Busto de Paul Johannes Tillich. Imagen: Richard Keeling. Fuente: Wikimedia Commons.
El teólogo Paul Tillich se vincula con los pensadores de la Escuela de Frankfurt, en su periodo inicial en Alemania. Como muchos de los miembros del famoso “Instituto para los Estudios Sociales” de Frankfurt, hubo de exiliarse cuando Hitler llegó al poder, quedándose ya siempre en Estados Unidos, donde ejerció de profesor universitario y teólogo.
Fue en este país donde publicara en inglés su Teología sistemática [1] . Centra su esfuerzo, en el primer volumen de esta obra compuesta de tres volúmenes, en hacer de la religión algo “razonable”, lo cual quiere decir, hacer de ella algo que no contradiga a la razón, aunque para ello debamos ampliar el concepto de razón más allá de lo que él llama “razón controladora” que es la forma instrumental de la razón en el mismo sentido que lo entendía su colega Max Horkheimer.
Evidentemente, desde un concepto puramente empírico-manipulativo que concibe a la razón como instrumento para manipular la realidad mediante la previa reducción de la realidad a sus elementos cuantitativos, no hay lugar para pensar lo teológico, ni para plantear cuestiones ontológicas. La crítica de Tillich se basa además en señalar que, por debajo del empirismo, subyace una opción ontológica concreta, que implica y presupone una noción del Ser y un sentido del mismo. Así, epistemología y ontología se relacionan, recalca a menudo Tillich en su obra, estando la primera siempre engarzada en la segunda.
Valoración de la razón y de la Creación en la teología de Paul Tillich
El hecho de denominar lo que pretende ser su gran obra como “Teología sistemática” obedece, creo, al carácter racional que quiere darle, es decir, al empeño de no entrar en contradicción ni grave pugna con la razón entendiéndola, como estamos señalando, en un sentido amplio. Según él y en el tono de la Summa Theologiae de Tomás de Aquino, no hay dos verdades, ni dos formas de conocimiento que se contradigan.
El instrumento que posee el hombre para conocer la realidad no es violentado por la teología, sino que, por el contrario, resulta fuertemente avalado y reforzado gracias a la creencia religiosa.
La relación que ve Tillich entre ambas, creencia y razón, es de correlación, de una superación por parte de la creencia que no niega lo anterior, la razón, sino que la culmina en sus líneas principales. Es decir, la razón desnuda sin la revelación llegaría según Tillich a una especie de aporías que son sin embargo resueltas desde lo que él llama “revelación”.
Hay, por referirnos a unos de los ejemplos de la tendencia a la aporía intrínseca a la razón (tal como con espíritu kantiano indica Tillich), que consiste en un simultáneo pathos absolutista en ella (tendencia a la generalización totalizadora) que coexiste con un pathos relativista (tendencia a la singularización relativista). Ambos son extremos que sólo la revelación unifica y supera.
En este caso, por seguir este ejemplo, tenemos que la revelación logra ofrecer al mismo tiempo lo más absoluto (universal, general) dado en lo más concreto (particular, histórico): Dios, como lo más universal, asume una forma histórica (Jesús). De este modo, sin que sea negada esta historia personal y concreta, ella encierra un fondo divino que se transparenta a través de ella para los hombres, pero que no es esa misma historia, porque Jesús es entendido como el Cristo, frente al jesuanismo que acabaría divinizando elementos particulares de su persona o su vida.
De hecho, para Tillich es en la pérdida del referente absoluto, que ha de transparentarse en lo particular, pero sin llegar a confundirse con lo particular, como se daría lo demoníaco. Así, si se toma la forma de la Iglesia, sus instituciones y organización, como absoluto, sin impedir que sea más que un medio que ha de ser superado por el fondo absoluto que se debe transparentar en ella, un fondo que no es ella pero que luce en ella, se estaría, señala, incurriendo en otra demonización.
Lo demoníaco es, según Tillich, por tanto, la idolatría, la conversión en absoluto de lo que no es absoluto. El propio Jesucristo renunció a que la majestad del Padre, del cual procede todo su poder, implicara su reinado terrenal, como mostró al rechazar las conocidas tentaciones que iban todas en esa línea de pretensión demoníaca de una absolutización de los aspectos terrenales de su existencia singular.
De estos planteamientos se sigue que Tillich valora el mundo y lo terrenal en su justa medida, en lo que es. Porque su esfuerzo apunta hacia una crítica de los dualismos gnostizantes que para afirmar lo absoluto, el Ser o Dios, niegan el mundo que conocemos, despreciando a la Creación. El componente de milagro que existe en toda revelación (que sí es reconocido por Tillich) quiere decir que en ella se da algo, como fondo, absoluto, esencial, pero sin que sean violadas las leyes de la naturaleza o de la historia humana.
El milagro no niega ni anula al mundo; Dios no vulnera sus propias leyes. Tillich parte del mundo y de la historia para dejar traslucir en ellos lo que al principio de su tratado llama “ser” para pronto llamarlo “Dios”. El mundo es el lugar de la revelación. Un lugar con densidad ontológica que no es negado, sino trascendido sin oposición por Dios en cuanto se trasluce y revela en el mismo. Pero sin confundirse, no obstante, plenamente con su Creación.
Los interrogantes planteados por la existencia del hombre: la Finitud
Dentro de la centralidad que ocupa lo creado, entiende Paul Tillich la teología como algo estrechamente vinculado a la existencia concreta e histórica del hombre, pues es de ella de donde surgen las preguntas y problemas que ocuparán el esfuerzo racional del teólogo. Paul Tillich relaciona con Dios las cuestiones ontológicas sobre el ser, aunque se cuida de diferenciar una estricta reflexión de tipo ontológico con la especificidad de la reflexión teológica. Sin ánimo de confundir las cosas, sí es cierto que toda teología se lleva a cabo enfrentándose con el ser y sus categorías, en el nivel más basal de la realidad.
Todo conocimiento, además, lleva implícitas unas opciones ontológicas, o sea, una forma de aproximación al ser y de concepción del ser. Es en este nivel fundamental de la realidad donde se dan dos posibles perspectivas: la que sólo halla ser en el ser (Heidegger) y la que encuentra a Dios en el ser (Tillich, la teología). En cualquier caso, Tillich se sumerge en la ontología, en la segunda parte de su primer volumen de Teología sistemática, como paso previo a una fenomenología de Dios y de la experiencia religiosa.
En este procedimiento, cuando se centra en lo estrictamente ontológico y no teológico, se dan similitudes con el proceder de Heidegger. Así, el hombre es para él Dasein, es decir, el lugar donde el ser toma conciencia de sí y se revela, donde se manifiesta la estructura del ser [2] .
