El naturalismo responde a la convicción de que el mundo y el ser humano pueden explicarse sin necesidad de recurrir a realidades que no pertenezcan al propio mundo; es decir, el mundo basta para explicar el mundo, y toda entidad no natural, supranatural es superflua.
El naturalismo que Roberto Mangabeira Unger y Lee Smolin plantean en The Singular Universe and the Reality of Time. A Proposal in Natural Philosophy (Cambridge [UK] / New York: Cambridge University Press 2015, xxi + 543 pp.) es más sofisticado de lo habitual. Es un naturalismo que reconoce que las explicaciones científicas no agotan lo que se puede decir sobre el mundo. Y en esa medida es, como ya hemos visto, más receptivo a otros saberes, en especial la filosofía.
Se trata de un naturalismo temporal, que reconoce la realidad del flujo temporal y se opone por principio a un determinismo estricto. La teología podría quizá concentrar su argumentación crítica contra este naturalismo refinado. Pero podría también entender que la posibilidad de la existencia de una visión naturalista del universo es posible, y puede ser asumid por la misma teología. El universo que permite estas especulaciones naturalistas habría sido querido y creado por Dios. El naturalismo temporal de Unger y Smolin sería una de estas especulaciones posibles, que no excluirían las especulaciones teístas también posibles.
Esto se refleja en la estructura de la obra, que en realidad es la unión de dos libros, uno de Unger y otro de Smolin, precedidos de una introducción común –que expone las líneas maestras del proyecto compartido– y seguidos de un epílogo, en el que se discuten algunas de las divergencias existentes entre ellos. En sus respectivas aportaciones, ambos abordan las mismas cuestiones, casi en el mismo orden: Unger lo hace en un tono más filosófico y con suma claridad y rigor argumental, aunque de forma en exceso reiterativa; Smolin, por su parte, sin olvidar las cuestiones filosóficas de fondo, presta mayor atención a los detalles científicos, ofreciendo una abundancia tal de información que a veces abruma al lector. La parte de Unger dobla en extensión a la de Smolin.
Algo muy importante de este texto a cuatro manos es que defiende la legitimidad y fecundidad de una aproximación extracientífica, en concreto filosófica, a cuestiones científicas. En este sentido, puede verse como una refutación práctica del cientificismo. Además, formula una serie de atrevidas tesis a caballo entre la filosofía de la naturaleza y la de la ciencia, que sin duda serán materia de vivo debate en círculos científicos y filosóficos y que a nosotros nos parecen suficientemente relevantes desde el punto de vista del diálogo ciencia-teología para dedicarles estas páginas. Las consideraciones teológicas se circunscribirán, no obstante, al epígrafe final.
1. La crisis de la cosmología
El punto de partida es la convicción de que la cosmología física dominante en la actualidad atraviesa una grave crisis, porque es incapaz de hacer justicia al descubrimiento capital de que el universo tiene una historia. Ello obedece en esencia a que extrapola ilegítimamente al universo entero el llamado paradigma newtoniano, que Unger define como una «estrategia explicativa que se caracteriza por el contraste entre las condiciones iniciales y las leyes intemporales aplicadas en una espacio de configuraciones delimitado por condiciones iniciales estipuladas» (43). Este paradigma presupone que el observador está situado fuera del espacio de configuraciones y que las leyes que se aplican van asociadas a él y son, por tanto, exteriores asimismo a dicho espacio; además, las condiciones iniciales, que parecen arbitrarias, pueden explicarse como resultado de otros procesos físicos.
Semejante estrategia explicativa, perfectamente legítima y muy fecunda –como demuestra la historia de la física– cuando se aplica a subsistemas del universo, no puede ser trasladada al estudio del universo en su conjunto: a ningún observador le es dado situarse fuera del universo, a no ser que como observador se piense en el Dios creador de las tradiciones monoteístas, algo que a la ciencia no le está permitido. La exterioridad del punto de vista desde el que se considera el universo conlleva, se quiera o no, la postulación de una serie de principios intemporales, las leyes de la física; conocidos estos, basta averiguar las condiciones iniciales para predecir con exactitud el desarrollo del sistema. Esto excluye la posibilidad de novedad y, por tanto, de verdadera historia.
