Vivimos un tiempo de segunda mano; esa es la idea que vertebra El fin del “Homo sovieticus” (Acantilado, 2015) de la escritora bielorrusa Svetlana Aleksiévich. Tiempo de segunda mano: el fin del hombre rojo sería la traducción literal del título.
En su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, Svetlana Aleksiévich (Unión Soviética, 1948) se refería a esta metáfora: el momento actual es “un tiempo de segunda mano” porque no hemos sido capaces de crear algo nuevo y el miedo ha sustituido a la esperanza. Nos sentimos en peligro, en situación de riesgo; el miedo forma parte de nuestras vidas.
Si bien Rusia y los otros estados que conformaban la URSS poseen una historia, una geografía y unas circunstancias concretas, no debemos olvidar que todos vivimos en el mismo pequeño planeta Tierra y que, como nos recuerda Aleksiévich, sería un peligroso error desdeñar la experiencia del sufrimiento de otros pueblos.
Amamos la literatura rusa del siglo XIX, a Tolstoi y Dostoievski, a Chejov. Sentimos que forman parte de nuestra cultura. Aprendimos de Dostoievski lo que era el espíritu atormentado del pueblo ruso, asistimos con Chejov a escenas cotidianas, desde los salones burgueses hasta la vida miserable de los campesinos. Nos fascina la “misteriosa alma rusa”.
Los seres humanos no son literatura, pero con las palabras conseguimos sortear los abismos, buscar un sentido. En uno de los pasajes de El fin del “Homo sovieticus”, Aleksiévich escribe:
Me muevo sin cesar por los círculos del dolor. No consigo salir de ellos. Hay de todo en el dolor: tinieblas, triunfos… A veces pienso que el dolor es un puente que une a las personas, un lazo secreto, y otras veces, desesperada, pienso que el dolor es un abismo que las separa.
Los libros de Svetlana Aleksiévich no tratan de los hechos, sino de las emociones. La autora convierte en literatura los sentimientos que afloran en las voces que ha ido escuchando pacientemente a lo largo de los años. A veces utiliza su grabadora; otras solo anota las palabras. Al escribir acerca de la conversación con un hombre enamorado, nos dice:
No pensé en poner en marcha la grabadora desde el principio para poder captar así el momento del tránsito de la vida, de la vida más simple, a la literatura, un momento que siempre vigilo tanto en las conversaciones particulares como en las corales. No obstante, a veces dejo de estar vigilante y se me escapa alguno de esos momentos en que “un pedacito de literatura” asoma de repente.
¿Quién es el “Homo sovieticus”?
Svetlana Alexievich trabajó en este libro durante dos décadas, hasta que fue publicado en 2013. Con él cerraba un círculo, el final de un gran proyecto –“El hombre rojo. Voces de la utopía”–, que se iniciaba con las voces de la Segunda Guerra Mundial y atravesaba otros momentos cruciales como la guerra de Afganistán o el desastre de Chernóbil.
Jorge Ferrer ha sido el encargado de la traducción al español, para la que se ha elegido el título de El fin del “Homo sovieticus”. Pero, ¿quién es el “homo sovieticus”? El primero en utilizar esta frase fue el escritor y sociólogo Aleksandr Zinóvie, que en 1982 tituló de ese modo un libro en el que ironizaba acerca del nuevo hombre que iba a nacer del socialismo y el que surgió en realidad. Sin embargo, bajo el disfraz de la burla subyace la tristeza de lo que no pudo llegar a ser.
“En setenta y pocos años, el laboratorio del marxismo-leninismo creó un singular tipo de hombre: el Homo sovieticus”, escribe Aleksiévich. “Ese hombre soy yo”, nos dice; como lo fueron sus amigos, sus padres, la gente que conocía. Una de las personas a las que entrevistó le dijo: “Sólo un soviético puede llegar a comprender a otro soviético”, porque solo ellos comparten la misma memoria:
Yo escribo, reúno las briznas, las migas de la historia del socialismo “doméstico”, del socialismo “interior”… Estudio el modo en que consiguió habitar en el espíritu de la gente. Siempre me ha atraído ese espacio minúsculo, el espacio que ocupa un solo ser humano, uno solo… Porque, en verdad, es ahí donde ocurre todo.
