Busto de Sócrates, copia romana de un original griego tardío. Museo Británico, Londres. Fuente: Wikimedia Commons.
Una de las bases de la filosofía occidental, y por tanto de nuestra cultura oficial greco-cristiana, es el intelectualismo moral.
Esta doctrina defiende que nadie hace el mal a sabiendas de que es malo, sino que lo hace confundiéndolo con el bien. La maldad no dependería de la voluntad, pues propiamente siempre se desea el bien: es más bien resultado de un error epistemológico, de un fallo en el conocimiento [1].
Este intelectualismo, que también podríamos denominar “buenismo”, encuentra su plena expresión en el pensamiento de Platón. Por ejemplo, el Menón, puede servirnos para observar este optimismo platónico:
Soc.- ¿Y te parece también que saben que las cosas malas son malas quienes consideran que ellas son útiles?
Men.- Me parece que no, de ningún modo.
Soc.- Entonces es evidente que no desean las cosas malas quienes no las reconocen como tales, sino que desean las que creían que son buenas, siendo en realidad malas. De manera que quienes no las conocen como malas y creen que son buenas, evidentemente las desean como buenas, ¿o no? [2].
El optimismo occidental
Aristóteles se desmarca en parte de este intelectualismo de su maestro al señalar que el conocimiento no es condición suficiente para la conducta justa y buena. La buena conducta no depende tanto del conocimiento perfecto como de la voluntad: para ser justo no hace falta un conocimiento explícito, teórico y abstracto de la idea de justicia, sino una práctica, una disposición y una habilidad para la realización de acciones justas.
Pese a ello, la perspectiva aristotélica seguiría dentro de lo que hemos llamado el “buenismo”, pues postula que la meta última de la actividad moral es la felicidad (eudaimonía): “Puede decirse realmente de todas las cosas del mundo, que sólo se las desea en vista de otra cosa, excepto la felicidad, porque ella es en sí misma fin” [3]. La felicidad, bien supremo, no consiste para Aristóteles en un mero placer o disfrute pasivo, del que también serían capaces los brutos, sino en una acción (energeia) y en particular en una acción intelectual que encuentra su máxima expresión en la teoría, en la actividad teórica, en la vida filosófica o contemplativa que se basta a sí misma. La theoria [4] es una actividad divina (recuérdese la definición de Dios como noesis noeseos, conocimiento que se conoce a sí mismo) y el ser humano, al practicarla, se asemeja a los dioses.
Este buenismo se extiende también a la comprensión de la actividad política, la cual es concebida en su sentido más noble, no lucrativo, como la participación en los asuntos ciudadanos o colectivos, como el arte de gobernar y administrar la polis atendiendo en exclusiva al bien común.
Pese al importante componente trágico implicado en las nociones de Pecado original y de Encarnación, lo que hemos llamado buenismo también es predominante en la concepción oficial cristiana [5]- Ahora el punto de partida es negativo y pesimista: “Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la Ley en que es buena; en realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” [6].
San Pablo enfatiza aquí la incapacidad del ser humano no tanto para conocer el bien o para quererlo, sino para hacerlo. El ser humano es incapaz con sus propios medios de salir de esta situación: el pecado le encadena a la realización mecánica del mal que (en el mejor de los casos) no quiere. “¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor! Así pues, soy yo mismo quien con la razón sirve a la ley de Dios, mas con la carne, a la ley del pecado” [7]. Sólo la gracia de Dios misericordioso hace posible la victoria sobre el mal: sin ella estaríamos irremediablemente perdidos y seríamos esclavos del pecado mientras que con ella la salvación es posible.
La modernidad es en gran medida heredera de este optimismo greco-cristiano, como se hace patente, por ejemplo, en la Monadología de Leibniz. Las mónadas serían realidades tan independientes que no ejercen ningún influjo ni entablan la menor comunicación entre ellas, por lo que para dar cuenta del orden existente hay que postular la existencia de una “armonía preestablecida” en virtud de la cual se articulan las mónadas y que garantiza que nos encontramos en el “mejor de los mundos posibles”.
También en la reflexión sobre la economía triunfa ese optimismo. La separación de la Iglesia y el Estado, sobre la que se levanta la modernidad, propicia la sustitución del principio de jerarquía propio de las sociedades estamentales por las ideologías igualitarias así como también el fortalecimiento de la autonomía del individuo y tiene como consecuencia el triunfo del homo economicus, con lo que la ideología económica y el trabajo-consumo pasan a ocupar el primer plano de las actividades humanas. En este sentido los teóricos del liberalismo, en especial Adam Smith, pueden ver en un mercado liberado de cualquier imposición extraeconómica el principal factor de regulación de las acciones humanas.
La persecución de los intereses económicos particulares de los agentes económicos conduce involuntariamente hacia el bien común y la prosperidad del grupo, como si hubiera una “mano invisible” que se encargara de conjugar los diversos intereses, convirtiéndolos en la garantía del orden social y económico [8].
La historia va a comparecer ahora como el lugar de realización (secularizada) de las promesas de salvación anunciadas por las religiones. La defensa por parte de los fundadores de la economía política de la igualdad de oportunidades, de la iniciativa privada y de la competencia en un espacio económico impersonal, parecía poder evitar el choque directo entre los individuos y cumplir la promesa de una coexistencia pacífica entre los humanos.
Pues bien, en lo que sigue vamos a considerar las ideas de varios pensadores contemporáneos que examinan desde diversas perspectivas la problemática de la violencia en el contexto de la existencia individual y colectiva del ser humano y ponen en cuestión esa visión optimista predominante en nuestra cultura, planteando como contrapunto la conveniencia de no eludir o minimizar la existencia del mal y de asumirlo para, de un modo u otro, intentar integrarlo en la medida de lo posible.
Cultura y barbarie
“El siglo XX comenzó con las más grandes esperanzas y en muchos lugares terminó con dolor y desesperación. El sueño de la victoria de la razón se lo ha llevado el viento... Aquella gran historia del perfeccionamiento del homo sapiens y el progresivo ennoblecimiento de su espíritu no era más que una ficción, un mito. La fe en el progreso está perdida sin remisión” [9].
Con estas palabras W. Sofsky denuncia la ingenuidad del proyecto moderno que creyó poder acabar con la violencia mediante el desarrollo de la razón, la democracia, la ciencia, la técnica y la economía. La historia ha desmentido tanto el diagnóstico que hacían los comunistas como el de los liberales: ni el control del Estado ni la autorregulación del mercado han podido acabar con el hambre, la persecución, la injusticia y la violencia.
Para este sociólogo alemán, la idea de un mundo sin violencia no pasa de ser un “sueño engañoso” y tal vez peligroso, “un mito eurocéntrico con el que la modernidad se auto-idolatra” [10]. La violencia y la crueldad no son una consecuencia de la miseria, del sufrimiento, del hambre, de la opresión, de la incultura, sino que “forman parte de las invariantes de la historia cultural” [11]; tampoco son el resultado de una regresión o recaída en la animalidad, sino fruto de la condición específica del ser humano, que consiste en no estar determinado biológicamente, en no regirse por los instintos, en ser, como afirma A. Gehlen, un animal innatural por naturaleza. En ello radica la posibilidad de la libertad, pero también la del mal. “Como no se rige por los instintos que le dicta su propio centro sino que, en tanto que ser dotado de intelecto, se relaciona consigo mismo desde fuera, puede comportarse con mucha más crueldad que cualquier bestia” [12].
La libertad natural de ejercer la violencia sólo se ve contrarrestada por el miedo a que cualquier otro también la pueda ejercer. Recogiendo la tesis clásica de Hobbes, Sofsky plantea que es la experiencia de la violencia lo que reúne a los humanos. La sociedad, ese dispositivo de defensa mutua, surge de un contrato que pone fin a la “guerra de todos contra todos”, una situación que no consiste tanto en una batalla interminable como en una sensación permanente de miedo.
La igualdad natural consiste en que todos, por ser cuerpos, somos vulnerables y podemos ser dañados por cualquiera, sea más fuerte o más débil. La libertad del otro es una amenaza para mí. Es el miedo al dolor y a la muerte que cualquiera puede infligirnos lo que nos mueve a renunciar a la violencia, delegando en el Estado y sus representantes autorizados su único uso legítimo. No son, pues, ni el deseo de comunicación de un presunto “animal social” ni las necesidades del trabajo los que fundan el contrato social. El orden social se levanta más bien sobre el miedo a la violencia. Ahora el poder del Estado se encarga de reprimir el uso de la violencia o de castigarlo a posteriori.
Ahora bien, el contrato no implica el fin de la violencia y del miedo. El orden también tiene un precio. “El miedo vuelve a aparecer, crece, cambia de motivo y de forma. La violencia no desaparece, sólo adopta otro rostro” [13]. En última instancia todo poder, incluso el más legítimo, se basa en la arbitrariedad, pues sólo arbitrariamente se puede establecer un principio, y en el uso de la fuerza, pues una ley sin un poder coactivo que vele por su aplicación es como papel mojado. “Orden no quiere decir sólo coordinación del trabajo, planificación de las relaciones en sociedad, gestión de la vida cotidiana. El orden aspira sobre todo a la conformidad y a la homogeneidad. Las reglas son para respetarlas, y su respeto se debe controlar e imponer” [14].
El orden no tiene ninguna necesidad de la libertad: funcionaría mejor si lograra suprimirla convirtiendo la sociedad en una máquina, eliminando totalmente la ambivalencia. Mas como los seres humanos no son máquinas, el orden se impone con violencia: precisamente representa la sistematización de la violencia.
La interpretación de Wolfang Sofsky realiza un diagnóstico detallado de esa especie de enfermedad en que consiste la existencia humana, pero no ofrece ninguna terapéutica, ni tampoco lo intenta. No cabe la aplicación de ningún tratamiento, ni siquiera lenitivo: la violencia comparece como un factor inherente a la cultura. No tiene la cultura una función modeladora del ser humano en la dirección de un progreso moral: se limita a reprimir los impulsos oscuros. La conciencia moral no surge de la reflexión, sino de la experiencia de un asesinato colectivo (la revuelta freudiana contra el padre) y del sentimiento de culpa.
Al intentar encauzar la violencia, la cultura sólo consigue reforzar la tendencia que quería evitar, reforzando su potencial de destrucción. “Su paradoja reside en que cultiva y mantiene las fuerzas que se está esforzando por contener” [15]. La sublimación cultural no suprime las pulsiones ni tampoco las transforma para reconciliarlas con la realidad. En este sentido Sofsky considera que es necesario desembarazarse de las dos ilusiones sobre las que se levanta lo que llama la “superstición optimista”.
La primera es la ilusión de que la cultura compensa los sufrimientos. Inventando el lenguaje, creando herramientas e imaginando símbolos el ser humano proyectaría un mundo humanizado, plenamente suyo, dotado de un sentido que daría a su vida apoyo y dirección. Pero este mundo –continúa Sofsky- rebota sobre el propio ser humano. Las herramientas pueden servir como armas y generan además nuevas coacciones, las tradiciones constriñen el comportamiento individual y lo dirigen autoritariamente, los sistemas de valores sólo proporcionan un sentido impuesto. Al final resulta que el remedio es peor que la enfermedad. “La cultura objetiva se adueña de los hombres y los mantiene bajo su poder. Cerca el cuerpo, comprime el espíritu y el alma en sus moldes. El precio que se paga por ser descargado de algunos pesos es la pérdida de la libertad, el sometimiento de la vida a normas” [16].
La segunda ilusión consiste en el sueño de inmortalidad, en la esperanza de poder escapar a la muerte. La cultura genera valores eternos, monumentos indestructibles, dioses intemporales, instituciones que se perpetúan indiferentes a la vida individual, artes, cultos, técnicas que en ningún momento logran garantizar la existencia física ni suprimir la conciencia de la muerte que caracteriza al ser humano, pero sí logran generar una ilusión de permanencia. En este sentido la cultura tendría la misma raíz que la violencia absoluta, liberada de cualquier fin exterior a ella misma, en la que el sufrimiento de la víctima y su muerte proporciona al asesino un sentimiento de soberanía absoluta, de dominio y libertad, de supervivencia: la ilusión de ser inmortal [17].