La crisis de la cosmología contemporánea se manifiesta sobre todo en la teoría del multiverso, que supone la existencia de múltiples mundos paralelos y causalmente inconexos con el nuestro, así como en las especulaciones –asociadas a la teoría de cuerdas– sobre la existencia de varias dimensiones del espacio-tiempo adicionales a las cuatro que nos son conocidas por la experiencia sensorial. En todo ello se advierte una injustificada prevalencia de la matemática sobre la experimentación como guía del conocimiento científico, lo que en último término aboca incluso a una relativización de la contrastabilidad empírica como criterio de cientificidad.
La cosmología necesita reorientarse, pero no lo puede hacer ella sola. Tal reorientación requiere cobrar cierta distancia de las investigaciones y debates científicos en curso y reflexionar críticamente sobre el método de trabajo, pero también sobre la naturaleza de la realidad. De ahí que los autores consideren necesario rehabilitar la desprestigiada filosofía de la naturaleza, que no levanta cabeza desde los excesos especulativos del idealismo alemán, para que nos ayude en la reflexión sobre el conjunto de la naturaleza científicamente conocida, iluminándola también desde consideraciones extracientíficas.
Quedan sugeridas así tres características que, para ser aceptable, debe cumplir toda pretendida filosofía de la naturaleza (para este párrafo, cf. 75-78). (1) Su objeto no es tanto la ciencia en cuanto tal, sino la naturaleza, la realidad del mundo físico y natural. Esto la diferencia de la filosofía de la ciencia, que se centra en el estudio del quehacer científico. (2)
No se trata de una reflexión sobre una supuesta naturaleza en sí ni sobre la naturaleza de la experiencia estética o místico-ecológica, sino sobre la naturaleza tal como es conocida por la ciencia. De ahí que haya de tener muy presentes las teorías y resultados científicos, distinguiendo con la mayor claridad posible entre los conocimientos consolidados y aceptados por la comunidad científica y las propuestas que aún poseen carácter hipotético. Esto distingue a la filosofía de la naturaleza de la mera especulación filosófico-natural. (3) En esa reflexión es legítimo e incluso necesario recurrir a ideas procedentes de otros saberes contrastados, en especial de la gran tradición filosófica, puesto que la ciencia no es la única vía hacia el conocimiento seguro y tiene que ser encuadrada en el contexto más amplio de la experiencia humana del mundo.
Esto diferencia a la filosofía de la naturaleza del positivismo científico tal como se expresa, por ejemplo, en la literatura de divulgación científica, que en muchas ocasiones lleva a cabo una ilegítima extrapolación de las teorías científicas al mundo de la vida, haciendo así filosofía bajo cuerda. Como hemos señalado anteriormente, esta reivindicación de una aproximación filosófica a la naturaleza tiene enorme importancia en una época como la nuestra que algunos consideran marcada por el «autoritarismo científico» (J. Peteiro). Apuntemos de pasada que, sin esta legitimación de vías alternativas de acceso a la naturaleza, no es posible diálogo alguno de la teología con las ciencias de la naturaleza.
A juicio de los autores, la filosofía de la naturaleza, una vez esbozada en sus líneas maestras, debería tener fundamentalmente dos funciones. La primera, de carácter negativo, consiste en deslindar el núcleo empírico de las teorías físicas y la glosa metafísica que suele acompañarlas. Es una tarea de «depuración», necesaria para evitar que, aprovechando el innegable éxito explicativo de algunas teorías, se difunda como «científica» y, por tanto, como incuestionable una visión del mundo que en realidad es expresión de una filosofía muy determinada. Este deslindamiento tiene especial importancia, por ejemplo, en lo relativo a la teoría general de la relatividad.
