Hoy puede ser la víspera de mí mismo. En una de sus alucinaciones, el Pequeño cree ver con claridad el cambio al que se precipita y dice esto con un tono profético. Un cambio obligado del hombre al animal –en cuyo transcurso sufrirá accesos febriles y una afasia estacionaria– que lo eleva al lenguaje iluminado y mítico de la poesía. Entre tanto, el Grande, su hermano, le ha enseñado a matar.
El lector que se adentre en el libro de Iván Repila (Bilbao, 1978) El niño que robó el caballo de Atila (Libros del Silencio, 2013) se verá a cada página importunado, retado, zarandeado. Su capacidad de registrar la belleza de una historia pugna con la de asimilar una violencia psicológica y moral subyugante.
La obra relata la historia de la crueldad humana representada por dos hermanos atrapados en un pozo y el relato de su supervivencia a base de gusanos, raíces y la ocasional agua de lluvia. Una descarnada reflexión sobre los efectos que produce la privación de libertad que nos enfrenta a no pocos dilemas durante su lectura.
El instinto de protección del mayor ha de hacer frente al de supervivencia del menor, con toda la violencia y la locura de que es capaz un ser humano llevado hasta el límite.
Nos enseña además ese espejo de la humanidad al que diariamente tenemos acceso en los telediarios: el hombre reducido a una brutalidad, a un estado salvaje inimaginable. El hombre reducido a bestia por el hombre.
“–Encierra a un hombre cualquiera en una jaula, dice el Pequeño.
Dale una manta, un almohadón de pluma, un espejo y una fotografía de aquellos que ama. Encuentra una forma de alimentarlo y después olvídalo durante varios años. Bajo esas condiciones, el resultado será, en la mayoría de los casos, un hombre acobardado, reducido a la culpa, adaptado a la forma de una jaula.”
Pero esta historia abominable tiene un calado mayor. Hay una simbología en el pozo y los hermanos privados de libertad y de las condiciones vitales más elementales. Se trata de una sospecha paralizante:
“… cuando el mundo se acostumbre definitivamente a esconder a los hombres detrás de los barrotes de una jaula, cuando la tradición y la desidia impongan que todos los perdidos, los forzados, los encerrados, se conviertan en el producto de un sistema social de almacenaje colectivo, una generación de animales domésticos, una raza de muebles y de momias, entonces, solo entonces, los liberamos. Y que sean como el fuego, el verano invencible de todos los inviernos”.
De este modo, este libro es también un grito de desesperación real y un clamor de liberación. Esa necesidad de revolución –con los ecos de Débord sobre el 68– pero con una amplitud mayor: la que trasciende circunstancias políticas y sociales concretas; es la urgencia primordial de un estallido unánime, la humanidad rompiéndose en esquirlas, porque la revolución es un mar que se desborda para que el agraviado, el maltratado, el mutilado, el asesinado, recupere su sitio, tomando la palabra.
Pero el precio es demasiado alto. Hay que morir muchas veces para hallar un resquicio de vida verdadera. La historia que nos propone Iván Repila, como el cine de Haneke en general o aquel Ensayo sobre la ceguera de Saramago, cava una fosa para que miremos lo que podemos llegar a ser. Y lo que podemos llegar a ser, con todo el odio y la degradación que nos infligimos, somos nosotros mismos.
El lector que se adentre en el libro de Iván Repila (Bilbao, 1978) El niño que robó el caballo de Atila (Libros del Silencio, 2013) se verá a cada página importunado, retado, zarandeado. Su capacidad de registrar la belleza de una historia pugna con la de asimilar una violencia psicológica y moral subyugante.
La obra relata la historia de la crueldad humana representada por dos hermanos atrapados en un pozo y el relato de su supervivencia a base de gusanos, raíces y la ocasional agua de lluvia. Una descarnada reflexión sobre los efectos que produce la privación de libertad que nos enfrenta a no pocos dilemas durante su lectura.
El instinto de protección del mayor ha de hacer frente al de supervivencia del menor, con toda la violencia y la locura de que es capaz un ser humano llevado hasta el límite.
Nos enseña además ese espejo de la humanidad al que diariamente tenemos acceso en los telediarios: el hombre reducido a una brutalidad, a un estado salvaje inimaginable. El hombre reducido a bestia por el hombre.
“–Encierra a un hombre cualquiera en una jaula, dice el Pequeño.
Dale una manta, un almohadón de pluma, un espejo y una fotografía de aquellos que ama. Encuentra una forma de alimentarlo y después olvídalo durante varios años. Bajo esas condiciones, el resultado será, en la mayoría de los casos, un hombre acobardado, reducido a la culpa, adaptado a la forma de una jaula.”
Pero esta historia abominable tiene un calado mayor. Hay una simbología en el pozo y los hermanos privados de libertad y de las condiciones vitales más elementales. Se trata de una sospecha paralizante:
“… cuando el mundo se acostumbre definitivamente a esconder a los hombres detrás de los barrotes de una jaula, cuando la tradición y la desidia impongan que todos los perdidos, los forzados, los encerrados, se conviertan en el producto de un sistema social de almacenaje colectivo, una generación de animales domésticos, una raza de muebles y de momias, entonces, solo entonces, los liberamos. Y que sean como el fuego, el verano invencible de todos los inviernos”.
