Cartel de la obra. Fuente: Teatro Español.
Una media entrada en la sala pequeña (bautizada Max Aub, la grande, recuerden, se llama Fernando Arrabal) de las Naves de El Español (antes Matadero, menos mal que se va difuminando el nombrecito) acogió con aplausos y bravos la gran actuación de Fernando Albizu como Emperador de Asiria y de Alberto Jiménez como Arquitecto, en este (re)esteno de la obra de Fernando Arrabal, escrita en 1966 y ausente de nuestro teatro desde 1978, año en que, al calor de la transición, Marsillach la llevó a las tablas en Barcelona.
El público era, eso sí, de lo más variopinto, desde jóvenes con cara de recién egresados de la escuela de Teatro, hasta la madura mirada cómplice y sabia de otros amantes del teatro y admiradores confesos de Arrabal.
Se abre el telón:
En una isla desierta, un superviviente recién llegado pide ayuda al único nativo de la misma, representante del “buen salvaje”, animal apolítico, sin lenguaje ni ética, cuya vida “natural” asombra al recién llegado, quien prácticamente lo esclaviza.
Este último se denomina a sí mismo “Emperador de Asiria”, presume de su vida en sociedad y de la felicidad que provee la civilización, ante la mirada fascinada del isleño, que se ha convertido en su siervo.
El recién llegado enseña además al nativo el lenguaje de la polis y sus juegos, a la vez que le relata su historia, una biografía infatuada enmarcada en una “infancia feliz” en la que el Emperador era, realmente, el rey del mundo.
Como espectadores, asistimos a un día más en la isla, tras, imaginamos, muchos años de convivencia entre ambos: vemos sus juegos, sus riñas, sus ritos, reímos con la locura del Emperador, a la vez que sospechamos que tras su máscara de desnortado naufrago habita una tragedia tenebrosa.
La relación entre ambos, ahora, ya no es de siervo-esclavo, sino de mutua dependencia, sobre todo por parte del Emperador, quien siente pánico cuando intuye que su amigo podría abandonarlo.
El público era, eso sí, de lo más variopinto, desde jóvenes con cara de recién egresados de la escuela de Teatro, hasta la madura mirada cómplice y sabia de otros amantes del teatro y admiradores confesos de Arrabal.
Se abre el telón:
En una isla desierta, un superviviente recién llegado pide ayuda al único nativo de la misma, representante del “buen salvaje”, animal apolítico, sin lenguaje ni ética, cuya vida “natural” asombra al recién llegado, quien prácticamente lo esclaviza.
Este último se denomina a sí mismo “Emperador de Asiria”, presume de su vida en sociedad y de la felicidad que provee la civilización, ante la mirada fascinada del isleño, que se ha convertido en su siervo.
El recién llegado enseña además al nativo el lenguaje de la polis y sus juegos, a la vez que le relata su historia, una biografía infatuada enmarcada en una “infancia feliz” en la que el Emperador era, realmente, el rey del mundo.
Como espectadores, asistimos a un día más en la isla, tras, imaginamos, muchos años de convivencia entre ambos: vemos sus juegos, sus riñas, sus ritos, reímos con la locura del Emperador, a la vez que sospechamos que tras su máscara de desnortado naufrago habita una tragedia tenebrosa.
La relación entre ambos, ahora, ya no es de siervo-esclavo, sino de mutua dependencia, sobre todo por parte del Emperador, quien siente pánico cuando intuye que su amigo podría abandonarlo.
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Texto poderoso con huecos de sentido
Con ecos de La tempestad de Shakespeare al fondo (un Próspero y un Calibán pánicos, por decirlo así) y una estructura beckettiana (Esperando a Godot) que ya inaugurara en Fando y Lis, Arrabal echa mano de su mirada surreal, provocadora, poética, indagadora de lo humano, para tejer esta farsa tragicómica con la que debelar, una vez más, la profunda soledad del ser humano, el sinsentido de su ser-en-el-mundo, las trampas y esclavitudes que impone la sociedad y sus ritos, a cambio de paliar esa soledad simbolizada aquí por la isla (No man is an island, nos recuerda John Donne).
