Una de las cuestiones importantes fue y es saber quién narra. Se ha hablado mucho del narrador omnisciente, del punto de vista, del enfoque subjetivo. La respuesta es de una sencillez apabullante: quien narra es el escritor. Que luego éste tome esta o aquella perspectiva, es otro asunto.
El escritor Miguel Ángel Zapata (Granada, España, 1974) lo sabe y lo aplica: el protagonista, y en cierta forma narrador, toma notas, casi aforismos de lo que le ocurre, pero los pierde o los quema, de modo que ¿qué constancia queda de ello?: ninguna, sólo la que el autor quiere recoger de su propia intención narrativa.
No es esta, la de reconocer sin ambages que la autoría de una narración es, claro, la del autor y que es él quien maneja hilos, la única virtud de Las manos (Editorial Candaya, 2014). No basta, ya se sabe, con una buena anécdota o historia para rellenar unas páginas: hace falta algo más.
Si la historia de un hidalgo chiflado y un tipejo pueblerino, más basto que el serón donde lleva sus enseres en el borrico, que se van por ahí a buscar aventuras puede haber zarandeado la historia entera de la literatura, no es de extrañar que también lo haga este cuento (y uso esa palabra en el sentido antiguo de ella: narración oral o escrita de un suceso falso o de pura invención, independientemente de su extensión) de Zapata, donde un individuo que no hace nada en todo el día y vive a costa de su madre y de cierta exigua herencia que se liquida.
Sabedor un día de 2010 del robo de la copa del mundo de fútbol, decide emprender viaje en su busca al obtener algunas pistas que la policía no tiene, rastreando el objeto en Viena, París y Yotsukura, Japón. ¿Una buena historia?: una nadería, pero la habilidad del narrador logra tenernos atrapados a lo largo del libro, más que por averiguar qué sucederá a continuación, por saber qué salto agilísimo dará Zapata en sus trucos narrativos. Y todo eso con una facilidad, o mejor expresado, con una asequibilidad que de ninguna forma pone obstáculos a la lectura.
Retrato de nuestra sociedad
Y consigue, por cierto, retratar una sociedad, la nuestra, un tanto absurda y maléfica en algunas cosas. Mientras él busca algo tan superficial como esa copa del mundo (no lo es para el forofo del balompié), en Viena se tropieza con unos negocios de esta vieja Europa nada limpios y a los que no les importa usar como kleenex a las personas; en Nueva York presencia la forma de vida de los barrios más degradados y marginales en medio de una nación irracionalmente rica, y por último, la puntilla: en Japón va a parar a un pueblo que fue víctima del tsunami que barrió la costa este y que está completamente destrozado, además de posiblemente contaminado por el accidente de la central de Fukushima.
Y eso sí es importante, a pesar de que todo el mundo se preocupa por la Copa del Mundo de Fútbol. Esa es la miseria nuestra de cada día: que ocurran cosas importantes e irrelevantes y le demos semejante trascendencia informativa a ambas.
El escritor Miguel Ángel Zapata (Granada, España, 1974) lo sabe y lo aplica: el protagonista, y en cierta forma narrador, toma notas, casi aforismos de lo que le ocurre, pero los pierde o los quema, de modo que ¿qué constancia queda de ello?: ninguna, sólo la que el autor quiere recoger de su propia intención narrativa.
No es esta, la de reconocer sin ambages que la autoría de una narración es, claro, la del autor y que es él quien maneja hilos, la única virtud de Las manos (Editorial Candaya, 2014). No basta, ya se sabe, con una buena anécdota o historia para rellenar unas páginas: hace falta algo más.
Si la historia de un hidalgo chiflado y un tipejo pueblerino, más basto que el serón donde lleva sus enseres en el borrico, que se van por ahí a buscar aventuras puede haber zarandeado la historia entera de la literatura, no es de extrañar que también lo haga este cuento (y uso esa palabra en el sentido antiguo de ella: narración oral o escrita de un suceso falso o de pura invención, independientemente de su extensión) de Zapata, donde un individuo que no hace nada en todo el día y vive a costa de su madre y de cierta exigua herencia que se liquida.