De hecho los dioses inmortales parecen tener sed de víctimas humanas y los valores eternos desvalorizan lo que está afectado por la finitud y la contingencia, desprecian la vida. “La ilusión de poder vencer a la muerte es una ilusión mortífera. Querer dar sentido al absurdo desemboca finalmente en el absurdo… La violencia es consecuencia de una cultura orientada hacia la trascendencia del ser. Este sueño monstruoso de dominar a la muerte no engendra más que monstruos” [18].
La modernidad no ha logrado, según afirma nuestro autor, desembarazarse de esta superstición del optimismo que hunde profundamente sus raíces en la cultura greco-cristiana. Muy al contrario, la noción de progreso y las filosofías de la historia han reforzado esta ilusión pretendiendo que se trataba de una realidad a punto de realizarse en el mundo. La creencia en los derechos humanos, la confianza en que el progreso científico-técnico y el desarrollo económico-industrial conllevarían también un progreso ético-político y la esperanza de que la paz se consolidaría de modo irreversible han constituido los pilares casi incuestionados del pensamiento moderno hasta bien entrado el siglo XX.
Pero la historia reciente ha demostrado que esa “mitología de la civilización moderna” carece totalmente de fundamento real. Los salvajes eran mucho menos salvajes de lo que ese mito nos inducía a creer y los civilizados no lo éramos tanto como creíamos. Lejos de seguir una evolución lineal, la historia parece más bien una sucesión de guerras, persecuciones y masacres con ciertos y breves intervalos de paz. La conclusión, de estricta observancia pesimista, que extrae Sofsky de sus observaciones es que “la violencia es el destino de la especie” [19].
Pese a las buenas intenciones, la cultura, lejos de ser un lenitivo o un antídoto, es más bien un factor coadyuvante a la barbarie, pues su paradoja consiste en que “cultiva y alimenta aquellas fuerzas que intenta contener” [20].
Cualquier veleidad de sentido es descartable en última instancia como un intento de mistificación que en la medida que encubre el absurdo de la existencia contribuiría al mantenimiento de la violencia. “Para poder ver la miseria de la violencia hay que retirar todos los revestimientos culturales. Lo que se revela entonces es el carácter puramente opresivo e inútil del sufrimiento. El sufrimiento es el sufrimiento. No es un signo. No remite a nada. No es nada más que el peor de todos los males” [21].
Esta doctrina defiende que nadie hace el mal a sabiendas de que es malo, sino que lo hace confundiéndolo con el bien. La maldad no dependería de la voluntad, pues propiamente siempre se desea el bien: es más bien resultado de un error epistemológico, de un fallo en el conocimiento [1].
Este intelectualismo, que también podríamos denominar “buenismo”, encuentra su plena expresión en el pensamiento de Platón. Por ejemplo, el Menón, puede servirnos para observar este optimismo platónico:
Soc.- ¿Y te parece también que saben que las cosas malas son malas quienes consideran que ellas son útiles?
Men.- Me parece que no, de ningún modo.
Soc.- Entonces es evidente que no desean las cosas malas quienes no las reconocen como tales, sino que desean las que creían que son buenas, siendo en realidad malas. De manera que quienes no las conocen como malas y creen que son buenas, evidentemente las desean como buenas, ¿o no? [2].
El optimismo occidental
Aristóteles se desmarca en parte de este intelectualismo de su maestro al señalar que el conocimiento no es condición suficiente para la conducta justa y buena. La buena conducta no depende tanto del conocimiento perfecto como de la voluntad: para ser justo no hace falta un conocimiento explícito, teórico y abstracto de la idea de justicia, sino una práctica, una disposición y una habilidad para la realización de acciones justas.
Pese a ello, la perspectiva aristotélica seguiría dentro de lo que hemos llamado el “buenismo”, pues postula que la meta última de la actividad moral es la felicidad (eudaimonía): “Puede decirse realmente de todas las cosas del mundo, que sólo se las desea en vista de otra cosa, excepto la felicidad, porque ella es en sí misma fin” [3]. La felicidad, bien supremo, no consiste para Aristóteles en un mero placer o disfrute pasivo, del que también serían capaces los brutos, sino en una acción (energeia) y en particular en una acción intelectual que encuentra su máxima expresión en la teoría, en la actividad teórica, en la vida filosófica o contemplativa que se basta a sí misma. La theoria [4] es una actividad divina (recuérdese la definición de Dios como noesis noeseos, conocimiento que se conoce a sí mismo) y el ser humano, al practicarla, se asemeja a los dioses.
Este buenismo se extiende también a la comprensión de la actividad política, la cual es concebida en su sentido más noble, no lucrativo, como la participación en los asuntos ciudadanos o colectivos, como el arte de gobernar y administrar la polis atendiendo en exclusiva al bien común.
Pese al importante componente trágico implicado en las nociones de Pecado original y de Encarnación, lo que hemos llamado buenismo también es predominante en la concepción oficial cristiana [5]- Ahora el punto de partida es negativo y pesimista: “Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la Ley en que es buena; en realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” [6].
San Pablo enfatiza aquí la incapacidad del ser humano no tanto para conocer el bien o para quererlo, sino para hacerlo. El ser humano es incapaz con sus propios medios de salir de esta situación: el pecado le encadena a la realización mecánica del mal que (en el mejor de los casos) no quiere. “¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor! Así pues, soy yo mismo quien con la razón sirve a la ley de Dios, mas con la carne, a la ley del pecado” [7]. Sólo la gracia de Dios misericordioso hace posible la victoria sobre el mal: sin ella estaríamos irremediablemente perdidos y seríamos esclavos del pecado mientras que con ella la salvación es posible.
La modernidad es en gran medida heredera de este optimismo greco-cristiano, como se hace patente, por ejemplo, en la Monadología de Leibniz. Las mónadas serían realidades tan independientes que no ejercen ningún influjo ni entablan la menor comunicación entre ellas, por lo que para dar cuenta del orden existente hay que postular la existencia de una “armonía preestablecida” en virtud de la cual se articulan las mónadas y que garantiza que nos encontramos en el “mejor de los mundos posibles”.
También en la reflexión sobre la economía triunfa ese optimismo. La separación de la Iglesia y el Estado, sobre la que se levanta la modernidad, propicia la sustitución del principio de jerarquía propio de las sociedades estamentales por las ideologías igualitarias así como también el fortalecimiento de la autonomía del individuo y tiene como consecuencia el triunfo del homo economicus, con lo que la ideología económica y el trabajo-consumo pasan a ocupar el primer plano de las actividades humanas. En este sentido los teóricos del liberalismo, en especial Adam Smith, pueden ver en un mercado liberado de cualquier imposición extraeconómica el principal factor de regulación de las acciones humanas.
La persecución de los intereses económicos particulares de los agentes económicos conduce involuntariamente hacia el bien común y la prosperidad del grupo, como si hubiera una “mano invisible” que se encargara de conjugar los diversos intereses, convirtiéndolos en la garantía del orden social y económico [8].
La historia va a comparecer ahora como el lugar de realización (secularizada) de las promesas de salvación anunciadas por las religiones. La defensa por parte de los fundadores de la economía política de la igualdad de oportunidades, de la iniciativa privada y de la competencia en un espacio económico impersonal, parecía poder evitar el choque directo entre los individuos y cumplir la promesa de una coexistencia pacífica entre los humanos.
Pues bien, en lo que sigue vamos a considerar las ideas de varios pensadores contemporáneos que examinan desde diversas perspectivas la problemática de la violencia en el contexto de la existencia individual y colectiva del ser humano y ponen en cuestión esa visión optimista predominante en nuestra cultura, planteando como contrapunto la conveniencia de no eludir o minimizar la existencia del mal y de asumirlo para, de un modo u otro, intentar integrarlo en la medida de lo posible.
Cultura y barbarie
“El siglo XX comenzó con las más grandes esperanzas y en muchos lugares terminó con dolor y desesperación. El sueño de la victoria de la razón se lo ha llevado el viento... Aquella gran historia del perfeccionamiento del homo sapiens y el progresivo ennoblecimiento de su espíritu no era más que una ficción, un mito. La fe en el progreso está perdida sin remisión” [9].
Con estas palabras W. Sofsky denuncia la ingenuidad del proyecto moderno que creyó poder acabar con la violencia mediante el desarrollo de la razón, la democracia, la ciencia, la técnica y la economía. La historia ha desmentido tanto el diagnóstico que hacían los comunistas como el de los liberales: ni el control del Estado ni la autorregulación del mercado han podido acabar con el hambre, la persecución, la injusticia y la violencia.
Para este sociólogo alemán, la idea de un mundo sin violencia no pasa de ser un “sueño engañoso” y tal vez peligroso, “un mito eurocéntrico con el que la modernidad se auto-idolatra” [10]. La violencia y la crueldad no son una consecuencia de la miseria, del sufrimiento, del hambre, de la opresión, de la incultura, sino que “forman parte de las invariantes de la historia cultural” [11]; tampoco son el resultado de una regresión o recaída en la animalidad, sino fruto de la condición específica del ser humano, que consiste en no estar determinado biológicamente, en no regirse por los instintos, en ser, como afirma A. Gehlen, un animal innatural por naturaleza. En ello radica la posibilidad de la libertad, pero también la del mal. “Como no se rige por los instintos que le dicta su propio centro sino que, en tanto que ser dotado de intelecto, se relaciona consigo mismo desde fuera, puede comportarse con mucha más crueldad que cualquier bestia” [12].
La libertad natural de ejercer la violencia sólo se ve contrarrestada por el miedo a que cualquier otro también la pueda ejercer. Recogiendo la tesis clásica de Hobbes, Sofsky plantea que es la experiencia de la violencia lo que reúne a los humanos. La sociedad, ese dispositivo de defensa mutua, surge de un contrato que pone fin a la “guerra de todos contra todos”, una situación que no consiste tanto en una batalla interminable como en una sensación permanente de miedo.
La igualdad natural consiste en que todos, por ser cuerpos, somos vulnerables y podemos ser dañados por cualquiera, sea más fuerte o más débil. La libertad del otro es una amenaza para mí. Es el miedo al dolor y a la muerte que cualquiera puede infligirnos lo que nos mueve a renunciar a la violencia, delegando en el Estado y sus representantes autorizados su único uso legítimo. No son, pues, ni el deseo de comunicación de un presunto “animal social” ni las necesidades del trabajo los que fundan el contrato social. El orden social se levanta más bien sobre el miedo a la violencia. Ahora el poder del Estado se encarga de reprimir el uso de la violencia o de castigarlo a posteriori.
Ahora bien, el contrato no implica el fin de la violencia y del miedo. El orden también tiene un precio. “El miedo vuelve a aparecer, crece, cambia de motivo y de forma. La violencia no desaparece, sólo adopta otro rostro” [13]. En última instancia todo poder, incluso el más legítimo, se basa en la arbitrariedad, pues sólo arbitrariamente se puede establecer un principio, y en el uso de la fuerza, pues una ley sin un poder coactivo que vele por su aplicación es como papel mojado. “Orden no quiere decir sólo coordinación del trabajo, planificación de las relaciones en sociedad, gestión de la vida cotidiana. El orden aspira sobre todo a la conformidad y a la homogeneidad. Las reglas son para respetarlas, y su respeto se debe controlar e imponer” [14].
El orden no tiene ninguna necesidad de la libertad: funcionaría mejor si lograra suprimirla convirtiendo la sociedad en una máquina, eliminando totalmente la ambivalencia. Mas como los seres humanos no son máquinas, el orden se impone con violencia: precisamente representa la sistematización de la violencia.
La interpretación de Wolfang Sofsky realiza un diagnóstico detallado de esa especie de enfermedad en que consiste la existencia humana, pero no ofrece ninguna terapéutica, ni tampoco lo intenta. No cabe la aplicación de ningún tratamiento, ni siquiera lenitivo: la violencia comparece como un factor inherente a la cultura. No tiene la cultura una función modeladora del ser humano en la dirección de un progreso moral: se limita a reprimir los impulsos oscuros. La conciencia moral no surge de la reflexión, sino de la experiencia de un asesinato colectivo (la revuelta freudiana contra el padre) y del sentimiento de culpa.