La segunda función de la filosofía de la naturaleza sería la de proponer una proto-ontología, unos supuestos básicos sobre el carácter de la realidad en general. Unger se ciñe a comentar tres ideas fundamentales (cf. 239-245): realidad, pluralidad y conexión. Smolin elabora su propuesta con más detalle, no tanto en este libro (en el que al final reflexiona más bien sobre la filosofía de la mente y el problema de los qualia) sino en varios artículos publicados conjuntamente con la portuguesa Marina Cortês sobre el universo como un proceso de eventos singulares.
Pero lo importante es llenar de contenido la filosofía de la naturaleza, trazar sus líneas maestras. Para ello, ambos autores desean encuadrarse en dos grandes tradiciones filosófico-científicas, el relacionalismo y la filosofía del devenir. El primero, asociado a nombres como Leibniz, Mach y Einstein, sostiene, en palabras de Smolin, que «las propiedades de las partículas elementales obedecen fundamentalmente a su participación en una red dinámica de relaciones que forman el universo» (355). Y la filosofía del devenir, defendida, entre otros, por Bergson y más recientemente por Prigogine, es aquella que, por contraposición a la filosofía del ser, afirma, en palabras de Unger, «la primacía del devenir sobre el ser y del proceso sobre la estructura» (250).
Esto equivale, claro está, a poner en primer plano el tiempo, de igual modo que la insistencia en el relacionalismo allana el camino –aunque no necesariamente lleva– al naturalismo, que Smolin define como la convicción de que «todo lo que existe es el mundo natural es percibido con –si bien existe independientemente de– nuestros sentidos o de los instrumentos que los prolongan» (363).
Aunque la conexión entre relacionalismo y naturalismo no es, como decimos, necesaria, Smolin los vincula y considera que a ambos les afecta una misma crisis, la originada por la idea de que el universo es una máquina gobernada por leyes eternas e inmutables. La única manera de superar esta crisis, que es también la crisis de la cosmología contemporánea, pasa por dinamizar y temporalizar radicalmente tal imagen. Una vez temporalizado, el naturalismo deja de ser un corsé que impide la adecuación comprensión de los sistemas complejos y, en especial, del ser humano.
Así pues, la filosofía de la naturaleza por la que apuestan los autores es el «naturalismo temporal», que se sostiene en los tres pilares que vamos a exponer en el siguiente apartado. A nadie se le escapa que la afirmación de que el mundo puede ser comprendido sin recurrir a nada extrasensorial representa un enorme desafío para la teología, no tanto porque niegue directamente a Dios, sino porque lo priva de toda función en el mundo, tornándolo, en último término, superfluo. En el apartado final retomaremos esta cuestión.
El naturalismo que Roberto Mangabeira Unger y Lee Smolin plantean en The Singular Universe and the Reality of Time. A Proposal in Natural Philosophy (Cambridge [UK] / New York: Cambridge University Press 2015, xxi + 543 pp.) es más sofisticado de lo habitual. Es un naturalismo que reconoce que las explicaciones científicas no agotan lo que se puede decir sobre el mundo. Y en esa medida es, como ya hemos visto, más receptivo a otros saberes, en especial la filosofía.
Se trata de un naturalismo temporal, que reconoce la realidad del flujo temporal y se opone por principio a un determinismo estricto. La teología podría quizá concentrar su argumentación crítica contra este naturalismo refinado. Pero podría también entender que la posibilidad de la existencia de una visión naturalista del universo es posible, y puede ser asumid por la misma teología. El universo que permite estas especulaciones naturalistas habría sido querido y creado por Dios. El naturalismo temporal de Unger y Smolin sería una de estas especulaciones posibles, que no excluirían las especulaciones teístas también posibles.