No se nos ofrecen soluciones. La vida de esas personas se nos muestra con toda su complejidad y su dolor. “Nunca fuimos conscientes de la esclavitud en que vivíamos; aquella esclavitud nos complacía”, recuerda Svetlana Aleksiévich. Nadie les había enseñado a vivir en libertad: “Sólo nos habían enseñado a morir por ella”.
En su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, Svetlana Aleksiévich (Unión Soviética, 1948) se refería a esta metáfora: el momento actual es “un tiempo de segunda mano” porque no hemos sido capaces de crear algo nuevo y el miedo ha sustituido a la esperanza. Nos sentimos en peligro, en situación de riesgo; el miedo forma parte de nuestras vidas.
Si bien Rusia y los otros estados que conformaban la URSS poseen una historia, una geografía y unas circunstancias concretas, no debemos olvidar que todos vivimos en el mismo pequeño planeta Tierra y que, como nos recuerda Aleksiévich, sería un peligroso error desdeñar la experiencia del sufrimiento de otros pueblos.
Amamos la literatura rusa del siglo XIX, a Tolstoi y Dostoievski, a Chejov. Sentimos que forman parte de nuestra cultura. Aprendimos de Dostoievski lo que era el espíritu atormentado del pueblo ruso, asistimos con Chejov a escenas cotidianas, desde los salones burgueses hasta la vida miserable de los campesinos. Nos fascina la “misteriosa alma rusa”.
Los seres humanos no son literatura, pero con las palabras conseguimos sortear los abismos, buscar un sentido. En uno de los pasajes de El fin del “Homo sovieticus”, Aleksiévich escribe:
Me muevo sin cesar por los círculos del dolor. No consigo salir de ellos. Hay de todo en el dolor: tinieblas, triunfos… A veces pienso que el dolor es un puente que une a las personas, un lazo secreto, y otras veces, desesperada, pienso que el dolor es un abismo que las separa.
Los libros de Svetlana Aleksiévich no tratan de los hechos, sino de las emociones. La autora convierte en literatura los sentimientos que afloran en las voces que ha ido escuchando pacientemente a lo largo de los años. A veces utiliza su grabadora; otras solo anota las palabras. Al escribir acerca de la conversación con un hombre enamorado, nos dice:
No pensé en poner en marcha la grabadora desde el principio para poder captar así el momento del tránsito de la vida, de la vida más simple, a la literatura, un momento que siempre vigilo tanto en las conversaciones particulares como en las corales. No obstante, a veces dejo de estar vigilante y se me escapa alguno de esos momentos en que “un pedacito de literatura” asoma de repente.
¿Quién es el “Homo sovieticus”?
Svetlana Alexievich trabajó en este libro durante dos décadas, hasta que fue publicado en 2013. Con él cerraba un círculo, el final de un gran proyecto –“El hombre rojo. Voces de la utopía”–, que se iniciaba con las voces de la Segunda Guerra Mundial y atravesaba otros momentos cruciales como la guerra de Afganistán o el desastre de Chernóbil.
Jorge Ferrer ha sido el encargado de la traducción al español, para la que se ha elegido el título de El fin del “Homo sovieticus”. Pero, ¿quién es el “homo sovieticus”? El primero en utilizar esta frase fue el escritor y sociólogo Aleksandr Zinóvie, que en 1982 tituló de ese modo un libro en el que ironizaba acerca del nuevo hombre que iba a nacer del socialismo y el que surgió en realidad. Sin embargo, bajo el disfraz de la burla subyace la tristeza de lo que no pudo llegar a ser.