Al intentar encauzar la violencia, la cultura sólo consigue reforzar la tendencia que quería evitar, reforzando su potencial de destrucción. “Su paradoja reside en que cultiva y mantiene las fuerzas que se está esforzando por contener” [15]. La sublimación cultural no suprime las pulsiones ni tampoco las transforma para reconciliarlas con la realidad. En este sentido Sofsky considera que es necesario desembarazarse de las dos ilusiones sobre las que se levanta lo que llama la “superstición optimista”.
La primera es la ilusión de que la cultura compensa los sufrimientos. Inventando el lenguaje, creando herramientas e imaginando símbolos el ser humano proyectaría un mundo humanizado, plenamente suyo, dotado de un sentido que daría a su vida apoyo y dirección. Pero este mundo –continúa Sofsky- rebota sobre el propio ser humano. Las herramientas pueden servir como armas y generan además nuevas coacciones, las tradiciones constriñen el comportamiento individual y lo dirigen autoritariamente, los sistemas de valores sólo proporcionan un sentido impuesto. Al final resulta que el remedio es peor que la enfermedad. “La cultura objetiva se adueña de los hombres y los mantiene bajo su poder. Cerca el cuerpo, comprime el espíritu y el alma en sus moldes. El precio que se paga por ser descargado de algunos pesos es la pérdida de la libertad, el sometimiento de la vida a normas” [16].
La segunda ilusión consiste en el sueño de inmortalidad, en la esperanza de poder escapar a la muerte. La cultura genera valores eternos, monumentos indestructibles, dioses intemporales, instituciones que se perpetúan indiferentes a la vida individual, artes, cultos, técnicas que en ningún momento logran garantizar la existencia física ni suprimir la conciencia de la muerte que caracteriza al ser humano, pero sí logran generar una ilusión de permanencia. En este sentido la cultura tendría la misma raíz que la violencia absoluta, liberada de cualquier fin exterior a ella misma, en la que el sufrimiento de la víctima y su muerte proporciona al asesino un sentimiento de soberanía absoluta, de dominio y libertad, de supervivencia: la ilusión de ser inmortal [17].
De hecho los dioses inmortales parecen tener sed de víctimas humanas y los valores eternos desvalorizan lo que está afectado por la finitud y la contingencia, desprecian la vida. “La ilusión de poder vencer a la muerte es una ilusión mortífera. Querer dar sentido al absurdo desemboca finalmente en el absurdo… La violencia es consecuencia de una cultura orientada hacia la trascendencia del ser. Este sueño monstruoso de dominar a la muerte no engendra más que monstruos” [18].
La modernidad no ha logrado, según afirma nuestro autor, desembarazarse de esta superstición del optimismo que hunde profundamente sus raíces en la cultura greco-cristiana. Muy al contrario, la noción de progreso y las filosofías de la historia han reforzado esta ilusión pretendiendo que se trataba de una realidad a punto de realizarse en el mundo. La creencia en los derechos humanos, la confianza en que el progreso científico-técnico y el desarrollo económico-industrial conllevarían también un progreso ético-político y la esperanza de que la paz se consolidaría de modo irreversible han constituido los pilares casi incuestionados del pensamiento moderno hasta bien entrado el siglo XX.
Pero la historia reciente ha demostrado que esa “mitología de la civilización moderna” carece totalmente de fundamento real. Los salvajes eran mucho menos salvajes de lo que ese mito nos inducía a creer y los civilizados no lo éramos tanto como creíamos. Lejos de seguir una evolución lineal, la historia parece más bien una sucesión de guerras, persecuciones y masacres con ciertos y breves intervalos de paz. La conclusión, de estricta observancia pesimista, que extrae Sofsky de sus observaciones es que “la violencia es el destino de la especie” [19].
Pese a las buenas intenciones, la cultura, lejos de ser un lenitivo o un antídoto, es más bien un factor coadyuvante a la barbarie, pues su paradoja consiste en que “cultiva y alimenta aquellas fuerzas que intenta contener” [20].
Cualquier veleidad de sentido es descartable en última instancia como un intento de mistificación que en la medida que encubre el absurdo de la existencia contribuiría al mantenimiento de la violencia. “Para poder ver la miseria de la violencia hay que retirar todos los revestimientos culturales. Lo que se revela entonces es el carácter puramente opresivo e inútil del sufrimiento. El sufrimiento es el sufrimiento. No es un signo. No remite a nada. No es nada más que el peor de todos los males” [21].
La espiral del miedo
Vamos a considerar a continuación una propuesta que se centra en el papel que juega la religión en vistas a lograr la ritualización, transformación y sublimación de la violencia. Se trata de una propuesta elaborada por el teólogo alemán Eugen Drewerman desde el campo de la psicología profunda de inspiración jungiana.
A diferencia de Girard, cuya concepción del mito se sitúa en la línea del exclusivismo cristiano más conservador, Drewermann insiste en el enraizamiento del cristianismo, por ejemplo de su simbólica de la redención, en las imágenes arquetípicas del inconsciente colectivo, insertándolo así en la historia de las religiones y poniéndolo en conexión profunda y fructífera con el “paganismo”.
Ese exclusivismo que en ciertos momentos parece amenazar a la teoría girardiana, y que tanta importancia ha tenido en la historia del cristianismo, provendría, según declara Drewerman, del excesivo predominio en su interior de lo patriarcal-racionalista y la consiguiente deformación moralizante. En virtud de ese predominio se intenta fundamentar, agresiva-defensivamente, los contenidos de la fe y los actos que ésta promueve sobre la teología (y la ontología) racional, negando cualquier vinculación con la mitología e interpretando sus imágenes en un sentido puramente “histórico”, en vez de simbólico. “Intentando no dejarse absorber por el inconsciente, como se creía que les ocurría a los “paganos”, se ha pretendido incrementar las fuerzas del Yo, la inteligencia y la voluntad, para que la individualidad y su conciencia pudieran acceder a un determinado grado de autonomía y de libertad con respecto a las imágenes arquetípicas y a las pulsiones del Ello. Lo que se consigue de este modo es destruir la mitología antigua en su forma proyectiva, exterior, para buscar el sentido interior (…) Esta interiorización no se realizó, empero, más que de un modo inconsecuente e incoherente y para constatar en qué contradicciones se ha enredado el cristianismo por su hostilidad respecto a los mitos, basta con hacer una breve consideración retrospectiva de la historia del espíritu religioso” [22].
Pues bien, para Drewermann el problema de la violencia sólo puede tener una solución religiosa: en concreto señala que la clave de la pacificación hay que buscarla en la simbólica de los sacramentos, especialmente del sacramento central de la Eucaristía, una simbólica que sería tan arcaica como la violencia y tan sofisticada como la paz. El tema básico de la Eucaristía, la decisión por parte del dios de dejarse sacrificar para que su carne y su sangre sirvan de alimento a la humanidad (teofagia), tiene una gran antigüedad, siendo posible detectarlo en las primeras mitologías, tanto de los cazadores (por ejemplo el llamado “culto del oso”) como, especialmente, de los recolectores-plantadores (ciclo de la vegetación), cuyas prolongaciones llegan hasta los mitos de Osiris o de Dionisos y a los misterios griegos de Eleusis.
“Desde el punto de vista de la psicología religiosa –afirma Drewermann- este sacramento está destinado en sí mismo no ya a prohibir o a reprimir las pulsiones agresivas, a modo de tratamiento moral drástico, sino más bien a admitirlas, integrarlas e interpretarlas como elementos de un orden portador de sentido” [23]. La sabiduría religiosa del sacramento no combate, pues, la pulsión agresiva para sofocarla mediante un esfuerzo consciente y voluntario (sea político o moral), sino que tiene una función catártica, psicoterapéutica diríamos en la actualidad, pues pretende proporcionarle una descarga ritualizada y autolimitada, para que la psique pueda restablecer su equilibrio interno.
En la visión mítica del mundo que sirve de humus a la Eucaristía la existencia tiene un carácter ambivalente: la vida y la muerte se encuentran necesariamente implicadas entre sí y son vistas como una pareja de opuestos que hay que mantener en equilibrio para que el mundo pueda seguir su curso. Para vivir es necesario matar (sea al animal, al enemigo agresivo) o despedazar la fruta y el grano y esta necesidad es vivida al mismo tiempo como una falta y como una expiación [24]. El sentimiento de culpabilidad y la depresión tienen aquí su origen ligado a la oralidad (comer el fruto del árbol prohibido) y a la madre (o, mejor, al arquetipo de la Madre sobre el que se polarizan las necesidades instintivas de seguridad, de estabilidad y de aceptación).
Pues bien, el mito y el ritual de la teofagia tienen la virtud de desculpabilizar la agresividad, pues de lo que se trata aquí es de un autosacrificio del dios y no de un asesinato: así, una leyenda india cuenta que en una de sus vidas anteriores Buda se había encarnado en liebre, la cual se arroja voluntariamente al fuego para servir de alimento a un visitante que le pidió ayuda. Mientras que la actitud ética afea al ser humano su conducta e intenta hacerle sentirse culpable para que cambie, Drewermann considera que la religión (y no sólo el cristianismo) intenta liberarle interiormente de la culpabilidad y del miedo, pues “tiene suficiente confianza como para creer que el hombre no es portador en sí mismo del mal, a condición de que sus pulsiones y que su reactividad espontánea no estén exacerbadas al infinito por el espejo deformante del miedo” [25].
Ahora bien, esta desculpabilización es algo ambivalente, pues si bien sirve, de un lado, para afirmar la vida y dar cohesión al grupo, por otro lado viene a justificar la pulsión agresiva y la guerra limitándose a proyectarla contra un enemigo exterior (este sería precisamente el mecanismo del chivo expiatorio estudiado por Girard). Pero la religión ha encontrado además, afirma Drewermann, la posibilidad de transmutar interiormente la pulsión agresiva mediante su simbolización, sustituyendo el sacrificio humano por el sacrificio animal y éste por la ofrenda vegetal (así, los misterios eleusinos culminaban con la exposición de una espiga, Buda muestra en silencio una flor de loto y en la Misa se eleva la hostia antes de la comunión).
El cristianismo habría dado un paso decisivo en esta vía de la interiorización con la doctrina de la transustanciación del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, pero el mensaje seguiría siendo en el fondo el mismo que el anunciado ya por Buda y por los misterios de Eleusis: “El sufrimiento moral, el dolor, la injusticia, la muerte cambian de naturaleza cuando se los acepta interiormente y uno ya no se defiende de ellos como si se tratase de algo ajeno; las limitaciones y las cargas que gravitan sobre la vida exterior, material, pueden dar lugar, si son aceptadas, a una vida interior más profunda y más rica” [26].
Uno de los principales motivos que suele provocar el desencadenamiento de las guerras es el sentimiento de humillación y desvalorización, de estar oprimido por una potencia extranjera que se impone mediante el uso de la violencia. La reacción violenta ante una situación así vivida es vista por los que la ejercen como un movimiento legítimo, defensivo y liberador, que busca restablecer unos derechos conculcados injustamente por el agresor-invasor, como una lucha por la dignidad de un grupo o de una nación que no es reconocida por el otro.
Se trataría, pues, de un intento de autoafirmación y de reconocimiento que se concreta en el intento de rebajar o matar físicamente al otro, de imponerse sobre él en una victoria político-militar, que considerada desde una perspectiva psicológica estaría simbolizando el deseo de que se reconozca y estime su valor interior. Por eso la violencia está condenada al fracaso. Surge, de la frustración, de la inseguridad, de la angustia de no poder ser, pero nunca encuentra una satisfacción: se limita “a ocultar el vértigo al vacío de identidad” [27].
Pero esta autoestima sería precisamente, según afirma Drewerman, aquello que proporciona la religión con su imaginería arcaica: el ritual de la teofagia pretende que todo el que participe pueda sentirse querido, aceptado y aprobado, tenga confianza en la existencia y adquiera autoestima. “Si el sentimiento que el hombre tiene de su propio valor se funda sobre esta confianza que le da la religión y llega a ser suficientemente sólido, entonces el hombre ya no tiene necesidad de la guerra” [28].