Tillich aborda el lugar de la conmoción que lleva verdaderamente al hombre a la cuestión del ser. Se trata de la finitud en lo que ésta implica de non ser. La cuestión de la nada o el non ser ha fascinado al hombre, existiendo diversas maneras de abordarla.
En primer lugar, es preciso diferenciar la nada positiva (el non ser en cuanto puede ser nombrado e integrado en la positividad del ser) de la nada como límite absoluto e inefable requerido por el ser. Así es como, en este segundo sentido, aparece por ejemplo en San Agustín. La nada (el pecado) como algo sin estatuto ontológico positivo, como resistencia al ser. Las filosofías han acentuado uno u otro polo (ser o nada). En realidad, hay una dialéctica en cada cosa en la medida en que es “algo” porque no es otras cosas (esto no se da en el ser en sí). Es la dialéctica de la finitud que el hombre experimenta sobre todo en la muerte.
El hombre “huele” la infinitud desde la cual se sabe finito al tropezar con la muerte, lo cual no es un argumento para demostrar lo infinito, sino un requerimiento de la razón (el trascender lo finito) para comprender lo finito. La conciencia que el yo finito tiene de sí mismo como finito es lo que Tillich llama “congoja” (en la traducción al castellano de su obra), con claras resonancias a la “angustia” heideggeriana, que como es sabido, no remite a un mero estado psicológico, sino ontológico, de experimentación de la finitud en uno mismo. Aunque pueda ser emocional e incluso ir vinculada a estados psicológicos, el verdadero lugar de la congoja no es ni las emociones ni la psique.
Hay más bien ciertos estados para aprehender el non ser que hay en el ser, es decir, la propia finitud; son la congoja y el coraje. Tillich va repasando cómo cada categoría ontológica (espacio, tiempo, causalidad, substancia) inducen una tensión hacia la nada que el hombre experimenta en ellas. Afirma: “Estas cuatro categorías son cuatro aspectos de la finitud en sus elementos positivo y negativo: expresan la unión del ser y del non-ser en toda cosa finita y muestran el coraje que acepta la congoja del non-ser. Pero la cuestión de la posibilidad de este coraje es la cuestión de Dios” [3] .
Tillich aborda los intentos racionales de demostrar la existencia de Dios, es decir, los conocidos argumentos, como el ontológico de San Anselmo o los cosmológicos (vías de Tomás de Aquino). La crítica del teólogo alemán a muchos de ellos se basa en que resulta inapropiado dar el salto de la esencia a la existencia. Podemos recurrir a una esencia infinita desde dinámicas existenciales, como una forma de completar la concepción del mundo o requerimiento de nuestra razón, o incluso de la moral.
Por ejemplo, la existencia del bien puede ser interpretada como algo santo que requiere ser completado en un bien absoluto, un bien absoluto que explicaría el bien finito que se da en el mundo. Pero esto no puede pasar de un mero movimiento de la razón que, contra Kant, tampoco en la razón práctica justifica el paso a la existencia. Decir que Dios existe o no existe supone remitirse a un ámbito adonde no podemos ir; un más allá del pensamiento, que por eso mismo no capta lo que lo trasciende o cimenta. Es decir, podemos especular con las esencias, pero no deducir existencias.
Hay ciertamente un elemento incondicional en la razón que sustenta a la razón (esta es la parte de verdad del argumento ontológico) pero no podemos atribuir existencia mundana a dicho elemento. De nuevo, la cuestión es que, al hablar de Dios o del ser en sí, nos ubicamos en un más allá o trascender de la razón que por definición se escapa a la razón. Debo aclarar que esto no implica una ruptura con lo que decíamos sobre el valor que Tillich concede a la razón, sino que está poniendo las cosas en su sitio: lo que puede estar dentro de la razón, pero sustentándola.
Pero esto ya no es epistemología sino ontología. La teología cuenta por supuesto con la razón. La teología no concedería, según Tillich, un valor superior a lo irracional o a las emociones. Sólo apunta a lo basal, lo existencial, de un modo semejante a como lo hacen las filosofías de raigambre fenomenológica o heideggeriana.
Fue en este país donde publicara en inglés su Teología sistemática [1] . Centra su esfuerzo, en el primer volumen de esta obra compuesta de tres volúmenes, en hacer de la religión algo “razonable”, lo cual quiere decir, hacer de ella algo que no contradiga a la razón, aunque para ello debamos ampliar el concepto de razón más allá de lo que él llama “razón controladora” que es la forma instrumental de la razón en el mismo sentido que lo entendía su colega Max Horkheimer.
Evidentemente, desde un concepto puramente empírico-manipulativo que concibe a la razón como instrumento para manipular la realidad mediante la previa reducción de la realidad a sus elementos cuantitativos, no hay lugar para pensar lo teológico, ni para plantear cuestiones ontológicas. La crítica de Tillich se basa además en señalar que, por debajo del empirismo, subyace una opción ontológica concreta, que implica y presupone una noción del Ser y un sentido del mismo. Así, epistemología y ontología se relacionan, recalca a menudo Tillich en su obra, estando la primera siempre engarzada en la segunda.
Valoración de la razón y de la Creación en la teología de Paul Tillich
El hecho de denominar lo que pretende ser su gran obra como “Teología sistemática” obedece, creo, al carácter racional que quiere darle, es decir, al empeño de no entrar en contradicción ni grave pugna con la razón entendiéndola, como estamos señalando, en un sentido amplio. Según él y en el tono de la Summa Theologiae de Tomás de Aquino, no hay dos verdades, ni dos formas de conocimiento que se contradigan.
El instrumento que posee el hombre para conocer la realidad no es violentado por la teología, sino que, por el contrario, resulta fuertemente avalado y reforzado gracias a la creencia religiosa.
La relación que ve Tillich entre ambas, creencia y razón, es de correlación, de una superación por parte de la creencia que no niega lo anterior, la razón, sino que la culmina en sus líneas principales. Es decir, la razón desnuda sin la revelación llegaría según Tillich a una especie de aporías que son sin embargo resueltas desde lo que él llama “revelación”.
Hay, por referirnos a unos de los ejemplos de la tendencia a la aporía intrínseca a la razón (tal como con espíritu kantiano indica Tillich), que consiste en un simultáneo pathos absolutista en ella (tendencia a la generalización totalizadora) que coexiste con un pathos relativista (tendencia a la singularización relativista). Ambos son extremos que sólo la revelación unifica y supera.
En este caso, por seguir este ejemplo, tenemos que la revelación logra ofrecer al mismo tiempo lo más absoluto (universal, general) dado en lo más concreto (particular, histórico): Dios, como lo más universal, asume una forma histórica (Jesús). De este modo, sin que sea negada esta historia personal y concreta, ella encierra un fondo divino que se transparenta a través de ella para los hombres, pero que no es esa misma historia, porque Jesús es entendido como el Cristo, frente al jesuanismo que acabaría divinizando elementos particulares de su persona o su vida.
