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Deseo, pasión y muerte en el universo de Lorca: ‘El público’

Nueva versión de la compañía de teatro La Abadía y el Teatro Nacional de Cataluña, bajo la dirección del siempre sorprendente Alex Rigola


La compañía de teatro La Abadía y el Teatro Nacional de Cataluña, bajo la dirección de Alex Rigola, llevaba el pasado 22 de enero al Teatro Alhambra de Granada el montaje de Alex Rigola de “El Público”, de Federico García Lorca. Aunque estemos acostumbrados a ver como Rigola lleva los textos a su propio terreno con una autenticidad fuera de toda duda, no deja de sorprendernos el atrevimiento con que ha resuelto los desafíos que este complejo texto plantea desde su inicio. Por gärt.




Fuente: Teatro Abadía/Teatro Alhambra de Granada.
Fuente: Teatro Abadía/Teatro Alhambra de Granada.
Cuando uno tiene la dicha de presenciar una gran versión sobre el texto El Público , de Federico García Lorca, acude a sabiendas de lo que va a escuchar a la salida del teatro. “Habrá que aplaudir porque toca”, afirmaba con rotundidad un espectador, “pero yo no me he enterado de nada”. “Demasiado denso”, opinaba otra, “estas cosas surrealistas me producen dolor de cabeza”.
 
Federico sabía lo que iba a suceder en el momento en que se estrenara esta obra tan profunda y tan poética. Sabía que el público no estaba preparado para sumergirse en un drama plagado de símbolos y alusiones a su intimidad. Esperaba, eso sí, que con los años llegaría otro público con la mente más abierta y los ojos menos nublados por la castración moral de una sociedad anclada en la nostalgia.
 
Han tenido que transcurrir setenta años para que eso ocurra, si bien, como no podía ser menos, no todos los que se atreven a experimentar nuevos lenguajes dramáticos tienen el mismo interés en  descifrar los códigos poéticos que la evolución literaria ha ido creando. La fuerza dramática de este lenguaje aparentemente opaco  –y para nada surrealista–  radica en su desprecio por la evidencia, en el juego de claves que el espectador deberá descifrar para penetrar en la verdad más esencial del autor.
 
Federico declara en una carta a su amigo el guitarrista Regino Sainz de la Maza “yo no he nacido todavía”, en alusión a que su obra no iba a ser comprendida y valorada durante mucho tiempo. No en vano, han transcurrido ochenta años desde la muerte del poeta y todavía estamos muy lejos de penetrar con la debida lucidez en la enorme profundidad de lo que él denominó sus comedias imposibles.
 
Por  más que los años y los estudios serios se superpongan, los críticos nos seguiremos equivocando sobre el contenido de uno de los textos dramáticos más hermosos que se hayan creado en los últimos siglos. Y aún así, está en la esencia de la crítica seria el deber de explicar con solvencia los misterios e interrogantes que hacen de la obra literaria un desafío para el entendimiento.
No en vano, una de las mejores bazas de este poema hecho pulso y aliento es la imposibilidad de llegar a un consenso sobre los significantes y los significados que oculta su propia estética.
 
Autenticidad fuera de toda duda
 
Después de la fantástica visión de Ricardo Iniesta y Atalaya, el listón había quedado fuera del alcance de la mayor parte del gremio, contando eso sí, con que la mayor parte del gremio no osaría montar un texto que pertenece a otro nivel de conciencia, muy alejado de los esquemas basados en la truculencia argumental.
 
Más afín a las acotaciones del poeta, Iniesta consigue mover a los actores como nunca antes (y me temo que tampoco después) se ha visto sobre el escenario. En El público de Atalaya los personajes flotaban inertes como criaturas mitológicas. Hasta la propia palabra era interpretada como si de una música se tratara, sobre la que los cuerpos de los actores danzaban desafiando a la gravedad.
 
Ahora bien, el montaje de Alex Rigola ha sido, a mi juicio, uno de los más comprometidos por parte de un director desde el estreno de Lluis Pascual en 1983. Aunque estemos acostumbrados a ver como Rigola lleva los textos a su propio terreno con una autenticidad fuera de toda duda, no deja de sorprendernos el atrevimiento con que ha resuelto los desafíos que este complejo texto plantea desde su inicio.
 
El recurso del desnudo en sustitución de los caballos blancos -fuerzas latentes de nuestro deseo, tantas veces castrado por las convenciones sociales, y tan importante para nuestra supervivencia- impacta y esclarece este símbolo usado por Lorca para entender la condición humana. La pulsión erótica que sigue despertando el cadáver de Julieta, eterno mito de la confusión entre el amor y el deseo, encuentra su contrario en el caballo negro de la muerte. Eros y Tánatos son, en la mágica versión de Rigola, cuerpos desnudos y caballero oscuro respectivamente.

La arena como frontera simbólica
 
La función del Teatro de la Abadía junto con el Teatre Nacional de Catalunya , aparte de utilizar medios técnicos capaces de hacer aparecer y desaparecer personajes en cualquier parte del escenario, no ha desaprovechado la ocasión de tomar prestado algún recurso de Jan Fabre, combinando las armonías vocales de los personajes arquetípicos, con el estilo naturalista de los actores que ejercen su papel en el nivel realista de la obra.
 
Tal vez -y digo solo tal vez- parte de la magia inherente al texto, se perdiera en la luminosidad del escenario. Nada como la oscuridad para escapar de las apariencias. Dado que la gran mentira de la realidad es uno de los ejes principales de este asombroso encaje de bolillo, de alguna manera pude echar en falta un mayor desarrollo estético de las coreografías entre los actores bajo un diseño de luces que centrara la atención en el área donde evolucionaba cada una de las batallas dialécticas.
 