Drewermann estaría, pues, de acuerdo tanto con Girard como con Sofsky en que la solución al problema de la violencia no puede venir ni de la razón política, ni de la razón ética. Desmarcándose de Sofsky, cree con Girard que sólo la religión puede ofrecer una respuesta adecuada para salir de la espiral del miedo. Drewermann no establece empero, a diferencia de Girard, un corte entre el cristianismo y las demás religiones, pues precisamente ve en el simbolismo arquetípico que está en el trasfondo de todas ellas la única fuerza capaz de calmar efectivamente la inquietud de la existencia (el miedo, la angustia, el sentimiento de culpa, la envidia…) y de crear, por ello, formas de convivencia basadas en la autoestima y en la mutua afirmación, antes que en la negación y el deseo de exclusión. Pero dejemos aquí esta consideración psico-religiosa que ilustra por contraste la teoría de Girard, para ver cómo comparece en ésta última la problemática de la modernidad y su preocupación por las víctimas.
La paradoja de la modernidad
La Modernidad es, según afirma Girard, la era del espíritu crítico y de la actitud científica. Ahora, sobre la noción cristiana de la persona se consolida la realidad del sujeto autónomo y se acaba con la lógica sacrifical que había provocado la resacralización del orden estamental padecida por la Edad Media [29].
En ella surge también, empero, la ilusión individualista del sujeto que busca a toda costa la originalidad y la autonomía, así como nuevas formas de mimetismo negativo que adquieren un nivel antes nunca alcanzado: ahora el deseo metafísico ya no se fija sobre un modelo jerárquicamente lejano y trascendente, sino sobre el prójimo, con el que se mantiene una relación de igualdad propiciada por la democracia, lo cual hace posible el surgimiento de una disposición psicológica compuesta de soledad, orgullo y resentimiento [30].
Al tiempo que el Estado se separa de la Iglesia adquiriendo un poder absoluto, la dimensión económica de la existencia adquiere un protagonismo que antes nunca había tenido: el ser humano como trabajador y consumidor se pone en primer plano y las relaciones con las cosas sustituyen a los vínculos humanos característicos de las sociedades tradicionales.
“La economía moderna se presenta, para Girard, como el principal sustituto de la violencia sacrificial: al igual que ella es capaz de crear un orden a partir de lo contingente y lo arbitrario, pero también puede estar en el origen de conflictos y de guerras. Este carácter paradójico de la economía, lo mismo que la “ambivalencia de la escasez”, no depende de una determinada cantidad de recursos reales existentes, sino de la red de intercambios individuales a que da lugar. Pensado a partir de la teoría mimética, el orden económico liberal se presenta como un sistema autónomo y auto-referencial cuyos objetos son creaciones del propio deseo, un deseo que se expresa en este ámbito como libre competencia de los intereses individuales en el mercado de la oferta y la demanda” [31].
Así pues, lejos de acabar con la violencia, la modernidad va a experimentar formas de conflicto, de agresión y de exterminio nunca antes conocidas, que llegan a hacer que en la actualidad el peligro de destrucción de la vida en el planeta sea algo real. En este sentido cabe decir que nuestra época es la peor de todas las que ha habido, la que más víctimas ha provocado.
Pero al mismo tiempo es también verdad, apunta Girard, que en ninguna otra época se han hecho valer los derechos de las víctimas como en el presente. La historia no ha conocido, como ya constató Voltaire en su Candide, una Arcadia o una Edad de Oro en la que la sociedad se rigiera efectivamente por la compasión y por el ideal de justicia. “Ni en la China de los mandarines, ni en la India, ni en las sociedades precolombinas, ni en Grecia, ni en Roma, la de la República y la del Imperio, se preocupaban lo más mínimo por las incontables víctimas que sacrificaban a sus dioses, en honor a la patria o a la ambición de sus conquistadores, grandes o pequeños” [32].
Se abolió la esclavitud, se suprimió la caza de brujas, se establecieron unas condiciones dignas de trabajo, se generalizó el voto de la mujer, se protege a la infancia, a los ancianos, a los discapacitados, a los extranjeros, a las minorías sexuales, se envía ayuda internacional en caso de catástrofes... Por más que, como se afirma constantemente, muchas de estas cosas sean sólo gestos que no resuelven efectivamente los problemas y respondan muchas veces a un afán de prestigio o escondan otros intereses (hasta llegar a convertirse en objeto de rivalidades miméticas), lo cierto es que la existencia misma de esos reproches es un síntoma del nivel que ha alcanzado la preocupación por las víctimas: en épocas anteriores esa preocupación era tan débil que ni siquiera se reprochaban su indiferencia [33].
Obviamente Girard no se propone con esto justificar el mundo en que vivimos liberándolo de la crítica: tenemos buenas razones para hacernos recriminaciones, pues en relación con los medios materiales de que disponemos los resultados son casi irrisorios (así, nadie puede creer de buena fe que está fuera de nuestro alcance acabar con el hambre y la sed en el mundo, pues bastaría con derivar a tal fin una pequeña parte del presupuesto militar).
No se puede negar, empero, la diferencia no sólo cuantitativa sino cualitativa de la sociedad moderna con relación a cualquier otra de las que han existido. “Las sociedades antiguas eran comparables entre sí, pero la nuestra es realmente única. Su superioridad en todos los terrenos es tan aplastante, tan evidente, que, paradójicamente, está prohibido mencionarla” [34]. Esa superioridad radica primariamente en el ámbito de lo moral y de lo politico-social: proviene de la toma de conciencia y de la supresión de los mecanismos sacrificiales con el deseo de reparar las injusticias e instaurar modos de convivencia más humanos.
Estas transformaciones morales y sociales provienen, según afirma Girard, del humanismo y, en última instancia, del ideal cristiano proyectado en la imagen del “reino de Dios”, que es el efectivo trasfondo religioso del lema revolucionario “libertad, igualdad, fraternidad”, y vienen acompañadas de avances en el conocimiento científico y de desarrollos técnicos y económicos así mismo sin precedentes. En los siglos XVIII y XIX las élites sociales se dieron cuenta de esta situación y fueron presas de una inflación y de un complejo de superioridad, de una hybris, como dirían los antiguos griegos, que puede ser vista como una de los factores que están en el origen de las catástrofes del siglo XX [35]. Parece ser el temor a recaer en esa soberbia, junto al temor a humillar a los otros, lo que impide mencionar siquiera esa superioridad: es como si existiera un acuerdo tácito para evitar esta cuestión y ese acuerdo estaría promovido, según Girard, por la propia preocupación por las víctimas, que sería “la máscara laica de la caridad” [36].
Vamos a considerar a continuación una propuesta que se centra en el papel que juega la religión en vistas a lograr la ritualización, transformación y sublimación de la violencia. Se trata de una propuesta elaborada por el teólogo alemán Eugen Drewerman desde el campo de la psicología profunda de inspiración jungiana.
A diferencia de Girard, cuya concepción del mito se sitúa en la línea del exclusivismo cristiano más conservador, Drewermann insiste en el enraizamiento del cristianismo, por ejemplo de su simbólica de la redención, en las imágenes arquetípicas del inconsciente colectivo, insertándolo así en la historia de las religiones y poniéndolo en conexión profunda y fructífera con el “paganismo”.
Ese exclusivismo que en ciertos momentos parece amenazar a la teoría girardiana, y que tanta importancia ha tenido en la historia del cristianismo, provendría, según declara Drewerman, del excesivo predominio en su interior de lo patriarcal-racionalista y la consiguiente deformación moralizante. En virtud de ese predominio se intenta fundamentar, agresiva-defensivamente, los contenidos de la fe y los actos que ésta promueve sobre la teología (y la ontología) racional, negando cualquier vinculación con la mitología e interpretando sus imágenes en un sentido puramente “histórico”, en vez de simbólico. “Intentando no dejarse absorber por el inconsciente, como se creía que les ocurría a los “paganos”, se ha pretendido incrementar las fuerzas del Yo, la inteligencia y la voluntad, para que la individualidad y su conciencia pudieran acceder a un determinado grado de autonomía y de libertad con respecto a las imágenes arquetípicas y a las pulsiones del Ello. Lo que se consigue de este modo es destruir la mitología antigua en su forma proyectiva, exterior, para buscar el sentido interior (…) Esta interiorización no se realizó, empero, más que de un modo inconsecuente e incoherente y para constatar en qué contradicciones se ha enredado el cristianismo por su hostilidad respecto a los mitos, basta con hacer una breve consideración retrospectiva de la historia del espíritu religioso” [22].
Pues bien, para Drewermann el problema de la violencia sólo puede tener una solución religiosa: en concreto señala que la clave de la pacificación hay que buscarla en la simbólica de los sacramentos, especialmente del sacramento central de la Eucaristía, una simbólica que sería tan arcaica como la violencia y tan sofisticada como la paz. El tema básico de la Eucaristía, la decisión por parte del dios de dejarse sacrificar para que su carne y su sangre sirvan de alimento a la humanidad (teofagia), tiene una gran antigüedad, siendo posible detectarlo en las primeras mitologías, tanto de los cazadores (por ejemplo el llamado “culto del oso”) como, especialmente, de los recolectores-plantadores (ciclo de la vegetación), cuyas prolongaciones llegan hasta los mitos de Osiris o de Dionisos y a los misterios griegos de Eleusis.
“Desde el punto de vista de la psicología religiosa –afirma Drewermann- este sacramento está destinado en sí mismo no ya a prohibir o a reprimir las pulsiones agresivas, a modo de tratamiento moral drástico, sino más bien a admitirlas, integrarlas e interpretarlas como elementos de un orden portador de sentido” [23]. La sabiduría religiosa del sacramento no combate, pues, la pulsión agresiva para sofocarla mediante un esfuerzo consciente y voluntario (sea político o moral), sino que tiene una función catártica, psicoterapéutica diríamos en la actualidad, pues pretende proporcionarle una descarga ritualizada y autolimitada, para que la psique pueda restablecer su equilibrio interno.
En la visión mítica del mundo que sirve de humus a la Eucaristía la existencia tiene un carácter ambivalente: la vida y la muerte se encuentran necesariamente implicadas entre sí y son vistas como una pareja de opuestos que hay que mantener en equilibrio para que el mundo pueda seguir su curso. Para vivir es necesario matar (sea al animal, al enemigo agresivo) o despedazar la fruta y el grano y esta necesidad es vivida al mismo tiempo como una falta y como una expiación [24]. El sentimiento de culpabilidad y la depresión tienen aquí su origen ligado a la oralidad (comer el fruto del árbol prohibido) y a la madre (o, mejor, al arquetipo de la Madre sobre el que se polarizan las necesidades instintivas de seguridad, de estabilidad y de aceptación).
Pues bien, el mito y el ritual de la teofagia tienen la virtud de desculpabilizar la agresividad, pues de lo que se trata aquí es de un autosacrificio del dios y no de un asesinato: así, una leyenda india cuenta que en una de sus vidas anteriores Buda se había encarnado en liebre, la cual se arroja voluntariamente al fuego para servir de alimento a un visitante que le pidió ayuda. Mientras que la actitud ética afea al ser humano su conducta e intenta hacerle sentirse culpable para que cambie, Drewermann considera que la religión (y no sólo el cristianismo) intenta liberarle interiormente de la culpabilidad y del miedo, pues “tiene suficiente confianza como para creer que el hombre no es portador en sí mismo del mal, a condición de que sus pulsiones y que su reactividad espontánea no estén exacerbadas al infinito por el espejo deformante del miedo” [25].
Ahora bien, esta desculpabilización es algo ambivalente, pues si bien sirve, de un lado, para afirmar la vida y dar cohesión al grupo, por otro lado viene a justificar la pulsión agresiva y la guerra limitándose a proyectarla contra un enemigo exterior (este sería precisamente el mecanismo del chivo expiatorio estudiado por Girard). Pero la religión ha encontrado además, afirma Drewermann, la posibilidad de transmutar interiormente la pulsión agresiva mediante su simbolización, sustituyendo el sacrificio humano por el sacrificio animal y éste por la ofrenda vegetal (así, los misterios eleusinos culminaban con la exposición de una espiga, Buda muestra en silencio una flor de loto y en la Misa se eleva la hostia antes de la comunión).