De este modo, este libro es también un grito de desesperación real y un clamor de liberación. Esa necesidad de revolución –con los ecos de Débord sobre el 68– pero con una amplitud mayor: la que trasciende circunstancias políticas y sociales concretas; es la urgencia primordial de un estallido unánime, la humanidad rompiéndose en esquirlas, porque la revolución es un mar que se desborda para que el agraviado, el maltratado, el mutilado, el asesinado, recupere su sitio, tomando la palabra.
Pero el precio es demasiado alto. Hay que morir muchas veces para hallar un resquicio de vida verdadera. La historia que nos propone Iván Repila, como el cine de Haneke en general o aquel Ensayo sobre la ceguera de Saramago, cava una fosa para que miremos lo que podemos llegar a ser. Y lo que podemos llegar a ser, con todo el odio y la degradación que nos infligimos, somos nosotros mismos.
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Hacía tiempo que no leía un libro tan impactante. Con una prosa inteligente y densa, por momentos algo manierista e iluminada, esta fábula desgarrada de lo que nos hace odiosos y abominables también es un durísimo canto de amor y, por último, una llamada para que el silencio que al final permanecerá sea el que sucede al grito del último hombre que entregó su vida por amor.
“En un rapto de histeria el Pequeño toma varios puñados de tierra y se los come. Piedras minúsculas rechinan en sus muelas y la arenilla le raya el esmalte, afeando la mueca con que pretende imitar una sonrisa. Tarda pocos segundo en agacharse y vomitar una oscura pasta de tierra y de bilis, pero la sonrisa sigue colgando de su cara. Parece resucitado.
- Beeerrrrggggg, beeerrrrrrggggg, dice.
El Grande no sabe si ha sido un acceso de hambre o una tentativa de suicidio. Viendo cómo sonríe es más probable que obedezca a una crisis de cordura definitiva. Lo noquea de un golpe cuando vuelve a rebañar la tierra para seguir comiendo.
Incluso inconsciente no pierde esa sonrisa de loco.
En horas siguientes el Pequeño tiene despertares, momentáneos espasmos de lucidez que se alternan con desgarradores gritos, lloriqueos, discursos inconexos. No tiene fiebre; más bien parece que se ha golpeado la cabeza y el impacto le ha movido el cerebro de sitio, dándole la vuelta. Escupe continuamente. Sus párpados suben y bajan como las alas de una mosca, batiendo grandes legañas cobrizas que se desprenden de sus pestañas y se le quedan pegadas a las mejillas. Una lepra invisible lo está devorando.
- Agua, solicita.
El Grande le da de beber.
- Tengo frío.
El Grande se recuesta junto a él y lo abraza con todo su cuerpo.
- Tengo calor.
El Grande le abre la camisa, remoja su cuello y su nuca con agua fresca, y después ondea la suya propia para hacer corriente.
- Estoy sucio.
El Grande le baja los pantalones, limpia con tierra húmeda sus nalgas y lo viste de nuevo.
- Tengo miedo.
El Grande lo levanta en sus brazos, igual que haría un recién casado con su esposa, y lo mece. Pesa tan poco que podría sostenerlo con una mano.
- Mátame.
“En un rapto de histeria el Pequeño toma varios puñados de tierra y se los come. Piedras minúsculas rechinan en sus muelas y la arenilla le raya el esmalte, afeando la mueca con que pretende imitar una sonrisa. Tarda pocos segundo en agacharse y vomitar una oscura pasta de tierra y de bilis, pero la sonrisa sigue colgando de su cara. Parece resucitado.
- Beeerrrrggggg, beeerrrrrrggggg, dice.
El Grande no sabe si ha sido un acceso de hambre o una tentativa de suicidio. Viendo cómo sonríe es más probable que obedezca a una crisis de cordura definitiva. Lo noquea de un golpe cuando vuelve a rebañar la tierra para seguir comiendo.
Incluso inconsciente no pierde esa sonrisa de loco.
En horas siguientes el Pequeño tiene despertares, momentáneos espasmos de lucidez que se alternan con desgarradores gritos, lloriqueos, discursos inconexos. No tiene fiebre; más bien parece que se ha golpeado la cabeza y el impacto le ha movido el cerebro de sitio, dándole la vuelta. Escupe continuamente. Sus párpados suben y bajan como las alas de una mosca, batiendo grandes legañas cobrizas que se desprenden de sus pestañas y se le quedan pegadas a las mejillas. Una lepra invisible lo está devorando.
- Agua, solicita.
El Grande le da de beber.
- Tengo frío.
El Grande se recuesta junto a él y lo abraza con todo su cuerpo.
- Tengo calor.
El Grande le abre la camisa, remoja su cuello y su nuca con agua fresca, y después ondea la suya propia para hacer corriente.
- Estoy sucio.
El Grande le baja los pantalones, limpia con tierra húmeda sus nalgas y lo viste de nuevo.
- Tengo miedo.
El Grande lo levanta en sus brazos, igual que haría un recién casado con su esposa, y lo mece. Pesa tan poco que podría sostenerlo con una mano.
- Mátame.