Imagen: David Ruano.
Lo que el autor Steven Berkoff nos explica en su obra “Los villanos de Shakespeare”, sin abandonar la atmósfera desenfadada, es -ahí es nada- la capacidad del dramaturgo inglés para bucear, esquivando la tentación del maniqueísmo, en cada uno de los arquetipos del villano que retrató en su extensa obra dramática, adentrándose en ese complejo universo de la condición humana y sus infinitas contradicciones.
El monólogo de Berkoff, más exigente con el actor que con el espectador, retoma ese antiguo arte del "bululú", que no es otra cosa que un actor que se multiplica en diversos personajes, estableciendo diálogos consigo mismo o, tal vez mejor, haciendo que un individuo, sin más ayuda que las inflexiones de su voz y los recursos de su cuerpo, encarne varios papeles.
De esa manera, una manera deliberadamente caótica, el individuo representa de forma simultánea tantos roles como pueda exigir cada escena. El texto de Berkoff, escrito y concebido para un solo actor, se presta al juego interpretativo que une con acierto la configuración de la conferencia con algunas breves pinceladas de los textos del maestro de Stratford.
En esta miscelánea del lado oscuro del espíritu humano se condensan las maldades que surgen de la pura psicopatía (Ricardo III), de la desmedida ambición (Macbeth), de la utilización taimada del victimismo (Sylock), de los entresijos del poder (Coriolano), de la codicia y el insano divertimento (Oberón) y del rencor enfermizo (Hamlet).
Pues sí, han leído bien: Hamlet era, entre otras muchas cosas, un mezquino de manual. Aunque a muchos nos lo pintaran en los libros de texto como el paradigma de héroe trágico, Shakespeare dibujó a un filósofo poseído por el resentimiento, un filósofo taciturno, con más dudas que Felipe II, pero también con el pulso marcado por el rencor. Todo un referente para los devotos del psicoanálisis.
El monólogo de Berkoff, más exigente con el actor que con el espectador, retoma ese antiguo arte del "bululú", que no es otra cosa que un actor que se multiplica en diversos personajes, estableciendo diálogos consigo mismo o, tal vez mejor, haciendo que un individuo, sin más ayuda que las inflexiones de su voz y los recursos de su cuerpo, encarne varios papeles.
De esa manera, una manera deliberadamente caótica, el individuo representa de forma simultánea tantos roles como pueda exigir cada escena. El texto de Berkoff, escrito y concebido para un solo actor, se presta al juego interpretativo que une con acierto la configuración de la conferencia con algunas breves pinceladas de los textos del maestro de Stratford.
En esta miscelánea del lado oscuro del espíritu humano se condensan las maldades que surgen de la pura psicopatía (Ricardo III), de la desmedida ambición (Macbeth), de la utilización taimada del victimismo (Sylock), de los entresijos del poder (Coriolano), de la codicia y el insano divertimento (Oberón) y del rencor enfermizo (Hamlet).
Pues sí, han leído bien: Hamlet era, entre otras muchas cosas, un mezquino de manual. Aunque a muchos nos lo pintaran en los libros de texto como el paradigma de héroe trágico, Shakespeare dibujó a un filósofo poseído por el resentimiento, un filósofo taciturno, con más dudas que Felipe II, pero también con el pulso marcado por el rencor. Todo un referente para los devotos del psicoanálisis.
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En su camino hacia la venganza no escatimará en dañar a los inocentes si con ello ha de ver cumplidos sus objetivos. "Métete en un convento", recomienda a la dulce Ofelia, con la intención de hacer creíble su fingida demencia. El amor sincero que Ofelia siente por Hamlet, se ve recompensado por tosco desprecio.
Ofelia enloquece igual que Hamlet. La diferencia es que la locura de Ofelia es real, y el resultado no puede ser otro que la muerte.
Una muerte que, por cierto, nunca sucede en escena, sino que es relatada en "diferido" por la madre de Hamlet, no sin dejar caer alguna insinuación sobre el origen pecaminoso de su demencia.