“En setenta y pocos años, el laboratorio del marxismo-leninismo creó un singular tipo de hombre: el Homo sovieticus”, escribe Aleksiévich. “Ese hombre soy yo”, nos dice; como lo fueron sus amigos, sus padres, la gente que conocía. Una de las personas a las que entrevistó le dijo: “Sólo un soviético puede llegar a comprender a otro soviético”, porque solo ellos comparten la misma memoria:
Yo escribo, reúno las briznas, las migas de la historia del socialismo “doméstico”, del socialismo “interior”… Estudio el modo en que consiguió habitar en el espíritu de la gente. Siempre me ha atraído ese espacio minúsculo, el espacio que ocupa un solo ser humano, uno solo… Porque, en verdad, es ahí donde ocurre todo.
No se nos ofrecen soluciones. La vida de esas personas se nos muestra con toda su complejidad y su dolor. “Nunca fuimos conscientes de la esclavitud en que vivíamos; aquella esclavitud nos complacía”, recuerda Svetlana Aleksiévich. Nadie les había enseñado a vivir en libertad: “Sólo nos habían enseñado a morir por ella”.
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El rumor de la calle y las conversaciones en la cocina
Svetlana Aleksiévich divide esta “novela de voces” en dos partes. La primera se titula “El consuelo del apocalipsis. Diez historias en un interior rojo”; la segunda, “El encanto del vacío. Diez historias en medio de ninguna parte”. Cada una de ellas va precedida por “El rumor de la calle y las conversaciones en la cocina”. En la época soviética las cocinas era el lugar donde se hablaba libremente.
En la primera parte, los rumores y conversaciones se refieren a la década de 1991-2001. El coro de voces habla de cómo ansiaban un socialismo con rostro humano y se dieron de bruces con el capitalismo más salvaje. Ahora “ser pobre o no lucir un cuerpo de gimnasio es algo vergonzoso”. Reina “la libertad de Su Majestad el Consumo”.
Las conversaciones son distintas en la década 2002-2012. Se lamentan de que haya vuelto el culto a Stalin. Lo soviético vuelve a estar de moda entre los jóvenes. Hablan de que en Rusia la palabra democracia da risa, de que se puede vivir bien mientras no te metas en política, o de que muchos ricos se han ido y se han llevado su capital al extranjero.
El fin de un gran ideal
En El fin del Homo sovieticus aparecen relatos de personas que se han suicidado o lo han intentado. Muchos habían vivido por un ideal. Eran “aquellos para quienes el Estado se había convertido en su universo y sustituido todo lo demás, incluso sus propias vidas”.
La vecina de un jubilado que se quemó vivo nos relata su historia, su sufrimiento, las privaciones, el miedo durante la época estalinista. La mujer se pregunta dónde está el resultado de tanto trabajo, la promesa de que un día vivirían mejor, qué había que aguantar y esperar.
El suicidio de Ígor, un chico de 14 años, es contado a través de las voces de su madre y sus amigos. La madre intenta buscar las causas. Recuerda que le regalaba juguetes de guerra y que aquello se veía normal: “Llevamos en la sangre el culto de las víctimas y el martirio. Vamos por la vida con las venas abiertas”.
Los amigos del chico pertenecen a esa misma generación perdida, “la que tuvo una infancia soviética y una vida capitalista”. Los libros sustituían a la vida y, de pronto, “el mercadillo se convirtió en su universidad”; en un mismo día podías hacerte millonario o recibir un tiro en la nuca”. Llegaron toda clase de embutidos, pero a qué precios: “Para nosotros, los embutidos son la medida de todas las cosas. Profesamos un amor existencial a los embutidos”, dice uno de ellos.
Un país militarizado
El aparato burocrático era “una máquina con mucha capacidad de maniobra… Y un gran poder de supervivencia”, cuenta alguien que conocía bien los entresijos del Kremlin:
La URSS era un país militarizado y un setenta por ciento de la economía abastecía al Ejército de una forma u otra. (…) También la nuestra era una ideología militar.
En el entierro de un veterano de guerra que se ha suicidado habla el coro de voces de sus antiguos camaradas, héroes de guerra que tenían más miedo al departamento especial que a los alemanes. Sin embargo muchos alaban la mano dura de Stalin.
