En un artículo anterior en Tendencias21 de las Religiones nos hicimos eco de diferentes noticias de la prensa en las que se ha hablado de frecuentes encuentros del papa Francisco con miembros de otras religiones en los que no ha faltado la oración común. Esto ha provocado escándalo por algunos católicos de mente estrecha que ven en este gesto un exceso de condescendencia con aquellos a los que algunos califican como “herejes” y que puede llevar a un exceso de relativismo y de sincretismo.
Algunos pueden entender la oración con representantes de las tres religiones llamadas monoteístas, ya que remiten a un origen histórico común en la fe de Abraham; pertenecen por lo tanto a una familia común. Tal pertenencia, como se verá enseguida, ofrece un elemento importante en relación al fundamento teológico de la oración común.
Pero ¿cómo se puede entender la oración común con otras religiones no monoteístas? ¿Cómo entienden las religiones lo que es la oración? ¿Cómo relacionarse y dialogar con tradiciones tan diferentes a la occidental? Es más: existen corrientes entre las distintas religiones, e incluso dentro de una única religión, como es el caso del hinduismo, hay corrientes muy diferentes: corriente teísta y no teísta; teísta y agnóstica; teísta o atea. Resulta claro que entre la bhakti hindú que se dirige a un Dios personal y la mística hindú de la advaita (no dualidad), las diferencias son notables; así también entre la actitud devocional de la bhakti hindú y la meditación o contemplación budista y etc.
No entraremos aquí en todas las distinciones que se podrían hacer. Bastará con mostrar el fundamento teológico para el compartir ya sea la oración o la contemplación o meditación según las familias religiosas implicadas.
Siguiendo al teólogo Jacques Dupuis, en un artículo publicado en Periodista Digital pocos años antes de su fallecimiento, será necesario aclarar cuatro puntos: 1.- Los presupuestos teológicos para la oración común en general; 2.- el fundamento teológico para la oración común entre cristianos y judios; 3.- entre cristianos y musulmanes; 4.- entre los miembros de las religiones llamadas monoteístas y las místicas del Oriente.
Presupuestos teológicos de la oración común
En su discurso a la Curia romana a fines de diciembre de 1986, el papa Juan Pablo II explicó y justificó teológicamente la Jornada de oración por la paz celebrada en Asís (de la que hemos hablado en otro artículo anterior en Tendencias21 de las Religiones). En este discurso indicaba las tendencias de la nueva actitud de la iglesia hacia las otras religiones, auspiciada y promovida por el Concilio Vaticano II.
Paradójica pero realmente, las consideraciones propuestas por el papa en tal ocasión pueden servir de fundamento no sólo a favor del método elegido en Asís: estar “juntos para orar” sino también del “orar juntos”, esto es, de la oración común. El papa señalaba tres consideraciones principales.
Con referencia al Concilio Vaticano II (véase Nostra Aetate núm. 1), Juan Pablo II apuntaba al “misterio de la unidad” que proviene de un doble fundamento: el origen común de Dios y el destino común en Dios de toda la familia humana, por una parte, y la salvación de la humanidad entera por parte de Dios en Jesucristo, por la otra. A partir de tal fundamento el papa afirmaba: “Por eso no hay más que un solo designio divino para cada ser humano que llega a este mundo (cf. Jn 1,9), un único principio y fin, cualquiera sea el color de su piel, el horizonte histórico y geográfico en el cual vive y actúa, la cultura en la cual ha crecido y se expresa. Las diferencias son un elemento menos importante con respecto a la unidad que, en cambio, es radical, básica y determinante (n. 3)
A la luz de este misterio de unidad, de hecho, las diferencias de todo tipo y en primer lugar, las religiosas, en la medida en que son reduccionismos del designio de Dios, se revelan como pertenecientes a otro orden (n. 5)
Los hombres podrán con frecuencia no ser conscientes de ésta, su radical unidad de origen, de destino y de inserción en el mismo plan divino y cuando profesan religiones distintas e incompatibles entre ellas, podrán también sentir como insuperables sus divisiones. Pero no obstante esto, ellos están incluidos en el gran y único designio de Dios, en Jesucristo, el cual “se ha unido, en cierto modo con todo hombre” (Gaudium et Spes 22), aun cuando éste no sea consciente de ello” (n. 5).
El tercer elemento al que el papa hace referencia en su discurso es la presencia activa universal del Espíritu Santo en todas las personas, en todas las religiones y especialmente en cada oración sincera que surge del corazón de cualquier hombre, cristiano o no. Afirma el papa: “Cada oración auténtica se encuentra bajo el influjo del Espíritu ‘que intercede con insistencia por nosotros’, ‘porque ni siquiera sabemos que cosa sea conveniente pedir’, pero Él ruega en nosotros ‘con gemidos inexpresables’ y ‘Aquél que escruta los corazones sabe cuáles son los deseos del Espíritu’ (cf. Rm 8, 26-27) Podemos creer, en efecto, que cada auténtica oración es suscitada por el Espíritu Santo, el cual está misteriosamente presente en el corazón de cada hombre (n. 11)”.
El Concilio Vaticano II había puesto como base de una concepción cristiana de la relación de la Iglesia con las religiones mundiales, la doble comunión existente entre todas las personas y todos los pueblos, a partir del origen y destino común (cf. Nostra Aetate 1) y de la salvación universal en Jesucristo. Pero a este propósito, faltaba toda referencia a la presencia y la acción universal del Espíritu de Dios entre los seres humanos en las distintas épocas.
Se puede decir que la contribución peculiar del papa Juan Pablo II a una “teología de las religiones” y del diálogo interreligioso, consiste en el énfasis con que afirma la presencia operante del Espíritu de Dios en la vida religiosa de los no cristianos y en sus tradiciones religiosas. No faltan los testimonios. Prescindiendo del discurso recién recordado, citamos sólo uno en el cual la carta a los Romanos (Rom 8,26) se aplica nuevamente a la oración sincera de cada hombre, independientemente de la tradición religiosa a la cual pertenecen.
“Lo que parece mancomunar y unir juntos, en modo particular a cristianos y creyentes de otras religiones, es el reconocimiento de la necesidad de la oración como expresión de la espiritualidad del hombre orientada hacia lo Absoluto. También cuando para algunos es el gran Desconocido, él permanece sin embargo siempre en realidad el mismo Dios viviente. Alimentamos la esperanza de que en todas partes donde el espíritu humano se abre en oración a este Dios Desconocido, será percibido un eco de aquel mismo Espíritu que, conociendo los límites y la debilidad de la persona humana, ruega él mismo en nosotros y en nombre nuestro “intercediendo por nosotros con gemidos inexpresables” (Rm. 8,26). La intercesión del Espíritu de Dios que ruega en nosotros es por nosotros fruto del misterio de la redención obrada por Cristo, en la cual el amor universal del Padre ha sido manifestado al mundo”. (Mensaje de Juan Pablo II a los pueblos de Asia - Manila, 21 de febrero de 1981-, n.4. En AAS 73 (1981) pág. 391-398).
De estos textos emerge una enseñanza constante: el Espíritu Santo está universalmente presente y activo en el mundo, en los miembros de las otras tradiciones religiosas. Toda oración auténtica, aun la que se dirige a un Dios Desconocido, es fruto de su presencia en nosotros, mejor dicho, es obra suya en nosotros. A través de la oración los cristianos y los miembros de las otras tradiciones religiosas están por lo tanto profundamente unidos en el Espíritu Santo.
Aunque no sea dicho explícitamente en los textos hasta ahora recordados, parece que se puede llegar a la posibilidad, es más, al deseo de l a oración común, la cual no será otra que la expresión común de tal comunión en el espíritu de Dios. A través de la oración común se encontrarán recíprocamente el obrar del espíritu de Dios en los unos y los otros, en un testimonio común.
Algunos pueden entender la oración con representantes de las tres religiones llamadas monoteístas, ya que remiten a un origen histórico común en la fe de Abraham; pertenecen por lo tanto a una familia común. Tal pertenencia, como se verá enseguida, ofrece un elemento importante en relación al fundamento teológico de la oración común.
Pero ¿cómo se puede entender la oración común con otras religiones no monoteístas? ¿Cómo entienden las religiones lo que es la oración? ¿Cómo relacionarse y dialogar con tradiciones tan diferentes a la occidental? Es más: existen corrientes entre las distintas religiones, e incluso dentro de una única religión, como es el caso del hinduismo, hay corrientes muy diferentes: corriente teísta y no teísta; teísta y agnóstica; teísta o atea. Resulta claro que entre la bhakti hindú que se dirige a un Dios personal y la mística hindú de la advaita (no dualidad), las diferencias son notables; así también entre la actitud devocional de la bhakti hindú y la meditación o contemplación budista y etc.