Hamlet es culpable de la desaparición del ser más puro e inocente de todo este drama. Directa o indirectamente nuestro hombre va sembrando de cadáveres el escenario hasta culminar una venganza que sólo se ha de completar con su (a Dios gracias) propia muerte.
La cuestión en esta tragedia no estriba en si los asesinos del rey -padre de Hamlet- merecen ser castigados, sino en la pertinencia o no de la inquina con que el protagonista alimenta su alma, hasta el punto de hacer desaparecer su propia lucidez.
Manel Barceló recrea este carnaval de maldades con múltiples aciertos en su capacidad de conectar con el espectador y encandilar al respetable. No obstante, y siguiendo con la muy discutible máxima que hace imprescindible aderezar un discurso inteligente con algún exceso de comicidad -tal vez por miedo al bostezo-, la interpretación adolece de excedentes en sal gorda, innecesarios a mi juicio, a juzgar por las buenas dosis de fino humor que Berkoff ha sabido distribuir por el texto.
Por lo demás, Barceló anda sobrado de facultades físicas e interpretativas para levantar con solvencia el texto de Berkoff -un autor/actor con dilatada experiencia en la recreación de villanos- y realzar la sutil intencionalidad de la escritura.
Digamos para resumir, que un buen actor no oficia su papel para lucirse, sino para transmitir con eficacia la magia del teatro y provocar reflexiones donde -aparentemente- no las había. En palabras del desaparecido José Luis Sampedro, el oficio del intelectual no es tanto cuestión de deslumbrar como de iluminar.
Ofelia enloquece igual que Hamlet. La diferencia es que la locura de Ofelia es real, y el resultado no puede ser otro que la muerte.
Una muerte que, por cierto, nunca sucede en escena, sino que es relatada en "diferido" por la madre de Hamlet, no sin dejar caer alguna insinuación sobre el origen pecaminoso de su demencia.
Hamlet es culpable de la desaparición del ser más puro e inocente de todo este drama. Directa o indirectamente nuestro hombre va sembrando de cadáveres el escenario hasta culminar una venganza que sólo se ha de completar con su (a Dios gracias) propia muerte.
La cuestión en esta tragedia no estriba en si los asesinos del rey -padre de Hamlet- merecen ser castigados, sino en la pertinencia o no de la inquina con que el protagonista alimenta su alma, hasta el punto de hacer desaparecer su propia lucidez.
Manel Barceló recrea este carnaval de maldades con múltiples aciertos en su capacidad de conectar con el espectador y encandilar al respetable. No obstante, y siguiendo con la muy discutible máxima que hace imprescindible aderezar un discurso inteligente con algún exceso de comicidad -tal vez por miedo al bostezo-, la interpretación adolece de excedentes en sal gorda, innecesarios a mi juicio, a juzgar por las buenas dosis de fino humor que Berkoff ha sabido distribuir por el texto.
Por lo demás, Barceló anda sobrado de facultades físicas e interpretativas para levantar con solvencia el texto de Berkoff -un autor/actor con dilatada experiencia en la recreación de villanos- y realzar la sutil intencionalidad de la escritura.
Digamos para resumir, que un buen actor no oficia su papel para lucirse, sino para transmitir con eficacia la magia del teatro y provocar reflexiones donde -aparentemente- no las había. En palabras del desaparecido José Luis Sampedro, el oficio del intelectual no es tanto cuestión de deslumbrar como de iluminar.
Referencia:
Obra: “Los Villanos de Shakespeare”, de Steven Berkoff.
Director: Ramón Simó.
Intérprete: Manel Barceló.
Fecha y lugar: 5 y 6 de abril de 2013 en el Teatro Alhambra de Granada.
Obra: “Los Villanos de Shakespeare”, de Steven Berkoff.
Director: Ramón Simó.
Intérprete: Manel Barceló.
Fecha y lugar: 5 y 6 de abril de 2013 en el Teatro Alhambra de Granada.