La colección Caballo de Troya, de la editorial Penguin Random House, fundada en 2004 por Constantino Bértolo, ha observado unos criterios editoriales envidiables a la hora de proponer jóvenes talentos con maneras diferentes e interesantes de decir.
Esto se consolidó, aún más, a partir de 2014, en que el proyecto tomó un nuevo rumbo: cada año, un editor invitado es el encargado de sumar sus personales apuestas al catálogo; con lo que, desde entonces han aparecido títulos y autores tan interesantes y sugerentes como Chus Fernández, Marta Caparros, Gema Nieto o, en este año, al cuidado de Mercedes Cebrián, esta novela divertida e inquietante, profunda y amena, irónica y compasiva de la poeta, profesora y narradora Pilar Fraile (Salamanca, 1975).
En efecto, Las ventajas de la vida en el campo (Caballo de Troya, 2018), segunda obra narrativa que nos entrega su autora tras aquel deslumbrante conjunto de relatos titulado Los nuevos pobladores (Granada, Traspiés, 2014), no hace sino confirmar las dotes de una escritora brillante, de mirada profunda, comprometida, capaz de ver el fin del mundo (como símbolo de ruina de una manera depredadora de gobernar al planeta y al ser humano) en un sutil gesto convencional, en el angular de una foto en una barriada a medio construir, en la aparentemente sosa e intrascendente conversación de una cena de vecinos, en la innaturalidad de un gesto premeditado, en una mirada acaso torva o demente, en la inocencia de una niña o los ladridos de un perro.
De qué va esta inquietante novela escrita en clave de farsa, casi de “austero esperpento”, si ello existiera, en que una pareja y su hija pequeña cumplen al fin sus sueños: salir del agobio de la ciudad e irse a vivir al campo.
Lo que aún no saben Alicia y Andrés, y menos aún la inocente Miranda, que aún va a la guardería y a la que quieren proteger del demasiado simpático pastor alemán del extraño y hosco vecino; lo que aún ignoran, decía, es que uno huye al campo, a la vida rural, sin percatarse de que esta tiene unas leyes muy férreas, que es una mente común tremendamente condicionada por órdenes atávicos y prejuicios inmarcesibles.
Esto se consolidó, aún más, a partir de 2014, en que el proyecto tomó un nuevo rumbo: cada año, un editor invitado es el encargado de sumar sus personales apuestas al catálogo; con lo que, desde entonces han aparecido títulos y autores tan interesantes y sugerentes como Chus Fernández, Marta Caparros, Gema Nieto o, en este año, al cuidado de Mercedes Cebrián, esta novela divertida e inquietante, profunda y amena, irónica y compasiva de la poeta, profesora y narradora Pilar Fraile (Salamanca, 1975).
En efecto, Las ventajas de la vida en el campo (Caballo de Troya, 2018), segunda obra narrativa que nos entrega su autora tras aquel deslumbrante conjunto de relatos titulado Los nuevos pobladores (Granada, Traspiés, 2014), no hace sino confirmar las dotes de una escritora brillante, de mirada profunda, comprometida, capaz de ver el fin del mundo (como símbolo de ruina de una manera depredadora de gobernar al planeta y al ser humano) en un sutil gesto convencional, en el angular de una foto en una barriada a medio construir, en la aparentemente sosa e intrascendente conversación de una cena de vecinos, en la innaturalidad de un gesto premeditado, en una mirada acaso torva o demente, en la inocencia de una niña o los ladridos de un perro.
De qué va esta inquietante novela escrita en clave de farsa, casi de “austero esperpento”, si ello existiera, en que una pareja y su hija pequeña cumplen al fin sus sueños: salir del agobio de la ciudad e irse a vivir al campo.
Lo que aún no saben Alicia y Andrés, y menos aún la inocente Miranda, que aún va a la guardería y a la que quieren proteger del demasiado simpático pastor alemán del extraño y hosco vecino; lo que aún ignoran, decía, es que uno huye al campo, a la vida rural, sin percatarse de que esta tiene unas leyes muy férreas, que es una mente común tremendamente condicionada por órdenes atávicos y prejuicios inmarcesibles.