La arena -frontera simbólica entre verdad y realidad- que asciende por un montículo, hasta la cortina dorada por donde entran y salen los sueños y las pesadillas, amortigua y esponja los pasos de los actores, alejándolos de la tierra firme.
 
Las evocadoras lámparas violan el vacío del espacio escénico e invaden el patio de butacas. La ausencia del biombo -elemento acotado por el autor en el texto original- facilita el desdoblamiento temporal de los personajes.
 
La música, festiva antes del inicio, va cargándose de sensualidad a medida que se acerca el principio del espectáculo. Un soporte idóneo para un bellísimo lenguaje que no está al alcance de todo el público, como tampoco lo está de todos los actores y de todos los directores.
 
Más allá de la máscara
 
Tanto en la ruptura con el concepto espacio-temporal dominante como en el uso de símbolos para explicar la dicotomía entre nuestros deseos íntimos y la castración de la realidad, la acción dramática de El público no guarda el menor respeto por las normas del teatro convencional. Lorca expresa una y otra vez su total indiferencia por el espectáculo como entretenimiento, de ahí que use un elemento tan circense como la arena para crear una frontera entre lo real y lo íntimo.
 
Sobre la arena del circo evoluciona el espectáculo del más difícil todavía, la sencilla emoción que hace al espectador olvidarse de lo que realmente importa. Los discursos humanos y las emociones complejas quedan fuera del show porque el espectador no acude a la función para que le hagan pensar. Y es aquí donde Lorca se niega a participar en un sistema que admite la conversión del arte dramático en un vehículo de evasión.
 
Lejos de someterse a las exigencias del mercado, el poeta opta por abrirse las entrañas y mostrar su verdad ante el público. Para ello toma como norma el uso de un lenguaje que rechaza el sermón directo y se eleva hacia el infinito en las alas de la poesía.
 
El público es un intenso poema dramático sobre el amor verdadero y su lucha contra una realidad hipócrita. Lejos, muy lejos de tener por tema la homosexualidad, el texto del poeta granadino cuestiona todas aquellas convenciones sociales que nos impiden gozar de nuestro deseo sin condicionantes. La homosexualidad no es una condición, por más que se empeñen los dogmáticos, sino una práctica tan antigua como la humanidad. No podemos marcar nuestra piel con etiquetas que limiten nuestra capacidad para amar.
 
Ahora bien, la cuestión de la homosexualidad es una constante en la obra, pero una constante implícita, que está en la dirección a la que apuntan buena parte de las metáforas y los símbolos. No obstante, esta circunstancia no la convierte en el TEMA de la obra, ya que la temática se centra en la diferencia entre lo verdadero y lo aparente.
 
Una de las conclusiones erróneas más extendidas es la confusión entre verdad y realidad. Esa cuestión es, en El público, el eje alrededor del cual gira todo el texto. Para ello, y usando el metateatro a modo de instrumento quirúrgico, Federico habla de teatro como sinónimo de vida. La vida no puede ser un escenario repleto de apariencias (máscaras) sino una oportunidad de mostrar nuestra verdad más esencial sin miedo a ser rechazados o, incluso, agredidos.
 
El elemento implícito de la mascara es sinónimo de los convencionalismos sociales que se imponen sobre el individuo para acallar la expresión de sus sentimientos y necesidades. Exponente de esta máscara es el teatro al aire libre, concebido por el poder como forma banal de diversión, siempre al gusto del pequeñoburgués que no desea ver aquello que ponga al descubierto su verdadero yo.
Así, el personaje del Director (Gonzalo) teme a la máscara porque siente miedo a mostrar su verdadera personalidad en público. Desde ese punto inicial, se va a establecer un intenso debate entre las dos fuerzas contrapuestas: la de la represión y la de la liberación.
 
Verdad y realidad
 
Y aquí está el verdadero sentido de la obra El público; nos encontramos ante un ejercicio dialéctico que confronta, por medio de la tensión entre energías opuestas, a la VERDAD, entendida como el sentimiento más íntimo y subjetivo del individuo, con la REALIDAD, esto es, el mundo de las apariencias.
 
En el entorno de la sociedad judeo-cristiana la realidad es falaz e hipócrita; rehuye la verdad y la proscribe. Como consecuencia; los individuos sometidos a la realidad temen vulnerar las normas y doctrinas que la blindan.
 
Así, por medio de la norma, la realidad (máscara) asfixia los sentimientos que conforman la personalidad íntima del ser humano: el deseo, el amor y el desamor, la angustia, la necesidad de soñar.
 
La máscara prohíbe el amor, lo encierra bajo una gruesa lápida de mentiras y corsés, lo condiciona de tal manera que, cuando aflora, se ha transformado en una ridícula expresión de lo que realmente es.
 
Por medio de intensas batallas dialécticas que se materializan en el teatro bajo la arena, el autor viene a decirnos que el amor no es homosexual, ni heterosexual, ni tampoco bisexual, y que, por tanto, no entiende de géneros ni conveniencias. El auténtico sentimiento debería superar las barreras de los tabúes o las falsas clasificaciones morales.

Referencia:
 
Obra: El público.
Autor: Federico García Lorca.
Dirección: Àlex Rigola.
Compañía: Teatro de la Abadía/Teatro Nacional de Catalunya.
Representación: Teatro Alhambra de Granada, 22-23 de enero de 2016.
 


Lunes, 1 de Febrero 2016
gärt
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