No entraremos aquí en todas las distinciones que se podrían hacer. Bastará con mostrar el fundamento teológico para el compartir ya sea la oración o la contemplación o meditación según las familias religiosas implicadas.
Siguiendo al teólogo Jacques Dupuis, en un artículo publicado en Periodista Digital pocos años antes de su fallecimiento, será necesario aclarar cuatro puntos: 1.- Los presupuestos teológicos para la oración común en general; 2.- el fundamento teológico para la oración común entre cristianos y judios; 3.- entre cristianos y musulmanes; 4.- entre los miembros de las religiones llamadas monoteístas y las místicas del Oriente.
Presupuestos teológicos de la oración común
En su discurso a la Curia romana a fines de diciembre de 1986, el papa Juan Pablo II explicó y justificó teológicamente la Jornada de oración por la paz celebrada en Asís (de la que hemos hablado en otro artículo anterior en Tendencias21 de las Religiones). En este discurso indicaba las tendencias de la nueva actitud de la iglesia hacia las otras religiones, auspiciada y promovida por el Concilio Vaticano II.
Paradójica pero realmente, las consideraciones propuestas por el papa en tal ocasión pueden servir de fundamento no sólo a favor del método elegido en Asís: estar “juntos para orar” sino también del “orar juntos”, esto es, de la oración común. El papa señalaba tres consideraciones principales.
Con referencia al Concilio Vaticano II (véase Nostra Aetate núm. 1), Juan Pablo II apuntaba al “misterio de la unidad” que proviene de un doble fundamento: el origen común de Dios y el destino común en Dios de toda la familia humana, por una parte, y la salvación de la humanidad entera por parte de Dios en Jesucristo, por la otra. A partir de tal fundamento el papa afirmaba: “Por eso no hay más que un solo designio divino para cada ser humano que llega a este mundo (cf. Jn 1,9), un único principio y fin, cualquiera sea el color de su piel, el horizonte histórico y geográfico en el cual vive y actúa, la cultura en la cual ha crecido y se expresa. Las diferencias son un elemento menos importante con respecto a la unidad que, en cambio, es radical, básica y determinante (n. 3)
A la luz de este misterio de unidad, de hecho, las diferencias de todo tipo y en primer lugar, las religiosas, en la medida en que son reduccionismos del designio de Dios, se revelan como pertenecientes a otro orden (n. 5)
Los hombres podrán con frecuencia no ser conscientes de ésta, su radical unidad de origen, de destino y de inserción en el mismo plan divino y cuando profesan religiones distintas e incompatibles entre ellas, podrán también sentir como insuperables sus divisiones. Pero no obstante esto, ellos están incluidos en el gran y único designio de Dios, en Jesucristo, el cual “se ha unido, en cierto modo con todo hombre” (Gaudium et Spes 22), aun cuando éste no sea consciente de ello” (n. 5).
El tercer elemento al que el papa hace referencia en su discurso es la presencia activa universal del Espíritu Santo en todas las personas, en todas las religiones y especialmente en cada oración sincera que surge del corazón de cualquier hombre, cristiano o no. Afirma el papa: “Cada oración auténtica se encuentra bajo el influjo del Espíritu ‘que intercede con insistencia por nosotros’, ‘porque ni siquiera sabemos que cosa sea conveniente pedir’, pero Él ruega en nosotros ‘con gemidos inexpresables’ y ‘Aquél que escruta los corazones sabe cuáles son los deseos del Espíritu’ (cf. Rm 8, 26-27) Podemos creer, en efecto, que cada auténtica oración es suscitada por el Espíritu Santo, el cual está misteriosamente presente en el corazón de cada hombre (n. 11)”.
El Concilio Vaticano II había puesto como base de una concepción cristiana de la relación de la Iglesia con las religiones mundiales, la doble comunión existente entre todas las personas y todos los pueblos, a partir del origen y destino común (cf. Nostra Aetate 1) y de la salvación universal en Jesucristo. Pero a este propósito, faltaba toda referencia a la presencia y la acción universal del Espíritu de Dios entre los seres humanos en las distintas épocas.
Se puede decir que la contribución peculiar del papa Juan Pablo II a una “teología de las religiones” y del diálogo interreligioso, consiste en el énfasis con que afirma la presencia operante del Espíritu de Dios en la vida religiosa de los no cristianos y en sus tradiciones religiosas. No faltan los testimonios. Prescindiendo del discurso recién recordado, citamos sólo uno en el cual la carta a los Romanos (Rom 8,26) se aplica nuevamente a la oración sincera de cada hombre, independientemente de la tradición religiosa a la cual pertenecen.
“Lo que parece mancomunar y unir juntos, en modo particular a cristianos y creyentes de otras religiones, es el reconocimiento de la necesidad de la oración como expresión de la espiritualidad del hombre orientada hacia lo Absoluto. También cuando para algunos es el gran Desconocido, él permanece sin embargo siempre en realidad el mismo Dios viviente. Alimentamos la esperanza de que en todas partes donde el espíritu humano se abre en oración a este Dios Desconocido, será percibido un eco de aquel mismo Espíritu que, conociendo los límites y la debilidad de la persona humana, ruega él mismo en nosotros y en nombre nuestro “intercediendo por nosotros con gemidos inexpresables” (Rm. 8,26). La intercesión del Espíritu de Dios que ruega en nosotros es por nosotros fruto del misterio de la redención obrada por Cristo, en la cual el amor universal del Padre ha sido manifestado al mundo”. (Mensaje de Juan Pablo II a los pueblos de Asia - Manila, 21 de febrero de 1981-, n.4. En AAS 73 (1981) pág. 391-398).
De estos textos emerge una enseñanza constante: el Espíritu Santo está universalmente presente y activo en el mundo, en los miembros de las otras tradiciones religiosas. Toda oración auténtica, aun la que se dirige a un Dios Desconocido, es fruto de su presencia en nosotros, mejor dicho, es obra suya en nosotros. A través de la oración los cristianos y los miembros de las otras tradiciones religiosas están por lo tanto profundamente unidos en el Espíritu Santo.
Aunque no sea dicho explícitamente en los textos hasta ahora recordados, parece que se puede llegar a la posibilidad, es más, al deseo de l a oración común, la cual no será otra que la expresión común de tal comunión en el espíritu de Dios. A través de la oración común se encontrarán recíprocamente el obrar del espíritu de Dios en los unos y los otros, en un testimonio común.
Oración común entre cristianos y judíos
Las tres religiones monoteístas ponen igual énfasis sobre la unicidad del Dios por ellas adorado. El Dios de Jesucristo como también el del Corán, es el Dios de la fe de Abraham, el cual ha revelado su nombre a Moisés. El shemá de Israel pone de relieve la unicidad del Dios viviente: “Escucha Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor” (Dt. 6,4).
Tal unicidad es ulteriormente profundizada en el Deutero-Isaías: “Yo soy el Señor y no hay otro, no hy ningún Dios fuera de mí (Is 45,5); “Yo soy el Señor, no hay salvador fuera de mí” (Is. 43,11; cf. 43, 8-13; 44, 6-8; 24-28; 45, 20-25...)
El mismo mensaje se repite en la Escritura Cristiana: “escucha Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor y tú amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu Espíritu y con todas tus fuerzas” (Mc. 12, 29-30; cf Mt. 22, 37-38); éste es el primer mandamiento. El monoteísmo cristiano reivindica una continuidad directa con el monoteísmo judío.
Evidentemente no se puede pasar por alto que el monoteísmo trinitario según el cual las tres “personas” del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo son el mismo Dios que se ha revelado progresivamente a través del “Primer” Testamento y finalmente en Jesucristo. Sigue siendo cierto que el Dios de Jesús es justamente el de Moisés, el cual lo llama su Padre. Entre el monoteísmo judío y el cristiano hay continuidad, no discontinuidad, profundización, no diferencia. Cristianos y judíos adoran al mismo Dios.
Aquél único Dios ha hecho, a través de Moisés una alianza con Israel su pueblo elegido. Tal alianza jamás ha sido revocada por Dios a pesar de la infidelidad por parte de una porción del pueblo elegido, del cual habla Pablo en la Carta a los Romanos. Aquí tocamos un elemento fundamental con respecto al diálogo entre cristianos y judíos y la posibilidad de una oración común entre ellos.
El Concilio Vaticano II, allí donde nos recuerda ”el gran patrimonio espiritual común a cristianos y judíos”, hace referencia la “antigua alianza” sellada por Dios con el pueblo judío al cual, según Pablo “pertenece la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto y las promesas...” (cf Rm. 9,4-5), un Dios “cuyos dones y cuya llamada son sin arrepentimiento” (cf Rm. 9, 29-30) (Nostra Aetate 4).
