Seix Barral ha aprovechado la coyuntura navideña para recuperar, en una cuidadísima edición de la colección Booklet, El cuento de Navidad de Auggie Wren, de Paul Auster. Apuesta segura, por tanto.
El relato original es de 1990 y fue traducido por Ana Nuño en 2003. Unas bonitas ilustraciones, del tan de moda género infantil-para-adultos, acompañan y engrosan lo que, de otra forma, no llegaría quizás a las diez o doce páginas.
Reconozco que, en principio, compré este libro como regalo para una niña de siete años. Y reconozco que, en realidad, pertenecía a ese tipo de regalos que uno sabe desde el principio que no va a entregar a nadie más que a sí mismo.
Tras la lectura en diez minutos, me alegra –y me alivia– saber que quizás siete años no son aún suficientes para disfrutar un relato de Auster, por navideño que sea, ni la engañosa y pretendidamente infantilizada edición, ya sabéis, para niños de más de treinta.
La trama es sencilla y sincera: Paul Auster cuenta cómo aceptó el encargo de escribir un relato que iba a publicarse en Navidad y ese pánico inmediato de quien se enfrenta a algo que no ha hecho nunca: escribir por encargo y, para colmo, un cuento navideño.
Este tipo de escritura contra uno mismo –cómo escribir un cuento navideño que no sea sentimental– se convierte a la postre en una fructífera experiencia literaria.
El relato original es de 1990 y fue traducido por Ana Nuño en 2003. Unas bonitas ilustraciones, del tan de moda género infantil-para-adultos, acompañan y engrosan lo que, de otra forma, no llegaría quizás a las diez o doce páginas.
Reconozco que, en principio, compré este libro como regalo para una niña de siete años. Y reconozco que, en realidad, pertenecía a ese tipo de regalos que uno sabe desde el principio que no va a entregar a nadie más que a sí mismo.
Tras la lectura en diez minutos, me alegra –y me alivia– saber que quizás siete años no son aún suficientes para disfrutar un relato de Auster, por navideño que sea, ni la engañosa y pretendidamente infantilizada edición, ya sabéis, para niños de más de treinta.
La trama es sencilla y sincera: Paul Auster cuenta cómo aceptó el encargo de escribir un relato que iba a publicarse en Navidad y ese pánico inmediato de quien se enfrenta a algo que no ha hecho nunca: escribir por encargo y, para colmo, un cuento navideño.
Este tipo de escritura contra uno mismo –cómo escribir un cuento navideño que no sea sentimental– se convierte a la postre en una fructífera experiencia literaria.
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Abrumado, Auster baja al estanco para comprar unos puritos holandeses. Ese insignificante hecho acciona la palanca y, así de sencillo, ya tenemos relato.
El estanquero, de nombre Auggie, le descubre su particular y secreta obra de arte, también obra de toda una vida: lleva doce años tomando la misma fotografía en una intersección de dos calles por la mañana, suponemos que cerca de su estanco.
Todas las fotografías, ordenadas por día, mes y año, llegaban ya a las cuatro mil. Auster, confuso al principio, tarda en comprender el alcance de lo que tiene ante sí: el estanquero había estando fotografiando el tiempo desde una minúscula esquina del mundo. Y aquí es donde uno piensa en Pessoa, y eso no puede ser malo.
La segunda parte del cuento consiste en la conversación que tienen Auster y Auggie y en la que este le cuenta el origen de su constante e invisible tarea.
Aquí entran en juego un ladrón de poca monta y una abuela ciega y sola. Quizás el día de Navidad en un sórdido edificio de Brooklyn sea el escenario más propicio, y el único, para que todos estos elementos, unidos a un estanquero más bien huraño y melancólico, formen una historia en la que el lector puede ir y venir de la desesperanza a la esperanza –viaje navideño por excelencia– a través de lo cotidiano.
En el cuento hay varios momentos que insinúan, o sugieren abiertamente, si todo lo que se nos está contando no es una pura mentira. Empezando por el recurso del relato contado por el tal Auggie el estanquero. Y qué más da, parece decir Auster, mientras nos haga felices. Una pequeña lección, por encargo y casi sin querer, del valor curativo de la ficción.
“Estuve a punto de preguntarle si me había tomado el pelo, pero enseguida comprendí que nunca me lo diría. Había conseguido que le creyera, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no sea verdadera". (p. 34).
Reseña del profesor, poeta y crítico, Antonio Mochón, editor del blog La vida no existe.
El estanquero, de nombre Auggie, le descubre su particular y secreta obra de arte, también obra de toda una vida: lleva doce años tomando la misma fotografía en una intersección de dos calles por la mañana, suponemos que cerca de su estanco.
Todas las fotografías, ordenadas por día, mes y año, llegaban ya a las cuatro mil. Auster, confuso al principio, tarda en comprender el alcance de lo que tiene ante sí: el estanquero había estando fotografiando el tiempo desde una minúscula esquina del mundo. Y aquí es donde uno piensa en Pessoa, y eso no puede ser malo.
La segunda parte del cuento consiste en la conversación que tienen Auster y Auggie y en la que este le cuenta el origen de su constante e invisible tarea.
Aquí entran en juego un ladrón de poca monta y una abuela ciega y sola. Quizás el día de Navidad en un sórdido edificio de Brooklyn sea el escenario más propicio, y el único, para que todos estos elementos, unidos a un estanquero más bien huraño y melancólico, formen una historia en la que el lector puede ir y venir de la desesperanza a la esperanza –viaje navideño por excelencia– a través de lo cotidiano.
En el cuento hay varios momentos que insinúan, o sugieren abiertamente, si todo lo que se nos está contando no es una pura mentira. Empezando por el recurso del relato contado por el tal Auggie el estanquero. Y qué más da, parece decir Auster, mientras nos haga felices. Una pequeña lección, por encargo y casi sin querer, del valor curativo de la ficción.
“Estuve a punto de preguntarle si me había tomado el pelo, pero enseguida comprendí que nunca me lo diría. Había conseguido que le creyera, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no sea verdadera". (p. 34).
Reseña del profesor, poeta y crítico, Antonio Mochón, editor del blog La vida no existe.