De hecho, para Tillich es en la pérdida del referente absoluto, que ha de transparentarse en lo particular, pero sin llegar a confundirse con lo particular, como se daría lo demoníaco. Así, si se toma la forma de la Iglesia, sus instituciones y organización, como absoluto, sin impedir que sea más que un medio que ha de ser superado por el fondo absoluto que se debe transparentar en ella, un fondo que no es ella pero que luce en ella, se estaría, señala, incurriendo en otra demonización.
Lo demoníaco es, según Tillich, por tanto, la idolatría, la conversión en absoluto de lo que no es absoluto. El propio Jesucristo renunció a que la majestad del Padre, del cual procede todo su poder, implicara su reinado terrenal, como mostró al rechazar las conocidas tentaciones que iban todas en esa línea de pretensión demoníaca de una absolutización de los aspectos terrenales de su existencia singular.
De estos planteamientos se sigue que Tillich valora el mundo y lo terrenal en su justa medida, en lo que es. Porque su esfuerzo apunta hacia una crítica de los dualismos gnostizantes que para afirmar lo absoluto, el Ser o Dios, niegan el mundo que conocemos, despreciando a la Creación. El componente de milagro que existe en toda revelación (que sí es reconocido por Tillich) quiere decir que en ella se da algo, como fondo, absoluto, esencial, pero sin que sean violadas las leyes de la naturaleza o de la historia humana.
El milagro no niega ni anula al mundo; Dios no vulnera sus propias leyes. Tillich parte del mundo y de la historia para dejar traslucir en ellos lo que al principio de su tratado llama “ser” para pronto llamarlo “Dios”. El mundo es el lugar de la revelación. Un lugar con densidad ontológica que no es negado, sino trascendido sin oposición por Dios en cuanto se trasluce y revela en el mismo. Pero sin confundirse, no obstante, plenamente con su Creación.
Los interrogantes planteados por la existencia del hombre: la Finitud
Dentro de la centralidad que ocupa lo creado, entiende Paul Tillich la teología como algo estrechamente vinculado a la existencia concreta e histórica del hombre, pues es de ella de donde surgen las preguntas y problemas que ocuparán el esfuerzo racional del teólogo. Paul Tillich relaciona con Dios las cuestiones ontológicas sobre el ser, aunque se cuida de diferenciar una estricta reflexión de tipo ontológico con la especificidad de la reflexión teológica. Sin ánimo de confundir las cosas, sí es cierto que toda teología se lleva a cabo enfrentándose con el ser y sus categorías, en el nivel más basal de la realidad.
Todo conocimiento, además, lleva implícitas unas opciones ontológicas, o sea, una forma de aproximación al ser y de concepción del ser. Es en este nivel fundamental de la realidad donde se dan dos posibles perspectivas: la que sólo halla ser en el ser (Heidegger) y la que encuentra a Dios en el ser (Tillich, la teología). En cualquier caso, Tillich se sumerge en la ontología, en la segunda parte de su primer volumen de Teología sistemática, como paso previo a una fenomenología de Dios y de la experiencia religiosa.
En este procedimiento, cuando se centra en lo estrictamente ontológico y no teológico, se dan similitudes con el proceder de Heidegger. Así, el hombre es para él Dasein, es decir, el lugar donde el ser toma conciencia de sí y se revela, donde se manifiesta la estructura del ser [2] .
Tillich aborda el lugar de la conmoción que lleva verdaderamente al hombre a la cuestión del ser. Se trata de la finitud en lo que ésta implica de non ser. La cuestión de la nada o el non ser ha fascinado al hombre, existiendo diversas maneras de abordarla.
En primer lugar, es preciso diferenciar la nada positiva (el non ser en cuanto puede ser nombrado e integrado en la positividad del ser) de la nada como límite absoluto e inefable requerido por el ser. Así es como, en este segundo sentido, aparece por ejemplo en San Agustín. La nada (el pecado) como algo sin estatuto ontológico positivo, como resistencia al ser. Las filosofías han acentuado uno u otro polo (ser o nada). En realidad, hay una dialéctica en cada cosa en la medida en que es “algo” porque no es otras cosas (esto no se da en el ser en sí). Es la dialéctica de la finitud que el hombre experimenta sobre todo en la muerte.
El hombre “huele” la infinitud desde la cual se sabe finito al tropezar con la muerte, lo cual no es un argumento para demostrar lo infinito, sino un requerimiento de la razón (el trascender lo finito) para comprender lo finito. La conciencia que el yo finito tiene de sí mismo como finito es lo que Tillich llama “congoja” (en la traducción al castellano de su obra), con claras resonancias a la “angustia” heideggeriana, que como es sabido, no remite a un mero estado psicológico, sino ontológico, de experimentación de la finitud en uno mismo. Aunque pueda ser emocional e incluso ir vinculada a estados psicológicos, el verdadero lugar de la congoja no es ni las emociones ni la psique.
Hay más bien ciertos estados para aprehender el non ser que hay en el ser, es decir, la propia finitud; son la congoja y el coraje. Tillich va repasando cómo cada categoría ontológica (espacio, tiempo, causalidad, substancia) inducen una tensión hacia la nada que el hombre experimenta en ellas. Afirma: “Estas cuatro categorías son cuatro aspectos de la finitud en sus elementos positivo y negativo: expresan la unión del ser y del non-ser en toda cosa finita y muestran el coraje que acepta la congoja del non-ser. Pero la cuestión de la posibilidad de este coraje es la cuestión de Dios” [3] .
Tillich aborda los intentos racionales de demostrar la existencia de Dios, es decir, los conocidos argumentos, como el ontológico de San Anselmo o los cosmológicos (vías de Tomás de Aquino). La crítica del teólogo alemán a muchos de ellos se basa en que resulta inapropiado dar el salto de la esencia a la existencia. Podemos recurrir a una esencia infinita desde dinámicas existenciales, como una forma de completar la concepción del mundo o requerimiento de nuestra razón, o incluso de la moral.
Por ejemplo, la existencia del bien puede ser interpretada como algo santo que requiere ser completado en un bien absoluto, un bien absoluto que explicaría el bien finito que se da en el mundo. Pero esto no puede pasar de un mero movimiento de la razón que, contra Kant, tampoco en la razón práctica justifica el paso a la existencia. Decir que Dios existe o no existe supone remitirse a un ámbito adonde no podemos ir; un más allá del pensamiento, que por eso mismo no capta lo que lo trasciende o cimenta. Es decir, podemos especular con las esencias, pero no deducir existencias.
