En 2015, Atalanta publicó la segunda edición de seis cuentos de Iván Turguénev (Rusia, 1818-1883) agrupados bajo el título de La Reliquia Viviente. Forman una especie de antología de un conjunto mayor llamado Memorias de un cazador (también Apuntes, Relatos o Narraciones de un cazador, según el gusto cambiante de los traductores): lo mejor que Turguénev escribió nunca, a decir de Tolstói y Nabokov.
Un hombre recorre la Rusia meridional a la caza del urogallo. Este narrador/cazador es tan dado a contemplar la naturaleza como a entablar conversación con cualquiera, siervo o noble, que encuentre a su paso en el claro del bosque, junto a un río, en una aldea, en el interior de una miserable cabaña.
Y ahí surge el cuento: la descripción del paisaje envuelve la aparición de los personajes con los que el cazador conversa o a los que simplemente escucha hablar. El cazador no es más que un cronista; sus crónicas impasibles revelan el crudo contraste entre la belleza de la naturaleza rusa y la miseria de las gentes que la habitan.
Unos niños que cuentan historias de fantasmas al amor de la lumbre, un animista defensor de los animales que recuerda al Dersu Uzala de Kurosawa, una campesina paralítica que agoniza en un cuartucho mientras canta hermosas canciones son algunos de los personajes que desfilan por estos cuentos-escena.
Un hombre recorre la Rusia meridional a la caza del urogallo. Este narrador/cazador es tan dado a contemplar la naturaleza como a entablar conversación con cualquiera, siervo o noble, que encuentre a su paso en el claro del bosque, junto a un río, en una aldea, en el interior de una miserable cabaña.
Y ahí surge el cuento: la descripción del paisaje envuelve la aparición de los personajes con los que el cazador conversa o a los que simplemente escucha hablar. El cazador no es más que un cronista; sus crónicas impasibles revelan el crudo contraste entre la belleza de la naturaleza rusa y la miseria de las gentes que la habitan.
Unos niños que cuentan historias de fantasmas al amor de la lumbre, un animista defensor de los animales que recuerda al Dersu Uzala de Kurosawa, una campesina paralítica que agoniza en un cuartucho mientras canta hermosas canciones son algunos de los personajes que desfilan por estos cuentos-escena.
Cazador de detalles
Tienen la extraña cualidad de resultar inolvidables. Tal vez porque la actitud del narrador/cazador se parece a la de los narradores de Chéjov: no interviene, no juzga, se limita a hacer preguntas, a dejarlos hablar, a comprenderlos.
Pero, por encima de la finura de sus retratos psicológicos y de su buen oído para los diálogos, Turguénev domina como pocos el arte de la descripción. Y aquí reside sobre todo la belleza de este libro.
Sus descripciones se agitan movidas por una suerte de “tensión narrativa”: el lector siente entonces el latido del bosque, aprecia la lenta gradación del azul al rojo en un atardecer, huele los campos, escucha el estallido del látigo, el blando aleteo de un pájaro.
Vladimir Nabokov, que no estimaba del todo el estilo de Turguénev, concede en su Curso de literatura rusa que fue un magistral pintor de paisajes, un cazador de detalles, el primer escritor ruso en observar “la particular combinación de sol y sombra en el aspecto de las personas”.
Hay un precioso ejemplo en “El final de Chertopjanov”, el cuento que cierra la selección: “Masha se detuvo y se volvió hacia él. Estaba de espaldas a la luz y se la veía toda negra, como una talla de madera oscura. Tan solo se distinguía el blanco de los ojos, que formaban dos almendras plateadas, mientras que las pupilas parecían más negras que nunca”.
Tienen la extraña cualidad de resultar inolvidables. Tal vez porque la actitud del narrador/cazador se parece a la de los narradores de Chéjov: no interviene, no juzga, se limita a hacer preguntas, a dejarlos hablar, a comprenderlos.
Pero, por encima de la finura de sus retratos psicológicos y de su buen oído para los diálogos, Turguénev domina como pocos el arte de la descripción. Y aquí reside sobre todo la belleza de este libro.
Sus descripciones se agitan movidas por una suerte de “tensión narrativa”: el lector siente entonces el latido del bosque, aprecia la lenta gradación del azul al rojo en un atardecer, huele los campos, escucha el estallido del látigo, el blando aleteo de un pájaro.
Vladimir Nabokov, que no estimaba del todo el estilo de Turguénev, concede en su Curso de literatura rusa que fue un magistral pintor de paisajes, un cazador de detalles, el primer escritor ruso en observar “la particular combinación de sol y sombra en el aspecto de las personas”.
Hay un precioso ejemplo en “El final de Chertopjanov”, el cuento que cierra la selección: “Masha se detuvo y se volvió hacia él. Estaba de espaldas a la luz y se la veía toda negra, como una talla de madera oscura. Tan solo se distinguía el blanco de los ojos, que formaban dos almendras plateadas, mientras que las pupilas parecían más negras que nunca”.