Momento de la representación de “El Misántropo”, de Miguel del Arco. Fuente: Teatro Alhambra de Granada.
Hace ya más de treinta años leí por primera vez el texto de El Misántropo, de Molière. En realidad no fue así del todo.
Digo “del todo” porque aquella edición no estaba completa; por alguna contingencia que no viene al caso, a todos los ejemplares de la misma editorial les faltaba el último acto. No tuve más remedio que acudir a una biblioteca para enterarme de lo que pasaba finalmente con Alcestes, el protagonista de la obra.
No obstante, el desarrollo argumental en El Misántropo es lo de menos. Tras casi trescientos cincuenta años desde la creación del texto, la cuestión que subyace bajo este impactante drama es mucho más crucial de lo que pudiera parecernos.
Esta sociedad hipócrita donde todos mentimos u ocultamos lo que nos interesa para conseguir prebendas o ascender escalafones, apenas ha evolucionado en los últimos siglos.
Nadie es quien dice ser. Todos fingimos, dando rienda suelta a una doble moral donde los defectos del otro sirven para mimetizar nuestras peores lacras. Nos envolvemos en una falsa dignidad moral que sólo existe en la pura apariencia. Vomitamos ponzoña sobre el ausente cuando no está para defender su honor.
Al fin y al cabo ¿qué es el honor? El honor nunca tuvo nada que ver con el equilibrio de cada cual con su fuero interno. Desde el principio, convertimos la honra en un asunto de apariencias. El honor es lo que piensen los demás de cada uno. Consideramos herido nuestro honor cuando alguien vierte infundios o acusaciones sobre nuestro carácter o nuestro comportamiento. El honor es el “qué dirán”.
Alcestes siempre dice la verdad
Alcestes, el protagonista de El Misántropo, decide dejar de sentirse un hipócrita más, en medio de una sociedad estructuralmente putrefacta, y para ello se empeña en decir siempre la verdad, aunque ésta le ponga en serios aprietos.
La verdad no es cosa de andar por casa. Habría que remontarse a Sócrates para encontrar las primeras reflexiones sobre el tema. Subjetividades aparte, todos reconocemos que no siempre conviene actuar con total sinceridad.
Pero Alcestes no alberga la menor duda sobre lo que él entiende acerca de la verdad. Su voto de sinceridad hace referencia a los sentimientos, a su opinión o a su forma de valorar lo que le rodea. Pero esta sinceridad, harto peligrosa -sobre todo cuando se trata de no herir el amor propio- está condenada al aislamiento, desde el instante en que nadie (salvo Alcestes) estaría dispuesto a perder la reputación por tamaña ligereza.
Decir la verdad no es tan sencillo. Es una actividad de alto riesgo, un camino de espinas que nadie quiere recorrer: lo que una amiga denominó con acierto “un riesgo de cometer sincericidio”.
Alcestes acaba en la más completa de las soledades. Pero no por ser objeto del rechazo de sus semejantes, sino por su propio hastío. Su empeño se revela del todo inútil porque no tiene cabida en un mundo construido a base de falacias e infundios. Nuestra hipócrita forma de vida no tiene arreglo.
Digo “del todo” porque aquella edición no estaba completa; por alguna contingencia que no viene al caso, a todos los ejemplares de la misma editorial les faltaba el último acto. No tuve más remedio que acudir a una biblioteca para enterarme de lo que pasaba finalmente con Alcestes, el protagonista de la obra.
No obstante, el desarrollo argumental en El Misántropo es lo de menos. Tras casi trescientos cincuenta años desde la creación del texto, la cuestión que subyace bajo este impactante drama es mucho más crucial de lo que pudiera parecernos.
Esta sociedad hipócrita donde todos mentimos u ocultamos lo que nos interesa para conseguir prebendas o ascender escalafones, apenas ha evolucionado en los últimos siglos.
Nadie es quien dice ser. Todos fingimos, dando rienda suelta a una doble moral donde los defectos del otro sirven para mimetizar nuestras peores lacras. Nos envolvemos en una falsa dignidad moral que sólo existe en la pura apariencia. Vomitamos ponzoña sobre el ausente cuando no está para defender su honor.
Al fin y al cabo ¿qué es el honor? El honor nunca tuvo nada que ver con el equilibrio de cada cual con su fuero interno. Desde el principio, convertimos la honra en un asunto de apariencias. El honor es lo que piensen los demás de cada uno. Consideramos herido nuestro honor cuando alguien vierte infundios o acusaciones sobre nuestro carácter o nuestro comportamiento. El honor es el “qué dirán”.
Alcestes siempre dice la verdad
Alcestes, el protagonista de El Misántropo, decide dejar de sentirse un hipócrita más, en medio de una sociedad estructuralmente putrefacta, y para ello se empeña en decir siempre la verdad, aunque ésta le ponga en serios aprietos.
La verdad no es cosa de andar por casa. Habría que remontarse a Sócrates para encontrar las primeras reflexiones sobre el tema. Subjetividades aparte, todos reconocemos que no siempre conviene actuar con total sinceridad.