.
“En el fondo, somos un pueblo proclive a la guerra. Nunca hemos vivido de otra manera. De ahí viene nuestra psicología guerrera”, dice Aleksiévich. Pero no existe el heroísmo en el mundo del que nos habla uno de los entrevistados. Describe cómo fue su servicio militar y las humillaciones que sufría por parte de los oficiales que, a menudo, se emborrachaban: “Los soldados no éramos seres humanos y punto”.
En otra historia aparecen veteranos de Afganistán; todos beben demasiado. “La guerra les ha hecho polvo el cerebro”, se queja la mujer de uno de ellos. El alcohol y esa forma de vida están detrás de la muerte en Chechenia de Olesia Nikoláieva, sargento de la policía. La versión oficial es que se ha suicidado, pero su madre busca incansablemente la verdad entre los que fueron sus superiores y compañeros.
“Las mujeres rusas están obligadas a ser más fuertes que sus hombres”, dice una de las voces. Su padre había sido veterano de guerra: “Sólo sus mujeres saben lo que significa compartir techo con uno de aquellos vencedores. A los vencedores les costó años volver a la vida normal”.
Svetlana Aleksiévich divide esta “novela de voces” en dos partes. La primera se titula “El consuelo del apocalipsis. Diez historias en un interior rojo”; la segunda, “El encanto del vacío. Diez historias en medio de ninguna parte”. Cada una de ellas va precedida por “El rumor de la calle y las conversaciones en la cocina”. En la época soviética las cocinas era el lugar donde se hablaba libremente.
En la primera parte, los rumores y conversaciones se refieren a la década de 1991-2001. El coro de voces habla de cómo ansiaban un socialismo con rostro humano y se dieron de bruces con el capitalismo más salvaje. Ahora “ser pobre o no lucir un cuerpo de gimnasio es algo vergonzoso”. Reina “la libertad de Su Majestad el Consumo”.
Las conversaciones son distintas en la década 2002-2012. Se lamentan de que haya vuelto el culto a Stalin. Lo soviético vuelve a estar de moda entre los jóvenes. Hablan de que en Rusia la palabra democracia da risa, de que se puede vivir bien mientras no te metas en política, o de que muchos ricos se han ido y se han llevado su capital al extranjero.
El fin de un gran ideal
En El fin del Homo sovieticus aparecen relatos de personas que se han suicidado o lo han intentado. Muchos habían vivido por un ideal. Eran “aquellos para quienes el Estado se había convertido en su universo y sustituido todo lo demás, incluso sus propias vidas”.
La vecina de un jubilado que se quemó vivo nos relata su historia, su sufrimiento, las privaciones, el miedo durante la época estalinista. La mujer se pregunta dónde está el resultado de tanto trabajo, la promesa de que un día vivirían mejor, qué había que aguantar y esperar.
El suicidio de Ígor, un chico de 14 años, es contado a través de las voces de su madre y sus amigos. La madre intenta buscar las causas. Recuerda que le regalaba juguetes de guerra y que aquello se veía normal: “Llevamos en la sangre el culto de las víctimas y el martirio. Vamos por la vida con las venas abiertas”.
Los amigos del chico pertenecen a esa misma generación perdida, “la que tuvo una infancia soviética y una vida capitalista”. Los libros sustituían a la vida y, de pronto, “el mercadillo se convirtió en su universidad”; en un mismo día podías hacerte millonario o recibir un tiro en la nuca”. Llegaron toda clase de embutidos, pero a qué precios: “Para nosotros, los embutidos son la medida de todas las cosas. Profesamos un amor existencial a los embutidos”, dice uno de ellos.
Un país militarizado
El aparato burocrático era “una máquina con mucha capacidad de maniobra… Y un gran poder de supervivencia”, cuenta alguien que conocía bien los entresijos del Kremlin:
La URSS era un país militarizado y un setenta por ciento de la economía abastecía al Ejército de una forma u otra. (…) También la nuestra era una ideología militar.
