Confieso que albergo cierta relación amor-odio con el teatro del gran Bertold Brecht. Por una parte, me inclino ante el momento histórico y la situación política de la Alemania Oriental, entonces fuertemente unida al todopoderoso gigante soviético. Pero, por otro lado, recelo de todo discurso dramático que recurre directamente al sermón ideológico.
Tengo por seguro que al mostrar mis recelos con algo que tenga que ver con el marxismo, estoy (implícita o explícitamente) invitando a alguna mente lúcida a sentenciarme con el apelativo de “facha”. Lo mismo -pero al contrario- sucederá cuando trate de expresar mis (serias) dudas sobre la economía de mercado. Al afectado de turno le faltará tiempo para tacharme de “rojo”.
Pero claro, en este caso no estamos tratando de cuestiones meramente políticas, sino de algo mucho más importante que los tejemanejes de unos cuantos plutócratas. El teatro de Bertold Brecht, precisamente por estar dotado de un gran análisis político, bucea como pocos en la condición humana.
El compromiso social de los textos que el genio alemán dejó tras de sí, va envuelto en una estética personalísima. La voz de Brecht no es tan solo un manifiesto del hombre que fue perseguido por los tiranos de uno y otro bando; también alberga una invitación al pensamiento en base a los hechos y a la forma de presentarlos.
Y lo que es más, ¿qué dramaturgo podría reparos a textos como El círculo de tiza causasiano o Madre Coraje? Alguno habrá, por supuesto, pero eso no significa que tales obras pierdan el marchamo de magistrales.
No se trata aquí de discutir sobre la actualidad de una pieza teatral con vocación crítica hacia el sistema capitalista. El sistema -porque ya no queda más que uno- tiene cuerda para rato, lo cual me lleva a pensar que seguirá dando pie a un número infinito de críticas.
Tengo por seguro que al mostrar mis recelos con algo que tenga que ver con el marxismo, estoy (implícita o explícitamente) invitando a alguna mente lúcida a sentenciarme con el apelativo de “facha”. Lo mismo -pero al contrario- sucederá cuando trate de expresar mis (serias) dudas sobre la economía de mercado. Al afectado de turno le faltará tiempo para tacharme de “rojo”.
Pero claro, en este caso no estamos tratando de cuestiones meramente políticas, sino de algo mucho más importante que los tejemanejes de unos cuantos plutócratas. El teatro de Bertold Brecht, precisamente por estar dotado de un gran análisis político, bucea como pocos en la condición humana.
El compromiso social de los textos que el genio alemán dejó tras de sí, va envuelto en una estética personalísima. La voz de Brecht no es tan solo un manifiesto del hombre que fue perseguido por los tiranos de uno y otro bando; también alberga una invitación al pensamiento en base a los hechos y a la forma de presentarlos.
Y lo que es más, ¿qué dramaturgo podría reparos a textos como El círculo de tiza causasiano o Madre Coraje? Alguno habrá, por supuesto, pero eso no significa que tales obras pierdan el marchamo de magistrales.
No se trata aquí de discutir sobre la actualidad de una pieza teatral con vocación crítica hacia el sistema capitalista. El sistema -porque ya no queda más que uno- tiene cuerda para rato, lo cual me lleva a pensar que seguirá dando pie a un número infinito de críticas.
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Teatro o sermón
El teatro no es un campo de batalla sujeto a la necesidad de grandilocuentes arengas. No necesita de lo explícito para ser efectivo. Todo lo contrario: el teatro es territorio de lo indirecto, lo sugerido, lo deducible.
Si partimos de la base de que el espectador está sentado ante la escena para recibir un discurso previamente digerido, hemos despojado al ser humano de su capacidad de pensar. Precisamente por eso, sigo desconfiando de los discursos más explícitos y busco aquello que no menosprecie mi inteligencia.
Por otra parte, me gustaría dejar claro que estamos hablando de un clásico en el amplio sentido de la palabra. Tal vez por la cansina cuestión de la vigencia, o quizá por la enorme calidad que atesora la obra del fundador de la Berliner Ensemble, el caso es que el teatro de Brecht es, hoy por hoy, un claro exponente de la literatura intemporal.
Lo que en nuestro entorno se nos ofrece como teatro contemporáneo pertenece -dicho sea en sentido estético- al pasado. Diré más, el teatro de Brecht es menos contemporáneo que el de Jarry, aunque el autor de Ubú rey, escribiera sus textos mucho antes que Brecht.
He de matizar esto último con la excepción de fabuloso texto El señor Puntila y su criado Matti. Y sin embargo, el hecho de estar o no ligado al presente o al pasado, en nada influyen en la calidad de estas obras.