Pero Alcestes no alberga la menor duda sobre lo que él entiende acerca de la verdad. Su voto de sinceridad hace referencia a los sentimientos, a su opinión o a su forma de valorar lo que le rodea. Pero esta sinceridad, harto peligrosa -sobre todo cuando se trata de no herir el amor propio- está condenada al aislamiento, desde el instante en que nadie (salvo Alcestes) estaría dispuesto a perder la reputación por tamaña ligereza.
Decir la verdad no es tan sencillo. Es una actividad de alto riesgo, un camino de espinas que nadie quiere recorrer: lo que una amiga denominó con acierto “un riesgo de cometer sincericidio”.
Alcestes acaba en la más completa de las soledades. Pero no por ser objeto del rechazo de sus semejantes, sino por su propio hastío. Su empeño se revela del todo inútil porque no tiene cabida en un mundo construido a base de falacias e infundios. Nuestra hipócrita forma de vida no tiene arreglo.
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En el clavo espacio-temporal
La dramaturgia de Miguel del Arco no se ha limitado a retocar el texto en busca de una actualización que apenas necesitaba.
Al igual que hizo con La función por hacer, construida a partir de Seis personajes en busca de autor, de Pirandello, del Arco ha reescrito el texto sin dejar de atender al espíritu de Molière, situando la acción a las afueras del verdadero escenario, como metáfora de esos rincones ocultos donde se juega la gran partida del poder.
Un Molière sin Jean Baptiste Poquelin, lejano a aquella versión de Carlos Hipólito, mucho más contextualizada, pero también menos comprometida. En los tiempos que corren, la vigencia de los textos debería enriquecerse y pasar por una labor parecida a la que realizaba Heiner Müller cuando reescribía los clásicos desenfocando los objetivos y bañándolos en su libérrima poesía.
Al elegir la demoledora obra de Molière, Miguel del Arco ha dado en el clavo espacio-temporal. Es obvio que vivimos en un entorno donde triunfan las máscaras, los disfraces, la diplomacia, las líneas editoriales, los implantes de silicona y las conductas hipócritas.
No es nada nuevo. Para vivir en sociedad nos hemos sumado a la ley de la selva y gozamos con el juego de comer o ser comidos, mientras damos palmadas en la espalda de aquel a quien estamos a punto de apuñalar.
Sin excesos de sermón, Miguel del Arco consigue mostrarnos esta sagrada distopía en la que habitamos, por medio de un alarde de precisión que nunca traiciona los deletéreos versos del gran Molière y mantiene con total efectividad la tensión dramática.
La dramaturgia de Miguel del Arco no se ha limitado a retocar el texto en busca de una actualización que apenas necesitaba.
Al igual que hizo con La función por hacer, construida a partir de Seis personajes en busca de autor, de Pirandello, del Arco ha reescrito el texto sin dejar de atender al espíritu de Molière, situando la acción a las afueras del verdadero escenario, como metáfora de esos rincones ocultos donde se juega la gran partida del poder.
Un Molière sin Jean Baptiste Poquelin, lejano a aquella versión de Carlos Hipólito, mucho más contextualizada, pero también menos comprometida. En los tiempos que corren, la vigencia de los textos debería enriquecerse y pasar por una labor parecida a la que realizaba Heiner Müller cuando reescribía los clásicos desenfocando los objetivos y bañándolos en su libérrima poesía.
Al elegir la demoledora obra de Molière, Miguel del Arco ha dado en el clavo espacio-temporal. Es obvio que vivimos en un entorno donde triunfan las máscaras, los disfraces, la diplomacia, las líneas editoriales, los implantes de silicona y las conductas hipócritas.
No es nada nuevo. Para vivir en sociedad nos hemos sumado a la ley de la selva y gozamos con el juego de comer o ser comidos, mientras damos palmadas en la espalda de aquel a quien estamos a punto de apuñalar.
Sin excesos de sermón, Miguel del Arco consigue mostrarnos esta sagrada distopía en la que habitamos, por medio de un alarde de precisión que nunca traiciona los deletéreos versos del gran Molière y mantiene con total efectividad la tensión dramática.
Referencia:
Obra: El Misántropo.
Dirección: Miguel del Arco.
Autor: Molière. Versión de Miguel del Arco.
Compañía: Kamikaze Producciones
Género: Tragicomedia Contemporánea.
Representaciones: Día uno y dos de noviembre en el Teatro Alhambra de Granada.
Próximas representaciones: 22 de noviembre en Mira Teatro (Pozuelo de Alarcón, Madrid); del 25 de noviembre al siete de diciembre en Teatro Lliure de Barcelona.
Obra: El Misántropo.
Dirección: Miguel del Arco.
Autor: Molière. Versión de Miguel del Arco.
Compañía: Kamikaze Producciones
Género: Tragicomedia Contemporánea.
Representaciones: Día uno y dos de noviembre en el Teatro Alhambra de Granada.
Próximas representaciones: 22 de noviembre en Mira Teatro (Pozuelo de Alarcón, Madrid); del 25 de noviembre al siete de diciembre en Teatro Lliure de Barcelona.