Más claramente todavía Juan Pablo II, en un discurso pronunciado en 1980 en Mainz (Alemania) hizo referencia explícita al “pueblo de Dios de la antigua alianza, que jamás ha sido revocada” (Textos en AAS7(1991) 80).
Tal afirmación va contra lo que ha sido por mucho tiempo la convicción cristiana sobre la que se fundaban las relaciones tensas entre cristianos y judíos. El problema está en que si, por el evento Cristo y la “nueva alianza” en él constituida, la “antigua alianza” con Israel sea obsoleta y haya sido abrogada, como la tradición cristiana ha afirmado frecuentemente.
¿Cómo debe ser entendida pues la relación entre la alianza mosaica y la alianza crística? Más en particular: ¿la relación de gracia que une hoy con Dios a personas pertenecientes al pueblo judío debe ser atribuida a una eficacia permanente de la alianza mosaica o bien a la nueva alianza establecida en Jesucristo?
¿Ésta última sustituye simplemente a la precedente haciéndola inoperante de ahora en más? Pablo se encontró con tal problema en la Carta a los Romanos (cf Rm. 9,11). Es verdad que el rechazo de Jesús por obra de “una parte” del pueblo judío, ha provocado en su mente problemas cruciales, con los que él continuó luchando por mucho tiempo, sin encontrar nunca una solución decisiva.
Pero por otra parte es verdad que una convicción permaneció siempre firmemente esculpida en la mente de Pablo: Israel era y continuaba siendo el pueblo de Dios; la alianza con Moisés continuaba incesante, gracias al amor y a la fidelidad inquebrantable de Dios. A la pregunta: “¿Quizá Dios ha repudiado a su pueblo?, él respondía: “¡Imposible!” (Rm. 11,1); y explicaba: “El don y la llamada de Dios son irrevocables” (Rm. 11,29)
En el contexto del diálogo teológico judeo-cristiano, los interrogantes de San Pablo continúan todavía interpelando a los teólogos cristianos y a los estudiosos judíos. Basta aquí hacer referencia al reciente libro de Lohfink cuyo título La alianza nunca revocada está directamente inspirada por la palabra de Juan Pablo II recordada más arriba. (N. Lohfink L’alleanza mai revocata, Queriniana, Brescia, 1991)
El autor considera desde el principio los datos bíblicos relativos a la relación entre la “antigua” y la “nueva” alianza, especialmente en 2Cor 3,14; Jer 31, 31-34 y Rm 9-11). Él muestra que los datos bíblicos son más refinados y sutiles que cuanto suponga la plurisecular tradición cristiana de las “dos alianzas” de las cuales la “nueva” en Jesucristo, habría abolido la “antigua” en Moisés.
Sin querer seguir aquí las argumentaciones en sus detalles, del análisis hecho por Lohfink deriva que la “antigua alianza” de la que se habla en 2Cor 3,14 no es entendida por Pablo como abolida sino como “develada” por la nueva. La nueva alianza no es otra que la primera; ella la devela, irradiando el esplendor del Señor, que la precedente encerraba sin revelarlo plenamente.
De manera similar, la “nueva alianza” de Jer 31,31-34 no contiene ninguna referencia a dos alianzas distintas sino a una sola que Dios restablecerá no obstante la infidelidad de Dios a su pueblo, de la que había hablado Jeremías, asume para Pablo una forma escatológica y cristológica.
El hecho es que en Jesucristo la única “alianza” se ha condensado en la radicalidad escatológica” y así encuentra en él su “sentido pleno y definitivo” (Ib., p.84) y esto lleva al autor a concluir: “Por lo tanto soy propenso a una teoría de la única alianza que comprenda, si bien con diferencias, ya sea a los judíos como a los cristianos, y justamente los judíos y los cristianos de hoy” (Ib., p. 87)
Cualquiera sea la fórmula adoptada en el contexto actual del diálogo judeo-cristiano, es necesario evitar dos posiciones extremas. Ellas incluyen, por un lado, toda “teoría de cumplimiento” –entendido como mera sustitución- en Jesucristo, de las promesas y de la alianza con Israel. La afirmación del mismo Jesús de no haber “venido a abolir sino a dar cumplimiento a la Ley y a los profetas” (Mt 5,18) impide esta interpretación.
Por otro lado, se evita también cualquier impresión de una dualidad de vías paralelas, que destruiría la unidad del plan de salvación divino para la humanidad, que alcanza en Jesús su realización escatológica. Desde un punto de vista cristiano, la posición intermedia parece ser la de una sola alianza y dos vías interconectadas dentro de un único y orgánico plan de salvación.
El plan de salvación divino posee una unidad orgánica cuyo dinamismo es manifestado por la historia. Israel y el cristianismo están indisolublemente unidos en la historia de la salvación bajo el arco de la alianza. La alianza mediante la cual el pueblo judío obtenía la salvación en el pasado y continúa aún hoy siendo salvado, es la misma alianza mediante la cual los cristianos son llamados a la salvación en Jesucristo.
No hay ninguna sustitución de un “nuevo” pueblo de Dios a otro pueblo definido, de ahora en adelante, “antiguo”, sino una expansión hasta los confines del mundo, del único pueblo de Dios, del cual, la elección de Israel y la alianza con Moisés eran y permanecen siendo “la raíz y la fuente, el fundamento y la promesa.”
Ahora, cuanto ha sido dicho, tiene sus importantes consecuencias con respecto a la posibilidad de una oración común entre cristianos y judíos. Los dos tienen el mismo Dios, se encuentran bajo el arco de la misma alianza divina, constituyen juntos el mismo pueblo de Dios. Orar juntos consistirá en reconocer el vínculo mutuo que los une recíprocamente en el plan divino de salvación para la humanidad, no obstante sus diferencias. Consistirá en agradecer a Dios por sus dones gratuitos e irrevocables.
No es éste el lugar para entrar en detalles con respecto al modo concreto de proceder en la oración común cristiano-judía. Es suficiente recordar el discernimiento necesario en cualquier situación de oración mixta, a la que hemos hecho alusión anteriormente.
En lo que respecta a una posible elección de oraciones comunes, parece claro que muchos de entre los salmos de la Biblia judía (excluidos los llamados de “venganza”) pueden ser usados juntos por cristianos y judíos. Igualmente aceptable para todos debería ser la oración enseñada por Jesús a sus discípulos, cuyo contenido y redacción están profundamente inspirados por la espiritualidad de la Biblia judía.
Las tres religiones monoteístas ponen igual énfasis sobre la unicidad del Dios por ellas adorado. El Dios de Jesucristo como también el del Corán, es el Dios de la fe de Abraham, el cual ha revelado su nombre a Moisés. El shemá de Israel pone de relieve la unicidad del Dios viviente: “Escucha Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor” (Dt. 6,4).
Tal unicidad es ulteriormente profundizada en el Deutero-Isaías: “Yo soy el Señor y no hay otro, no hy ningún Dios fuera de mí (Is 45,5); “Yo soy el Señor, no hay salvador fuera de mí” (Is. 43,11; cf. 43, 8-13; 44, 6-8; 24-28; 45, 20-25...)
El mismo mensaje se repite en la Escritura Cristiana: “escucha Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor y tú amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu Espíritu y con todas tus fuerzas” (Mc. 12, 29-30; cf Mt. 22, 37-38); éste es el primer mandamiento. El monoteísmo cristiano reivindica una continuidad directa con el monoteísmo judío.
Evidentemente no se puede pasar por alto que el monoteísmo trinitario según el cual las tres “personas” del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo son el mismo Dios que se ha revelado progresivamente a través del “Primer” Testamento y finalmente en Jesucristo. Sigue siendo cierto que el Dios de Jesús es justamente el de Moisés, el cual lo llama su Padre. Entre el monoteísmo judío y el cristiano hay continuidad, no discontinuidad, profundización, no diferencia. Cristianos y judíos adoran al mismo Dios.
Aquél único Dios ha hecho, a través de Moisés una alianza con Israel su pueblo elegido. Tal alianza jamás ha sido revocada por Dios a pesar de la infidelidad por parte de una porción del pueblo elegido, del cual habla Pablo en la Carta a los Romanos. Aquí tocamos un elemento fundamental con respecto al diálogo entre cristianos y judíos y la posibilidad de una oración común entre ellos.
El Concilio Vaticano II, allí donde nos recuerda ”el gran patrimonio espiritual común a cristianos y judíos”, hace referencia la “antigua alianza” sellada por Dios con el pueblo judío al cual, según Pablo “pertenece la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto y las promesas...” (cf Rm. 9,4-5), un Dios “cuyos dones y cuya llamada son sin arrepentimiento” (cf Rm. 9, 29-30) (Nostra Aetate 4).