El cristianismo habría dado un paso decisivo en esta vía de la interiorización con la doctrina de la transustanciación del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, pero el mensaje seguiría siendo en el fondo el mismo que el anunciado ya por Buda y por los misterios de Eleusis: “El sufrimiento moral, el dolor, la injusticia, la muerte cambian de naturaleza cuando se los acepta interiormente y uno ya no se defiende de ellos como si se tratase de algo ajeno; las limitaciones y las cargas que gravitan sobre la vida exterior, material, pueden dar lugar, si son aceptadas, a una vida interior más profunda y más rica” [26].
Uno de los principales motivos que suele provocar el desencadenamiento de las guerras es el sentimiento de humillación y desvalorización, de estar oprimido por una potencia extranjera que se impone mediante el uso de la violencia. La reacción violenta ante una situación así vivida es vista por los que la ejercen como un movimiento legítimo, defensivo y liberador, que busca restablecer unos derechos conculcados injustamente por el agresor-invasor, como una lucha por la dignidad de un grupo o de una nación que no es reconocida por el otro.
Se trataría, pues, de un intento de autoafirmación y de reconocimiento que se concreta en el intento de rebajar o matar físicamente al otro, de imponerse sobre él en una victoria político-militar, que considerada desde una perspectiva psicológica estaría simbolizando el deseo de que se reconozca y estime su valor interior. Por eso la violencia está condenada al fracaso. Surge, de la frustración, de la inseguridad, de la angustia de no poder ser, pero nunca encuentra una satisfacción: se limita “a ocultar el vértigo al vacío de identidad” [27].
Pero esta autoestima sería precisamente, según afirma Drewerman, aquello que proporciona la religión con su imaginería arcaica: el ritual de la teofagia pretende que todo el que participe pueda sentirse querido, aceptado y aprobado, tenga confianza en la existencia y adquiera autoestima. “Si el sentimiento que el hombre tiene de su propio valor se funda sobre esta confianza que le da la religión y llega a ser suficientemente sólido, entonces el hombre ya no tiene necesidad de la guerra” [28].
Drewermann estaría, pues, de acuerdo tanto con Girard como con Sofsky en que la solución al problema de la violencia no puede venir ni de la razón política, ni de la razón ética. Desmarcándose de Sofsky, cree con Girard que sólo la religión puede ofrecer una respuesta adecuada para salir de la espiral del miedo. Drewermann no establece empero, a diferencia de Girard, un corte entre el cristianismo y las demás religiones, pues precisamente ve en el simbolismo arquetípico que está en el trasfondo de todas ellas la única fuerza capaz de calmar efectivamente la inquietud de la existencia (el miedo, la angustia, el sentimiento de culpa, la envidia…) y de crear, por ello, formas de convivencia basadas en la autoestima y en la mutua afirmación, antes que en la negación y el deseo de exclusión. Pero dejemos aquí esta consideración psico-religiosa que ilustra por contraste la teoría de Girard, para ver cómo comparece en ésta última la problemática de la modernidad y su preocupación por las víctimas.
La paradoja de la modernidad
La Modernidad es, según afirma Girard, la era del espíritu crítico y de la actitud científica. Ahora, sobre la noción cristiana de la persona se consolida la realidad del sujeto autónomo y se acaba con la lógica sacrifical que había provocado la resacralización del orden estamental padecida por la Edad Media [29].
En ella surge también, empero, la ilusión individualista del sujeto que busca a toda costa la originalidad y la autonomía, así como nuevas formas de mimetismo negativo que adquieren un nivel antes nunca alcanzado: ahora el deseo metafísico ya no se fija sobre un modelo jerárquicamente lejano y trascendente, sino sobre el prójimo, con el que se mantiene una relación de igualdad propiciada por la democracia, lo cual hace posible el surgimiento de una disposición psicológica compuesta de soledad, orgullo y resentimiento [30].
Al tiempo que el Estado se separa de la Iglesia adquiriendo un poder absoluto, la dimensión económica de la existencia adquiere un protagonismo que antes nunca había tenido: el ser humano como trabajador y consumidor se pone en primer plano y las relaciones con las cosas sustituyen a los vínculos humanos característicos de las sociedades tradicionales.
“La economía moderna se presenta, para Girard, como el principal sustituto de la violencia sacrificial: al igual que ella es capaz de crear un orden a partir de lo contingente y lo arbitrario, pero también puede estar en el origen de conflictos y de guerras. Este carácter paradójico de la economía, lo mismo que la “ambivalencia de la escasez”, no depende de una determinada cantidad de recursos reales existentes, sino de la red de intercambios individuales a que da lugar. Pensado a partir de la teoría mimética, el orden económico liberal se presenta como un sistema autónomo y auto-referencial cuyos objetos son creaciones del propio deseo, un deseo que se expresa en este ámbito como libre competencia de los intereses individuales en el mercado de la oferta y la demanda” [31].
Así pues, lejos de acabar con la violencia, la modernidad va a experimentar formas de conflicto, de agresión y de exterminio nunca antes conocidas, que llegan a hacer que en la actualidad el peligro de destrucción de la vida en el planeta sea algo real. En este sentido cabe decir que nuestra época es la peor de todas las que ha habido, la que más víctimas ha provocado.
Pero al mismo tiempo es también verdad, apunta Girard, que en ninguna otra época se han hecho valer los derechos de las víctimas como en el presente. La historia no ha conocido, como ya constató Voltaire en su Candide, una Arcadia o una Edad de Oro en la que la sociedad se rigiera efectivamente por la compasión y por el ideal de justicia. “Ni en la China de los mandarines, ni en la India, ni en las sociedades precolombinas, ni en Grecia, ni en Roma, la de la República y la del Imperio, se preocupaban lo más mínimo por las incontables víctimas que sacrificaban a sus dioses, en honor a la patria o a la ambición de sus conquistadores, grandes o pequeños” [32].
Se abolió la esclavitud, se suprimió la caza de brujas, se establecieron unas condiciones dignas de trabajo, se generalizó el voto de la mujer, se protege a la infancia, a los ancianos, a los discapacitados, a los extranjeros, a las minorías sexuales, se envía ayuda internacional en caso de catástrofes... Por más que, como se afirma constantemente, muchas de estas cosas sean sólo gestos que no resuelven efectivamente los problemas y respondan muchas veces a un afán de prestigio o escondan otros intereses (hasta llegar a convertirse en objeto de rivalidades miméticas), lo cierto es que la existencia misma de esos reproches es un síntoma del nivel que ha alcanzado la preocupación por las víctimas: en épocas anteriores esa preocupación era tan débil que ni siquiera se reprochaban su indiferencia [33].
Obviamente Girard no se propone con esto justificar el mundo en que vivimos liberándolo de la crítica: tenemos buenas razones para hacernos recriminaciones, pues en relación con los medios materiales de que disponemos los resultados son casi irrisorios (así, nadie puede creer de buena fe que está fuera de nuestro alcance acabar con el hambre y la sed en el mundo, pues bastaría con derivar a tal fin una pequeña parte del presupuesto militar).
No se puede negar, empero, la diferencia no sólo cuantitativa sino cualitativa de la sociedad moderna con relación a cualquier otra de las que han existido. “Las sociedades antiguas eran comparables entre sí, pero la nuestra es realmente única. Su superioridad en todos los terrenos es tan aplastante, tan evidente, que, paradójicamente, está prohibido mencionarla” [34]. Esa superioridad radica primariamente en el ámbito de lo moral y de lo politico-social: proviene de la toma de conciencia y de la supresión de los mecanismos sacrificiales con el deseo de reparar las injusticias e instaurar modos de convivencia más humanos.
Estas transformaciones morales y sociales provienen, según afirma Girard, del humanismo y, en última instancia, del ideal cristiano proyectado en la imagen del “reino de Dios”, que es el efectivo trasfondo religioso del lema revolucionario “libertad, igualdad, fraternidad”, y vienen acompañadas de avances en el conocimiento científico y de desarrollos técnicos y económicos así mismo sin precedentes. En los siglos XVIII y XIX las élites sociales se dieron cuenta de esta situación y fueron presas de una inflación y de un complejo de superioridad, de una hybris, como dirían los antiguos griegos, que puede ser vista como una de los factores que están en el origen de las catástrofes del siglo XX [35]. Parece ser el temor a recaer en esa soberbia, junto al temor a humillar a los otros, lo que impide mencionar siquiera esa superioridad: es como si existiera un acuerdo tácito para evitar esta cuestión y ese acuerdo estaría promovido, según Girard, por la propia preocupación por las víctimas, que sería “la máscara laica de la caridad” [36].
El olvido del mal
Girard comparte, pues, con Sofsky el pesimismo radical sobre las posibilidades que tiene el ser humano de escapar de la violencia con los recursos que le ofrece su propia cultura, ya que ésta se encontraría irremediablemente implicada con aquélla, pero se separa de él al reconocer una posible salida en la “sobrecultura” representada por el cristianismo como factor que paulatinamente, y con sus más y sus menos, va trabajando en el descubrimiento de la verdad y en la consiguiente supresión de los componentes sacrificiales de la vida social gracias al amor.
En cualquier caso, Girard a lo largo de su obra ha insistido mucho más en la parte negativa, la denuncia de la función encubridora de la violencia que realizan los mitos y de los peligros de la ilusión de autonomía imperante en la Modernidad, que en la positiva sobre los avances en la desacralización (las consideraciones sobre la preocupación por las víctimas son casi una excepción) o sobre las vías para potenciar una autonomía no meramente ilusoria.
Pues bien, partiendo de la teoría mimética de Girard, a la que enriquece con perspectivas que se derivan, entre otras, de la teoría de sistemas y de la crítica a la sociedad industrial de Ivan Illich, Jean-Pierre Dupuy lleva más de treinta años haciendo estudios sobre las bases económicas de la vida social y sus paradojas ( La traición de la opulencia, El infierno de las cosas), sobre la tradición del liberalismo político (El sacrificio y la envidia, Liberalismo y justicia social) o sobre la visión mecanicistas que se deriva de las ciencias cognitivas (En los orígenes de las ciencias cognitivas, ¿Creen los sabios en sus teorías?, La mecanización del espíritu).
Tales estudios muestran el potencial crítico que encierra la noción girardiana del deseo mimético, noción que Dupuy emplea especialmente para intentar comprender los problemas que impiden la realización de la autonomía. “Girard ha demostrado que en un mundo en el que es imposible la autonomía, la voluntad de autonomía conduce inevitablemente a caer en la trampa del double bind (...) No ha demostrado, empero, que la autonomía sea siempre una exigencia imposible. Lógicamente, pues, deberían intentar ver en él a un aliado de peso todos aquellos cuyo combate se organiza precisamente en torno a ese valor: la autonomía” [37].
En nombre de esa autonomía, siempre problemática y paradójica, del ser humano, Dupuy critica irónicamente la línea de pensamiento predominante en la actualidad, esa especie de alianza entre el racionalismo individualista, las ciencias cognitivas, la filosofía analítica y el estructuralismo que, poniendo el énfasis en la importancia de la conceptualización económica, intenta consumar la reducción naturalista del espíritu y sacar a la luz definitivamente sus presuntos “mecanismos”.
Hablar de los “mecanismos del espíritu” implica que la metáfora de la máquina sigue siendo fuente de inspiración, pero ahora ya no es el reloj el que manda, sino otras máquinas mucho más sofisticadas. Se trata de máquinas informáticas que generan un pensamiento de tipo puramente calculador, que realizan operaciones encadenadas de acuerdo con unas reglas fijas, y procesan datos de acuerdo con un programa.