En el entierro de un veterano de guerra que se ha suicidado habla el coro de voces de sus antiguos camaradas, héroes de guerra que tenían más miedo al departamento especial que a los alemanes. Sin embargo muchos alaban la mano dura de Stalin.
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“En el fondo, somos un pueblo proclive a la guerra. Nunca hemos vivido de otra manera. De ahí viene nuestra psicología guerrera”, dice Aleksiévich. Pero no existe el heroísmo en el mundo del que nos habla uno de los entrevistados. Describe cómo fue su servicio militar y las humillaciones que sufría por parte de los oficiales que, a menudo, se emborrachaban: “Los soldados no éramos seres humanos y punto”.
En otra historia aparecen veteranos de Afganistán; todos beben demasiado. “La guerra les ha hecho polvo el cerebro”, se queja la mujer de uno de ellos. El alcohol y esa forma de vida están detrás de la muerte en Chechenia de Olesia Nikoláieva, sargento de la policía. La versión oficial es que se ha suicidado, pero su madre busca incansablemente la verdad entre los que fueron sus superiores y compañeros.
“Las mujeres rusas están obligadas a ser más fuertes que sus hombres”, dice una de las voces. Su padre había sido veterano de guerra: “Sólo sus mujeres saben lo que significa compartir techo con uno de aquellos vencedores. A los vencedores les costó años volver a la vida normal”.
Víctimas y verdugos
“Crecimos entre verdugos y víctimas”, se lamenta alguien en el coro de voces de la cocina:
Nos resulta normal convivir unos con otros. No conocemos la frontera que separa la guerra permanente. Enciendes el televisor y ves que todos se comportan como salvajes: los políticos, los empresarios y hasta el presidente. Todo son mordidas, sobornos, sablazos… Nuestras vidas no valen un duro, como en los tiempos del Gulag…
Anna Maya, una arquitecta que intenta suicidarse, cuenta su vida. Arrestaron a sus padres y ella pasó sus primeros años en un campo de trabajo de Kazajistán, hasta que la enviaron a un orfanato. Recuerda las palizas, cómo les enseñaban a amar al camarada Stalin: “El país en el que vivíamos ya no existe ni existirá jamás, pero nosotros todavía estamos aquí, viejos y repugnantes…”
Anna relata su viaje a Karangandá, donde se levantaron campos de trabajo en la época de Stalin. Un hombre le comenta que “en primavera, cuando los campos de patatas se enfangan, los huesos brotan entre la nieve que se funde”. Y en una conversación en un bar escucha: “Las víctimas y los verdugos son el mismo pueblo: he ahí nuestra desgracia”.
A la historia de la mujer le sigue la de su hijo, antiguo oficial del Ejército soviético y ahora hombre de negocios:
Mire, mi hijo, mi madre y yo vivimos en países distintos, aunque Rusia sea la patria de los tres. Y no obstante, nos unen lazos aberrantes. Lazos monstruosos. Todos nos sentimos engañados, de una u otra manera…
Una vez, el abuelo de la que entonces era su novia, le contó sus experiencias en el aparato represor, con satisfacción y frialdad, sin arrepentimiento alguno. En los noventa también hubo ancianos acomodados que se suicidaron por miedo: “Todos compartían una circunstancia: tenían un pasado común en los órganos represivos”.
Víctimas de un dolor ajeno
La desintegración de la URSS supuso un cambio brutal para muchas personas que se vieron envueltas en guerras y situaciones de extrema violencia. Esto generó un flujo migratorio hacia Moscú. Cada historia es un drama, como la de Margarita, una refugiada armenia, casada con un musulmán azerbaiyano
Carecemos de derechos… y en esta ciudad hay mucha gente como nosotros.(…) Cientos de miles de personas huyeron de sus lugares de origen: tayikos, armenios, azerbaiyanos, georgianos, chechenos… Y todos huyeron a Moscú, la capital de la URSS, que ahora es la capital de un país distinto. Porque aquel otro país, el nuestro, ya no aparece en los mapas…
Cuando su niña le pide ir a la Plaza Roja, Margarita le explica: “Allí no podemos ir, hijita, porque allí están los cabezas rapadas con sus esvásticas y su Rusia es sólo para los rusos, no para la gente como nosotros”.