Más claramente todavía Juan Pablo II, en un discurso pronunciado en 1980 en Mainz (Alemania) hizo referencia explícita al “pueblo de Dios de la antigua alianza, que jamás ha sido revocada” (Textos en AAS7(1991) 80).
Tal afirmación va contra lo que ha sido por mucho tiempo la convicción cristiana sobre la que se fundaban las relaciones tensas entre cristianos y judíos. El problema está en que si, por el evento Cristo y la “nueva alianza” en él constituida, la “antigua alianza” con Israel sea obsoleta y haya sido abrogada, como la tradición cristiana ha afirmado frecuentemente.
¿Cómo debe ser entendida pues la relación entre la alianza mosaica y la alianza crística? Más en particular: ¿la relación de gracia que une hoy con Dios a personas pertenecientes al pueblo judío debe ser atribuida a una eficacia permanente de la alianza mosaica o bien a la nueva alianza establecida en Jesucristo?
¿Ésta última sustituye simplemente a la precedente haciéndola inoperante de ahora en más? Pablo se encontró con tal problema en la Carta a los Romanos (cf Rm. 9,11). Es verdad que el rechazo de Jesús por obra de “una parte” del pueblo judío, ha provocado en su mente problemas cruciales, con los que él continuó luchando por mucho tiempo, sin encontrar nunca una solución decisiva.
Pero por otra parte es verdad que una convicción permaneció siempre firmemente esculpida en la mente de Pablo: Israel era y continuaba siendo el pueblo de Dios; la alianza con Moisés continuaba incesante, gracias al amor y a la fidelidad inquebrantable de Dios. A la pregunta: “¿Quizá Dios ha repudiado a su pueblo?, él respondía: “¡Imposible!” (Rm. 11,1); y explicaba: “El don y la llamada de Dios son irrevocables” (Rm. 11,29)
En el contexto del diálogo teológico judeo-cristiano, los interrogantes de San Pablo continúan todavía interpelando a los teólogos cristianos y a los estudiosos judíos. Basta aquí hacer referencia al reciente libro de Lohfink cuyo título La alianza nunca revocada está directamente inspirada por la palabra de Juan Pablo II recordada más arriba. (N. Lohfink L’alleanza mai revocata, Queriniana, Brescia, 1991)
El autor considera desde el principio los datos bíblicos relativos a la relación entre la “antigua” y la “nueva” alianza, especialmente en 2Cor 3,14; Jer 31, 31-34 y Rm 9-11). Él muestra que los datos bíblicos son más refinados y sutiles que cuanto suponga la plurisecular tradición cristiana de las “dos alianzas” de las cuales la “nueva” en Jesucristo, habría abolido la “antigua” en Moisés.
Sin querer seguir aquí las argumentaciones en sus detalles, del análisis hecho por Lohfink deriva que la “antigua alianza” de la que se habla en 2Cor 3,14 no es entendida por Pablo como abolida sino como “develada” por la nueva. La nueva alianza no es otra que la primera; ella la devela, irradiando el esplendor del Señor, que la precedente encerraba sin revelarlo plenamente.
De manera similar, la “nueva alianza” de Jer 31,31-34 no contiene ninguna referencia a dos alianzas distintas sino a una sola que Dios restablecerá no obstante la infidelidad de Dios a su pueblo, de la que había hablado Jeremías, asume para Pablo una forma escatológica y cristológica.
El hecho es que en Jesucristo la única “alianza” se ha condensado en la radicalidad escatológica” y así encuentra en él su “sentido pleno y definitivo” (Ib., p.84) y esto lleva al autor a concluir: “Por lo tanto soy propenso a una teoría de la única alianza que comprenda, si bien con diferencias, ya sea a los judíos como a los cristianos, y justamente los judíos y los cristianos de hoy” (Ib., p. 87)
Cualquiera sea la fórmula adoptada en el contexto actual del diálogo judeo-cristiano, es necesario evitar dos posiciones extremas. Ellas incluyen, por un lado, toda “teoría de cumplimiento” –entendido como mera sustitución- en Jesucristo, de las promesas y de la alianza con Israel. La afirmación del mismo Jesús de no haber “venido a abolir sino a dar cumplimiento a la Ley y a los profetas” (Mt 5,18) impide esta interpretación.
Por otro lado, se evita también cualquier impresión de una dualidad de vías paralelas, que destruiría la unidad del plan de salvación divino para la humanidad, que alcanza en Jesús su realización escatológica. Desde un punto de vista cristiano, la posición intermedia parece ser la de una sola alianza y dos vías interconectadas dentro de un único y orgánico plan de salvación.
El plan de salvación divino posee una unidad orgánica cuyo dinamismo es manifestado por la historia. Israel y el cristianismo están indisolublemente unidos en la historia de la salvación bajo el arco de la alianza. La alianza mediante la cual el pueblo judío obtenía la salvación en el pasado y continúa aún hoy siendo salvado, es la misma alianza mediante la cual los cristianos son llamados a la salvación en Jesucristo.
No hay ninguna sustitución de un “nuevo” pueblo de Dios a otro pueblo definido, de ahora en adelante, “antiguo”, sino una expansión hasta los confines del mundo, del único pueblo de Dios, del cual, la elección de Israel y la alianza con Moisés eran y permanecen siendo “la raíz y la fuente, el fundamento y la promesa.”
Ahora, cuanto ha sido dicho, tiene sus importantes consecuencias con respecto a la posibilidad de una oración común entre cristianos y judíos. Los dos tienen el mismo Dios, se encuentran bajo el arco de la misma alianza divina, constituyen juntos el mismo pueblo de Dios. Orar juntos consistirá en reconocer el vínculo mutuo que los une recíprocamente en el plan divino de salvación para la humanidad, no obstante sus diferencias. Consistirá en agradecer a Dios por sus dones gratuitos e irrevocables.
No es éste el lugar para entrar en detalles con respecto al modo concreto de proceder en la oración común cristiano-judía. Es suficiente recordar el discernimiento necesario en cualquier situación de oración mixta, a la que hemos hecho alusión anteriormente.
En lo que respecta a una posible elección de oraciones comunes, parece claro que muchos de entre los salmos de la Biblia judía (excluidos los llamados de “venganza”) pueden ser usados juntos por cristianos y judíos. Igualmente aceptable para todos debería ser la oración enseñada por Jesús a sus discípulos, cuyo contenido y redacción están profundamente inspirados por la espiritualidad de la Biblia judía.
Oración común entre cristianos y musulmanes
Siguiendo con el texto de Jacques Dupuis, publicado en Periodista Digital, nos referimos ahora a la reflexión teológica sobre las posibilidades de oración común entre cristianos y musulmanes.
El Secretariado Vaticano para los no cristianos ha ofrecido las directivas al respecto en sus “Orientaciones para el diálogo entre cristianos y musulmanes”. La segunda edición de las “Orientaciones” (1981) (cf M. Borrmans, Orientamenti per un dialogo tra cristiani e mussulmani, UUP. Roma 1988) se expresa como sigue:
“Sucede que cristianos y musulmanes tienen la necesidad de orar juntos y se dan cuenta de pronto lo difícil que es. Parece que los unos y los otros debieran respetar integralmente lo que constituye la oración ritual y el culto oficial de sus iguales, sin pretender jamás participar directamente, pero aceptando de buen grado el ser testigos, si son invitados y asistir o, si lo piden, estar presentes, en nombre de la hospitalidad de Abraham. El verdadero diálogo exige que se que se eviten las invitaciones urgentes (apremiantes) o las fáciles confusiones: algunos sospecharían formas enmascaradas de proselitismo interesado, otros deducirían una voluntad de sincretismo práctico.
Sería necesario hacer lo mismo con los libros y los textos oficiales que están subordinados a la expresión auténtica de la fe de los unos y los otros: el Corán pertenece, en primer lugar a los musulmanes y la ‘fatiha’ es la oración que les es propia, como el Nuevo Testamento pertenece ante todo a los cristianos y el ‘Padre Nuestro’ es la oración que corresponde mejor a su fe. Dar prueba de respeto por la fe de los otros significa evitar, aquí, toda voluntad de anexión y toda tentativa de “recuperación”. Al contrario, se puede pensar que los unos y los otros encuentren en el ejemplo de los místicos y de los santos la audacia necesaria para crear las formas comunes de alabanza y de súplica que los reuniría en una experiencia de oración vivida juntos”.
Como se puede ver, las “Orientaciones”, a pesar de no excluir la posibilidad de una oración común entre cristianos y musulmanes, son muy cautas en impedir toda forma de sincretismo o recuperación indebida. Sin embargo, hay que preguntarse en el diálogo con los musulmanes, cual es el fundamento específico que justifique, mejor dicho, que quizá pueda alentar tal praxis.
