Uno de los libros que más he disfrutado recientemente ha sido Darse a la lectura (RBA, 2012), de Ángel Gabilondo. Pienso, como con Mal de escuela de Pennac, que debería ser de obligada lectura para todo profesor de secundaria.
Como tal, empecé a leerlo quizás motivado más por una inclinación profesional –si es que es posible desligar una de otra–, pero ya en la primera página comprendí que tenía entre las manos lo más parecido a una invitación a emprender un viaje.
Un viaje, por supuesto, hacia mí mismo, pero con breves paradas en estaciones donde otros viajeros sumaban su reflexión a este texto entretejido por y para nuestra tarea solitaria de leer: Ricoeur, Nietzsche, Platón, Aristóteles, Kristeva, Camus, Séneca, Marco Aurelio, Cicerón, Ovidio, René Char, Proust, Woolf, Foucault, Barthes...
Ángel Gabilondo, de semblante austero, de profesión Catedrático de Metafísica y más conocido por su incursión en la política, muestra, no obstante, una sensibilidad desconocida y emocionante.
Construye con eficacia un discurso sólido, bien argumentado, pero también delicado y entusiasta, más propio de quien, más que de libros, habla de un enamoramiento. No es gratuito que precisamente esta asociación, la del amor con el acto de leer, se repita en varias ocasiones a lo largo del libro.
En este sentido, en el gusto por la palabra y la emoción, en su poeticidad evidente, me recordó a esa melancolía contenida que inunda el gran Ocnos de Cernuda.
Darse a la lectura está formado por treinta y dos capítulos, de no más de cuatro o cinco páginas cada uno, en los que Gabilondo aplica su atenta y minuciosa mirada a un sinfín de lo que podríamos denominar hechos colaterales de la lectura: las condiciones físicas en las que leemos, los incentivos y la recompensa social y emocional de esta actividad, la importancia de la ficción, las relaciones entre escritura y lectura, incluso la lectura en los nuevos soportes y formatos de las tecnologías de la información.
Como tal, empecé a leerlo quizás motivado más por una inclinación profesional –si es que es posible desligar una de otra–, pero ya en la primera página comprendí que tenía entre las manos lo más parecido a una invitación a emprender un viaje.
Un viaje, por supuesto, hacia mí mismo, pero con breves paradas en estaciones donde otros viajeros sumaban su reflexión a este texto entretejido por y para nuestra tarea solitaria de leer: Ricoeur, Nietzsche, Platón, Aristóteles, Kristeva, Camus, Séneca, Marco Aurelio, Cicerón, Ovidio, René Char, Proust, Woolf, Foucault, Barthes...
Ángel Gabilondo, de semblante austero, de profesión Catedrático de Metafísica y más conocido por su incursión en la política, muestra, no obstante, una sensibilidad desconocida y emocionante.
Construye con eficacia un discurso sólido, bien argumentado, pero también delicado y entusiasta, más propio de quien, más que de libros, habla de un enamoramiento. No es gratuito que precisamente esta asociación, la del amor con el acto de leer, se repita en varias ocasiones a lo largo del libro.
En este sentido, en el gusto por la palabra y la emoción, en su poeticidad evidente, me recordó a esa melancolía contenida que inunda el gran Ocnos de Cernuda.
Darse a la lectura está formado por treinta y dos capítulos, de no más de cuatro o cinco páginas cada uno, en los que Gabilondo aplica su atenta y minuciosa mirada a un sinfín de lo que podríamos denominar hechos colaterales de la lectura: las condiciones físicas en las que leemos, los incentivos y la recompensa social y emocional de esta actividad, la importancia de la ficción, las relaciones entre escritura y lectura, incluso la lectura en los nuevos soportes y formatos de las tecnologías de la información.
Y a lo largo de este armazón de entradas y salidas, idas y venidas, varios caminos van adquiriendo relieve y guiando nuestra lectura hasta, quizás, el faro que alumbra las páginas de este “cielo invertido” que es un libro. Me refiero a algunas de sus ideas centrales, o mejor, a la energía concentrada en esos luminosos caminos: la lectura es una manera única de dejarnos decir, de abrirnos a otros horizontes inesperados, quizás insospechados, en definitiva, de ser otros; y, en segundo lugar, la radicalidad de la lectura como acto, sí, político e ideológico: el deber de leer no es diferente al deber de respirar para sobrevivir, por eso la lectura es siempre, además, un acto de compromiso con el mundo y con nosotros mismos, un ejercicio vital de entrega a una tarea de inconformismo y transformación que comienza en el mismo momento de elegir leer.
Y, finalmente, leer, dejarse decir, arriesgarse a ser otro, es una respuesta ante lo éticamente insoportable: la respuesta de la lectura es siempre la respuesta de la libertad.
Recuerdo que fue difícil conseguir este libro. El librero me dijo que había pasado con más pena que gloria, al menos por su librería. Lo compré y estuvo algunas semanas en una estantería, junto a muchos otros libros, algunos leídos, otros esperando su momento.
He de reconocer que cuando comencé a leerlo sentí, por ingenuo que parezca, lo que debió sentir Bastián, escondido en la escuela, al sumergirse en la lectura de La historia interminable y experimentar esa sensación de soledad acompañada, esa mano tendida tan parecida a la amistad –la de un libro es la amistad más libre y desinteresada que puede recibirse– de la que todo libro es o debería ser una promesa.
Queda el recuerdo del gozo que se experimenta durante la búsqueda –no se sabe muy bien de qué– cuando, por fin, sin saber cómo, fruto de la casualidad o del destino, se produce un encuentro.
Reseña del profesor, poeta y crítico, Antonio Mochón, editor del blog La vida no existe.
Y, finalmente, leer, dejarse decir, arriesgarse a ser otro, es una respuesta ante lo éticamente insoportable: la respuesta de la lectura es siempre la respuesta de la libertad.
Recuerdo que fue difícil conseguir este libro. El librero me dijo que había pasado con más pena que gloria, al menos por su librería. Lo compré y estuvo algunas semanas en una estantería, junto a muchos otros libros, algunos leídos, otros esperando su momento.
He de reconocer que cuando comencé a leerlo sentí, por ingenuo que parezca, lo que debió sentir Bastián, escondido en la escuela, al sumergirse en la lectura de La historia interminable y experimentar esa sensación de soledad acompañada, esa mano tendida tan parecida a la amistad –la de un libro es la amistad más libre y desinteresada que puede recibirse– de la que todo libro es o debería ser una promesa.
Queda el recuerdo del gozo que se experimenta durante la búsqueda –no se sabe muy bien de qué– cuando, por fin, sin saber cómo, fruto de la casualidad o del destino, se produce un encuentro.
Reseña del profesor, poeta y crítico, Antonio Mochón, editor del blog La vida no existe.