Entre actos (1941) fue la última novela de la escritora británica Virginia Woolf. La escribió al final de su vida, coincidiendo con un periodo de intensa actividad y con la Segunda Guerra Mundial como escenario vital e histórico. A pesar del agotamiento, Virginia luchaba contra la amenaza de recaer en una crisis de su enfermedad.
Un hilo misterioso recorre Entre actos, enlazando las conversaciones, los pensamientos, cada matiz de las palabras. Todo parece estar hecho de una materia ligera, como si los personajes flotaran en aquel ambiente, como si vivieran en un sueño. Subyace un aire melancólico, en el que no cabe la queja o el reproche, sino la aceptación estoica. Al igual que en La tempestad, la última obra de Shakespeare, aparece el teatro dentro del teatro hasta llegar a la escena final cuando se abre un nuevo telón, una representación de la que ya los lectores no seremos testigos.
En Virginia Woolf, la vida por escrito , de Irene Chikiar Bauer, seguimos la trayectoria de Virginia durante los años en que se gesta la novela. A finales de febrero de 1941, Leonard Woolf, su marido, pudo leer la versión definitiva. El 14 de marzo, cuando Inglaterra atravesaba el peor momento de la guerra, los Woolf viajaron a Londres para reunirse con John Lehmann, su socio de la editorial Hogarth Press. Virginia estaba muy nerviosa, habló acerca de Entre actos; no creía que fuese una buena novela, mientras que a Leonard le parecía excelente, lo mejor que había escrito. Estuvieron a punto de discutir y Lehmann le pidió a Virginia que le dejase leer la novela para que pudiera dar su opinión.
El 27 de marzo, Virginia Woolf recibe una carta de Lehmann elogiando Entre actos; ella le responde: “Antes de que llegara tu carta, había decidido que no puedo publicar la novela así como está; es demasiado tonta y trivial”, sin embargo también le dice que podría revisarla y quizás estuviera lista para publicarse en otoño. Al día siguiente, Virginia Woolf se suicida sumergiéndose en las aguas del río Ouse.
Entre actos había comenzado a gestarse en 1938 con el título de Pointz Hall, el nombre de la casa donde se desarrolla esta novela que crece con el trasfondo de la guerra, bajo la amenaza de los bombardeos, el zumbido de los aviones y el miedo a una invasión alemana que no llegó a producirse.
Los Woolf habían decidido instalarse en Monk House, su casa en la aldea de Rodmell. La vida resultaba difícil y comenzaban a faltar alimentos esenciales. Virginia Woolf admiraba el estoicismo de sus compatriotas ante las penalidades y el miedo. Ella también procuraba bromear cuando los aviones alemanes sobrevolaban la aldea. Leonard, por su parte, estaba cada vez más implicado en la vida de la comunidad, en su actividad política. En los diarios Virginia habla de “ácidas conversaciones”; y en sus cartas se refiere a la dificultad de comunicación y a la sensación de soledad, que encontraremos en el personaje de Isa.
Virginia necesitaba la introspección, su habitación propia, y se quejaba de las interrupciones de los vecinos de la aldea, de la falta de tranquilidad para escribir:
En este momento con solo PH [Pointz Hall] para fijar mi espíritu, estoy perdiendo anclaje. Por otra parte, la guerra (…) ha quitado nuestro muro de seguridad.
El 23 de noviembre de 1940 Virginia Woolf termina la novela satisfecha por haber “intentado un nuevo método””.
Era una noche de verano
La acción de Entre actos transcurre en un día de junio de 1939, con una escena, a modo de prólogo, que sucede la noche anterior. En el salón de Pointz Hall, unos personajes dialogan acerca de algo tan prosaico como la construcción de un pozo negro. Allí están los Haines, el caballero terrateniente, su mujer, con “cara de oca” y el anciano señor Oliver, el dueño de la casa, “funcionario de la administración pública de la India, ya jubilado”. Isa, su nuera, aparece “deslizándose como un cisne”.
Algo estremece a Isa y al señor Haines. Una vez en una tómbola, él le había entregado una taza de té y en un partido de tenis una raqueta: “Pero en su cara devastada Isa había visto siempre misterio y, en su silencio, pasión”. Cuando el señor Oliver cita a Byron, Isa siente que “las palabras formaban dos aros, dos aros perfectos, que los hacían flotar, a ella y al señor Haines, como dos cisnes deslizándose río abajo”.
Dos meses y medio después, el 1 de septiembre, Hitler invadirá Polonia, e Inglaterra le declarará la guerra a Alemania. Pero en la aldea donde se ubica Pointz Hall todo sigue su curso cotidiano, inamovible. Los Oliver acogen desde hace siete años una función teatral para recaudar fondos para la iglesia.