Esto se refleja en la estructura de la obra, que en realidad es la unión de dos libros, uno de Unger y otro de Smolin, precedidos de una introducción común –que expone las líneas maestras del proyecto compartido– y seguidos de un epílogo, en el que se discuten algunas de las divergencias existentes entre ellos. En sus respectivas aportaciones, ambos abordan las mismas cuestiones, casi en el mismo orden: Unger lo hace en un tono más filosófico y con suma claridad y rigor argumental, aunque de forma en exceso reiterativa; Smolin, por su parte, sin olvidar las cuestiones filosóficas de fondo, presta mayor atención a los detalles científicos, ofreciendo una abundancia tal de información que a veces abruma al lector. La parte de Unger dobla en extensión a la de Smolin.
Algo muy importante de este texto a cuatro manos es que defiende la legitimidad y fecundidad de una aproximación extracientífica, en concreto filosófica, a cuestiones científicas. En este sentido, puede verse como una refutación práctica del cientificismo. Además, formula una serie de atrevidas tesis a caballo entre la filosofía de la naturaleza y la de la ciencia, que sin duda serán materia de vivo debate en círculos científicos y filosóficos y que a nosotros nos parecen suficientemente relevantes desde el punto de vista del diálogo ciencia-teología para dedicarles estas páginas. Las consideraciones teológicas se circunscribirán, no obstante, al epígrafe final.
1. La crisis de la cosmología
El punto de partida es la convicción de que la cosmología física dominante en la actualidad atraviesa una grave crisis, porque es incapaz de hacer justicia al descubrimiento capital de que el universo tiene una historia. Ello obedece en esencia a que extrapola ilegítimamente al universo entero el llamado paradigma newtoniano, que Unger define como una «estrategia explicativa que se caracteriza por el contraste entre las condiciones iniciales y las leyes intemporales aplicadas en una espacio de configuraciones delimitado por condiciones iniciales estipuladas» (43). Este paradigma presupone que el observador está situado fuera del espacio de configuraciones y que las leyes que se aplican van asociadas a él y son, por tanto, exteriores asimismo a dicho espacio; además, las condiciones iniciales, que parecen arbitrarias, pueden explicarse como resultado de otros procesos físicos.
Semejante estrategia explicativa, perfectamente legítima y muy fecunda –como demuestra la historia de la física– cuando se aplica a subsistemas del universo, no puede ser trasladada al estudio del universo en su conjunto: a ningún observador le es dado situarse fuera del universo, a no ser que como observador se piense en el Dios creador de las tradiciones monoteístas, algo que a la ciencia no le está permitido. La exterioridad del punto de vista desde el que se considera el universo conlleva, se quiera o no, la postulación de una serie de principios intemporales, las leyes de la física; conocidos estos, basta averiguar las condiciones iniciales para predecir con exactitud el desarrollo del sistema. Esto excluye la posibilidad de novedad y, por tanto, de verdadera historia.
La crisis de la cosmología contemporánea se manifiesta sobre todo en la teoría del multiverso, que supone la existencia de múltiples mundos paralelos y causalmente inconexos con el nuestro, así como en las especulaciones –asociadas a la teoría de cuerdas– sobre la existencia de varias dimensiones del espacio-tiempo adicionales a las cuatro que nos son conocidas por la experiencia sensorial. En todo ello se advierte una injustificada prevalencia de la matemática sobre la experimentación como guía del conocimiento científico, lo que en último término aboca incluso a una relativización de la contrastabilidad empírica como criterio de cientificidad.
La cosmología necesita reorientarse, pero no lo puede hacer ella sola. Tal reorientación requiere cobrar cierta distancia de las investigaciones y debates científicos en curso y reflexionar críticamente sobre el método de trabajo, pero también sobre la naturaleza de la realidad. De ahí que los autores consideren necesario rehabilitar la desprestigiada filosofía de la naturaleza, que no levanta cabeza desde los excesos especulativos del idealismo alemán, para que nos ayude en la reflexión sobre el conjunto de la naturaleza científicamente conocida, iluminándola también desde consideraciones extracientíficas.