El Concilio Vaticano II, donde indica el aprecio con que la iglesia mira a los musulmanes “que adoran al único Dios”, insiste sobre el hecho de que ellos buscan someterse a sus designios ocultos “como se sometió Abraham, a quien la fe islámica mira con complacencia (Nostra Aetate 3).
Es de notar que el Concilio se alegra de afirmar que los musulmanes se vuelven a la fe de Abraham, sin decir en forma explícita que comparten efectivamente tal fe junto con los judíos y los cristianos. Los documentos oficiales de la iglesia se hacen progresivamente más explícitos en valor, en mérito. Las tres religiones llamadas monoteístas tienen un fundamento histórico común en la fe de Abraham.
Mostramos antes que el monoteísmo cristiano reinvindíca una continuidad directa con el monoteísmo judío. El Dios de Moisés es el de Jesucristo. Es también el del Corán y del Islam. La doctrina del Corán concuerda: “Nuestro Dios y vuestro Dios es uno solo” (Sura 29,46).
El contexto de la cita indica claramente que la referencia es a la “gente del libro”, esto es, a Israel y a los cristianos: “Creemos en aquello que ha sido mandado desde lo alto a nosotros y en lo que ha sido mandado desde lo alto a ustedes. Nuestro Dios y vuestro Dios es uno solo y nosotros estamos totalmente consagrados (“muslim”) (Ib.) Y en otra parte del Corán, Alá dice: “no hay ningún Dios fuera de mí (illa ana)” (Sura 16,2; 21,14)
También el Islam hace remontar sus raíces a la fe de Abraham, aunque la alianza con Abraham y la promesa a ella concedida no se encuentran en el Corán. Éste último enseña la existencia de un solo Dios, creador providente y legislador. Esto, por otra parte, nos hace volver a la misión de los profetas, de los cuales se habla en la Biblia, y la de Jesús.
Aunque no narra la historia de Israel de manera detallada como hace la Biblia, el Corán rememora momentos culminantes de la vida de Abraham, de Isaac, de Moisés y de Jesús. Estos momentos culminantes, referidos de manera discontinua, señalan los tiempos de la auto-revelación de Dios como Dios único. Sin embargo, más que la historia del pueblo, lo que importa para el Corán es la intervención de Dios que desde su trascendencia en el cielo “hace descender su Verbo” sobre profetas, para que lo revelen.
Las tres tradiciones afirman por lo tanto en manera inequívoca tener sus raíces en el Dios de Abraham. Ellas comparten el mismo Dios. Esto no significa sin embargo que las tres religiones monoteístas tengan de él un idéntico concepto. Al menos a nivel doctrinal, en efecto, es verdad lo contrario.
La tradición cristiana afirma que prolonga el monoteísmo de Israel, desarrollándolo en la doctrina trinitaria; el monoteísmo del Corán y de la tradición del Islam remonta también su origen al Dios de la fe de Israel afirmando que la completa y la purifica de la corrupción sufrida por la fe y la obra de la doctrina trinitaria cristiana.
Como demuestra en forma oportuna R. Arnáldez, las tres comunidades religiosas fundadoras nos reenvían a experiencias ampliamente diversas del mismísimo Dios. (Cf. R. Arnáldez, Trois messagers pour un Seul Dieu, Albin Michel, Paris, 1983).
Para Israel Dios es ante todo el Omnipotente que ha liberado su pueblo de la esclavitud de Egipto y que lo ha guiado a lo largo de la historia, a través de una especie de “retroyección”, este Dios aparece como el Creador de los seres humanos y del universo.
El cristianismo interioriza la fe monoteísta de Israel subrayando en ella al mismo tiempo el alcance universal. Pero mientras para los judíos es primariamente el salvador, para los musulmanes El es primero que todo el Señor, el Creador omnipotente.
Para Israel, el suceso paradigmático de la salvación es el éxodo obrado en el pasado por el Dios de la alianza a favor de su pueblo. Esto es ritualizado en la historia y celebrado en el memorial como promesa de salvación escatológica.
Para el cristianismo, el fundamento en torno del cual gira toda la historia de la salvación es el evento Jesucristo, con su extensión hacia la segunda venida del Señor. Para el Islam, el suceso salvífico es prioritariamente la ”Palabra eterna” pronunciada por Dios y desde Él entregada al Corán por medio de Mahoma; el Corán es la última palabra de Dios al mundo, la revelación final de su misterio trascendente y de su graciosa misericordia. En rigor de verdad, solamente el Islam puede ser definido una “Religión del Libro”; Israel es la relación de un vínculo de Abraham entre Dios y su pueblo; el cristianismo, es la de un acontecimiento personal: Jesucristo.
Pero no obstante tales irreductibles diferencias, entre las tres “fe”, permanece de todos modos su fundación histórica común, que es la auto-revelación de Dios a Abraham al comienzo de la historia de la salvación bíblica, como así también la identidad del mismo Dios, el de Abraham, de Isaac, de Moisés, el Padre, esto es, del Señor Jesucristo.
Tratándose del fundamento de una oración común entre cristinos y musulmanes, sería necesario además preguntarse qué significado preciso pueden atribuir los cristianos al Corán y viceversa, los musulmanes a la Biblia hebrea y cristiana, como Palabra de Dios.
Sin entrar en la cuestión de tales discusiones, baste recordar que justamente el mismo Dios está hablando continua y diversamente en las tres escrituras de las tradiciones monoteístas. También el Corán puede contener alguna palabra dicha por Dios a los hombres, aunque sea distinta e incompleta.
No falta sin embargo el fundamento teológico sobre el cual basar la posibilidad, mejor dicho, la oportunidad de una oración común entre cristianos, judíos y musulmanes. K.J. Kuschel - en La controversia su Abramo. Ció che divide – e ció che unisce ebrei,cristiani e mussulmani, (Queriniana, Brescia 1996 ) - escribe con razón: los cristianos se toman en serio el hecho de que también los musulmanes adoran al mismo Dios, pueden dirigirse con sus oraciones a este Dios, al creador del cielo y de la tierra, al conductor misericordioso y benigno de la historia, al juez y al “Perfeccionador” del mundo y de la humanidad.
La misma cosa se debería decir de los judíos: si ellos pueden reconocer la presencia del patriarca Abraham en los otros hermanos, pueden orar al Dios de Abraham no sólo junto a los cristianos sino también junto a los musulmanes.
En tales oraciones comunes deben ser expresadas sólo convicciones comunes a las diversas tradiciones implicadas. Concretamente el mismo autor sugiere que en lo que respecta a las Escrituras sagradas de las distintas tradiciones pueden ser usados: los salmos de la Biblia hebrea, la oración de Jesús, o sea el “Padre Nuestro”, la ‘fatiha’ o sea la Sura que abre el Corán, la cual representa la oración-clave de la tradición islámica, así como el ‘Padre Nuestro’ en la tradición cristiana.
Además, en los encuentros ecuménicos de oración entre judíos, cristianos y musulmanes se podrían formular también muchas oraciones espontáneas. Concluye K.J.Kuschel: “Una cosa es, en efecto, segura: sin oración no se da ningún ecumenismo verdadero y espiritualmente profundo, sin espiritualidad no hay ecumenicidad”. La oración común entre las tres religiones monoteístas no es otra cosa que la realización de una verdadera “hospitalidad abrahámica”.
Siguiendo con el texto de Jacques Dupuis, publicado en Periodista Digital, nos referimos ahora a la reflexión teológica sobre las posibilidades de oración común entre cristianos y musulmanes.
El Secretariado Vaticano para los no cristianos ha ofrecido las directivas al respecto en sus “Orientaciones para el diálogo entre cristianos y musulmanes”. La segunda edición de las “Orientaciones” (1981) (cf M. Borrmans, Orientamenti per un dialogo tra cristiani e mussulmani, UUP. Roma 1988) se expresa como sigue:
“Sucede que cristianos y musulmanes tienen la necesidad de orar juntos y se dan cuenta de pronto lo difícil que es. Parece que los unos y los otros debieran respetar integralmente lo que constituye la oración ritual y el culto oficial de sus iguales, sin pretender jamás participar directamente, pero aceptando de buen grado el ser testigos, si son invitados y asistir o, si lo piden, estar presentes, en nombre de la hospitalidad de Abraham. El verdadero diálogo exige que se que se eviten las invitaciones urgentes (apremiantes) o las fáciles confusiones: algunos sospecharían formas enmascaradas de proselitismo interesado, otros deducirían una voluntad de sincretismo práctico.