Hay ciertamente un elemento incondicional en la razón que sustenta a la razón (esta es la parte de verdad del argumento ontológico) pero no podemos atribuir existencia mundana a dicho elemento. De nuevo, la cuestión es que, al hablar de Dios o del ser en sí, nos ubicamos en un más allá o trascender de la razón que por definición se escapa a la razón. Debo aclarar que esto no implica una ruptura con lo que decíamos sobre el valor que Tillich concede a la razón, sino que está poniendo las cosas en su sitio: lo que puede estar dentro de la razón, pero sustentándola.
Pero esto ya no es epistemología sino ontología. La teología cuenta por supuesto con la razón. La teología no concedería, según Tillich, un valor superior a lo irracional o a las emociones. Sólo apunta a lo basal, lo existencial, de un modo semejante a como lo hacen las filosofías de raigambre fenomenológica o heideggeriana.
La trascendencia
El teólogo Paul Tillich se refiere en su Teología sistemática a polaridades ontológicas entre las cuales los seres humanos oscilamos (v. g. libertad y destino). Estas tensiones exigen una resolución que el teólogo alemán sitúa en lo que llama “fondo del ser” que identifica con Dios. Dios es “ser en sí”, afirma, eludiendo lo que pudiera generar una imagen antropomórfica de Dios.
El mundo apunta a una transcendencia en que el mundo se completaría llenándose de “ser” (plenificándose) frente a los “non ser” (expresión usada por Tillich para indicar la máxima negatividad, la nada absoluta que nos atraviesa) que agrietan la existencia. Es como completar el mundo sin negar el mundo, pues la plenificación se entiende como síntesis de las polaridades o contradicciones en las que el ser mundano se debate. La trascendencia parte del mundo para ir más allá del mundo de un modo que no lo niega.
La diferencia con un sistema ateo es que, en esta concepción religiosa del término del mundo, de acuerdo con Tillich, lo meramente apuntado lo ocupa finalmente todo (Dios será “todo en todo”, dice San Pablo), las líneas aspiran a su continuación, los cabos sueltos quieren atarse.
Esta concepción sacia por fin este deseo tan viejo como el universo (esto se experimenta en lo humano-existencial, en efecto, como deseo). Todas las especulaciones de Tillich al final de su libro vienen a situar a Dios como trascendencia que incluye superándolas a las categorías ontológicas del ser en el mundo (existenciales), como es la temporalidad o el espacio.
Pero en definitiva lo que interesa a Tillich es el hombre, porque la teología para él no es sino respuesta a las preguntas que emanan de la existencia del hombre (este es su conocido método de correlación). La teología actualiza las respuestas a viejas inquietudes. Dios y el hombre, Dios y la existencia, Dios como respuesta a la pregunta que es el hombre.
Tillich persigue una pista heideggeriana que privilegia al Dasein humano como el lugar en que el Ser se hace lúcido, como lugar donde tempóreamente se revela, como presente impresencia, el ser. La diferencia con una filosofía atea es que, para ella, la finitud del Dasein, del Ser-ahí humano, lo es todo, como en Heidegger. Todo queda en la sumisión del hombre al Ser, el cual se muestra justo gracias al carácter conscientemente finito del hombre, siempre atento, para ser en el mundo en el manifestarse del Ser.
Para Tillich y para cualquier creyente, el ser es, además, garantía, final, eschaton, perfección, esperanza. A todo esto es a lo que Tillich llama “Dios”, aunque no use demasiado la palabra en este primer volumen de su trilogía. Dios sería, pues, el fondo del ser, lo que sustenta al propio ser, o el propio ser en sí, pleno en sí mismo y autosustentado.
El hombre necesita este ser-Dios en la medida que se ve compuesto de ser y de no ser, y que en su finitud, él, como todos los entes, como el mundo, es estructura en tensión dialéctica irresoluble. Dios sería la hipótesis de que el mundo, finalmente, resuelve sus tensiones. El hombre es imagen de esta resolución, pero sólo imagen in speculo. La perfección del ser (y del hombre) requiere finalmente lo que Tillich denomina “Dios”.
El teólogo Paul Tillich se refiere en su Teología sistemática a polaridades ontológicas entre las cuales los seres humanos oscilamos (v. g. libertad y destino). Estas tensiones exigen una resolución que el teólogo alemán sitúa en lo que llama “fondo del ser” que identifica con Dios. Dios es “ser en sí”, afirma, eludiendo lo que pudiera generar una imagen antropomórfica de Dios.
El mundo apunta a una transcendencia en que el mundo se completaría llenándose de “ser” (plenificándose) frente a los “non ser” (expresión usada por Tillich para indicar la máxima negatividad, la nada absoluta que nos atraviesa) que agrietan la existencia. Es como completar el mundo sin negar el mundo, pues la plenificación se entiende como síntesis de las polaridades o contradicciones en las que el ser mundano se debate. La trascendencia parte del mundo para ir más allá del mundo de un modo que no lo niega.
La diferencia con un sistema ateo es que, en esta concepción religiosa del término del mundo, de acuerdo con Tillich, lo meramente apuntado lo ocupa finalmente todo (Dios será “todo en todo”, dice San Pablo), las líneas aspiran a su continuación, los cabos sueltos quieren atarse.
Esta concepción sacia por fin este deseo tan viejo como el universo (esto se experimenta en lo humano-existencial, en efecto, como deseo). Todas las especulaciones de Tillich al final de su libro vienen a situar a Dios como trascendencia que incluye superándolas a las categorías ontológicas del ser en el mundo (existenciales), como es la temporalidad o el espacio.
Pero en definitiva lo que interesa a Tillich es el hombre, porque la teología para él no es sino respuesta a las preguntas que emanan de la existencia del hombre (este es su conocido método de correlación). La teología actualiza las respuestas a viejas inquietudes. Dios y el hombre, Dios y la existencia, Dios como respuesta a la pregunta que es el hombre.
Tillich persigue una pista heideggeriana que privilegia al Dasein humano como el lugar en que el Ser se hace lúcido, como lugar donde tempóreamente se revela, como presente impresencia, el ser. La diferencia con una filosofía atea es que, para ella, la finitud del Dasein, del Ser-ahí humano, lo es todo, como en Heidegger. Todo queda en la sumisión del hombre al Ser, el cual se muestra justo gracias al carácter conscientemente finito del hombre, siempre atento, para ser en el mundo en el manifestarse del Ser.
Para Tillich y para cualquier creyente, el ser es, además, garantía, final, eschaton, perfección, esperanza. A todo esto es a lo que Tillich llama “Dios”, aunque no use demasiado la palabra en este primer volumen de su trilogía. Dios sería, pues, el fondo del ser, lo que sustenta al propio ser, o el propio ser en sí, pleno en sí mismo y autosustentado.
El hombre necesita este ser-Dios en la medida que se ve compuesto de ser y de no ser, y que en su finitud, él, como todos los entes, como el mundo, es estructura en tensión dialéctica irresoluble. Dios sería la hipótesis de que el mundo, finalmente, resuelve sus tensiones. El hombre es imagen de esta resolución, pero sólo imagen in speculo. La perfección del ser (y del hombre) requiere finalmente lo que Tillich denomina “Dios”.
