En la novela Oblicuidades (Editorial Anantes, Sevilla, 2016) de José de María Romero Barea (Córdoba, 1972), escribir se convierte en uno de los grandes protagonistas, en muchos sentidos.
La escritura es imagen y encarnación de la memoria. Más: la escritura es el único fundamento de la identidad pasada y presente; aquí los personajes (ellos mismos lábiles, oblicuos, en fuga de cualquier constatación de estado y lugar) son indisociables de su propia escritura.
No es que solo sean personajes en cuanto han sido escritos; sino, más precisamente, son personajes porque escriben. ¿Hay en sus páginas alguien que no escriba, que no prepare una novela, unas notas biográficas, unas cartas? ¿Hay alguien aquí que no sea consciente de su condición de autor?
El lenguaje es objeto constante de reflexión, pero a la vez que se posterga, diverge, se camufla en la mención de algo escamoteado, que solo nos es accesible de forma oblicua. Sí, claro, oblicuidad. Mateo, Deseada, Polifemo, Paula, Eric... escriben sobre una escritura que no leemos sino a través de la lectura que ellos hacen.
No se trata, pues, de personajes plenamente reducibles a entidades psicológicas; son más bien voces, textos, que se proponen como individuos enzarzados en una red de cruces referenciales, a ratos bastante lábiles. Y es que su elemento constitutivo no tiene que ver con la caracterización (aunque les caracterice), ni siquiera con una articulación idiosincrática de su manera de escribir, sino con su discontinuidad, con la reacción que provoca en otras voces la huella de su ausencia.
Insisto: las palabras de los personajes nos llegan con el eco de las palabras de otros personajes. Es cierto que solo se puede hacer escribir en soledad, en el vacío, y así es cómo escriben (y como leemos a) los personajes de Oblicuidades, desde algún tipo de paréntesis: recluidos en su habitación, en el transcurso de unos días de asueto, mientras esperan el regreso de quién suele acompañarles... Sin duda toda la novela podría pensarse, aunque no lo sea en sentido estricto, como una novela epistolar, en tanto los fragmentos nos hablan siempre desde una primera persona que no puede desembarazarse de la distancia (geográfica y temporal) respecto de otros personajes con los que, finalmente, dialoga.
La escritura es imagen y encarnación de la memoria. Más: la escritura es el único fundamento de la identidad pasada y presente; aquí los personajes (ellos mismos lábiles, oblicuos, en fuga de cualquier constatación de estado y lugar) son indisociables de su propia escritura.
No es que solo sean personajes en cuanto han sido escritos; sino, más precisamente, son personajes porque escriben. ¿Hay en sus páginas alguien que no escriba, que no prepare una novela, unas notas biográficas, unas cartas? ¿Hay alguien aquí que no sea consciente de su condición de autor?
El lenguaje es objeto constante de reflexión, pero a la vez que se posterga, diverge, se camufla en la mención de algo escamoteado, que solo nos es accesible de forma oblicua. Sí, claro, oblicuidad. Mateo, Deseada, Polifemo, Paula, Eric... escriben sobre una escritura que no leemos sino a través de la lectura que ellos hacen.
No se trata, pues, de personajes plenamente reducibles a entidades psicológicas; son más bien voces, textos, que se proponen como individuos enzarzados en una red de cruces referenciales, a ratos bastante lábiles. Y es que su elemento constitutivo no tiene que ver con la caracterización (aunque les caracterice), ni siquiera con una articulación idiosincrática de su manera de escribir, sino con su discontinuidad, con la reacción que provoca en otras voces la huella de su ausencia.
Insisto: las palabras de los personajes nos llegan con el eco de las palabras de otros personajes. Es cierto que solo se puede hacer escribir en soledad, en el vacío, y así es cómo escriben (y como leemos a) los personajes de Oblicuidades, desde algún tipo de paréntesis: recluidos en su habitación, en el transcurso de unos días de asueto, mientras esperan el regreso de quién suele acompañarles... Sin duda toda la novela podría pensarse, aunque no lo sea en sentido estricto, como una novela epistolar, en tanto los fragmentos nos hablan siempre desde una primera persona que no puede desembarazarse de la distancia (geográfica y temporal) respecto de otros personajes con los que, finalmente, dialoga.
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Cartas para personajes y lectores
También por este motivo, las cartas de uno de esos personajes, las del más ausente de todos, el difunto Pablo, son la pieza clave en que podría resumirse casi toda la novela.
Esta, en su conjunto, sitúa a sus lectores en la misma situación en la que las cartas ubican a cada uno de sus personajes: nos definiremos en la lectura de Oblicuidades de la misma forma en que ellos lo hacen ante las cartas de Pablo.