Sería necesario hacer lo mismo con los libros y los textos oficiales que están subordinados a la expresión auténtica de la fe de los unos y los otros: el Corán pertenece, en primer lugar a los musulmanes y la ‘fatiha’ es la oración que les es propia, como el Nuevo Testamento pertenece ante todo a los cristianos y el ‘Padre Nuestro’ es la oración que corresponde mejor a su fe. Dar prueba de respeto por la fe de los otros significa evitar, aquí, toda voluntad de anexión y toda tentativa de “recuperación”. Al contrario, se puede pensar que los unos y los otros encuentren en el ejemplo de los místicos y de los santos la audacia necesaria para crear las formas comunes de alabanza y de súplica que los reuniría en una experiencia de oración vivida juntos”.
Como se puede ver, las “Orientaciones”, a pesar de no excluir la posibilidad de una oración común entre cristianos y musulmanes, son muy cautas en impedir toda forma de sincretismo o recuperación indebida. Sin embargo, hay que preguntarse en el diálogo con los musulmanes, cual es el fundamento específico que justifique, mejor dicho, que quizá pueda alentar tal praxis.
El Concilio Vaticano II, donde indica el aprecio con que la iglesia mira a los musulmanes “que adoran al único Dios”, insiste sobre el hecho de que ellos buscan someterse a sus designios ocultos “como se sometió Abraham, a quien la fe islámica mira con complacencia (Nostra Aetate 3).
Es de notar que el Concilio se alegra de afirmar que los musulmanes se vuelven a la fe de Abraham, sin decir en forma explícita que comparten efectivamente tal fe junto con los judíos y los cristianos. Los documentos oficiales de la iglesia se hacen progresivamente más explícitos en valor, en mérito. Las tres religiones llamadas monoteístas tienen un fundamento histórico común en la fe de Abraham.
Mostramos antes que el monoteísmo cristiano reinvindíca una continuidad directa con el monoteísmo judío. El Dios de Moisés es el de Jesucristo. Es también el del Corán y del Islam. La doctrina del Corán concuerda: “Nuestro Dios y vuestro Dios es uno solo” (Sura 29,46).
El contexto de la cita indica claramente que la referencia es a la “gente del libro”, esto es, a Israel y a los cristianos: “Creemos en aquello que ha sido mandado desde lo alto a nosotros y en lo que ha sido mandado desde lo alto a ustedes. Nuestro Dios y vuestro Dios es uno solo y nosotros estamos totalmente consagrados (“muslim”) (Ib.) Y en otra parte del Corán, Alá dice: “no hay ningún Dios fuera de mí (illa ana)” (Sura 16,2; 21,14)
También el Islam hace remontar sus raíces a la fe de Abraham, aunque la alianza con Abraham y la promesa a ella concedida no se encuentran en el Corán. Éste último enseña la existencia de un solo Dios, creador providente y legislador. Esto, por otra parte, nos hace volver a la misión de los profetas, de los cuales se habla en la Biblia, y la de Jesús.
Aunque no narra la historia de Israel de manera detallada como hace la Biblia, el Corán rememora momentos culminantes de la vida de Abraham, de Isaac, de Moisés y de Jesús. Estos momentos culminantes, referidos de manera discontinua, señalan los tiempos de la auto-revelación de Dios como Dios único. Sin embargo, más que la historia del pueblo, lo que importa para el Corán es la intervención de Dios que desde su trascendencia en el cielo “hace descender su Verbo” sobre profetas, para que lo revelen.
Las tres tradiciones afirman por lo tanto en manera inequívoca tener sus raíces en el Dios de Abraham. Ellas comparten el mismo Dios. Esto no significa sin embargo que las tres religiones monoteístas tengan de él un idéntico concepto. Al menos a nivel doctrinal, en efecto, es verdad lo contrario.
La tradición cristiana afirma que prolonga el monoteísmo de Israel, desarrollándolo en la doctrina trinitaria; el monoteísmo del Corán y de la tradición del Islam remonta también su origen al Dios de la fe de Israel afirmando que la completa y la purifica de la corrupción sufrida por la fe y la obra de la doctrina trinitaria cristiana.
Como demuestra en forma oportuna R. Arnáldez, las tres comunidades religiosas fundadoras nos reenvían a experiencias ampliamente diversas del mismísimo Dios. (Cf. R. Arnáldez, Trois messagers pour un Seul Dieu, Albin Michel, Paris, 1983).
Para Israel Dios es ante todo el Omnipotente que ha liberado su pueblo de la esclavitud de Egipto y que lo ha guiado a lo largo de la historia, a través de una especie de “retroyección”, este Dios aparece como el Creador de los seres humanos y del universo.
El cristianismo interioriza la fe monoteísta de Israel subrayando en ella al mismo tiempo el alcance universal. Pero mientras para los judíos es primariamente el salvador, para los musulmanes El es primero que todo el Señor, el Creador omnipotente.
Para Israel, el suceso paradigmático de la salvación es el éxodo obrado en el pasado por el Dios de la alianza a favor de su pueblo. Esto es ritualizado en la historia y celebrado en el memorial como promesa de salvación escatológica.
Para el cristianismo, el fundamento en torno del cual gira toda la historia de la salvación es el evento Jesucristo, con su extensión hacia la segunda venida del Señor. Para el Islam, el suceso salvífico es prioritariamente la ”Palabra eterna” pronunciada por Dios y desde Él entregada al Corán por medio de Mahoma; el Corán es la última palabra de Dios al mundo, la revelación final de su misterio trascendente y de su graciosa misericordia. En rigor de verdad, solamente el Islam puede ser definido una “Religión del Libro”; Israel es la relación de un vínculo de Abraham entre Dios y su pueblo; el cristianismo, es la de un acontecimiento personal: Jesucristo.
Pero no obstante tales irreductibles diferencias, entre las tres “fe”, permanece de todos modos su fundación histórica común, que es la auto-revelación de Dios a Abraham al comienzo de la historia de la salvación bíblica, como así también la identidad del mismo Dios, el de Abraham, de Isaac, de Moisés, el Padre, esto es, del Señor Jesucristo.
Tratándose del fundamento de una oración común entre cristinos y musulmanes, sería necesario además preguntarse qué significado preciso pueden atribuir los cristianos al Corán y viceversa, los musulmanes a la Biblia hebrea y cristiana, como Palabra de Dios.
Sin entrar en la cuestión de tales discusiones, baste recordar que justamente el mismo Dios está hablando continua y diversamente en las tres escrituras de las tradiciones monoteístas. También el Corán puede contener alguna palabra dicha por Dios a los hombres, aunque sea distinta e incompleta.
No falta sin embargo el fundamento teológico sobre el cual basar la posibilidad, mejor dicho, la oportunidad de una oración común entre cristianos, judíos y musulmanes. K.J. Kuschel - en La controversia su Abramo. Ció che divide – e ció che unisce ebrei,cristiani e mussulmani, (Queriniana, Brescia 1996 ) - escribe con razón: los cristianos se toman en serio el hecho de que también los musulmanes adoran al mismo Dios, pueden dirigirse con sus oraciones a este Dios, al creador del cielo y de la tierra, al conductor misericordioso y benigno de la historia, al juez y al “Perfeccionador” del mundo y de la humanidad.
La misma cosa se debería decir de los judíos: si ellos pueden reconocer la presencia del patriarca Abraham en los otros hermanos, pueden orar al Dios de Abraham no sólo junto a los cristianos sino también junto a los musulmanes.
En tales oraciones comunes deben ser expresadas sólo convicciones comunes a las diversas tradiciones implicadas. Concretamente el mismo autor sugiere que en lo que respecta a las Escrituras sagradas de las distintas tradiciones pueden ser usados: los salmos de la Biblia hebrea, la oración de Jesús, o sea el “Padre Nuestro”, la ‘fatiha’ o sea la Sura que abre el Corán, la cual representa la oración-clave de la tradición islámica, así como el ‘Padre Nuestro’ en la tradición cristiana.
Además, en los encuentros ecuménicos de oración entre judíos, cristianos y musulmanes se podrían formular también muchas oraciones espontáneas. Concluye K.J.Kuschel: “Una cosa es, en efecto, segura: sin oración no se da ningún ecumenismo verdadero y espiritualmente profundo, sin espiritualidad no hay ecumenicidad”. La oración común entre las tres religiones monoteístas no es otra cosa que la realización de una verdadera “hospitalidad abrahámica”.
Oración común entre cristianos y ‘los otros’
El cuarto punto de la reflexión de Jacques Dupuis, publicada en Periodista Digital, alude a la oración con otras religiones no monoteístas. Con la palabra ‘los otros’ se entiende a los miembros de las tradiciones religiosas que no pertenecen a la ‘familia’ abrahámica, o sea aquéllas, principalmente del oriente, que antes hemos llamado religiones ‘místicas’, entre las cuales se deben mencionar especialmente dos religiones mundiales: el hinduismo y el budismo.
