales y políticos.
Leer Frontera deviene placer desde el momento en que uno empieza a comprender que no está ante una compilación de microrrelatos sueltos, sino ante una historia de las historias personales de aquellos que dejaron atrás las ideas de patria y lenguaje para compartir el espacio de la tierra en sus pequeñas dimensiones. Más allá de los sentimientos inducidos, el ser humano posee una capacidad afectiva que, desde que el tiempo es tiempo, ha superado barreras con marchamo de infranqueables.
La experiencia de Herrera en un terreno que tiende a borrar la artificialidad de la separación política y a buscar en la mezcla un placer transgresor, no es el único interés de estos relatos, trenzados sobre personajes que entran y salen de las narraciones recalando en el espíritu del lector.
Sin dejar de perder su singularidad, estas historias se mantienen unidas en el amplio espacio geográfico y en el nexo de los personajes, como Catarina Vieira da Costa, Marina Moreno Medina, el policía Pedro Madero Maduro, Lucía Rojo Redondo o Chris Naaktgeboren, entre otros muchos, que aparecen de forma estudiada en varios relatos, construyendo su personalidad a fuerza de firmes pinceladas sabiamente repartidas por su autora.
Pero es el estilo en sí, el desparpajo narrativo, la interposición de lo convencional con lo culterano, el mestizaje idiomático, las formas poéticas a renglón seguido de las expresiones orales, algunas de ellas casi incomprensibles, como la amalgama expresiva de Johan Knoblauch, a medio camino entre el dialecto andaluz y los cimientos de Babe; es el estilo de la autora, absolutamente literario, lo que imprime al libro y a cada uno de los relatos un interés que trasciende incluso sus mensajes emocionales y políticos.
Leer Frontera deviene placer desde el momento en que uno empieza a comprender que no está ante una compilación de microrrelatos sueltos, sino ante una historia de las historias personales de aquellos que dejaron atrás las ideas de patria y lenguaje para compartir el espacio de la tierra en sus pequeñas dimensiones. Más allá de los sentimientos inducidos, el ser humano posee una capacidad afectiva que, desde que el tiempo es tiempo, ha superado barreras con marchamo de infranqueables.