“Si tengo la sensación física de que me levantan la tapa de los sesos, sé que eso es poesía" . Con esta conocida sentencia, en respuesta a su por entonces mentor literario, Emily Dickinson formulaba su personal versión del efecto poético; una respuesta que por sus maneras extremas, violentas, ponía en marcha el desmontaje del arquetipo poético que ella, más que nadie, parecería estar llamada a sostener: el del decoro de una poesía erigida como reducto de lo dócil, lo suave, lo inofensivo. A través de su minucioso y secreto trabajo, Dickinson revelaba en el disparadero de la lírica contemporánea los principios de la química corrosiva que harían de lo poético el menos tranquilizador de los géneros literarios: poesía al acecho de lo feroz.
Y en esa genealogía capaz de hacer coincidir lo más frágil y lo más salvaje se trama el último libro de Olga Muñoz (Madrid, 1973), El plazo, un libro ante el que el lector deberá estar dispuesto a afrontar el impacto de ese “pegar duro” por el que se reconoce la verdadera poesía. Publicado en la colección Once de poesía y ensayo de la editorial Amargord, El plazo es uno de los quince títulos que completarán la nómina “incompleta pero cerrada”, -tal como anuncian sus coordinadores, Víktor Gómez y Javier Gil-, de la que, desde su comienzo en 2012, ya han visto la luz: Alcoholes y otras substancias del argentino-español, José Viñals, Caoscopia de la española Yaiza Martínez y La pobre prosa humana del chileno Pedro Montealegre.
La colección recoge una selección muy intencional de obras que, siendo diferentes entre sí, comparten una posición de riesgo respecto a cualquier tipo de ortodoxia poética y una exigencia fuerte en su lenguaje.
Hay en El plazo elementos que suponen una continuidad respecto al anterior poemario de la autora, La caja de música (2011). Entre ellos, la capacidad casi escultórica para trazar en escritura espacios y objetos puestos en continuidad con sensaciones que los trastocan y amenazan con destruirlos; o una captación de lo doméstico, del hogar desde una perspectiva en la que se amalgaman lo familiar y lo irreconocible: “Volvemos a casa con la cría y el espacio se ha hecho redondo. Las paredes ceden a nuestras voces. Parece que el hueco estaba listo desde hace meses, pues cada objeto ocupa su espacio densamente”.
Pero, en general, El plazo propone un corte, un distanciamiento con respecto a los planos que deberían configurar su contexto y se constituye como un poemario autónomo, incluso, respecto a su propia delineación poética. Un primer indicio es su parquedad formal, ya que se trata de un libro despojado de marcas y señales de sentido usuales en las obras de poesía –partes, títulos, citas, dedicatorias- integrado por una serie de fragmentos, poemas en prosa que se ordenan según una numeración correlativa (1-49).
Esta nomenclatura escueta, que señaliza el paso de un poema a otro, se hace más presente a lo largo de la lectura como índice de cierta imantación entre los fragmentos que nos tironea hacia su fin, en un sentido en el que parecería adivinarse visos de una prefiguración narrativa; pero una narración sin relato, una no-narración capaz de convocar el suspense propio de la vida.
Y en esa genealogía capaz de hacer coincidir lo más frágil y lo más salvaje se trama el último libro de Olga Muñoz (Madrid, 1973), El plazo, un libro ante el que el lector deberá estar dispuesto a afrontar el impacto de ese “pegar duro” por el que se reconoce la verdadera poesía. Publicado en la colección Once de poesía y ensayo de la editorial Amargord, El plazo es uno de los quince títulos que completarán la nómina “incompleta pero cerrada”, -tal como anuncian sus coordinadores, Víktor Gómez y Javier Gil-, de la que, desde su comienzo en 2012, ya han visto la luz: Alcoholes y otras substancias del argentino-español, José Viñals, Caoscopia de la española Yaiza Martínez y La pobre prosa humana del chileno Pedro Montealegre.
La colección recoge una selección muy intencional de obras que, siendo diferentes entre sí, comparten una posición de riesgo respecto a cualquier tipo de ortodoxia poética y una exigencia fuerte en su lenguaje.
Hay en El plazo elementos que suponen una continuidad respecto al anterior poemario de la autora, La caja de música (2011). Entre ellos, la capacidad casi escultórica para trazar en escritura espacios y objetos puestos en continuidad con sensaciones que los trastocan y amenazan con destruirlos; o una captación de lo doméstico, del hogar desde una perspectiva en la que se amalgaman lo familiar y lo irreconocible: “Volvemos a casa con la cría y el espacio se ha hecho redondo. Las paredes ceden a nuestras voces. Parece que el hueco estaba listo desde hace meses, pues cada objeto ocupa su espacio densamente”.