Pointz Hall no es una gran mansión y la familia propietaria solo lleva unos ciento veinte años allí. Ahora la casa está habitada por el viejo señor Bartholomew Oliver, su hermana, la anciana señora Swithin –Lucy–, cuya lectura favorita es un Resumen de historia. De escasa formación, su pensamiento se dispersaba “recorriendo pasillos y galerías laterales”.
Con los dos ancianos, paradigmas de la era victoriana, viven el joven señor Giles Oliver –corredor de Bolsa–, su esposa Isa y sus dos hijos, acompañados por empleados domésticos, cocinera, mayordomo, doncellas. Todos asumen su papel en la historia, como las niñeras que empujaban el cochecito del bebé mientras hablaban: “pero no se daban píldoras de información, ni se transmitían ideas entre sí, sino que sus lenguas daban vueltas y más vueltas a las palabras, como si fueran caramelos”.
En aquella mañana, Isa intenta buscar consuelo entre los poetas, como cuando se tiene un dolor de muelas se busca un medicamento, piensa en “Keats y Shelley; Yeats y Donne”. Sin embargo “nada de lo anterior le quitaba el dolor de muelas. Para su generación, el periódico era un libro”.
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Un almuerzo en el campo
A la hora del almuerzo irrumpe la señora Manresa, acompañada de un amigo, William Dodge. Es difícil estar solo en el campo porque, como le sucede a Virginia Woolf, cualquiera puede presentarse en la casa con alguna excusa. Pero, aunque sea doloroso, “debe haber sociedad”.
La rica señora Manresa “era vulgar en sus ademanes, vulgar toda ella, demasiado sexual”. El hablar directamente, sin tapujos, le había granjeado cierta fama y admiración entre los vecinos. Al viejo señor Bartholomew Oliver le devuelve la juventud, piensa en ella como “la salvaje hija de la naturaleza”.
Debido a un retraso del tren, Giles Oliver llega a casa cuando ya ha empezado la comida. No trae buen humor y le fastidia que haya invitados, pero guarda las formas. La aparición de Giles genera pensamientos contrapuestos en la señora Manresa y en Isa. Para aquella, “él era la encarnación (…) de cuanto adoraba”, tanto por su físico como por “su expresión, algo altanero, indómito, que incitaba a la señora Manresa, incluso ahora, a los cuarenta y cinco años, a renovar sus viejas armas”.
En cambio Isa, como en otros momentos de la novela, y –“amparándose en el cliché que tan convenientemente ofrecía la literatura”– piensa que él es el padre de sus hijos: “Funcionaba, ese viejo cliché; se sentía orgullosa; y sentía afecto; después volvía a sentirse orgullosa de sí misma, la mujer que él había elegido. Sentía hacia él, amor; y odio”. Pero también ella sentía temor de su marido: “¿Acaso no escribía sus poesías en un libro atado como un libro de contabilidad para que Giles no sospechara nada?”.
El paisaje permanecerá
Giles Oliver piensa que está “encadenado a una roca”, obligado a ver la representación de los lugareños:
Mientras Europa entera —allí, al lado— estaba erizada como… Giles no dominaba el arte de la metáfora. Solo la inexpresiva palabra «erizo» ilustraba su visión de Europa erizada de cañones, cubierta de aviones. En cualquier instante, los cañones podían destripar la tierra.
Le fastidia que la señora Manresa se haga acompañar por “individuos de media casta” como Wiiliam Dodge. No era necesario que hablase: “Isabella adivinó la palabra que Giles no había pronunciado. Bueno, si William Dodge era aquella palabra, ¿qué había de malo? ¿Por qué juzgar al prójimo? ¿Acaso lo conocemos?”. Sin embargo la anciana Lucy, y la propia Isa se sentirán unidas a Dodge durante toda aquella tarde.
Se oyen los preparativos de la obra, pronto comenzará la función. Ellos interpretarán el papel de espectadores; hasta entonces toman café en la terraza admirando el paisaje:
Contemplaban la vista, como si en uno de aquellos campos pudiera ocurrir algo que les aligerase la intolerable carga de estar sentados, en silencio, juntos. Sus mentes y sus cuerpos estaban demasiado cerca, pero no lo suficiente. No somos libres, cada uno de ellos pensaba por separado, para pensar y sentir por separado, ni siquiera para dormirnos. Estamos demasiado cerca, pero no lo suficientemente cerca. Por eso se inquietaban.
Contemplaban la vista, como si en uno de aquellos campos pudiera ocurrir algo que les aligerase la intolerable carga de estar sentados, en silencio, juntos. Sus mentes y sus cuerpos estaban demasiado cerca, pero no lo suficiente. No somos libres, cada uno de ellos pensaba por separado, para pensar y sentir por separado, ni siquiera para dormirnos. Estamos demasiado cerca, pero no lo suficientemente cerca. Por eso se inquietaban.
No te preocupes de la trama: la trama no es nada
A las tres y media toda la sociedad de la aldea está congregada en Pointz Hall. Ha entrado en escena, entre bastidores, la señorita La Trobe, que “siempre se lanzaba de cabeza a organizar cosas”; ella es la autora y la directora de una obra ambiciosa, experimental, que será interpretada por los lugareños: jóvenes, niños, tenderos, el tonto del pueblo.