Respondería también a este intento de mecanizar el espíritu, según afirma Dupuy, la crítica al humanismo formulada por Heidegger dentro de su reflexión sobre la metafísica, crítica que ha servido de inspiración a la filosofía francesa de corte tanto estructuralista y posestructuralista como deconstructor [38]. Así, tanto la búsqueda por parte de Lévi-Strauss de las estructuras inconscientes que hacen posible la existencia de una especie de cognición sin sujeto, como la identificación lacaniana del inconsciente con un autómata (en virtud de la cual traduce la pulsión de muerte freudiana en términos de un “automatismo de repetición”) cuadran perfectamente con la concepción cibernética de la voluntad como un mecanismo de retroacción negativa. En este contexto el sentido resulta ser algo meramente secundario, un “efecto de superficie”, una máscara o cáscara que recubre el funcionamiento mecánicamente determinado del espíritu.
Al reducir el ser humano a la condición de un autómata se consigue, por un lado, un poder inmenso sobre él, una capacidad de control y de dominio casi ilimitada y, por otro lado, se resuelve casi de golpe o, mejor, se evacúa, el problema del mal, con lo que el problema político se convierte en algo trivial. Obviamente este es, visto desde la perspectiva del poder, el mejor escenario posible: la utopía del orden, ya parodiada hace años por Huxley y Orwell.
Algo de eso es lo que pretende la economía política (o mejor dicho, la reducción, pretendida por cierto neoliberalismo, de la problemática psicosocial a la sola problemática económica) cuando concibe el mercado como una especie de autómata gigantesco que funciona tanto mejor cuanto menos humanos son los participantes, de tal modo que la mutua indiferencia entre ellos, la frialdad y la impersonalidad serían la mejor garantía de que los procesos de regulación funcionan adecuadamente y, por tanto, del bien común [39]. La mecanización del espíritu, la mercantilización de la vida y la despersonalización de la relaciones humanas serían, pues, mecanismos de defensa que evitan afrontar el sufrimiento que deriva del problema del mal, ineludiblemente ligado al problema de la libertad del ser humano.
Si se aborda con este modelo de interpretación mecanicista, dominante en las ciencias sociales (así como también en nuestro sentido común), un acontecimiento histórico, por ejemplo el ataque terrorista del 11 de marzo del 2001, nos vemos impulsados a explicarlo buscando sus causas y considerando estas causas como sus razones (si alguien hace A es porque desea B y cree que haciendo A logrará B). Cualquier acción queda dotada de un mínimo de racionalidad si se la concibe como motivada por deseos y creencias. Todo el horror y el rechazo que provoca un acto de este tipo se proyecta así sobre la alteridad de unas creencias insensatas o perversas que se postulan como su causa, sin poner en cuestión en ningún momento el principio fundamental que rige este paradigma racional-individualista: que la pura ley del interés es lo que gobierna el mundo.
En este sentido Dupuy considera que la clave de comprensión no está en la alteridad cultural y religiosa de los criminales, alteridad que estaría provocando un “choque de civilizaciones”, sino más bien en una lógica de la identidad, de la fascinación y de la imitación. En este sentido cita a Maxime Rodinson, uno de los fundadores de la reflexión contemporánea sobre el islam, cuando afirma que “como ha surgido de una fuente común con el monoteísmo bíblico, el islam ha crecido en una envidiosa ambivalencia respecto a la atracción del brillo occidental. Gran parte del fanatismo actual consiste en la tentativa desesperada de responder a esta cuestión eminentemente política: ¿por qué los europeos progresan mientras que nosotros acumulamos los atrasos?” [40].
El odio contra Occidente no provendría según esta tesis de la diferencia entre tradiciones, sino más bien de la pérdida de esa diferencia, de la incapacidad de las tradiciones autóctonas para contener la fascinación que provoca el progreso y el deseo de ser iguales. Así pues, no habría que hablar propiamente de un “choque de civilizaciones” fundadas en diferentes creencias y tradiciones sino más bien un conflicto dentro de una misma civilización global que se encuentra en trance de nacimiento. “Cuando la fiebre de la competitividad se extiende por todo el planeta y algunos pierden sistemáticamente en ese juego, resulta inevitable que ese mal que es el resentimiento –sea cual sea el nombre que se le dé: orgullo, amor propio herido, envidia, celos, odio, etc.- produzca estragos. La filosofía política contemporánea parece estar completamente desarmada respecto a una verdad tan sencilla” [41].
Resulta muy significativo a este respecto que, en su intento de dar cobertura ideológica a los atentados, el propio Ben Laden apelase al principio de reciprocidad y pretenda haber actuado en nombre de las víctimas [42]. “Que el terrorismo islámico es el reflejo monstruoso del occidente cristiano del que aborrece se hace patente en su retórica victimista. La universalización de la preocupación por las víctimas es uno de los síntomas de que la civilización se ha extendido por todo el planeta. En todas partes se persigue, se mata, se masacra o se mutila en nombre de las víctimas propias, sean reales o pretendidas” [43].
Conclusión
En 1949 Erich Neumann, un psicólogo judeo-alemán, publicó un libro titulado Psicología profunda y nueva ética en el que intenta comprender la tragedia que Europa acababa de vivir, reflexionando sobre la significación y la (in)eficacia anímica de la ética tradicional [44]. Nuestra cultura se habría levantado sobre una ética de la virtud que, tanto en su raíz griega como en la judeo-cristiana, se organiza en torno a la celebración del bien y de lo positivo, celebración que conlleva al mismo tiempo la negación de lo negativo y la represión o exclusión del mal y de la sombra [45].
Se trata de una estrategia que podemos denominar heroica, ya que está basada en la lucha del yo consciente por imponerse sobre los impulsos, las tendencias y deseos que comparecen, en ese determinado contexto ético, como malos, y patriarcal, pues comparecen como positivos precisamente los valores masculinos vinculados con la simbólica de la luz, la elevación, el cielo y la conciencia (no se olvide que virtud proviene de vir), mientras que el monstruo al que tiene que matar el héroe con su espada-lanza suele tener connotaciones matriarcal-femeninas.
Esta estrategia funciona bien en determinados contextos y tiene sentido en cuanto contribuye al desarrollo de la personalidad, pero en el transcurso de la historia ha ido perdiendo su eficacia sobre la psique y, en su versión ascético-protestante de la ética del trabajo, ha conducido a la modernidad hasta el borde del abismo. La cuestión decisiva aquí es qué ocurre con todo aquello que la ética antigua excluye o reprime. Y la respuesta de Neumann es que todo lo que está en oposición a los valores se va acumulando en la sombra.
La sombra es, pues, aquella parte oscura de la personalidad que no puede ser aceptada dentro del marco ético oficial. Al no ser aceptada, la sombra se proyecta sobre alguna realidad exterior y es experimentada ahí fuera, como algo ajeno a uno mismo, y que puede, por ello, ser destruido o expulsado. Eso es precisamente lo que ocurre en el rito judío del chivo expiatorio, en el que se abandonaba en el desierto un macho cabrío simbólicamente cargado con todo el mal y el sentimiento de culpa de la colectividad.
Este modo de gestionar el problema del mal tiene sentido en determinadas fases, cuando todavía la conciencia individual es muy débil, pero resulta también muy peligroso: una buena prueba de la peligrosidad de ese procedimiento sobre el que se levanta la ética antigua la encontramos precisamente, según afirma el judío E. Neumann, en el holocausto del pueblo judío, que en trágica inversión se vio convertido él mismo en víctima inocente, en chivo expiatorio de una colectividad a la que ningún mal había provocado.
Pues bien, la tesis de Neumann es que necesitamos (y está en trance de surgir) una nueva ética, una ética que renuncie a esa estrategia que tan ineficaz y peligrosa se ha mostrado, una ética en la que el individuo en vez de limitarse a expulsar el mal, descargándose de él para echarlo sobre las espaldas de algún otro, se preocupe, podríamos decir usando una metáfora de gran actualidad dado los problemas ecológicos y medioambientales que padecemos, de “reciclarlo”.
“Al asumir la responsabilidad de nuestra sombra –afirma E. Neumann- se cancela su proyección (la psicología del chivo expiatorio), se abandona la guerra, disfrazada de cruzada moral, que pretendía exterminar el mal, especialmente el del vecino, y comienza a surgir una actitud que ya no se basa en el castigo y la purificación. La aceptación de la sombra es una fase del proceso de desarrollo que va generando una nueva estructura de la personalidad en la que, como hemos indicado, el sistema consciente queda vinculado con el inconsciente. La ampliación de la personalidad se basa en la asimilación y la toma de conciencia de ciertos contenidos inconscientes que tienen perspectivas de futuro y que señalan nuevas vías para la conciencia, así como en la elaboración y transformación de los contenidos negativos del inconsciente, es decir, de aquellos contenidos que inicialmente comparecen como hostiles a la conciencia y al yo” [46].
Preocuparse de la propia sombra, reconocerse responsable de ella, asumirla y aceptarla son las condiciones para poder integrarla y transformarla, poniéndola al servicio de la maduración de la personalidad, cosa que no es sólo una cuestión individual, sino que también tiene una función social, pues al hacerse uno cargo de su parte oscura está evitando proyectarla sobre los demás y contribuyendo a la “descontaminación” del ambiente social. Podríamos decir, pues, que la nueva ética esbozada por Neumann desde la perspectiva de la psicología no se centra en la celebración del bien sino en la toma de conciencia de lo que falta, de lo que se excluye, de los huecos oscuros, y en la asimilación transformadora del mal.
En concordancia con el imperativo del oráculo de Delfos, “conócete a ti mismo”, esta perspectiva psicológica ahonda en el descubrimiento de los condicionamientos psíquicos que, como la proyección de la sombra, encuadran y delimitan la ética y el comportamiento de los individuos. Pues bien, en nuestra opinión ese descubrimiento podría apuntar en la misma dirección que el desenmascaramiento realizado por Girard de las sacralizaciones basadas en el mimetismo violento, una desacralización que, como afirma Dupuy, comporta una ampliación de la conciencia y un reforzamiento de la autonomía del ser humano, relanzando el proyecto del humanismo renacentista que la modernidad no habría podido realizar al quedar atrapada en las ilusiones del individualismo [47].
Lejos del triunfalismo de la modernidad celebradora de la razón, el progreso y las luces, esta nueva actitud se basa en asumir el componente trágico de la existencia humana, el mal, la irracionalidad, la catástrofe y la oscuridad, como un punto de partida, haciendo como si se tratara de un destino o de una fatalidad que no es tal más que en la medida que no lo reconocemos como consecuencia de nuestros actos, pero que si se asume es posible conjurar de algún modo [48].
Girard comparte, pues, con Sofsky el pesimismo radical sobre las posibilidades que tiene el ser humano de escapar de la violencia con los recursos que le ofrece su propia cultura, ya que ésta se encontraría irremediablemente implicada con aquélla, pero se separa de él al reconocer una posible salida en la “sobrecultura” representada por el cristianismo como factor que paulatinamente, y con sus más y sus menos, va trabajando en el descubrimiento de la verdad y en la consiguiente supresión de los componentes sacrificiales de la vida social gracias al amor.
En cualquier caso, Girard a lo largo de su obra ha insistido mucho más en la parte negativa, la denuncia de la función encubridora de la violencia que realizan los mitos y de los peligros de la ilusión de autonomía imperante en la Modernidad, que en la positiva sobre los avances en la desacralización (las consideraciones sobre la preocupación por las víctimas son casi una excepción) o sobre las vías para potenciar una autonomía no meramente ilusoria.
Pues bien, partiendo de la teoría mimética de Girard, a la que enriquece con perspectivas que se derivan, entre otras, de la teoría de sistemas y de la crítica a la sociedad industrial de Ivan Illich, Jean-Pierre Dupuy lleva más de treinta años haciendo estudios sobre las bases económicas de la vida social y sus paradojas ( La traición de la opulencia, El infierno de las cosas), sobre la tradición del liberalismo político (El sacrificio y la envidia, Liberalismo y justicia social) o sobre la visión mecanicistas que se deriva de las ciencias cognitivas (En los orígenes de las ciencias cognitivas, ¿Creen los sabios en sus teorías?, La mecanización del espíritu).