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Idílico escenario teñido de brumas
Con una prosa eficaz, una mirada notarial y una serie de toques de pincel que, sin salirse del territorio del realismo, casi del costumbrismo, abren el relato hacia territorios poco frecuentados, sombras espesas, sospechas y delirios, la pluma de Pilar Fraile nos dibuja un escenario de latente tormenta en medio de la apacible, y a veces algo tosca, vida rural en las afueras: un conejo ensangrentado en una cesta, tu hija que se cae porque alguien la empuja del columpio, un vecino obsequioso y afable que no es lo que parece… El idílico escenario pretendido se tiñe de brumas, se oscurece por momentos, amenaza, corrompe, desarbola.
Al personaje del viejo vecino, y su mirada perturbadora, y sus silencios tensos, se suman los ladridos insomnes de su perro durante las horas más oscuras de la noche, o el presunto encanto del médico, Larra, quien tras el vigor tenístico y la soltería madura parece esconder sinuosas y extravagantes anfractuosidades.
Literatura con mayúsculas
Y en medio, aprovechando algún viaje a la ciudad o algún recuerdo, la familia de ambos, el pasado, la crisis, la intemperie de una vida no asimilada del todo, que se vive o se contempla como un mal sueño ingobernable: la muerte del padre, las dificultades de la cuñada, la lejanía glacial de la hermana.
Y el trabajo: ella, fotógrafa en paro, por fin encuentra un apaño temporal, fotografiar, es decir, promocionar, urbanizaciones a medio hacer, alejadas de la ciudad y que no se han consolidado desde el punto de vista de las ventas: ciudades fantasma, sueño rotos, avenidas desiertas; todo un símbolo corporeizado de una forma de entender el mundo y la economía que destila impresiones de pesadilla en blanco y negro.
Todo narrado desde el punto de vista de Alicia, desde la impresionante primera escena in medias res, que ya nos atrapa como un golpe seco en medio de la nieve hasta el abandono final de un sueño de “verdes praderas” que, si no termina como en la peli de Garci con un aquelarre, una ordalía de fuego, se derrumba hacia adentro y nos deja un regusto tragicómico y la sensación, a la par, de haber asistido a literatura con mayúsculas, esa que indaga y bucea en los recovecos del alma y sirve para inquirir, e intentar responder, con situaciones cotidianas y en apariencia intrascendentes, sobre la radical fragilidad de la condición humana y sus miedos más atávicos.
Con una prosa eficaz, una mirada notarial y una serie de toques de pincel que, sin salirse del territorio del realismo, casi del costumbrismo, abren el relato hacia territorios poco frecuentados, sombras espesas, sospechas y delirios, la pluma de Pilar Fraile nos dibuja un escenario de latente tormenta en medio de la apacible, y a veces algo tosca, vida rural en las afueras: un conejo ensangrentado en una cesta, tu hija que se cae porque alguien la empuja del columpio, un vecino obsequioso y afable que no es lo que parece… El idílico escenario pretendido se tiñe de brumas, se oscurece por momentos, amenaza, corrompe, desarbola.
Al personaje del viejo vecino, y su mirada perturbadora, y sus silencios tensos, se suman los ladridos insomnes de su perro durante las horas más oscuras de la noche, o el presunto encanto del médico, Larra, quien tras el vigor tenístico y la soltería madura parece esconder sinuosas y extravagantes anfractuosidades.
Literatura con mayúsculas
Y en medio, aprovechando algún viaje a la ciudad o algún recuerdo, la familia de ambos, el pasado, la crisis, la intemperie de una vida no asimilada del todo, que se vive o se contempla como un mal sueño ingobernable: la muerte del padre, las dificultades de la cuñada, la lejanía glacial de la hermana.
Y el trabajo: ella, fotógrafa en paro, por fin encuentra un apaño temporal, fotografiar, es decir, promocionar, urbanizaciones a medio hacer, alejadas de la ciudad y que no se han consolidado desde el punto de vista de las ventas: ciudades fantasma, sueño rotos, avenidas desiertas; todo un símbolo corporeizado de una forma de entender el mundo y la economía que destila impresiones de pesadilla en blanco y negro.
Todo narrado desde el punto de vista de Alicia, desde la impresionante primera escena in medias res, que ya nos atrapa como un golpe seco en medio de la nieve hasta el abandono final de un sueño de “verdes praderas” que, si no termina como en la peli de Garci con un aquelarre, una ordalía de fuego, se derrumba hacia adentro y nos deja un regusto tragicómico y la sensación, a la par, de haber asistido a literatura con mayúsculas, esa que indaga y bucea en los recovecos del alma y sirve para inquirir, e intentar responder, con situaciones cotidianas y en apariencia intrascendentes, sobre la radical fragilidad de la condición humana y sus miedos más atávicos.