Monumento a Bonhoeffer en Wrocław (Breslau). Fuente: Wikimedia Commons.
Dimensiones horizontal y vertical de la salvación en la relación Dios/Mundo
El “fondo del ser” que en palabras de Paul Tillich late en lo real, según la perspectiva cristiana, garantiza una mayor consistencia de la realidad. Lo real tiene en Tillich más consistencia que en la filosofía de Heidegger. En el cristianismo de Tillich existe una firmeza ontológica que redunda en una mayor vertebración de lo real. No es esto equivalente al consabido dualismo metafísico del fundamento sobrenatural que asfixia o suplanta a lo mundano. Es sólo el énfasis en una consistencia de lo mundano que estriba en que lo mundano apunta a un sentido y horizonte final, o puede aspirar a ello por lo menos.
Por el contrario, el peligro un tanto nihilizante, a mi juicio, de la concepción heideggeriana del Ser acaba pasando factura sobre el propio mundo y sobre la noción de historicidad. Ni mundo ni historia resultan entonces auténticamente históricos y concretos. El mundo no es lo suficientemente mundano cuando el Ser, y el fondo del Ser, resultan despojados en Heidegger de su carácter positivo (de su referencia al fondo del Ser).
No se entiende el mundo correctamente cuando se elude dicho carácter positivo en el intento de no entificarlo, no reducirlo a ente, cuando se reduce el ser a una pura negatividad esencialmente inefable, como una nada esencial, como si se asumiera desdivinizado (sin fondo) ese trasfondo de la teología negativa del mundo: su silencio, su vacío, su hueco, su nada. Este mundo como centro impresente e inasible, no puede ser centro, sino agujero negro que devora todo, que suprime toda sustancia, que desfonda y ficcionaliza el mundo.
Justo en la dinámica contraria a esta nihilización del mundo hallamos la clave ontológica de la energía cristiana, lo que la explica ontológicamente: la conexión que se da, en medio del movimiento y la temporalidad, en medio de la finitud, con un cierto suelo o fondo del Ser, en palabras de Paul Tillich. Desde luego, se trata de una mera creencia, y puede que sólo sea eso, puesto que en ningún momento el cristiano puede justificar la existencia real, la realidad, de Dios, tal como afirmaba el propio Tillich, y hemos subrayado antes al tratar de los argumentos para demostrar la existencia de Dios.
Pero si Dios está de hecho, actuante, en la existencia del hombre, la acción humana sí puede implicar la afirmación de que “Dios existe”, en forma suave, relativa, en la medida en que Dios incide ética y políticamente, tiene potencialidad para salvar el mundo y salvar al hombre a través de una transformación de las estructuras malignas (esta transformación es lo que aquí vamos a entender por salvación, en un sentido por ahora estrictamente terrenal).
Así, se puede decir que Dios está interviniendo en el mundo, al margen de su realidad o no realidad, situado más allá de la razón, tal como entiende Tillich. Dios es un más allá de la razón pero al mismo tiempo una presencia en la razón, que la afirma desde fuera y dentro de ella, frente a las posturas exclusivamente inmanentistas o irracionalistas.
No se puede afirmar racionalmente que Dios existe, pero sí resulta razonable asumir que existe, pues hace razonable la existencia del hombre, pues ayuda a un más racional florecimiento de la vida como lo entendería el viejo estoicismo romano pagano (Séneca, sobre todo).
Este florecimiento de la vida adopta la forma de emancipación o liberación. La liberación se funda para el cristiano en la estructura relacional de la realidad, como señala el teólogo Bonhoeffer citado por Gustavo Gutiérrez [4] . Es este carácter relacional el que convierte toda actividad en actividad política, pues todo incide en todos los planos de la realidad. Los movimientos ideológicos en la conciencia del cristiano (dualista o unitario-monista) implican acciones políticas, implican un cierto activismo del que no nos libramos ni siquiera por omisión.
La liturgia católica, abundantes textos e incluso encíclicas citadas por Gutiérrez lo recuerdan, aunque no siempre con la decisión y carencia de ambigüedades que nos gustaría. Porque el pobre, como alteridad de nosotros mismos que desafiante nos reclama, es algo central y no colateral en el cristianismo. Algo que se enraíza en lo que podríamos denominar la “ontología cristiana” presente en toda la Biblia.
Ciertamente, el cristiano está, en cierto modo, en dos “mundos”, pero esta forma de estar en dos mundos, de reconocer un nivel de realidad y otro trascendente e inalcanzable en Dios, lo dota precisamente de una singular potencia para estar en el mundo que conocemos. No se niega, pues, ni por parte de Gustavo Gutiérrez ni de Paul Tillich, que exista ese fondo absoluto que se trasluce en los relativos dinamismos históricos, racionales y de la propia materia.
¿En qué sentido puede hablarse todavía hoy de salvación?
Formulemos ya, pues, un interrogante que nos preocupa: ¿en qué sentido puede hablarse todavía hoy de salvación? En relación con la filosofía, apunta el teólogo Ghislain Lafont [5] que ha habido varias corrientes en el siglo XX que a su juicio han desarrollado un concepto de caída (y de la consecuente posibilidad o no de salvación) de nebulosa procedencia teológica.
Esto resulta muy evidente, señala, en Heidegger, quien representa una tendencia gnostizante (negación del mundo a favor de una mistérica dimensión superior) por la que en el ente, en el mundo, nos perdemos irremisiblemente hasta haber llegado al punto decadente en que el hombre se ha perdido por la soberanía de la técnica que inunda el mundo; hasta llegar a ese punto en el que casi milagrosamente, en la espera del Ser, éste puede acudir y hacerse presente, en la escucha y en la propia espera, para reconstituir el mundo y el ente.
Así, el movimiento de salvación sería el de una subordinación de todo lo mundano a algo que debe hacerse presente en lo mundano, en el ente. Lafont ve aquí un dinamismo, como hemos dicho otras veces, gnostizante y dualista, por el cual la historia de la humanidad es la historia de una caída de la que no es posible liberarse a partir de las coordenadas dadas en la propia historia, estando el recurso salvador en la escucha de algo que trasciende al mundo, por mucho que requiera del mundo para hacerse presente.
Vamos a ver cómo Lafont va a reivindicar el ente (dice él) y nada más que el ente como el lugar donde se da la salvación, sin una tensión que lo niegue e impugne, como un lugar que desde sí mismo puede orientarse a una superación de lo que también en sí mismo ha supuesto una caída.
Esto no quiere decir que en la teología que propone Lafont no exista tensión, sino todo lo contrario, como a continuación indicaré es precisa una cierta tensión exteriorizante (Dios como Padre) para que el mundo sea más mundo (en el lenguaje de Lafont: se realice la filiación).