Sabedor un día de 2010 del robo de la copa del mundo de fútbol, decide emprender viaje en su busca al obtener algunas pistas que la policía no tiene, rastreando el objeto en Viena, París y Yotsukura, Japón. ¿Una buena historia?: una nadería, pero la habilidad del narrador logra tenernos atrapados a lo largo del libro, más que por averiguar qué sucederá a continuación, por saber qué salto agilísimo dará Zapata en sus trucos narrativos. Y todo eso con una facilidad, o mejor expresado, con una asequibilidad que de ninguna forma pone obstáculos a la lectura.
Retrato de nuestra sociedad
Y consigue, por cierto, retratar una sociedad, la nuestra, un tanto absurda y maléfica en algunas cosas. Mientras él busca algo tan superficial como esa copa del mundo (no lo es para el forofo del balompié), en Viena se tropieza con unos negocios de esta vieja Europa nada limpios y a los que no les importa usar como kleenex a las personas; en Nueva York presencia la forma de vida de los barrios más degradados y marginales en medio de una nación irracionalmente rica, y por último, la puntilla: en Japón va a parar a un pueblo que fue víctima del tsunami que barrió la costa este y que está completamente destrozado, además de posiblemente contaminado por el accidente de la central de Fukushima.
Y eso sí es importante, a pesar de que todo el mundo se preocupa por la Copa del Mundo de Fútbol. Esa es la miseria nuestra de cada día: que ocurran cosas importantes e irrelevantes y le demos semejante trascendencia informativa a ambas.
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Herramientas narrativas
A veces, Mario Parreño, el protagonista, nos recuerda al de El misterio de la cripta embrujada, de Eduardo Mendoza, pero en tanto este era un loco con cierta suerte ante los delincuentes y poca ante la policía, Mario Parreño no está loco en absoluto y tiene la suerte del osado, y casi diría del tonto por meterse en oncevareñas camisas como él hace, enfrentándose a mafias y demás gentes de buen o regular vivir y rápido matar. Y conste que no comparo ambas obras, como tampoco hago comparaciones con el Quijote, porque sólo la mala literatura admite comparaciones, la buena siempre es única.
Las variaciones tipográficas para diferenciar incluso hablas diferentes, las enumeraciones, desde las que describen de forma telegráfica y cachonda los acontecimientos, mostrando de manera hilarante la vaciedad de las aventuras o detallando las posibles decisiones que puede o no tomar el malhéroe (palabra que me invento porque me gusta más, en este caso, que antihéroe); los cambios de enfoque, aunque el punto de vista sea casi siempre el del protagonista. Y no me importa repetirme en lo de la facilidad, la asequibilidad de esta literatura.
Las citas literarias que, casualmente, introduce Parreño porque a lo largo del libro y de forma muy leve pero significativa, cambia su opinión respecto a que cuadros y libros representan la irrealidad y no son interesantes, aunque ese cambio de opinión afecta a muy pocos libros y, quizá, a un solo cuadro. Los objetos pertenecientes a la cultura, más que popular, populachera, y que se va encontrando o adquiriendo en su viaje porque, a fin de cuentas, ¿hay algo más populachero que el fútbol y su inevitable orgullo patrio al haber ganado la World Cup?
Y la fijación por Marco Polo, como si ambos viajes fueran comparables, que lo son porque cualquier excusa es buena para viajar, incluso una tan banal como la de Mario Parreño cuyas iniciales coinciden, como destaca el mismo malhéroe, intentando dignificar así su aventura y logrando, en un alarde envidiable, parangonarlas porque al final de la narración, Parreño le cuenta al señor Nakata, especie de emperador del hampa norteamericana y japonesa, sus lances para lograr su objetivo, como Marco Polo le contó al emperador chino tantas cosas y luego la literatura ha usado repetidas veces.
Lanzamiento de dados
Un asunto a considerar en esta novela es el título. Habida cuenta el tema, la búsqueda de esa tontorrona copa, el título debería ser Los pies, y no Las manos, toque absolutamente penalizado en ese juego, si no son las usadas, a veces con verdadero arte, por los porteros.
Bien, son las manos las que usa Mario Parreño para lanzar los dados, jugando a decidir sus actuaciones según de ese par de hexaedros salgan pares o impares. Y esa es, quizá, la base de la novela, la idea de fondo: todo es azar, puñetera y absurda casualidad, y son las manos quienes manejan los monigotes, quienes toman las decisiones, y son las manos del escritor quienes llevan la acción, contándola con maestría innegable.
Miguel Ángel Zapata no cree en destinos escritos, ni en planes divinos, sino en un azar al que selecciona, con la mala leche habitual de este aspecto de la vida, la necesidad, lo inevitable.
