Cartel de la obra. Fuente: CDN.
Decir a estas alturas que Juan Mayorga es una figura clave del último teatro en España puede resultar una obviedad, pero escribir aquí que su último estreno, Reikiavik, roza la perfección quizá ya no lo sea tanto.
Pero, en efecto, estamos ante una pieza teatral en estado puro, de la que el público sale entusiasmado consciente de que ha asistido a casi dos horas de gran espectáculo: vibrante, intenso, emotivo, profundo, irónico.
El título alude a la ciudad islandesa donde se dirimió la final del campeonato mundial de ajedrez entre el aspirante Bobby Fischer, norteamericano de origen judío y complicada biografía, y el todo poderoso campeón ruso Boris Spasky, que representa en el “cuadrilátero” treinta años consecutivos de supremacía soviética en este deporte.
Estamos en 1972, en lo más álgido de la Guerra Fría, cualquier encuentro deportivo entre ambas superpotencias adquiere irremisiblemente visos simbólicos, recuérdese, por ejemplo, ese mismo año, la final de baloncesto entre ambas selecciones en las olimpiadas de Munich, donde los Estados Unidos sufrieron su primera derrota ante los soviéticos en ese deporte. La famosa canasta a falta de tres segundos de Belov. O las medallas de Jesse Owen en el Munich nazi.
Ganar, para los rusos, es una cuestión de estado. La victoria de Fischer también lo fue para los americanos, aunque sobrevenida, dada las particularidades excéntricas de su inopinado campeón.
El teatro como speculum veritatis
Este es el marco sobre el que se inscribe la trama de Reikiavik, pues cuando se alza el telón estamos en un barrio cualquiera, ante un banco sobre el que se ha diseñado un tablero de ajedrez y un muchacho que hace pellas del cole es arengado sobre el juego por un apasionado del ajedrez, no sabemos si mendigo o habitual del parque.
La llegada de un tercero, que se hace llamar Waterloo y que interpela al primero como Bailén inicia la fiesta teatral en la que ambos “representan” los pormenores de aquel extraordinario campeonato que fue seguido por televisión en todo el mundo como si de la final de los pesos pesados de boxeo se tratara.
A partir de ese momento, dos muy buenos actores, contemplados por el muchacho, que hace las veces de fascinado espectador, interpretan un rosetón de personajes con los que dan vida al evento y miman las circunstancias del combate: la soledad de los jugadores, la responsabilidad de Spasky ante la carga simbólica de su derrota, las obsesiones de ambos, con el telón siempre de fondo de la guerra fría y las sesenta y cuatro casillas del tablero como crisol simbólico de la condición humana: el juego como imago mundi. El teatro como speculum veritatis.
Pero, en efecto, estamos ante una pieza teatral en estado puro, de la que el público sale entusiasmado consciente de que ha asistido a casi dos horas de gran espectáculo: vibrante, intenso, emotivo, profundo, irónico.
El título alude a la ciudad islandesa donde se dirimió la final del campeonato mundial de ajedrez entre el aspirante Bobby Fischer, norteamericano de origen judío y complicada biografía, y el todo poderoso campeón ruso Boris Spasky, que representa en el “cuadrilátero” treinta años consecutivos de supremacía soviética en este deporte.
Estamos en 1972, en lo más álgido de la Guerra Fría, cualquier encuentro deportivo entre ambas superpotencias adquiere irremisiblemente visos simbólicos, recuérdese, por ejemplo, ese mismo año, la final de baloncesto entre ambas selecciones en las olimpiadas de Munich, donde los Estados Unidos sufrieron su primera derrota ante los soviéticos en ese deporte. La famosa canasta a falta de tres segundos de Belov. O las medallas de Jesse Owen en el Munich nazi.
Ganar, para los rusos, es una cuestión de estado. La victoria de Fischer también lo fue para los americanos, aunque sobrevenida, dada las particularidades excéntricas de su inopinado campeón.
El teatro como speculum veritatis
Este es el marco sobre el que se inscribe la trama de Reikiavik, pues cuando se alza el telón estamos en un barrio cualquiera, ante un banco sobre el que se ha diseñado un tablero de ajedrez y un muchacho que hace pellas del cole es arengado sobre el juego por un apasionado del ajedrez, no sabemos si mendigo o habitual del parque.
La llegada de un tercero, que se hace llamar Waterloo y que interpela al primero como Bailén inicia la fiesta teatral en la que ambos “representan” los pormenores de aquel extraordinario campeonato que fue seguido por televisión en todo el mundo como si de la final de los pesos pesados de boxeo se tratara.
A partir de ese momento, dos muy buenos actores, contemplados por el muchacho, que hace las veces de fascinado espectador, interpretan un rosetón de personajes con los que dan vida al evento y miman las circunstancias del combate: la soledad de los jugadores, la responsabilidad de Spasky ante la carga simbólica de su derrota, las obsesiones de ambos, con el telón siempre de fondo de la guerra fría y las sesenta y cuatro casillas del tablero como crisol simbólico de la condición humana: el juego como imago mundi. El teatro como speculum veritatis.
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No hace falta saber de ajedrez
Al final, un drama sobre el ajedrez, es decir, sobre el teatro, o sea, sobre la vida misma, sobre el poder, la soledad, el delirio de lo humano más íntimo contemplando su abismo. Como Gilgamesh, el héroe mítico sumerio, será sabio el que contempló su propio abismo.
Juan Mayorga ha elaborado una pieza casi perfecta, tocada por la gracia, en la que el teatro se vuelve una fiesta y retorna a sus raíces míticas, sin apenas utillería ni efectos especiales: unos buenos actores y una mesa ajedrezada en un espacio vacío, un tablero (el propio escenario, tu propia existencia) en la que cada casilla y cada pieza representa uno de los movimientos posibles de lo humano: aunque tasados, y a pesar de las reglas, de los límites autoimpuestos, condición de todo juego, de todo arte, de toda vida, la partida deviene infinita en posibilidades porque cada movimiento proyecta un haz quasi infinito de probabilidades, una trama y una red de opciones que, al actuar, cristalizan en una sola: el orden implicado. Cada movimiento reorganiza el juego todo, orden y caos, intuición y estudio, estrategia y discernimiento en pos de la victoria final: el jaque mate.
No hace falta saber de ajedrez, ni siquiera que te interese, tal es la virtud del arte. La sala Valle-Inclán ha puesto el cartel de no hay entradas, ojalá que pronto se reestrene y podamos disfrutar durante mucho tiempo de esta memorable partida. Al salir, a la noche otoñal de Lavapiés, unos adolescentes, en una esquina de la plaza, perseguían absortos su victoria sobre el tablero, ajenos, imagino, al portento teatral que había acontecido a pocos metros de su particular escenario de batalla.
Al final, un drama sobre el ajedrez, es decir, sobre el teatro, o sea, sobre la vida misma, sobre el poder, la soledad, el delirio de lo humano más íntimo contemplando su abismo. Como Gilgamesh, el héroe mítico sumerio, será sabio el que contempló su propio abismo.
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Referencia:
Obra: Reikiavik.
Autor y director: Juan Mayorga.
Reparto: Daniel Albaladejo, Elena Rayos, César Sarachu
Próximas representaciones: En cartelera hasta el 1 de noviembre de 2015 en el Teatro Valle-Inclán de Madrid.
Obra: Reikiavik.
Autor y director: Juan Mayorga.
Reparto: Daniel Albaladejo, Elena Rayos, César Sarachu
Próximas representaciones: En cartelera hasta el 1 de noviembre de 2015 en el Teatro Valle-Inclán de Madrid.