La cuestión a considerar es, en el caso de ellos, mucho más complicada. Esto sucede por más de una razón – no última la frondosa variedad y la enorme complejidad de los datos que se ofrecen y la distinta visión del mundo (Weltanschaaung) sobre la cual se basan.
Sin entrar aquí en consideraciones particulares con respecto a las diversas tradiciones y corrientes religiosas, nos contentaremos con hacer notar que, mientras en el encuentro con corrientes teístas será propuesto el compartir una oración en común, en cambio, en el caso de corrientes que se profesan no-teístas se puede también pensar en compartir una meditación, o sea, una contemplación común.
De cualquier modo, aquí nos limitaremos a algunas consideraciones teológicas generales, las cuales pueden reforzar cuanto ha sido dicho antes en la primera parte de este relato. Se trata de situar el problema de la oración o meditación común en el cuadro de una teología cristiana amplia y abierta de las religiones, que ponga de relieve el significado positivo de las otras tradiciones religiosas, en el plan divino global de salvación para la humanidad.
En tal perspectiva no se puede hacer menos que elevar teológicamente la cuestión de la relación entre la “Realidad Absoluta” por ellas afirmada y el Dios de las religiones monoteístas, el cual ha sido revelado, sobre la fe cristiana, en forma decisiva en Jesucristo.
¿Es legítimo pensar en la perspectiva de una teología cristiana, que la “Realidad última” a que nos remiten tales religiones sea, no obstante la gran diversidad de sus construcciones mentales, la misma que es afirmada por las religiones monoteístas como Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob? ¿Hay una “Realidad Última” común a todas las tradiciones religiosas, si bien experimentada en formas diferentes y diversamente conceptualizadas por las distintas tradiciones? ¿Un único misterio divino con muchos rostros?
“Todos tenemos el mismo Dios” escribía W. Bühlmann (Abbiamo tutti lo stesso Dio, Edizioni Paoline, Milano, 1980) y lo entendía como el “Dios Padre del Señor nuestro Jesucristo”.
Sin duda podemos pensar que en todas partes donde haya una genuina experiencia religiosa está seguramente el Dios revelado en Jesucristo que entra de modo escondido, secreto, en la vida de los hombres y de las mujeres.
Ésta es una posibilidad teológica claramente cristiana que los miembros de las otras tradiciones no estarían dispuestos a hacer propia. Pero ni siquiera se lo debemos preguntar. La teología (advaita) hindú continuará interpretando la realidad de no dualidad (advaita) entre Brahman y yo; la interpretación budista será en términos de sunyata.
El cristiano a su vez, adhiriendo –en continuidad con las revelaciones judías y la propia tradición- a un monoteísmo trinitario, no podrá sino pensar en los términos de la presencia y de la automanifestación universal del Dios uno y trino.
El misterio divino de muchos rostros es, para el cristiano sin duda el Dios y Padre que ha revelado su rostro para nosotros en Jesucristo, Él es también el Dios hacia el cual va dirigida toda oración sincera, concientemente o no. Todas las veces que una persona se abre en la fe a un Absoluto del cual depende absolutamente, está presente en automanifestación y autodonación el único Dios, aquél de todos los hombres.
Estando así las cosas, es legítimo pensar que los cristianos y los otros, no obstante las diferencias conceptuales con respecto a lo Absoluto divino puedan dirigir juntos la oración a aquel Absoluto que en cada caso está más allá de toda representación mental. Volvemos así a cuanto ha sido afirmado antes a propósito de la presencia activa del Espíritu de Dios en cada oración sincera, sea de los cristianos como de los otros. Hemos sugerido que orar juntos no es otra cosa que hacer que se pueda, en cierto sentido, encontrar recíprocamente la presencia activa del Espíritu de Dios en los unos y en los otros.
Habría que agregar otras consideraciones en el ámbito global del plan divino par la humanidad. La automanifestación divina se extiende a la historia entera del género humano. Mucho antes de la Alianza con Israel, Dios había establecido otra con Noé (cf Gn 9), la cual simboliza la Alianza por él establecida con todos los pueblos de la tierra y particularmente con las tradiciones religiosas de los pueblos.
Ahora, el caso de la Alianza con Israel, de la que ya se habló, sirve de catalizador para una comprensión teológica de la relación de las otras religiones con el Dios de la revelación. Aquello que es verdad en el primer caso vale también analógicamente en el segundo.
Vale decir que, como la Alianza mosaica jamás es revocada por Dios aun habiendo alcanzado la plenitud en Jesucristo, así tampoco la Alianza cósmica concluida en Noé con las naciones, no ha sido jamás cancelada por el hecho de estar unida en el evento Cristo como meta hacia la cual había sido ordenada por Dios.
En otras palabras, no sólo Israel y el cristianismo están en estado de Alianza con el verdadero Dios y constituyen su pueblo sino que también todos los pueblos que viven en estado de Alianza y son pueblos elegidos de Dios. Orar juntos con sus miembros indica, por la parte cristiana, el reconocimiento de la pertenencia común de ellos al mismo Dios creador y fin universal de todos los pueblos. Como lo dice el Concilio Vaticano II:
“De hecho, todos los que constituyen una sola comunidad. Ellos tienen un solo origen, ya que Dios ha hecho habitar a todo el género humano sobre toda la faz de la tierra; tienen también un único fin último, Dios, cuya Providencia y testimonio de bondad y cuyo plan de salvación se extienden a todos, hasta que los elegidos se reúnan en la ciudad santa, que la gloria de Dios iluminará y donde los pueblos caminarán en su luz” (Nostra Aetate 1)
Como todos los pueblos constituyen juntos una sola comunidad humana, así también pertenecen juntos al Reino de Dios instaurado por Dios en Jesucristo, cuyo Reino crece a través de la historia mundial hacia la plenitud escatológica. El Reino de Dios es una realidad universal, extendida en el espacio y en el tiempo, mucho más allá de los confines del cristianismo.
La pertenencia común al Reino de Dios presente y mediante en la historia, significa que todos comparten, conscientemente o no, el mismo misterio de salvación de Jesucristo. Los cristianos y los otros son, juntos, miembros del Reino de Dios.
También son, juntos, co-creadores con Dios. Vale decir que son llamados a promover juntos los valores del Reino de Dios o sea, la justicia y la paz, la libertad y la fraternidad. Los cristianos no tienen el monopolio de tales valores evangélicos.
Este construir juntos el Reino se extiende, por otra parte, a las dimensiones del Reino de Dios que se pueden llamar horizontales y verticales. Los cristianos y los otros construyen juntos el Reino de Dios en todas partes si se ponen, de común acuerdo a favor de los derechos humanos y actúan juntos por la libertad integral del hombre y de todos los hombres, especialmente los pobres y los oprimidos. Lo hacen también promoviendo los valores espirituales y religiosos.
En el construir el Reino de Dios, las dos dimensiones, humana y divina, son inseparables. En efecto, una es el signo de la otra. En el contexto del Reino de Dios que hay que construir en la historia, a través del compromiso común de los miembros de distintas tradiciones religiosas, se comprende fácilmente qué deseable y oportuna se hace la oración común entre cristianos y otros para la paz y la justicia en el mundo.
El cuarto punto de la reflexión de Jacques Dupuis, publicada en Periodista Digital, alude a la oración con otras religiones no monoteístas. Con la palabra ‘los otros’ se entiende a los miembros de las tradiciones religiosas que no pertenecen a la ‘familia’ abrahámica, o sea aquéllas, principalmente del oriente, que antes hemos llamado religiones ‘místicas’, entre las cuales se deben mencionar especialmente dos religiones mundiales: el hinduismo y el budismo.
La cuestión a considerar es, en el caso de ellos, mucho más complicada. Esto sucede por más de una razón – no última la frondosa variedad y la enorme complejidad de los datos que se ofrecen y la distinta visión del mundo (Weltanschaaung) sobre la cual se basan.
Sin entrar aquí en consideraciones particulares con respecto a las diversas tradiciones y corrientes religiosas, nos contentaremos con hacer notar que, mientras en el encuentro con corrientes teístas será propuesto el compartir una oración en común, en cambio, en el caso de corrientes que se profesan no-teístas se puede también pensar en compartir una meditación, o sea, una contemplación común.
De cualquier modo, aquí nos limitaremos a algunas consideraciones teológicas generales, las cuales pueden reforzar cuanto ha sido dicho antes en la primera parte de este relato. Se trata de situar el problema de la oración o meditación común en el cuadro de una teología cristiana amplia y abierta de las religiones, que ponga de relieve el significado positivo de las otras tradiciones religiosas, en el plan divino global de salvación para la humanidad.