En fin, enumeraría sin agotar el tema, quizá. Si el lector gustoso de la buena literatura quiere, además, reírse, esta es la ocasión. Y más reírse por dentro que por fuera, en un humor que no es para nada burdo, como a veces exhibió Mendoza en aquella novelita que antes mencioné. Y es que, como es sabido, la buena literatura aparece raramente en las grandes editoriales, y mucho más a menudo en las pequeñas.
Aquí ha sido Candaya quien se arriesgó a publicarle a Miguel Ángel Zapata su, creo, primera novela, pues hasta ahora este hombre se dedicó, o cuanto menos publicó, relatos y microrrelatos. Un joven de 40 años muy prometedor y, lo sea o no lo sea (es cosa suya), una novela extraordinaria.
A veces, Mario Parreño, el protagonista, nos recuerda al de El misterio de la cripta embrujada, de Eduardo Mendoza, pero en tanto este era un loco con cierta suerte ante los delincuentes y poca ante la policía, Mario Parreño no está loco en absoluto y tiene la suerte del osado, y casi diría del tonto por meterse en oncevareñas camisas como él hace, enfrentándose a mafias y demás gentes de buen o regular vivir y rápido matar. Y conste que no comparo ambas obras, como tampoco hago comparaciones con el Quijote, porque sólo la mala literatura admite comparaciones, la buena siempre es única.
Las variaciones tipográficas para diferenciar incluso hablas diferentes, las enumeraciones, desde las que describen de forma telegráfica y cachonda los acontecimientos, mostrando de manera hilarante la vaciedad de las aventuras o detallando las posibles decisiones que puede o no tomar el malhéroe (palabra que me invento porque me gusta más, en este caso, que antihéroe); los cambios de enfoque, aunque el punto de vista sea casi siempre el del protagonista. Y no me importa repetirme en lo de la facilidad, la asequibilidad de esta literatura.
Las citas literarias que, casualmente, introduce Parreño porque a lo largo del libro y de forma muy leve pero significativa, cambia su opinión respecto a que cuadros y libros representan la irrealidad y no son interesantes, aunque ese cambio de opinión afecta a muy pocos libros y, quizá, a un solo cuadro. Los objetos pertenecientes a la cultura, más que popular, populachera, y que se va encontrando o adquiriendo en su viaje porque, a fin de cuentas, ¿hay algo más populachero que el fútbol y su inevitable orgullo patrio al haber ganado la World Cup?
Y la fijación por Marco Polo, como si ambos viajes fueran comparables, que lo son porque cualquier excusa es buena para viajar, incluso una tan banal como la de Mario Parreño cuyas iniciales coinciden, como destaca el mismo malhéroe, intentando dignificar así su aventura y logrando, en un alarde envidiable, parangonarlas porque al final de la narración, Parreño le cuenta al señor Nakata, especie de emperador del hampa norteamericana y japonesa, sus lances para lograr su objetivo, como Marco Polo le contó al emperador chino tantas cosas y luego la literatura ha usado repetidas veces.
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Bien, son las manos las que usa Mario Parreño para lanzar los dados, jugando a decidir sus actuaciones según de ese par de hexaedros salgan pares o impares. Y esa es, quizá, la base de la novela, la idea de fondo: todo es azar, puñetera y absurda casualidad, y son las manos quienes manejan los monigotes, quienes toman las decisiones, y son las manos del escritor quienes llevan la acción, contándola con maestría innegable.
Miguel Ángel Zapata no cree en destinos escritos, ni en planes divinos, sino en un azar al que selecciona, con la mala leche habitual de este aspecto de la vida, la necesidad, lo inevitable.
En fin, enumeraría sin agotar el tema, quizá. Si el lector gustoso de la buena literatura quiere, además, reírse, esta es la ocasión. Y más reírse por dentro que por fuera, en un humor que no es para nada burdo, como a veces exhibió Mendoza en aquella novelita que antes mencioné. Y es que, como es sabido, la buena literatura aparece raramente en las grandes editoriales, y mucho más a menudo en las pequeñas.
Aquí ha sido Candaya quien se arriesgó a publicarle a Miguel Ángel Zapata su, creo, primera novela, pues hasta ahora este hombre se dedicó, o cuanto menos publicó, relatos y microrrelatos. Un joven de 40 años muy prometedor y, lo sea o no lo sea (es cosa suya), una novela extraordinaria.