YO: ¿Papá, quién ha arreglado el termo?
MI PADRE: Sí.
(p. 13)
A pesar de cosas como esta, nada en Mi padre y yo. Un western (El Gaviero, Colección Salamandria, 2012) es absurdo. Al contrario, este librito de 37 páginas con prólogo del propio autor, Juan Manuel Gil, es un calculado mínimo artefacto.
Un libro que siempre da más: se lee en diez minutos pero también esto es una apariencia, porque se vuelve a leer una y otra vez, porque apetece. Un libro que merece más de una lectura es un buen libro.
Hay un juego ficcional sobre la autoría del libro. ¿Lo escribe el autor a partir de lo que dijo su padre? ¿Se lo inventa todo?
Este recurso narrativo del manuscrito encontrado, dicho por otro, transcrito o inspirado en otro, tan tradicional en un libro tan digamos exótico, es parte del artefacto.
Además del prólogo, está formado por brevísimos diálogos, muchos de dos intervenciones, llegando a admitir acotaciones, lo que los legitima como textos teatrales.
La figura del padre, burlona, cínica, evasiva en sus respuestas, es el tema central. Los diálogos al teléfono, a veces instantáneas delirantes, sortean con ingenio el riesgo de caer en la humorada fácil.
Ser gracioso es todo un arte, nadie lo duda, y este padre no desmerece en sus conversaciones telefónicas al mejor Gila haciéndose el loco, jugando al despiste, desbaratando un discurso que, sin embargo, nunca pierde su sentido y, aún más, la emoción de fondo.
Porque este libro se convierte desde el prólogo en un emocionado homenaje a la figura del padre, magnética, omnímoda, en la línea quizás de la grandiosa Fun home de una inspiradísima Alison Bechdel, o de Héctor Abad Faciolince haciendo lo propio con su progenitor en el entrañable El olvido que seremos.
Juan Manuel Gil aborda el género del treintañero nostálgico que tan bien están popularizando el italiano Ugo Cornia o la citada Bechdel. En todos estos casos, se da la presencia paternal como motor y detonante de la silenciosa bomba emocional contenida en nuestros apellidos.
MI PADRE: Sí.
(p. 13)
A pesar de cosas como esta, nada en Mi padre y yo. Un western (El Gaviero, Colección Salamandria, 2012) es absurdo. Al contrario, este librito de 37 páginas con prólogo del propio autor, Juan Manuel Gil, es un calculado mínimo artefacto.
Un libro que siempre da más: se lee en diez minutos pero también esto es una apariencia, porque se vuelve a leer una y otra vez, porque apetece. Un libro que merece más de una lectura es un buen libro.
Hay un juego ficcional sobre la autoría del libro. ¿Lo escribe el autor a partir de lo que dijo su padre? ¿Se lo inventa todo?
Este recurso narrativo del manuscrito encontrado, dicho por otro, transcrito o inspirado en otro, tan tradicional en un libro tan digamos exótico, es parte del artefacto.
Además del prólogo, está formado por brevísimos diálogos, muchos de dos intervenciones, llegando a admitir acotaciones, lo que los legitima como textos teatrales.
La figura del padre, burlona, cínica, evasiva en sus respuestas, es el tema central. Los diálogos al teléfono, a veces instantáneas delirantes, sortean con ingenio el riesgo de caer en la humorada fácil.
Ser gracioso es todo un arte, nadie lo duda, y este padre no desmerece en sus conversaciones telefónicas al mejor Gila haciéndose el loco, jugando al despiste, desbaratando un discurso que, sin embargo, nunca pierde su sentido y, aún más, la emoción de fondo.
Porque este libro se convierte desde el prólogo en un emocionado homenaje a la figura del padre, magnética, omnímoda, en la línea quizás de la grandiosa Fun home de una inspiradísima Alison Bechdel, o de Héctor Abad Faciolince haciendo lo propio con su progenitor en el entrañable El olvido que seremos.
Juan Manuel Gil aborda el género del treintañero nostálgico que tan bien están popularizando el italiano Ugo Cornia o la citada Bechdel. En todos estos casos, se da la presencia paternal como motor y detonante de la silenciosa bomba emocional contenida en nuestros apellidos.
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En la dupla padre-hijo hay una química especial, obvia por una parte, pero inesperada. El hijo busca consejo y el padre devuelve un chiste tras otro. Y sin embargo el hijo aprende.
Un método de enseñanza por evasión, por desvío, por silencio. Encuentro aquí esa creencia en que la verdad está en el interior de uno mismo. Una mayéutica desmitificadora y necesaria para cambiar el punto de mira y decirse de vez en cuando no es para tanto, nada de lo que hacemos es para tanto. Ni siquiera la escritura.
MI PADRE: ¿Qué buscas en ese cajón?
YO: Mi cuaderno.
MI PADRE: A ver si me vas a perder algo importante.
(P. 24)
Y hacerlo desde el humor y desde el amor, en ese duelo dialéctico de pistoleros, afilado y tierno como una tira cómica que enseña de un golpe de vista más que cien páginas de otra cosa.
Construirse una presencia, una voz y un espacio, infundir respeto y admiración a partir del silencio. Esa lección vital que Juan Manuel Gil, personaje, le debe a su padre, personaje, y nosotros a los dos.
La pega, quizás la única pega que le puedo encontrar a este libro es que termine en la página 37. El lector queda a la espera y esto, quedar pendiente de una espera que es casi lo mismo que decir albergar una esperanza, debe de ser un mérito añadido atribuible a ese padre y su manía, mal que nos pese, de callar a tiempo.
YO: Domingo soleado en el sur. ¿Se puede pedir más?
MI PADRE: Silencio.
(p. 17)
Reseña del profesor, poeta y crítico, Antonio Mochón, editor del blog La vida no existe.
Un método de enseñanza por evasión, por desvío, por silencio. Encuentro aquí esa creencia en que la verdad está en el interior de uno mismo. Una mayéutica desmitificadora y necesaria para cambiar el punto de mira y decirse de vez en cuando no es para tanto, nada de lo que hacemos es para tanto. Ni siquiera la escritura.
MI PADRE: ¿Qué buscas en ese cajón?
YO: Mi cuaderno.
MI PADRE: A ver si me vas a perder algo importante.
(P. 24)
Y hacerlo desde el humor y desde el amor, en ese duelo dialéctico de pistoleros, afilado y tierno como una tira cómica que enseña de un golpe de vista más que cien páginas de otra cosa.
Construirse una presencia, una voz y un espacio, infundir respeto y admiración a partir del silencio. Esa lección vital que Juan Manuel Gil, personaje, le debe a su padre, personaje, y nosotros a los dos.
La pega, quizás la única pega que le puedo encontrar a este libro es que termine en la página 37. El lector queda a la espera y esto, quedar pendiente de una espera que es casi lo mismo que decir albergar una esperanza, debe de ser un mérito añadido atribuible a ese padre y su manía, mal que nos pese, de callar a tiempo.
YO: Domingo soleado en el sur. ¿Se puede pedir más?
MI PADRE: Silencio.
(p. 17)
Reseña del profesor, poeta y crítico, Antonio Mochón, editor del blog La vida no existe.