En tal perspectiva no se puede hacer menos que elevar teológicamente la cuestión de la relación entre la “Realidad Absoluta” por ellas afirmada y el Dios de las religiones monoteístas, el cual ha sido revelado, sobre la fe cristiana, en forma decisiva en Jesucristo.
¿Es legítimo pensar en la perspectiva de una teología cristiana, que la “Realidad última” a que nos remiten tales religiones sea, no obstante la gran diversidad de sus construcciones mentales, la misma que es afirmada por las religiones monoteístas como Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob? ¿Hay una “Realidad Última” común a todas las tradiciones religiosas, si bien experimentada en formas diferentes y diversamente conceptualizadas por las distintas tradiciones? ¿Un único misterio divino con muchos rostros?
“Todos tenemos el mismo Dios” escribía W. Bühlmann (Abbiamo tutti lo stesso Dio, Edizioni Paoline, Milano, 1980) y lo entendía como el “Dios Padre del Señor nuestro Jesucristo”.
Sin duda podemos pensar que en todas partes donde haya una genuina experiencia religiosa está seguramente el Dios revelado en Jesucristo que entra de modo escondido, secreto, en la vida de los hombres y de las mujeres.
Ésta es una posibilidad teológica claramente cristiana que los miembros de las otras tradiciones no estarían dispuestos a hacer propia. Pero ni siquiera se lo debemos preguntar. La teología (advaita) hindú continuará interpretando la realidad de no dualidad (advaita) entre Brahman y yo; la interpretación budista será en términos de sunyata.
El cristiano a su vez, adhiriendo –en continuidad con las revelaciones judías y la propia tradición- a un monoteísmo trinitario, no podrá sino pensar en los términos de la presencia y de la automanifestación universal del Dios uno y trino.
El misterio divino de muchos rostros es, para el cristiano sin duda el Dios y Padre que ha revelado su rostro para nosotros en Jesucristo, Él es también el Dios hacia el cual va dirigida toda oración sincera, concientemente o no. Todas las veces que una persona se abre en la fe a un Absoluto del cual depende absolutamente, está presente en automanifestación y autodonación el único Dios, aquél de todos los hombres.
Estando así las cosas, es legítimo pensar que los cristianos y los otros, no obstante las diferencias conceptuales con respecto a lo Absoluto divino puedan dirigir juntos la oración a aquel Absoluto que en cada caso está más allá de toda representación mental. Volvemos así a cuanto ha sido afirmado antes a propósito de la presencia activa del Espíritu de Dios en cada oración sincera, sea de los cristianos como de los otros. Hemos sugerido que orar juntos no es otra cosa que hacer que se pueda, en cierto sentido, encontrar recíprocamente la presencia activa del Espíritu de Dios en los unos y en los otros.
Habría que agregar otras consideraciones en el ámbito global del plan divino par la humanidad. La automanifestación divina se extiende a la historia entera del género humano. Mucho antes de la Alianza con Israel, Dios había establecido otra con Noé (cf Gn 9), la cual simboliza la Alianza por él establecida con todos los pueblos de la tierra y particularmente con las tradiciones religiosas de los pueblos.
Ahora, el caso de la Alianza con Israel, de la que ya se habló, sirve de catalizador para una comprensión teológica de la relación de las otras religiones con el Dios de la revelación. Aquello que es verdad en el primer caso vale también analógicamente en el segundo.
Vale decir que, como la Alianza mosaica jamás es revocada por Dios aun habiendo alcanzado la plenitud en Jesucristo, así tampoco la Alianza cósmica concluida en Noé con las naciones, no ha sido jamás cancelada por el hecho de estar unida en el evento Cristo como meta hacia la cual había sido ordenada por Dios.
En otras palabras, no sólo Israel y el cristianismo están en estado de Alianza con el verdadero Dios y constituyen su pueblo sino que también todos los pueblos que viven en estado de Alianza y son pueblos elegidos de Dios. Orar juntos con sus miembros indica, por la parte cristiana, el reconocimiento de la pertenencia común de ellos al mismo Dios creador y fin universal de todos los pueblos. Como lo dice el Concilio Vaticano II:
“De hecho, todos los que constituyen una sola comunidad. Ellos tienen un solo origen, ya que Dios ha hecho habitar a todo el género humano sobre toda la faz de la tierra; tienen también un único fin último, Dios, cuya Providencia y testimonio de bondad y cuyo plan de salvación se extienden a todos, hasta que los elegidos se reúnan en la ciudad santa, que la gloria de Dios iluminará y donde los pueblos caminarán en su luz” (Nostra Aetate 1)
Como todos los pueblos constituyen juntos una sola comunidad humana, así también pertenecen juntos al Reino de Dios instaurado por Dios en Jesucristo, cuyo Reino crece a través de la historia mundial hacia la plenitud escatológica. El Reino de Dios es una realidad universal, extendida en el espacio y en el tiempo, mucho más allá de los confines del cristianismo.
La pertenencia común al Reino de Dios presente y mediante en la historia, significa que todos comparten, conscientemente o no, el mismo misterio de salvación de Jesucristo. Los cristianos y los otros son, juntos, miembros del Reino de Dios.
También son, juntos, co-creadores con Dios. Vale decir que son llamados a promover juntos los valores del Reino de Dios o sea, la justicia y la paz, la libertad y la fraternidad. Los cristianos no tienen el monopolio de tales valores evangélicos.
Este construir juntos el Reino se extiende, por otra parte, a las dimensiones del Reino de Dios que se pueden llamar horizontales y verticales. Los cristianos y los otros construyen juntos el Reino de Dios en todas partes si se ponen, de común acuerdo a favor de los derechos humanos y actúan juntos por la libertad integral del hombre y de todos los hombres, especialmente los pobres y los oprimidos. Lo hacen también promoviendo los valores espirituales y religiosos.
En el construir el Reino de Dios, las dos dimensiones, humana y divina, son inseparables. En efecto, una es el signo de la otra. En el contexto del Reino de Dios que hay que construir en la historia, a través del compromiso común de los miembros de distintas tradiciones religiosas, se comprende fácilmente qué deseable y oportuna se hace la oración común entre cristianos y otros para la paz y la justicia en el mundo.
Conclusión
Según Jacques Dupuis, se puede decir que la oración común entre cristianos y otros no adolece de falta de fundamento teológico seguro, aunque tal fundamento no haya sido adecuadamente puesto de relieve en el pasado.
Es obvio que la oración requiere, por parte de todos los participantes implicados, una gran sensibilidad y un profundo respeto por las diferencias existentes entre las diversas tradiciones religiosas, junto con una actitud de apertura en lo que a ellas se refiere.
La práctica de la oración común está basada sobre una comunión en el Espíritu de Dios compartida anticipadamente entre cristianos y otros, la cual a su vez crece y se profundiza mediante tal práctica. A través de la oración común los cristianos y los otros crecen juntos en el Espíritu.
De aquí resulta que la oración común aparece como el alma del diálogo interreligioso, eso es, la expresión más profunda del diálogo y al mismo tiempo la garantía de una conversión común más profunda hacia Dios y los otros. Es evangelización mutua entre cristianos y los otros, los unos a través de los otros.
Leandro Sequeiros es Catedrático de Paleontología, Coeditor de Tendencias21 de las Religiones y Miembro del Consejo Asesor de la Cátedra Ciencia, Tecnología y Religión.
Según Jacques Dupuis, se puede decir que la oración común entre cristianos y otros no adolece de falta de fundamento teológico seguro, aunque tal fundamento no haya sido adecuadamente puesto de relieve en el pasado.
Es obvio que la oración requiere, por parte de todos los participantes implicados, una gran sensibilidad y un profundo respeto por las diferencias existentes entre las diversas tradiciones religiosas, junto con una actitud de apertura en lo que a ellas se refiere.
La práctica de la oración común está basada sobre una comunión en el Espíritu de Dios compartida anticipadamente entre cristianos y otros, la cual a su vez crece y se profundiza mediante tal práctica. A través de la oración común los cristianos y los otros crecen juntos en el Espíritu.
De aquí resulta que la oración común aparece como el alma del diálogo interreligioso, eso es, la expresión más profunda del diálogo y al mismo tiempo la garantía de una conversión común más profunda hacia Dios y los otros. Es evangelización mutua entre cristianos y los otros, los unos a través de los otros.
Leandro Sequeiros es Catedrático de Paleontología, Coeditor de Tendencias21 de las Religiones y Miembro del Consejo Asesor de la Cátedra Ciencia, Tecnología y Religión.