La lectura, fuera de su contexto original, de unas cartas que no estaban dirigidas a ellos, aúna a los personajes en torno a unas vivencias irrecuperables; mejor, recuperables solo en forma de palabras, porque solo mediante estas palabras resultan significativas y siguen existiendo, pero ahora convertidas en memoria escrita.
Las múltiples apreciaciones que hacen otros de las cartas de Pablo son la única posibilidad de acercarnos a su contenido y a su autor; las referencias a las cartas nos sitúan ante una historia incompleta que nos vemos forzados a reconstruir en base a apreciaciones parciales que, por eso mismo, hacen patente lo que está en la medida en que también da cuenta de su disolución, de su pérdida.
“Como si en vez de cartas —se dice, en las páginas iniciales, sobre las de Pablo— fueran una biografía o una autobiografía, un ensayo lúcido y alucinante sobre el paso de tiempo...” Y al final del segundo capítulo, Poli asegura que “habrá que abordarlas como un relato necrológico”. Autobiografía, ensayo sobre el tiempo, relato necrológico... En el fondo estas categorías establecen una identidad bastante acertada.
El vacío en que se funda genera la necesidad de la escritura, genera la cadencia que nos empuja a seguir o a recordar, como el que pasea sin rumbo, o el que escucha una entrañable y vieja melodía, reconociendo en lo visto y lo escuchado algo imposible de volver a ver o escuchar y que, sin que pueda volver a ser ajeno, se aleja de nosotros (“La belleza se presenta un instante y debemos estar preparados, en todo momento, para recibirla, porque es tan solo un instante, del cual estamos excluidos.”)
En esa fragilidad está el milagro; es su fragilidad lo que despierta el deseo de el rescate imposible, la invención verbal que encarne los sentimientos que ahora solo podemos recordar.
Oblicuidades se abisma, sin grandilocuencia alguna, en estas posibilidades y allí (ajena a las demarcaciones de los géneros literarios) se convierte en el tipo de regalo del que Mateo nos va hablar:
Es para mí motivo de raro orgullo, un soplo del verdadero marzo (y abril y febrero), una primavera compartida como se comparte un lecho, un pequeño hurto, un recuerdo siempre florido, siempre en fuga. Si me permiten el préstamo, un talismán. Un regalo que deben unir a los que le preceden.
También por este motivo, las cartas de uno de esos personajes, las del más ausente de todos, el difunto Pablo, son la pieza clave en que podría resumirse casi toda la novela.
Esta, en su conjunto, sitúa a sus lectores en la misma situación en la que las cartas ubican a cada uno de sus personajes: nos definiremos en la lectura de Oblicuidades de la misma forma en que ellos lo hacen ante las cartas de Pablo.
La lectura, fuera de su contexto original, de unas cartas que no estaban dirigidas a ellos, aúna a los personajes en torno a unas vivencias irrecuperables; mejor, recuperables solo en forma de palabras, porque solo mediante estas palabras resultan significativas y siguen existiendo, pero ahora convertidas en memoria escrita.
Las múltiples apreciaciones que hacen otros de las cartas de Pablo son la única posibilidad de acercarnos a su contenido y a su autor; las referencias a las cartas nos sitúan ante una historia incompleta que nos vemos forzados a reconstruir en base a apreciaciones parciales que, por eso mismo, hacen patente lo que está en la medida en que también da cuenta de su disolución, de su pérdida.
“Como si en vez de cartas —se dice, en las páginas iniciales, sobre las de Pablo— fueran una biografía o una autobiografía, un ensayo lúcido y alucinante sobre el paso de tiempo...” Y al final del segundo capítulo, Poli asegura que “habrá que abordarlas como un relato necrológico”. Autobiografía, ensayo sobre el tiempo, relato necrológico... En el fondo estas categorías establecen una identidad bastante acertada.
El vacío en que se funda genera la necesidad de la escritura, genera la cadencia que nos empuja a seguir o a recordar, como el que pasea sin rumbo, o el que escucha una entrañable y vieja melodía, reconociendo en lo visto y lo escuchado algo imposible de volver a ver o escuchar y que, sin que pueda volver a ser ajeno, se aleja de nosotros (“La belleza se presenta un instante y debemos estar preparados, en todo momento, para recibirla, porque es tan solo un instante, del cual estamos excluidos.”)
En esa fragilidad está el milagro; es su fragilidad lo que despierta el deseo de el rescate imposible, la invención verbal que encarne los sentimientos que ahora solo podemos recordar.
Oblicuidades se abisma, sin grandilocuencia alguna, en estas posibilidades y allí (ajena a las demarcaciones de los géneros literarios) se convierte en el tipo de regalo del que Mateo nos va hablar:
Es para mí motivo de raro orgullo, un soplo del verdadero marzo (y abril y febrero), una primavera compartida como se comparte un lecho, un pequeño hurto, un recuerdo siempre florido, siempre en fuga. Si me permiten el préstamo, un talismán. Un regalo que deben unir a los que le preceden.