Los inmigrantes tayikos y uzbekos viven en los sótanos de Moscú. De ellos todos se aprovechan: funcionarios, policías, arrendadores. La presidenta de una asociación de inmigrantes nos dice:
Para vosotros son todos iguales: morenos, sucios, hostiles. Vienen de un mundo que os resulta incomprensible. Son víctimas de un dolor ajeno que Dios ha colocado en el umbral de vuestra casa.
Del coraje de vivir y de contar lo vivido
Muchas historias de El fin del Homo sovieticus son relatos de perdedores, como la de la madre y la hija que caen bajo la influencia de una banda criminal, “en una época en la que los bandidos se paseaban por las calles sin preocuparse por esconder las pistolas que llevaban”.
Aleksiévich no olvida a las víctimas de atentados terroristas: “Ser una víctima resulta tan humillante… Da vergüenza”, dice la madre de una chica que sufrió un atentado en el metro de Moscú: “Antes vivíamos mal; ahora vivir da miedo”.
Para la directora de cine Irina Vasílieva –que ha rodado un documental sobre una mujer de una aldea perdida que abandona a su familia por amor a un presidiario– Rusia es “Un país de espacios inabarcables, habitados por personas con mentalidad de esclavos”. Porque “Moscú es rusa y capitalista, pero el resto de Rusia continúa siendo tan soviético como antes”.
Hay historias de coraje, como la de los jóvenes que, el 19 de diciembre de 2010, tras las elecciones presidenciales que renuevan el mandato de Lukashenko participan en una manifestación en Minsk, que fue reprimida brutalmente. Habla una estudiante de 21 años a la que encarcelan y torturan. Después la expulsan de la universidad.
El libro se cierra con los “Comentarios de una mujer ordinaria”. Su marido murió a causa del alcohol y ahora está sola. Vive a mil kilómetros de Moscú y las noticias le llegan por televisión, como quien ve una película: ”Nuestra vida bajo el capitalismo es exactamente la misma que teníamos bajo el socialismo. A nosotros nos trae sin cuidado que gobiernen los “rojos” o los “blancos”.
El fin del “Homo sovieticus” no es un libro cómodo para el poder. Pero no se ama a un país silenciando la realidad. Svetlana Aleksiévich ama a su pueblo y su cultura; por ello, a través de la experiencia de un solo ser humano, nos adentra sin miedo en los abismos de la historia y en las sombras y contradicciones del presente.
“Crecimos entre verdugos y víctimas”, se lamenta alguien en el coro de voces de la cocina:
Nos resulta normal convivir unos con otros. No conocemos la frontera que separa la guerra permanente. Enciendes el televisor y ves que todos se comportan como salvajes: los políticos, los empresarios y hasta el presidente. Todo son mordidas, sobornos, sablazos… Nuestras vidas no valen un duro, como en los tiempos del Gulag…
Anna Maya, una arquitecta que intenta suicidarse, cuenta su vida. Arrestaron a sus padres y ella pasó sus primeros años en un campo de trabajo de Kazajistán, hasta que la enviaron a un orfanato. Recuerda las palizas, cómo les enseñaban a amar al camarada Stalin: “El país en el que vivíamos ya no existe ni existirá jamás, pero nosotros todavía estamos aquí, viejos y repugnantes…”
Anna relata su viaje a Karangandá, donde se levantaron campos de trabajo en la época de Stalin. Un hombre le comenta que “en primavera, cuando los campos de patatas se enfangan, los huesos brotan entre la nieve que se funde”. Y en una conversación en un bar escucha: “Las víctimas y los verdugos son el mismo pueblo: he ahí nuestra desgracia”.