Tales estudios muestran el potencial crítico que encierra la noción girardiana del deseo mimético, noción que Dupuy emplea especialmente para intentar comprender los problemas que impiden la realización de la autonomía. “Girard ha demostrado que en un mundo en el que es imposible la autonomía, la voluntad de autonomía conduce inevitablemente a caer en la trampa del double bind (...) No ha demostrado, empero, que la autonomía sea siempre una exigencia imposible. Lógicamente, pues, deberían intentar ver en él a un aliado de peso todos aquellos cuyo combate se organiza precisamente en torno a ese valor: la autonomía” [37].
En nombre de esa autonomía, siempre problemática y paradójica, del ser humano, Dupuy critica irónicamente la línea de pensamiento predominante en la actualidad, esa especie de alianza entre el racionalismo individualista, las ciencias cognitivas, la filosofía analítica y el estructuralismo que, poniendo el énfasis en la importancia de la conceptualización económica, intenta consumar la reducción naturalista del espíritu y sacar a la luz definitivamente sus presuntos “mecanismos”.
Hablar de los “mecanismos del espíritu” implica que la metáfora de la máquina sigue siendo fuente de inspiración, pero ahora ya no es el reloj el que manda, sino otras máquinas mucho más sofisticadas. Se trata de máquinas informáticas que generan un pensamiento de tipo puramente calculador, que realizan operaciones encadenadas de acuerdo con unas reglas fijas, y procesan datos de acuerdo con un programa.
Respondería también a este intento de mecanizar el espíritu, según afirma Dupuy, la crítica al humanismo formulada por Heidegger dentro de su reflexión sobre la metafísica, crítica que ha servido de inspiración a la filosofía francesa de corte tanto estructuralista y posestructuralista como deconstructor [38]. Así, tanto la búsqueda por parte de Lévi-Strauss de las estructuras inconscientes que hacen posible la existencia de una especie de cognición sin sujeto, como la identificación lacaniana del inconsciente con un autómata (en virtud de la cual traduce la pulsión de muerte freudiana en términos de un “automatismo de repetición”) cuadran perfectamente con la concepción cibernética de la voluntad como un mecanismo de retroacción negativa. En este contexto el sentido resulta ser algo meramente secundario, un “efecto de superficie”, una máscara o cáscara que recubre el funcionamiento mecánicamente determinado del espíritu.
Al reducir el ser humano a la condición de un autómata se consigue, por un lado, un poder inmenso sobre él, una capacidad de control y de dominio casi ilimitada y, por otro lado, se resuelve casi de golpe o, mejor, se evacúa, el problema del mal, con lo que el problema político se convierte en algo trivial. Obviamente este es, visto desde la perspectiva del poder, el mejor escenario posible: la utopía del orden, ya parodiada hace años por Huxley y Orwell.
Algo de eso es lo que pretende la economía política (o mejor dicho, la reducción, pretendida por cierto neoliberalismo, de la problemática psicosocial a la sola problemática económica) cuando concibe el mercado como una especie de autómata gigantesco que funciona tanto mejor cuanto menos humanos son los participantes, de tal modo que la mutua indiferencia entre ellos, la frialdad y la impersonalidad serían la mejor garantía de que los procesos de regulación funcionan adecuadamente y, por tanto, del bien común [39]. La mecanización del espíritu, la mercantilización de la vida y la despersonalización de la relaciones humanas serían, pues, mecanismos de defensa que evitan afrontar el sufrimiento que deriva del problema del mal, ineludiblemente ligado al problema de la libertad del ser humano.
Si se aborda con este modelo de interpretación mecanicista, dominante en las ciencias sociales (así como también en nuestro sentido común), un acontecimiento histórico, por ejemplo el ataque terrorista del 11 de marzo del 2001, nos vemos impulsados a explicarlo buscando sus causas y considerando estas causas como sus razones (si alguien hace A es porque desea B y cree que haciendo A logrará B). Cualquier acción queda dotada de un mínimo de racionalidad si se la concibe como motivada por deseos y creencias. Todo el horror y el rechazo que provoca un acto de este tipo se proyecta así sobre la alteridad de unas creencias insensatas o perversas que se postulan como su causa, sin poner en cuestión en ningún momento el principio fundamental que rige este paradigma racional-individualista: que la pura ley del interés es lo que gobierna el mundo.
En este sentido Dupuy considera que la clave de comprensión no está en la alteridad cultural y religiosa de los criminales, alteridad que estaría provocando un “choque de civilizaciones”, sino más bien en una lógica de la identidad, de la fascinación y de la imitación. En este sentido cita a Maxime Rodinson, uno de los fundadores de la reflexión contemporánea sobre el islam, cuando afirma que “como ha surgido de una fuente común con el monoteísmo bíblico, el islam ha crecido en una envidiosa ambivalencia respecto a la atracción del brillo occidental. Gran parte del fanatismo actual consiste en la tentativa desesperada de responder a esta cuestión eminentemente política: ¿por qué los europeos progresan mientras que nosotros acumulamos los atrasos?” [40].
El odio contra Occidente no provendría según esta tesis de la diferencia entre tradiciones, sino más bien de la pérdida de esa diferencia, de la incapacidad de las tradiciones autóctonas para contener la fascinación que provoca el progreso y el deseo de ser iguales. Así pues, no habría que hablar propiamente de un “choque de civilizaciones” fundadas en diferentes creencias y tradiciones sino más bien un conflicto dentro de una misma civilización global que se encuentra en trance de nacimiento. “Cuando la fiebre de la competitividad se extiende por todo el planeta y algunos pierden sistemáticamente en ese juego, resulta inevitable que ese mal que es el resentimiento –sea cual sea el nombre que se le dé: orgullo, amor propio herido, envidia, celos, odio, etc.- produzca estragos. La filosofía política contemporánea parece estar completamente desarmada respecto a una verdad tan sencilla” [41].
Resulta muy significativo a este respecto que, en su intento de dar cobertura ideológica a los atentados, el propio Ben Laden apelase al principio de reciprocidad y pretenda haber actuado en nombre de las víctimas [42]. “Que el terrorismo islámico es el reflejo monstruoso del occidente cristiano del que aborrece se hace patente en su retórica victimista. La universalización de la preocupación por las víctimas es uno de los síntomas de que la civilización se ha extendido por todo el planeta. En todas partes se persigue, se mata, se masacra o se mutila en nombre de las víctimas propias, sean reales o pretendidas” [43].
Conclusión
En 1949 Erich Neumann, un psicólogo judeo-alemán, publicó un libro titulado Psicología profunda y nueva ética en el que intenta comprender la tragedia que Europa acababa de vivir, reflexionando sobre la significación y la (in)eficacia anímica de la ética tradicional [44]. Nuestra cultura se habría levantado sobre una ética de la virtud que, tanto en su raíz griega como en la judeo-cristiana, se organiza en torno a la celebración del bien y de lo positivo, celebración que conlleva al mismo tiempo la negación de lo negativo y la represión o exclusión del mal y de la sombra [45].
Se trata de una estrategia que podemos denominar heroica, ya que está basada en la lucha del yo consciente por imponerse sobre los impulsos, las tendencias y deseos que comparecen, en ese determinado contexto ético, como malos, y patriarcal, pues comparecen como positivos precisamente los valores masculinos vinculados con la simbólica de la luz, la elevación, el cielo y la conciencia (no se olvide que virtud proviene de vir), mientras que el monstruo al que tiene que matar el héroe con su espada-lanza suele tener connotaciones matriarcal-femeninas.
Esta estrategia funciona bien en determinados contextos y tiene sentido en cuanto contribuye al desarrollo de la personalidad, pero en el transcurso de la historia ha ido perdiendo su eficacia sobre la psique y, en su versión ascético-protestante de la ética del trabajo, ha conducido a la modernidad hasta el borde del abismo. La cuestión decisiva aquí es qué ocurre con todo aquello que la ética antigua excluye o reprime. Y la respuesta de Neumann es que todo lo que está en oposición a los valores se va acumulando en la sombra.
La sombra es, pues, aquella parte oscura de la personalidad que no puede ser aceptada dentro del marco ético oficial. Al no ser aceptada, la sombra se proyecta sobre alguna realidad exterior y es experimentada ahí fuera, como algo ajeno a uno mismo, y que puede, por ello, ser destruido o expulsado. Eso es precisamente lo que ocurre en el rito judío del chivo expiatorio, en el que se abandonaba en el desierto un macho cabrío simbólicamente cargado con todo el mal y el sentimiento de culpa de la colectividad.
Este modo de gestionar el problema del mal tiene sentido en determinadas fases, cuando todavía la conciencia individual es muy débil, pero resulta también muy peligroso: una buena prueba de la peligrosidad de ese procedimiento sobre el que se levanta la ética antigua la encontramos precisamente, según afirma el judío E. Neumann, en el holocausto del pueblo judío, que en trágica inversión se vio convertido él mismo en víctima inocente, en chivo expiatorio de una colectividad a la que ningún mal había provocado.
Pues bien, la tesis de Neumann es que necesitamos (y está en trance de surgir) una nueva ética, una ética que renuncie a esa estrategia que tan ineficaz y peligrosa se ha mostrado, una ética en la que el individuo en vez de limitarse a expulsar el mal, descargándose de él para echarlo sobre las espaldas de algún otro, se preocupe, podríamos decir usando una metáfora de gran actualidad dado los problemas ecológicos y medioambientales que padecemos, de “reciclarlo”.
“Al asumir la responsabilidad de nuestra sombra –afirma E. Neumann- se cancela su proyección (la psicología del chivo expiatorio), se abandona la guerra, disfrazada de cruzada moral, que pretendía exterminar el mal, especialmente el del vecino, y comienza a surgir una actitud que ya no se basa en el castigo y la purificación. La aceptación de la sombra es una fase del proceso de desarrollo que va generando una nueva estructura de la personalidad en la que, como hemos indicado, el sistema consciente queda vinculado con el inconsciente. La ampliación de la personalidad se basa en la asimilación y la toma de conciencia de ciertos contenidos inconscientes que tienen perspectivas de futuro y que señalan nuevas vías para la conciencia, así como en la elaboración y transformación de los contenidos negativos del inconsciente, es decir, de aquellos contenidos que inicialmente comparecen como hostiles a la conciencia y al yo” [46].
Preocuparse de la propia sombra, reconocerse responsable de ella, asumirla y aceptarla son las condiciones para poder integrarla y transformarla, poniéndola al servicio de la maduración de la personalidad, cosa que no es sólo una cuestión individual, sino que también tiene una función social, pues al hacerse uno cargo de su parte oscura está evitando proyectarla sobre los demás y contribuyendo a la “descontaminación” del ambiente social. Podríamos decir, pues, que la nueva ética esbozada por Neumann desde la perspectiva de la psicología no se centra en la celebración del bien sino en la toma de conciencia de lo que falta, de lo que se excluye, de los huecos oscuros, y en la asimilación transformadora del mal.
En concordancia con el imperativo del oráculo de Delfos, “conócete a ti mismo”, esta perspectiva psicológica ahonda en el descubrimiento de los condicionamientos psíquicos que, como la proyección de la sombra, encuadran y delimitan la ética y el comportamiento de los individuos. Pues bien, en nuestra opinión ese descubrimiento podría apuntar en la misma dirección que el desenmascaramiento realizado por Girard de las sacralizaciones basadas en el mimetismo violento, una desacralización que, como afirma Dupuy, comporta una ampliación de la conciencia y un reforzamiento de la autonomía del ser humano, relanzando el proyecto del humanismo renacentista que la modernidad no habría podido realizar al quedar atrapada en las ilusiones del individualismo [47].
Lejos del triunfalismo de la modernidad celebradora de la razón, el progreso y las luces, esta nueva actitud se basa en asumir el componente trágico de la existencia humana, el mal, la irracionalidad, la catástrofe y la oscuridad, como un punto de partida, haciendo como si se tratara de un destino o de una fatalidad que no es tal más que en la medida que no lo reconocemos como consecuencia de nuestros actos, pero que si se asume es posible conjurar de algún modo [48].