Así pues, en su bellísimo libro, de lenguaje cuidadosamente pulido, Dios, el tiempo y el ser, el teólogo Lafont intenta superar todo el gnosticismo implicado en una desvalorización del ente, de lo mundano, diríamos empleando otros términos. Afirma que reivindica el ente como lugar de la caída (que no ocurre como precio de la finitud, sino por el pecado) pero también de la salvación.
Evita asociar, como ha hecho gran parte de la teología, la finitud con el mal (el mal metafísico de Leibniz) con la caída. Para desarrollar estas ideas asume un doble método de reflexión teológica: analógico y simbólico. Es necesario repensar quiénes somos y proseguir en la búsqueda de un modo de nombrar a Dios.
En general, he entendido que para Lafont Dios puede corresponder en gran medida a lo que Heidegger sugiere sobre el Ser, sobre todo en el juego de hacerse presente y no hacerse presente el Ser. Pero esto (la presencia de lo no presente), para el cristiano, se sitúa en una narración (de nuevo el lenguaje como casa del Ser), es decir, se cuenta en un relato fundacional que explica al hombre, que propone una forma de salvación diferente de la que se basa en el gnóstico negar el mundo.
La clave antropológica es esencial en Lafont, y aunque el adjetivo “antropológico” no case demasiado con el Heidegger del Dasein en Ser y tiempo, continúo considerando que Lafont sigue, aunque reinterpretándolo, al filósofo Heidegger. Toma de Heidegger aquello que puede hacer casar con sus pretensiones anti-gnósticas (lo gnóstico niega el mundo y quiere sustituirlo por otra realidad) .
La salvación es algo que concierne sobre todo al hombre y que éste descubre a partir del relato pascual. Aquí, en las páginas acaso más hermosas del libro a que estoy refiriéndome, Lafont realiza una exégesis de varios pasajes bíblicos, que culminan en la Pasión de Jesús.
En el Antiguo Testamento, se centra en los tres primeros capítulos del Génesis y sobre todo en el bellísimo libro de Job. Desde luego, me resisto al crimen de explicar aquello que va hilando una palabra libre, poética y simultáneamente atenta al texto, respetuosa, dispuesta a una silenciosa escucha. Palabra que hace nacer y muestra, de un modo connotativo, entre líneas, vibrante, la verdad que intenta transmitir el texto fundacional (la Pasión y la Pascua), en la explicación de Lafont.
Lamento que mis palabras sean aquí las que intentan decir lo que Lafont no dice, porque no puede decirse. Dejo muchas verdades atrás cuando me limito a aseverar, lejos del curso ondulante de la prosa de Lafont, que el juego salvador sito en el relato fundacional, es un juego en el que interviene la muerte, porque misteriosamente, en la misma muerte, se da una afirmación de que la historia vivida, con todo su dolor, es lo que resulta finalmente consagrado, afirmado, o mejor dicho, aquello que era vida.
Es decir, el triunfo de lo que salva se da en el momento o tras el momento del máximo silencio de Dios, victoria del mal, fracaso y muerte (cómo no recordar el tan comentado por Heidegger conocido verso de Hölderlin sobre el peligro y la salvación).
Según Lafont nuestra cultura ha desbancado a la muerte y lo que paradójicamente hace falta para superarla, para ir más allá del dominio de lo compacto, de lo que se autorreproduce, de lo que al extenderse causa el mayor sinsentido, es morir siendo víctima de ese sinsentido.
Pero, frente al peligro de apología del sufrimiento en que este discurso podría deslizarse, Lafont se apresura a relacionar la muerte con la Pascua pero entendiendo la Pascua o resurrección del Símbolo (Credo) como la continuación de la vida sin los vacíos que teológicamente nombra el término “pecado” (que no es la finitud, sino la extensión de una situación de no-ser, de simulación, de automatismo).
Entiende el pecado como “no ser” y la Pascua de resurrección como la victoria del Ser, que viene avalada por el mismo Dios que guarda silencio. Lafont explica esto tan bella como elocuentemente y, de nuevo, insisto en que mi pobre lenguaje apenas puede sino d”empobrecer” lo que Lafont describe.
Lo que sugiere es algo que me ha parecido muy cercano a las tesis de Estrada en el final del libro El sentido y el sinsentido de la vida y en su libro La imposible teodicea a los que aludimos en nuestro anterior artículo en Tendencias21: que creer en Dios significa asumir que Dios calla y que no va a intervenir para librarnos de la muerte, pero que es en la propia muerte, en todas sus formas, como se hace presente, presente podríamos decir, por su ausencia.
Hay una misteriosa afirmación que el creyente siente en medio de toda la negatividad y silencio de Dios, para cuya escucha se hace preciso callar, como practica la teología negativa. Esto no equivale a una justificación del dolor, el sufrimiento, el mal o la muerte, sino a que es en el hallazgo o encuentro con la finitud cuando tomamos conciencia de la existencia y de ser, de que estamos siendo (de nuevo hay una cierta semejanza con Heidegger en esto). Es en el momento en que se hace patente nuestra finitud cuando lo verdaderamente importante reluce, cuando lo mejor para nosotros se hace evidente y puede aspirarse a una cierta comprensión cabal.
Para nombrar negativamente a Eso que salva, a lo que hay que escuchar sin pretender que sea una proyección de los propios anhelos, miedos o imágenes, decíamos que, según Lafont, tenemos dos vías. La del relato, que proporciona la cercanía de lo simbólico, de lo que uno se nutre en la medida en que lo lee o escucha, en la medida en que es labrado en su subjetividad por una historia. Pero si nos quedáramos con esto como clave para referirnos a la salvación y a lo que salva (Dios) perderíamos la distancia que también precisa el acto salvador, que debe ser tan mundano e interior, como exterior y trascendente.
Así, a la trascendencia inmanente que nos dona el relato, hay que oponer dialécticamente un pensamiento analógico, que intenta esforzadamente, indagar en el seno de Dios, como hicieron los Padres, estudiando cómo referirse a Él desde aquí, en su verticalidad, en su cualidad de Padre. Así, el movimiento de salvación, de vinculación con lo sagrado, lo es en un sentido horizontal y al mismo tiempo, ineludiblemente, vertical. Hay una exterioridad imposible de eludir que nos da, en el intento de acceder analógicamente a ella, la clave para no ahogarnos en la mismidad de la interioridad del hombre y el relato.
El “fondo del ser” que en palabras de Paul Tillich late en lo real, según la perspectiva cristiana, garantiza una mayor consistencia de la realidad. Lo real tiene en Tillich más consistencia que en la filosofía de Heidegger. En el cristianismo de Tillich existe una firmeza ontológica que redunda en una mayor vertebración de lo real. No es esto equivalente al consabido dualismo metafísico del fundamento sobrenatural que asfixia o suplanta a lo mundano. Es sólo el énfasis en una consistencia de lo mundano que estriba en que lo mundano apunta a un sentido y horizonte final, o puede aspirar a ello por lo menos.