La obra no tiene argumento, sino que recrea escenas de distintos periodos de la historia de Inglaterra.“¿Tenía importancia la trama?”, se pregunta Isa en un momento de la representación:
La trama solo servía para engendrar emociones. Solo había dos emociones: amor y odio. No había necesidad alguna de desentrañar la trama. Quizá era eso lo que había querido decir la señorita La Trobe, al armar este lío en plena representación.
No te preocupes de la trama: la trama no es nada. (…) Paz era la tercera emoción. Amor. Odio. Paz. Tres emociones formaban la urdimbre de la vida humana.
La escena final, la que inquieta a los espectadores es el “Nosotros”, el momento actual. Los actores aparecen con espejos y superficies pulidas en los que los espectadores se ven reflejados. Todos se sienten nerviosos ante esa visión y ante las palabras de la obra; todos “salvo la señora Manresa, quien enfrentada a sí misma en aquel espejo, lo utilizó de espejo; sacó su espejillo; se empolvó la nariz, y colocó en su lugar el rizo que la brisa había revuelto”.
Como señala Irene Chikiar Bauer el personaje de la señorita La Trobe “parece evocar una versión desacreditada de la misma Virginia”. La señorita La Trobe no estaba plenamente integrada en la comunidad; había vivido con una actriz con la que “había compartido su cama y su bolsillo”. Después de la representación piensa que ha fracasado: Los actores aficionados no han sabido interpretar la obra; los espectadores no han comprendido el regalo que ella les había hecho con su arte. Como otras noches necesita beber: “Y sentía horror y terror de estar sola”.
Entreactos
Durante los entreactos se representa otra obra distinta: el público se dispersa, va de un lado a otro, toma el té en el granero. Algunos hablan de tiempos pasados, otros se interrogan por el futuro, por la inminencia de la guerra. Se buscan y se separan. La señora Manresa piensa en Giles: “Yo soy la reina y él es mi héroe, mi ceñudo héroe”. Isa sospecha de que va detrás de su marido, “lo tiene hechizado”. Giles sospecha que su mujer busca a alguien con la mirada.
También William Dodge descubre que la mirada de Isa se detiene en un hombre vestido de gris, el señor Haines. En el invernadero Isa y Dodge hablan como si se conocieran de toda la vida: “¿Acaso no eran cómplices, buscadores de rostros ocultos?”. La belleza estaba en el presente, había que contentarse con eso, pero “el futuro proyectaba su sombra sobre el presente, como el sol a través de la transparente hoja de la parra, con sus múltiples nervios”.
Cuando se acerca la escena final la naturaleza interpreta su papel. Nadie había visto venir una nube pero “allí estaba, negra, hinchada, sobre ellos”:
«Oh, si el dolor humano pudiera ahora llegar a su fin», murmuró Isa. Al levantar la vista, recibió dos grandes gotas de lluvia en plena cara. Le resbalaron por las mejillas como si fueran lágrimas suyas. Pero eran lágrimas de todos los seres humanos, llorando por todos los seres humanos (...)
«Oh, si mi vida pudiera ahora llegar a su fin», murmuró Isa (teniendo buen cuidado de no mover los labios). Con presteza donaría Isa su voz con todos sus tesoros, si con ello pudiera dar fin a las lágrimas.
«Oh, si el dolor humano pudiera ahora llegar a su fin», murmuró Isa. Al levantar la vista, recibió dos grandes gotas de lluvia en plena cara. Le resbalaron por las mejillas como si fueran lágrimas suyas. Pero eran lágrimas de todos los seres humanos, llorando por todos los seres humanos (...)
«Oh, si mi vida pudiera ahora llegar a su fin», murmuró Isa (teniendo buen cuidado de no mover los labios). Con presteza donaría Isa su voz con todos sus tesoros, si con ello pudiera dar fin a las lágrimas.
Hablaron
La representación ha terminado y solo quedan en Pointz Hall el pequeño grupo del almuerzo. La luz del ocaso “en nada favorecía el maquillaje de la señora Manresa, pues parecía un pegote y no bien aplicado”. Ella y William Dodge son los últimos en abandonar la casa
Durante la cena Isa, Giles, el señor Oliver siguen preguntándose por el significado de la obra, por lo que ha querido decir la señorita La Trobe con los espejos. Los ancianos se acuestan y en el escenario permanecen Isa y Giles:
Solos por primera vez aquel día, guardaban silencio. Solos, la enemistad quedaba al descubierto; también el amor.
Y entonces la pareja se convierte también en un misterio, en un símbolo en el que la palabra “hablaron” abrirá la puerta a la esperanza.
Artículo publicado originalmente en el blog De nada puedo ver el todo. Se reproduce con autorización.
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