Pero, en general, El plazo propone un corte, un distanciamiento con respecto a los planos que deberían configurar su contexto y se constituye como un poemario autónomo, incluso, respecto a su propia delineación poética. Un primer indicio es su parquedad formal, ya que se trata de un libro despojado de marcas y señales de sentido usuales en las obras de poesía –partes, títulos, citas, dedicatorias- integrado por una serie de fragmentos, poemas en prosa que se ordenan según una numeración correlativa (1-49).
Esta nomenclatura escueta, que señaliza el paso de un poema a otro, se hace más presente a lo largo de la lectura como índice de cierta imantación entre los fragmentos que nos tironea hacia su fin, en un sentido en el que parecería adivinarse visos de una prefiguración narrativa; pero una narración sin relato, una no-narración capaz de convocar el suspense propio de la vida.
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El apremio, la acechanza que se intuyen como motivos movilizadores del libro están ya sugeridos en su título. Se nos dice en el segundo poema “El plazo ha sido finalmente concedido”. “Plazo”, palabra concisa, acuciante, que punza y sobre la que sobrevuelan sentidos que van de lo cotidiano –del “vencimiento”, los “cómodos plazos” – a lo enigmático o incluso metafísico.
Existe una significación quizás más encubierta, la etimológica, que atañe de un modo inesperado a claves presentes del libro: el origen latino de ‘plazo’, ‘placitum’, ‘agradable para todos’, –referido al día convenido, ajustado–. Participio del verbo ‘placere’ (ser agradable, gustar, complacer) que viene de la raíz indoeuropea ‘plak-‘, ‘ser plano’; una raíz que en latín dio origen a el verbo ‘placar’ (calmar, apaciguar, de donde ‘aplacar’ e ‘implacable’).
Esta tensión entre el aplacamiento y lo implacable, entre el orden y lo dislocado, la calma y el desasosiego interpelan la poética sostenida a lo largo de El plazo. “Qué tranquilidad, repite, qué tranquilidad y qué estruendo”.
De hecho, toda la regularidad formal, la similar extensión de los poemas, la correlación numérica –bajo la que no dejan de intuirse otros posibles ordenamientos– representan un esfuerzo por imponer un orden que la propia torsión, la irregularidad viva de lo poético presente en estos fragmentos pone constantemente en cuestión.
“En realidad es bien simple: levantarse, despejar los ojos, dar de comer, preparar la ropa para cubrir el cuerpo. Pero ponte recta, gritan desde el fondo a cada rato”. Aplacar, buscar lo plano, la planicie como intento vital y desesperado de ordenar, de imponer tozudamente en lo diario una medida contra la medida que nos es dada pero no revelada; de gestionar el plazo en ese fino filo en que una variación milimétrica, un pequeño resquicio da paso al destrozo, a la dislocación total.
“Así es, un segundo de más y el instrumento se hará pedazos”. En los propios textos se insiste en esta tentativa de ordenar, alinear, disponer, de tentar el convencimiento de que “sí hay un orden posible”.
La poesía de El Plazo es una poesía que trabaja con la realidad. No mediante su mímesis, ni su esencialización, sino a través de un modo propio e intensivo que resulta más próximo a poéticas latinoamericanas que a tradiciones de la poesía española. De hecho, podríamos, interrogar el libro desde las mismas preguntas que su autora, Olga Muñoz, planteaba en su magnífico estudio sobre la poeta peruana Blanca Varela.
La poesía devela la realidad, la constata. Se trata de una poesía material que entiende la materia no como objeto del poema sino como lo indisolublemente entrometido en el propio hacer del lenguaje. Leemos “Escarbar”, “arañar”, “arrancar”, “escudriñar”, “desprender”, verbos insistentes en los que la palabra busca tocar el hueso de lo real: “Constato la presencia dura, bajo el almohadón, del hueso. Se trata de un sostén mínimo que cede bajo un cielo sin color”.
“Esqueletos”, “cráneos”, “fémures” que se disgregan por los poemas y sacan a la luz lo que resiste, lo que soporta nuestra consunción, lo que subterráneamente somos y que, sin embargo, podría(mos) llegar a tocar(nos) como otro. Huesos reordenados, reinterpretados como una clave, una pieza del puzzle de la realidad, en la que constantemente se abren fisuras a la espera de la inserción de fragmentos de sentido.