El texto es muy poderoso, sin ser magistral; Arrabal un gran dramaturgo y esta obra está escrita en la plenitud de su arte. Los actores echan el resto y, sin embargo, la función no acaba de cuajar… se crean huecos de sentido, caídas de tensión, pérdidas de interés.
La puesta en escena (feísta) no me convence, los actores se mueven en un espacio demasiado amplio, hasta el punto de que hay momentos en que tienes que mirar al uno o al otro porque no abarcas la escena completa. Chillan y hacen muecas extravagantes que, en vez de resaltar el texto, lo devalúan con el chafarrinón.
Hay momentos excelentes: el monólogo del Emperador, abandonado por el isleño, cuando pretende probar la existencia de Dios jugando al pinball (en aquella época se decía “jugar a las máquinas”), y largas escenas fatigosas en que el público desconecta. Quizá es un problema de dirección, básicamente.
Una pena, porque la obra merece ser vista y estamos ante uno de los grandes dramaturgos vivos de Europa. La sala a medio llenar, un sábado primaveral de otoño, nos dejó un poso de melancolía tras la función. Pero no me arrepiento, seguro que ustedes, si van, tampoco.
Con ecos de La tempestad de Shakespeare al fondo (un Próspero y un Calibán pánicos, por decirlo así) y una estructura beckettiana (Esperando a Godot) que ya inaugurara en Fando y Lis, Arrabal echa mano de su mirada surreal, provocadora, poética, indagadora de lo humano, para tejer esta farsa tragicómica con la que debelar, una vez más, la profunda soledad del ser humano, el sinsentido de su ser-en-el-mundo, las trampas y esclavitudes que impone la sociedad y sus ritos, a cambio de paliar esa soledad simbolizada aquí por la isla (No man is an island, nos recuerda John Donne).
El texto es muy poderoso, sin ser magistral; Arrabal un gran dramaturgo y esta obra está escrita en la plenitud de su arte. Los actores echan el resto y, sin embargo, la función no acaba de cuajar… se crean huecos de sentido, caídas de tensión, pérdidas de interés.
La puesta en escena (feísta) no me convence, los actores se mueven en un espacio demasiado amplio, hasta el punto de que hay momentos en que tienes que mirar al uno o al otro porque no abarcas la escena completa. Chillan y hacen muecas extravagantes que, en vez de resaltar el texto, lo devalúan con el chafarrinón.
Hay momentos excelentes: el monólogo del Emperador, abandonado por el isleño, cuando pretende probar la existencia de Dios jugando al pinball (en aquella época se decía “jugar a las máquinas”), y largas escenas fatigosas en que el público desconecta. Quizá es un problema de dirección, básicamente.
Una pena, porque la obra merece ser vista y estamos ante uno de los grandes dramaturgos vivos de Europa. La sala a medio llenar, un sábado primaveral de otoño, nos dejó un poso de melancolía tras la función. Pero no me arrepiento, seguro que ustedes, si van, tampoco.
Referencia:
Obra: El arquitecto y el emperador de Asiria.
Autor: Fernando Arrabal.
Dirección: Corina Fiorillo.
Reparto: Fernando Albizu, Alberto Jiménez .
Próximas representaciones: En cartelera hasta el 1 de noviembre de 2015 en sala Max Aub de las Naves de El Español (Madrid).
Obra: El arquitecto y el emperador de Asiria.
Autor: Fernando Arrabal.
Dirección: Corina Fiorillo.
Reparto: Fernando Albizu, Alberto Jiménez .
Próximas representaciones: En cartelera hasta el 1 de noviembre de 2015 en sala Max Aub de las Naves de El Español (Madrid).