A la historia de la mujer le sigue la de su hijo, antiguo oficial del Ejército soviético y ahora hombre de negocios:
Mire, mi hijo, mi madre y yo vivimos en países distintos, aunque Rusia sea la patria de los tres. Y no obstante, nos unen lazos aberrantes. Lazos monstruosos. Todos nos sentimos engañados, de una u otra manera…
Una vez, el abuelo de la que entonces era su novia, le contó sus experiencias en el aparato represor, con satisfacción y frialdad, sin arrepentimiento alguno. En los noventa también hubo ancianos acomodados que se suicidaron por miedo: “Todos compartían una circunstancia: tenían un pasado común en los órganos represivos”.
Víctimas de un dolor ajeno
La desintegración de la URSS supuso un cambio brutal para muchas personas que se vieron envueltas en guerras y situaciones de extrema violencia. Esto generó un flujo migratorio hacia Moscú. Cada historia es un drama, como la de Margarita, una refugiada armenia, casada con un musulmán azerbaiyano
Carecemos de derechos… y en esta ciudad hay mucha gente como nosotros.(…) Cientos de miles de personas huyeron de sus lugares de origen: tayikos, armenios, azerbaiyanos, georgianos, chechenos… Y todos huyeron a Moscú, la capital de la URSS, que ahora es la capital de un país distinto. Porque aquel otro país, el nuestro, ya no aparece en los mapas…
Cuando su niña le pide ir a la Plaza Roja, Margarita le explica: “Allí no podemos ir, hijita, porque allí están los cabezas rapadas con sus esvásticas y su Rusia es sólo para los rusos, no para la gente como nosotros”.
Los inmigrantes tayikos y uzbekos viven en los sótanos de Moscú. De ellos todos se aprovechan: funcionarios, policías, arrendadores. La presidenta de una asociación de inmigrantes nos dice:
Para vosotros son todos iguales: morenos, sucios, hostiles. Vienen de un mundo que os resulta incomprensible. Son víctimas de un dolor ajeno que Dios ha colocado en el umbral de vuestra casa.
Del coraje de vivir y de contar lo vivido
Muchas historias de El fin del Homo sovieticus son relatos de perdedores, como la de la madre y la hija que caen bajo la influencia de una banda criminal, “en una época en la que los bandidos se paseaban por las calles sin preocuparse por esconder las pistolas que llevaban”.
Aleksiévich no olvida a las víctimas de atentados terroristas: “Ser una víctima resulta tan humillante… Da vergüenza”, dice la madre de una chica que sufrió un atentado en el metro de Moscú: “Antes vivíamos mal; ahora vivir da miedo”.
Para la directora de cine Irina Vasílieva –que ha rodado un documental sobre una mujer de una aldea perdida que abandona a su familia por amor a un presidiario– Rusia es “Un país de espacios inabarcables, habitados por personas con mentalidad de esclavos”. Porque “Moscú es rusa y capitalista, pero el resto de Rusia continúa siendo tan soviético como antes”.
Hay historias de coraje, como la de los jóvenes que, el 19 de diciembre de 2010, tras las elecciones presidenciales que renuevan el mandato de Lukashenko participan en una manifestación en Minsk, que fue reprimida brutalmente. Habla una estudiante de 21 años a la que encarcelan y torturan. Después la expulsan de la universidad.
El libro se cierra con los “Comentarios de una mujer ordinaria”. Su marido murió a causa del alcohol y ahora está sola. Vive a mil kilómetros de Moscú y las noticias le llegan por televisión, como quien ve una película: ”Nuestra vida bajo el capitalismo es exactamente la misma que teníamos bajo el socialismo. A nosotros nos trae sin cuidado que gobiernen los “rojos” o los “blancos”.
El fin del “Homo sovieticus” no es un libro cómodo para el poder. Pero no se ama a un país silenciando la realidad. Svetlana Aleksiévich ama a su pueblo y su cultura; por ello, a través de la experiencia de un solo ser humano, nos adentra sin miedo en los abismos de la historia y en las sombras y contradicciones del presente.