Notas:
[1] La lengua griega parece hilar más fino a este respecto, pues es capaz de distinguir, por ejemplo, entre kakentrecheia y chairekakia. La chairekakia expresa que alguien se alegra por las cosas terribles que puede padecer otro, pero parece entenderse que, en cierta manera y en opinión del que se alegra, el que padece tales penalidades se las merecía; en caso contrario, se da la kakentrecheia, esto es, la persecución del mal ajeno y el contento por el mismo sin reparar en la posible justicia de las penas padecidas, es decir, simplemente por envidia o resentimiento (en alemán también existe la palabra Schadenfreude, que alude a ese alegrarse por el mal ajeno, aunque no llega a distinguir tanto como el griego). Cfr al respecto. J. Portman. When Bad Thinks Happen to Other People. London, 2000 (Agradezco al filólogo Javier Alonso la información).
[1] La lengua griega parece hilar más fino a este respecto, pues es capaz de distinguir, por ejemplo, entre kakentrecheia y chairekakia. La chairekakia expresa que alguien se alegra por las cosas terribles que puede padecer otro, pero parece entenderse que, en cierta manera y en opinión del que se alegra, el que padece tales penalidades se las merecía; en caso contrario, se da la kakentrecheia, esto es, la persecución del mal ajeno y el contento por el mismo sin reparar en la posible justicia de las penas padecidas, es decir, simplemente por envidia o resentimiento (en alemán también existe la palabra Schadenfreude, que alude a ese alegrarse por el mal ajeno, aunque no llega a distinguir tanto como el griego). Cfr al respecto. J. Portman. When Bad Thinks Happen to Other People. London, 2000 (Agradezco al filólogo Javier Alonso la información).
[2] Platon, Diálogos II, Gredos, Madrid, 1987 pp. 295-6.
[3] Aristóteles, Ética a Nicómaco. Espasa-Calpe, Madrid, 1978, p.325.
[4] La palabra theoría proviene de theasthai, que significa ver no en el sentido de un mirar activo sino en sentido pasivo como un captar lo que hay ante los ojos, por lo que está vinculada con theatron, teatro. También alude a lo visto en ese mirar y por ello se refiere a la procesión religiosa.
[5] La excepción dentro del cristianismo (aunque con raíces paganas en muchos casos) estaría representada por las corrientes gnósticas que al considerar al mundo, al tiempo y a la historia como radicalmente malos, extienden esa consideración también al dios que se ha encargado de realizar tamaña maldad (el malvado Demiurgo venerado en el Antiguo Testamento), propugnando diversos modos de insumisión ante el presunto dios en nombre del “Dios desconocido” (agnostos theos) (cfr. H. Jonas, La religión gnóstica. Siruela, Barcelona, 2000 y E. Pagels, Los evangelios gnósticos. Crítica, Barcelona, 2004).
[6] Rm 7, 15-19.
[7] Rm 7, 24-25.
[8] En esta misma línea se sitúa Milton Friedman cuando afirma lo siguiente: “Los precios que resultan de las transacciones voluntarias entre compradores y vendedores, es decir, del mercado libre, son capaces de coordinar la actividad de millones de personas, cada una de las cuales sólo conoce su propio interés, de tal modo que la situación de todos resulta mejorada (…) El sistema de precios realiza esta tarea sin que exista una dirección central y sin que sea necesario que las gentes se hablen ni se amen”. M. Friedman, Free to choose. Morrow/Avon , 1981 (citado por J.-P. Dupuy, Avions-nous oublié le mal. Penser la politique après le 11 septembre. Bayard, Paris, 2002, p. 72).
[9] W. Sofsky, Tiempos de horror. Siglo XXI, Madrid, 2004, p. 57.
[10] Id., p. 60.
[11] Id.. p. 61.
[12] Id., p. 7.
[13] W. Sofsky, Traité de la violence. Gallimard, Paris, p. 14 (en lo que sigue siempre que citamos libros no editados en castellano, la traducción es nuestra).
[14] Id. p. 16 .
[15] Id. p. 190.
[16] Id. p. 191.
[17] Cfr. Id. pp. 52 y 54. En la violencia absoluta, liberada de cualquier uso instrumental “el antiguo yo se desvanece, la necesidad de individuación, el miedo a la muerte se borran de golpe. La transformación ha alcanzado su punto final. La fiesta de la violencia es un salto hacia el estado utópico. Se cumple un deseo ancestral: el sueño del regreso al Paraíso” Id. p. 29.
[18] Id. p. 194.
[19] Id. p. 200.
[20] Id. p. 190.
[21] Id. p. 63 .
[22] E. Drewermann, La spirale de la peur. Le christianisme et la guerre. Stock, Paris, 1994, p. 205.
[23] Id., p. 216.
[24] Esta experiencia filogenética de tener que matar algo que se venera se repite en la psicogénesis individual, tras el inicio de la dentición, en la vivencia que tiene el lactante del pecho materno, la cual estría cargada con fantasmas de mordedura y de destrucción, por lo que el destete es vivido como un castigo merecido por su excesiva avidez. Cfr. Id. p. 219.
[25] Id., p. 223.
[26] Id., p.230.
[27] Cfr. Al respecto el artículo de J.M. Amenábar sobre “violencia” en el A. Ortiz-Osés y P. Lanceros, Diccionario de la existencia. Editorial Anthropos, Barcelona, 2006, pp. 592 y ss
[28] E. Drewermann, La spirale de la peur. Le christianisme et la guerre. o.c., p. 233.
[29] Véase una buena presentación global del pensamiento de Girard tomando como hilo conductor la problemática de la modernidad en M. Dias Costa, “As ilusoes da Modernidade: Girard e os parodoxos do individualismo” en Revista Portuguesa de Filosofía, vol 56, Fasc. 1-2, Janeiro-Junho 2000, pp. 117 y ss.
[30] Dostoievski se refiere a esa disposición, de la que hablaremos más abajo, cuando dibuja la psicología del protagonista de sus Memorias del subsuelo, que comienza así: “Soy un enfermo. Soy un malvado. Soy un hombre desagradable. Creo que padezco del hígado... Pero no sé absolutamente nada de mi enfermedad. Ni siquiera puedo decir con certeza dónde me duele. Ni me cuido ni me he cuidado nunca... Por eso sé que si no me cuido es por maldad. Estoy enfermo del hígado. ¡Me alegro! Y si me pongo peor, me alegraré más todavía”.
[31] M. Dias Costa, “As ilusoes da Modernidade: Girard e os parodoxos do individualismo”,o.c., p. 134.
[32] Id., p. 210.
[33] “Para demostrarnos que no somos etnocéntricos ni triunfalistas, tronamos contra la autosatisfacción burguesa del siglo XIX, ridiculizamos esa bobada del progreso para caer en la bobada inversa: la de acusarnos de ser la más inhumana de todas las sociedades” Id. p. 215
[34] Id., p. 219
[35] En este sentido el nazismo sería un producto de esa inflación y habría intentado “erradicar primero de Alemania, y a continuación de Europa, esa vocación asignada por su tradición religiosa: la preocupación por las víctimas” Id. p. 222
[36] Id., p. 214. En este mismo sentido para Girard también la globalización ha de ser concebida dentro de este proceso general que es el cristianismo: “La apertura gradual de las culturas encerradas en sí mismas se inicia en plena Edad Media y acaba en nuestros días con la llamada globalización que, en mi opinión, sólo secundariamente constituye un fenómeno económico. Su verdadera fuerza motriz es el fin de las interdicciones victimarias, la fuerza que tras haber destruido las sociedades arcaicas, desmantela hoy a sus sucesoras, las naciones llamadas modernas”. Id. p. 215.
[37] P. Dumouchel y J.-P. Dupuy, L’enfer des choses. René Girard et la logique de l’économie. Seuil, Paris, 1979, p. 104.
[38] Dupuy alude aquí a la provocativa teoría heideggeriana de que la tecnociencia no constituye una amenaza para los valores humanistas sino que sería precisamente su realización efectiva. En la Carta sobre el humanismo Heidegger formula efectivamente una crítica radical al humanismo, pues lo considera como una fase de la historia de la metafísica que conduce a la situación de “dominio planetario de la técnica”, pero esa crítica no parece apuntar, como sugiere Dupuy, a justificar la mecanización del espíritu. Heidegger considera que el humanismo, que toma como punto de partida la cuestión del hombre, se reduce a ser una antropología, incluso un antropomorfismo, impidiendo, al igual que la metafísica antigua, el planteamiento de la cuestión originaria de la experiencia del ser y propiciando un subjetivismo prometeico que no da cuenta de la dimensión ontológica del ser humano. “Si no planteamos –afirma E. Grassi, el editor de la carta sobre el humanismo,de manera primaria la cuestión de cómo el ser concierne al hombre y de la forma en que le dirige su interpelación, desperdiciamos toda oportunidad de decir algo fundamental sobre los seres humanos, y es por eso por lo que Heidegger sostiene que el humanismo no alcanza la esencia del hombre. En esta medida, el pensamiento en Sein und Zeit (Ser y tiempo) está contra el humanismo (...) porque éste no pone suficientemente alta la humanitas del hombre” E. Grassi, Heidegger y el problema del humanismo. Anthropos, Barcelona, 2006. p. 47
[39] “Mi hipótesis al respecto –afirma Dupuy- es que el mundo de la competencia económica es tan duro que se ha intentado ahorrarle al menos los tormentos que genera cuando adopta la forma devastadora de la psicología del subsuelo. Como esa psicología consiste en el apego obsesivo por el obstáculo que representa un rival venerado y odiado al mismo tiempo, evitaremos el peligro separando completamente a los sujetos entre sí. Se harán la guerra, pero sin coincidir nunca”. J.P.- Dupuy, Avions-nous oublié le mal? Penser la politique après le 11 septembre. Bayard, Paris, 2002, p. 73.
[40] Id., p.44.
[41] Id., p.45. Dupuy cita también a este respecto a Girard, en un texto escrito antes del 11-S: “El odio contra Occidente y todo lo que representa no proviene de que su espíritu sea verdaderamente ajeno a esos pueblos, ni de que éstos se opongan realmente al progreso, sino de que el espíritu competitivo les resulta tan familiar como a nosotros mismos. Lejos de desviarse de Occidente, no pueden evitar, aunque sin reconocerlo, imitarlo y adoptar sus valores, y están tan devorados como nosotros por la ideología del éxito individual o colectivo”. R. Girard, Celui par qui le scandale arriva. Paris, Desclée de Brouwer, 2001, pp. 23-24.
[42] “Son los americanos los que han empezado. La respuesta y el castigo deben ejercerse siguiendo escrupulosamente el principio de reciprocidad, sobre todo cuando se trata de mujeres y de niños. Los que lanzaron bombas atómicas y usaron armas de destrucción masiva contra Nagasaki e Hirosima fueron los americanos. ¿Acaso esas bombas podía distinguir entre los militares y las mujeres y los niños”. J.P.- Dupuy, Avions-nous oublié le mal? o.c., p. 49
[43] Id., p.52 .
[44] E. Neumann, Tiefenpsychologie und neue Ethik (1949), Frankfurt, Fischer, 1990. Existe en castellano una edición agotada en Compañía General Fabril Editora, Buenos Aires, 1960 y una traducción parcial, de la que soy responsable, en A. Ortiz-Osés y P. Lanceros, Diccionario de Hermenéutica, Universidad Deusto, Bilbao, 2006, “Apéndice: Hermenéutica del alma”.
[45] En la psicología jungiana la sombra representa el lado oscuro de la personalidad en el que residen los aspectos rechazados por la conciencia moral y que se quieren negar. La sombra es en cada individuo una configuración personal, pero tiene sin embargo un arraigo arquetípico ya que en todo ser humano hay una parte oscura. Ese aspecto colectivo de la sombra queda personificado en las figuras de los demonios, brujas y brujos, Satán, Mefistófeles, cábiros, faunos, etc.
[46] E. Neumann, Tiefenpsychologie und neue Ethik, o.c., p. 95.
[47] Cfr. Al respecto M. Dias Costa, “As ilusoes da Modernidade: Girard e os parodoxos do individualismo”, o.c., p. 140.
[48] Cfr. J.-P. Dupuy, Pour une catastrophisme éclairé. Quand l’impossible est certain. o.c., pp. 62-63.
Artículo elaborado por Luis Garagalza, Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea y colaborador de Tendencias21 de las Religiones.