Desentrañar, descifrar en El plazo es poner en marcha una memoria radical, nunca nostálgica o sancionadora de un orden dado. Y en este sentido podrían considerarse el hueso y la memoria nodos donde a lo largo del libro se cifran las condiciones de un compromiso –de resistencia– con la realidad colectiva: entre el sujeto y lo social –el mito y la tribu–, lo que está en juego es el tiempo que urge, que nos urge, aquel del que esta poesía quiere hacerse cargo:
Existe una significación quizás más encubierta, la etimológica, que atañe de un modo inesperado a claves presentes del libro: el origen latino de ‘plazo’, ‘placitum’, ‘agradable para todos’, –referido al día convenido, ajustado–. Participio del verbo ‘placere’ (ser agradable, gustar, complacer) que viene de la raíz indoeuropea ‘plak-‘, ‘ser plano’; una raíz que en latín dio origen a el verbo ‘placar’ (calmar, apaciguar, de donde ‘aplacar’ e ‘implacable’).
Esta tensión entre el aplacamiento y lo implacable, entre el orden y lo dislocado, la calma y el desasosiego interpelan la poética sostenida a lo largo de El plazo. “Qué tranquilidad, repite, qué tranquilidad y qué estruendo”.
De hecho, toda la regularidad formal, la similar extensión de los poemas, la correlación numérica –bajo la que no dejan de intuirse otros posibles ordenamientos– representan un esfuerzo por imponer un orden que la propia torsión, la irregularidad viva de lo poético presente en estos fragmentos pone constantemente en cuestión.
“En realidad es bien simple: levantarse, despejar los ojos, dar de comer, preparar la ropa para cubrir el cuerpo. Pero ponte recta, gritan desde el fondo a cada rato”. Aplacar, buscar lo plano, la planicie como intento vital y desesperado de ordenar, de imponer tozudamente en lo diario una medida contra la medida que nos es dada pero no revelada; de gestionar el plazo en ese fino filo en que una variación milimétrica, un pequeño resquicio da paso al destrozo, a la dislocación total.
“Así es, un segundo de más y el instrumento se hará pedazos”. En los propios textos se insiste en esta tentativa de ordenar, alinear, disponer, de tentar el convencimiento de que “sí hay un orden posible”.
La poesía de El Plazo es una poesía que trabaja con la realidad. No mediante su mímesis, ni su esencialización, sino a través de un modo propio e intensivo que resulta más próximo a poéticas latinoamericanas que a tradiciones de la poesía española. De hecho, podríamos, interrogar el libro desde las mismas preguntas que su autora, Olga Muñoz, planteaba en su magnífico estudio sobre la poeta peruana Blanca Varela.
La poesía devela la realidad, la constata. Se trata de una poesía material que entiende la materia no como objeto del poema sino como lo indisolublemente entrometido en el propio hacer del lenguaje. Leemos “Escarbar”, “arañar”, “arrancar”, “escudriñar”, “desprender”, verbos insistentes en los que la palabra busca tocar el hueso de lo real: “Constato la presencia dura, bajo el almohadón, del hueso. Se trata de un sostén mínimo que cede bajo un cielo sin color”.
“Esqueletos”, “cráneos”, “fémures” que se disgregan por los poemas y sacan a la luz lo que resiste, lo que soporta nuestra consunción, lo que subterráneamente somos y que, sin embargo, podría(mos) llegar a tocar(nos) como otro. Huesos reordenados, reinterpretados como una clave, una pieza del puzzle de la realidad, en la que constantemente se abren fisuras a la espera de la inserción de fragmentos de sentido.
Desentrañar, descifrar en El plazo es poner en marcha una memoria radical, nunca nostálgica o sancionadora de un orden dado. Y en este sentido podrían considerarse el hueso y la memoria nodos donde a lo largo del libro se cifran las condiciones de un compromiso –de resistencia– con la realidad colectiva: entre el sujeto y lo social –el mito y la tribu–, lo que está en juego es el tiempo que urge, que nos urge, aquel del que esta poesía quiere hacerse cargo:
13.
Una anciana busca los huesos del hermano. Respiran manchados en alguna cuneta, luminosos. La madre de ambos, enterrada lejos, logró abrir en su cuerpo un hueco para el hijo, una casa vacía a la que volver un día tal vez. Los restos del hombre serán para entonces minúsculos, con seguridad caben en el nido materno.
La hermana escarba y gime. Va cargando las piezas, atándolas con sogas que arrastra por el campo. Una montaña de huesos lleva a la espalda. Qué escaso el tiempo para completar el puzzle.
Una anciana busca los huesos del hermano. Respiran manchados en alguna cuneta, luminosos. La madre de ambos, enterrada lejos, logró abrir en su cuerpo un hueco para el hijo, una casa vacía a la que volver un día tal vez. Los restos del hombre serán para entonces minúsculos, con seguridad caben en el nido materno.
La hermana escarba y gime. Va cargando las piezas, atándolas con sogas que arrastra por el campo. Una montaña de huesos lleva a la espalda. Qué escaso el tiempo para completar el puzzle.
El plazo recobra para lo comunitario ese tiempo escaso, imprescindible. Revocarlo o cumplirlo es ahora tarea pendiente de nuestra lectura.