Por el contrario, el peligro un tanto nihilizante, a mi juicio, de la concepción heideggeriana del Ser acaba pasando factura sobre el propio mundo y sobre la noción de historicidad. Ni mundo ni historia resultan entonces auténticamente históricos y concretos. El mundo no es lo suficientemente mundano cuando el Ser, y el fondo del Ser, resultan despojados en Heidegger de su carácter positivo (de su referencia al fondo del Ser).
No se entiende el mundo correctamente cuando se elude dicho carácter positivo en el intento de no entificarlo, no reducirlo a ente, cuando se reduce el ser a una pura negatividad esencialmente inefable, como una nada esencial, como si se asumiera desdivinizado (sin fondo) ese trasfondo de la teología negativa del mundo: su silencio, su vacío, su hueco, su nada. Este mundo como centro impresente e inasible, no puede ser centro, sino agujero negro que devora todo, que suprime toda sustancia, que desfonda y ficcionaliza el mundo.
Justo en la dinámica contraria a esta nihilización del mundo hallamos la clave ontológica de la energía cristiana, lo que la explica ontológicamente: la conexión que se da, en medio del movimiento y la temporalidad, en medio de la finitud, con un cierto suelo o fondo del Ser, en palabras de Paul Tillich. Desde luego, se trata de una mera creencia, y puede que sólo sea eso, puesto que en ningún momento el cristiano puede justificar la existencia real, la realidad, de Dios, tal como afirmaba el propio Tillich, y hemos subrayado antes al tratar de los argumentos para demostrar la existencia de Dios.
Pero si Dios está de hecho, actuante, en la existencia del hombre, la acción humana sí puede implicar la afirmación de que “Dios existe”, en forma suave, relativa, en la medida en que Dios incide ética y políticamente, tiene potencialidad para salvar el mundo y salvar al hombre a través de una transformación de las estructuras malignas (esta transformación es lo que aquí vamos a entender por salvación, en un sentido por ahora estrictamente terrenal).
Así, se puede decir que Dios está interviniendo en el mundo, al margen de su realidad o no realidad, situado más allá de la razón, tal como entiende Tillich. Dios es un más allá de la razón pero al mismo tiempo una presencia en la razón, que la afirma desde fuera y dentro de ella, frente a las posturas exclusivamente inmanentistas o irracionalistas.
No se puede afirmar racionalmente que Dios existe, pero sí resulta razonable asumir que existe, pues hace razonable la existencia del hombre, pues ayuda a un más racional florecimiento de la vida como lo entendería el viejo estoicismo romano pagano (Séneca, sobre todo).
Este florecimiento de la vida adopta la forma de emancipación o liberación. La liberación se funda para el cristiano en la estructura relacional de la realidad, como señala el teólogo Bonhoeffer citado por Gustavo Gutiérrez [4] . Es este carácter relacional el que convierte toda actividad en actividad política, pues todo incide en todos los planos de la realidad. Los movimientos ideológicos en la conciencia del cristiano (dualista o unitario-monista) implican acciones políticas, implican un cierto activismo del que no nos libramos ni siquiera por omisión.
La liturgia católica, abundantes textos e incluso encíclicas citadas por Gutiérrez lo recuerdan, aunque no siempre con la decisión y carencia de ambigüedades que nos gustaría. Porque el pobre, como alteridad de nosotros mismos que desafiante nos reclama, es algo central y no colateral en el cristianismo. Algo que se enraíza en lo que podríamos denominar la “ontología cristiana” presente en toda la Biblia.
Ciertamente, el cristiano está, en cierto modo, en dos “mundos”, pero esta forma de estar en dos mundos, de reconocer un nivel de realidad y otro trascendente e inalcanzable en Dios, lo dota precisamente de una singular potencia para estar en el mundo que conocemos. No se niega, pues, ni por parte de Gustavo Gutiérrez ni de Paul Tillich, que exista ese fondo absoluto que se trasluce en los relativos dinamismos históricos, racionales y de la propia materia.
¿En qué sentido puede hablarse todavía hoy de salvación?
Formulemos ya, pues, un interrogante que nos preocupa: ¿en qué sentido puede hablarse todavía hoy de salvación? En relación con la filosofía, apunta el teólogo Ghislain Lafont [5] que ha habido varias corrientes en el siglo XX que a su juicio han desarrollado un concepto de caída (y de la consecuente posibilidad o no de salvación) de nebulosa procedencia teológica.
Esto resulta muy evidente, señala, en Heidegger, quien representa una tendencia gnostizante (negación del mundo a favor de una mistérica dimensión superior) por la que en el ente, en el mundo, nos perdemos irremisiblemente hasta haber llegado al punto decadente en que el hombre se ha perdido por la soberanía de la técnica que inunda el mundo; hasta llegar a ese punto en el que casi milagrosamente, en la espera del Ser, éste puede acudir y hacerse presente, en la escucha y en la propia espera, para reconstituir el mundo y el ente.
Así, el movimiento de salvación sería el de una subordinación de todo lo mundano a algo que debe hacerse presente en lo mundano, en el ente. Lafont ve aquí un dinamismo, como hemos dicho otras veces, gnostizante y dualista, por el cual la historia de la humanidad es la historia de una caída de la que no es posible liberarse a partir de las coordenadas dadas en la propia historia, estando el recurso salvador en la escucha de algo que trasciende al mundo, por mucho que requiera del mundo para hacerse presente.
Vamos a ver cómo Lafont va a reivindicar el ente (dice él) y nada más que el ente como el lugar donde se da la salvación, sin una tensión que lo niegue e impugne, como un lugar que desde sí mismo puede orientarse a una superación de lo que también en sí mismo ha supuesto una caída.
Esto no quiere decir que en la teología que propone Lafont no exista tensión, sino todo lo contrario, como a continuación indicaré es precisa una cierta tensión exteriorizante (Dios como Padre) para que el mundo sea más mundo (en el lenguaje de Lafont: se realice la filiación).
Así pues, en su bellísimo libro, de lenguaje cuidadosamente pulido, Dios, el tiempo y el ser, el teólogo Lafont intenta superar todo el gnosticismo implicado en una desvalorización del ente, de lo mundano, diríamos empleando otros términos. Afirma que reivindica el ente como lugar de la caída (que no ocurre como precio de la finitud, sino por el pecado) pero también de la salvación.
Evita asociar, como ha hecho gran parte de la teología, la finitud con el mal (el mal metafísico de Leibniz) con la caída. Para desarrollar estas ideas asume un doble método de reflexión teológica: analógico y simbólico. Es necesario repensar quiénes somos y proseguir en la búsqueda de un modo de nombrar a Dios.