La oportunidad perdida
La elección de esta pieza, La evitable (o inevitable) ascensión de Arturo Ui, un texto que anda a medio camino entre Santa Juana de los Mataderos y La vida de Galileo, parece más una oportunista declaración de intenciones en medio de un naufragio sistémico que un intento de sacar adelante un proyecto de dudosas intenciones y descomunales dimensiones.
Me refiero al C.A.T. (Centro Andaluz de Teatro) por supuesto, una iniciativa de la Junta de Andalucía que nunca ha acabado de adquirir personalidad propia, quizá por estar supeditada a compromisos ajenos al criterio artístico.
Muestra de ello es esta exhibición de medios y equipo actoral, a imagen y semejanza del genuino trabajo que, años atrás, realizó el Teatre Lluire con Santa Juana de los Mataderos.
Y no es que el texto que eligiera en su momento el Lluire fuera santo de mi devoción. Más bien se trata del cómo, de la forma en que Alex Rigola toma un pedazo de discurso social y lo convierte en una Obra de Teatro.
No es cuestión de milagros. En estas lides, hay seres capaces de hacer arte con materiales parcialmente refractarios, y otros que no consiguen ir más allá de lo evidente y se quedan a medio camino de ninguna parte.
El C.A.T. quiso y no pudo. Lució audiovisuales más allá de lo razonable, despilfarró actores tanto por su número como por la irregularidad de sus interpretaciones, prolongó inútilmente la duración de la función, exprimió reiteradamente la misma idea, y no convenció.
El teatro no es un campo de batalla sujeto a la necesidad de grandilocuentes arengas. No necesita de lo explícito para ser efectivo. Todo lo contrario: el teatro es territorio de lo indirecto, lo sugerido, lo deducible.
Si partimos de la base de que el espectador está sentado ante la escena para recibir un discurso previamente digerido, hemos despojado al ser humano de su capacidad de pensar. Precisamente por eso, sigo desconfiando de los discursos más explícitos y busco aquello que no menosprecie mi inteligencia.
Por otra parte, me gustaría dejar claro que estamos hablando de un clásico en el amplio sentido de la palabra. Tal vez por la cansina cuestión de la vigencia, o quizá por la enorme calidad que atesora la obra del fundador de la Berliner Ensemble, el caso es que el teatro de Brecht es, hoy por hoy, un claro exponente de la literatura intemporal.
Lo que en nuestro entorno se nos ofrece como teatro contemporáneo pertenece -dicho sea en sentido estético- al pasado. Diré más, el teatro de Brecht es menos contemporáneo que el de Jarry, aunque el autor de Ubú rey, escribiera sus textos mucho antes que Brecht.
He de matizar esto último con la excepción de fabuloso texto El señor Puntila y su criado Matti. Y sin embargo, el hecho de estar o no ligado al presente o al pasado, en nada influyen en la calidad de estas obras.
La oportunidad perdida
La elección de esta pieza, La evitable (o inevitable) ascensión de Arturo Ui, un texto que anda a medio camino entre Santa Juana de los Mataderos y La vida de Galileo, parece más una oportunista declaración de intenciones en medio de un naufragio sistémico que un intento de sacar adelante un proyecto de dudosas intenciones y descomunales dimensiones.
Me refiero al C.A.T. (Centro Andaluz de Teatro) por supuesto, una iniciativa de la Junta de Andalucía que nunca ha acabado de adquirir personalidad propia, quizá por estar supeditada a compromisos ajenos al criterio artístico.
Muestra de ello es esta exhibición de medios y equipo actoral, a imagen y semejanza del genuino trabajo que, años atrás, realizó el Teatre Lluire con Santa Juana de los Mataderos.
Y no es que el texto que eligiera en su momento el Lluire fuera santo de mi devoción. Más bien se trata del cómo, de la forma en que Alex Rigola toma un pedazo de discurso social y lo convierte en una Obra de Teatro.
No es cuestión de milagros. En estas lides, hay seres capaces de hacer arte con materiales parcialmente refractarios, y otros que no consiguen ir más allá de lo evidente y se quedan a medio camino de ninguna parte.
El C.A.T. quiso y no pudo. Lució audiovisuales más allá de lo razonable, despilfarró actores tanto por su número como por la irregularidad de sus interpretaciones, prolongó inútilmente la duración de la función, exprimió reiteradamente la misma idea, y no convenció.
Referencia:
Obra: La evitable ascensión de Arturo Ui, de Bertolt Brecht.
Compañía: Centro Andaluz de Teatro (CAT).
Director: Carlos Álvarez Osorio.
Dramaturgia: José Manuel Mora.
Representaciones: En gira por Andalucía.
Obra: La evitable ascensión de Arturo Ui, de Bertolt Brecht.
Compañía: Centro Andaluz de Teatro (CAT).
Director: Carlos Álvarez Osorio.
Dramaturgia: José Manuel Mora.
Representaciones: En gira por Andalucía.