En general, he entendido que para Lafont Dios puede corresponder en gran medida a lo que Heidegger sugiere sobre el Ser, sobre todo en el juego de hacerse presente y no hacerse presente el Ser. Pero esto (la presencia de lo no presente), para el cristiano, se sitúa en una narración (de nuevo el lenguaje como casa del Ser), es decir, se cuenta en un relato fundacional que explica al hombre, que propone una forma de salvación diferente de la que se basa en el gnóstico negar el mundo.
La clave antropológica es esencial en Lafont, y aunque el adjetivo “antropológico” no case demasiado con el Heidegger del Dasein en Ser y tiempo, continúo considerando que Lafont sigue, aunque reinterpretándolo, al filósofo Heidegger. Toma de Heidegger aquello que puede hacer casar con sus pretensiones anti-gnósticas (lo gnóstico niega el mundo y quiere sustituirlo por otra realidad) .
La salvación es algo que concierne sobre todo al hombre y que éste descubre a partir del relato pascual. Aquí, en las páginas acaso más hermosas del libro a que estoy refiriéndome, Lafont realiza una exégesis de varios pasajes bíblicos, que culminan en la Pasión de Jesús.
En el Antiguo Testamento, se centra en los tres primeros capítulos del Génesis y sobre todo en el bellísimo libro de Job. Desde luego, me resisto al crimen de explicar aquello que va hilando una palabra libre, poética y simultáneamente atenta al texto, respetuosa, dispuesta a una silenciosa escucha. Palabra que hace nacer y muestra, de un modo connotativo, entre líneas, vibrante, la verdad que intenta transmitir el texto fundacional (la Pasión y la Pascua), en la explicación de Lafont.
Lamento que mis palabras sean aquí las que intentan decir lo que Lafont no dice, porque no puede decirse. Dejo muchas verdades atrás cuando me limito a aseverar, lejos del curso ondulante de la prosa de Lafont, que el juego salvador sito en el relato fundacional, es un juego en el que interviene la muerte, porque misteriosamente, en la misma muerte, se da una afirmación de que la historia vivida, con todo su dolor, es lo que resulta finalmente consagrado, afirmado, o mejor dicho, aquello que era vida.
Es decir, el triunfo de lo que salva se da en el momento o tras el momento del máximo silencio de Dios, victoria del mal, fracaso y muerte (cómo no recordar el tan comentado por Heidegger conocido verso de Hölderlin sobre el peligro y la salvación).
Según Lafont nuestra cultura ha desbancado a la muerte y lo que paradójicamente hace falta para superarla, para ir más allá del dominio de lo compacto, de lo que se autorreproduce, de lo que al extenderse causa el mayor sinsentido, es morir siendo víctima de ese sinsentido.
Pero, frente al peligro de apología del sufrimiento en que este discurso podría deslizarse, Lafont se apresura a relacionar la muerte con la Pascua pero entendiendo la Pascua o resurrección del Símbolo (Credo) como la continuación de la vida sin los vacíos que teológicamente nombra el término “pecado” (que no es la finitud, sino la extensión de una situación de no-ser, de simulación, de automatismo).
Entiende el pecado como “no ser” y la Pascua de resurrección como la victoria del Ser, que viene avalada por el mismo Dios que guarda silencio. Lafont explica esto tan bella como elocuentemente y, de nuevo, insisto en que mi pobre lenguaje apenas puede sino d”empobrecer” lo que Lafont describe.
Lo que sugiere es algo que me ha parecido muy cercano a las tesis de Estrada en el final del libro El sentido y el sinsentido de la vida y en su libro La imposible teodicea a los que aludimos en nuestro anterior artículo en Tendencias21: que creer en Dios significa asumir que Dios calla y que no va a intervenir para librarnos de la muerte, pero que es en la propia muerte, en todas sus formas, como se hace presente, presente podríamos decir, por su ausencia.
Hay una misteriosa afirmación que el creyente siente en medio de toda la negatividad y silencio de Dios, para cuya escucha se hace preciso callar, como practica la teología negativa. Esto no equivale a una justificación del dolor, el sufrimiento, el mal o la muerte, sino a que es en el hallazgo o encuentro con la finitud cuando tomamos conciencia de la existencia y de ser, de que estamos siendo (de nuevo hay una cierta semejanza con Heidegger en esto). Es en el momento en que se hace patente nuestra finitud cuando lo verdaderamente importante reluce, cuando lo mejor para nosotros se hace evidente y puede aspirarse a una cierta comprensión cabal.
Para nombrar negativamente a Eso que salva, a lo que hay que escuchar sin pretender que sea una proyección de los propios anhelos, miedos o imágenes, decíamos que, según Lafont, tenemos dos vías. La del relato, que proporciona la cercanía de lo simbólico, de lo que uno se nutre en la medida en que lo lee o escucha, en la medida en que es labrado en su subjetividad por una historia. Pero si nos quedáramos con esto como clave para referirnos a la salvación y a lo que salva (Dios) perderíamos la distancia que también precisa el acto salvador, que debe ser tan mundano e interior, como exterior y trascendente.
Así, a la trascendencia inmanente que nos dona el relato, hay que oponer dialécticamente un pensamiento analógico, que intenta esforzadamente, indagar en el seno de Dios, como hicieron los Padres, estudiando cómo referirse a Él desde aquí, en su verticalidad, en su cualidad de Padre. Así, el movimiento de salvación, de vinculación con lo sagrado, lo es en un sentido horizontal y al mismo tiempo, ineludiblemente, vertical. Hay una exterioridad imposible de eludir que nos da, en el intento de acceder analógicamente a ella, la clave para no ahogarnos en la mismidad de la interioridad del hombre y el relato.
Notas:
[1] Paul Tillich, Teología sistemática. La razón y la revelación. El ser y Dios vol. 1, Sígueme, Salamanca, 2009.
[2] Ibíd., p. 220.
[3] Ibíd., p. 257.
[4] Gustavo Gutiérrez, Teología de la Liberación, Sígueme, Salamanca, 2009, p. 91.
[5] Ghislain Lafont, Dios, el tiempo y el ser, Sígueme, Salamanca, 1991.
[1] Paul Tillich, Teología sistemática. La razón y la revelación. El ser y Dios vol. 1, Sígueme, Salamanca, 2009.
[2] Ibíd., p. 220.
[3] Ibíd., p. 257.
[4] Gustavo Gutiérrez, Teología de la Liberación, Sígueme, Salamanca, 2009, p. 91.
[5] Ghislain Lafont, Dios, el tiempo y el ser, Sígueme, Salamanca, 1991.
Por Marcos Santos Gómez, Universidad de Granada. Colaborador de Tendencias21.