Quedan sugeridas así tres características que, para ser aceptable, debe cumplir toda pretendida filosofía de la naturaleza (para este párrafo, cf. 75-78). (1) Su objeto no es tanto la ciencia en cuanto tal, sino la naturaleza, la realidad del mundo físico y natural. Esto la diferencia de la filosofía de la ciencia, que se centra en el estudio del quehacer científico. (2)
No se trata de una reflexión sobre una supuesta naturaleza en sí ni sobre la naturaleza de la experiencia estética o místico-ecológica, sino sobre la naturaleza tal como es conocida por la ciencia. De ahí que haya de tener muy presentes las teorías y resultados científicos, distinguiendo con la mayor claridad posible entre los conocimientos consolidados y aceptados por la comunidad científica y las propuestas que aún poseen carácter hipotético. Esto distingue a la filosofía de la naturaleza de la mera especulación filosófico-natural. (3) En esa reflexión es legítimo e incluso necesario recurrir a ideas procedentes de otros saberes contrastados, en especial de la gran tradición filosófica, puesto que la ciencia no es la única vía hacia el conocimiento seguro y tiene que ser encuadrada en el contexto más amplio de la experiencia humana del mundo.
Esto diferencia a la filosofía de la naturaleza del positivismo científico tal como se expresa, por ejemplo, en la literatura de divulgación científica, que en muchas ocasiones lleva a cabo una ilegítima extrapolación de las teorías científicas al mundo de la vida, haciendo así filosofía bajo cuerda. Como hemos señalado anteriormente, esta reivindicación de una aproximación filosófica a la naturaleza tiene enorme importancia en una época como la nuestra que algunos consideran marcada por el «autoritarismo científico» (J. Peteiro). Apuntemos de pasada que, sin esta legitimación de vías alternativas de acceso a la naturaleza, no es posible diálogo alguno de la teología con las ciencias de la naturaleza.
A juicio de los autores, la filosofía de la naturaleza, una vez esbozada en sus líneas maestras, debería tener fundamentalmente dos funciones. La primera, de carácter negativo, consiste en deslindar el núcleo empírico de las teorías físicas y la glosa metafísica que suele acompañarlas. Es una tarea de «depuración», necesaria para evitar que, aprovechando el innegable éxito explicativo de algunas teorías, se difunda como «científica» y, por tanto, como incuestionable una visión del mundo que en realidad es expresión de una filosofía muy determinada. Este deslindamiento tiene especial importancia, por ejemplo, en lo relativo a la teoría general de la relatividad.
La segunda función de la filosofía de la naturaleza sería la de proponer una proto-ontología, unos supuestos básicos sobre el carácter de la realidad en general. Unger se ciñe a comentar tres ideas fundamentales (cf. 239-245): realidad, pluralidad y conexión. Smolin elabora su propuesta con más detalle, no tanto en este libro (en el que al final reflexiona más bien sobre la filosofía de la mente y el problema de los qualia) sino en varios artículos publicados conjuntamente con la portuguesa Marina Cortês sobre el universo como un proceso de eventos singulares.
Pero lo importante es llenar de contenido la filosofía de la naturaleza, trazar sus líneas maestras. Para ello, ambos autores desean encuadrarse en dos grandes tradiciones filosófico-científicas, el relacionalismo y la filosofía del devenir. El primero, asociado a nombres como Leibniz, Mach y Einstein, sostiene, en palabras de Smolin, que «las propiedades de las partículas elementales obedecen fundamentalmente a su participación en una red dinámica de relaciones que forman el universo» (355). Y la filosofía del devenir, defendida, entre otros, por Bergson y más recientemente por Prigogine, es aquella que, por contraposición a la filosofía del ser, afirma, en palabras de Unger, «la primacía del devenir sobre el ser y del proceso sobre la estructura» (250).
Esto equivale, claro está, a poner en primer plano el tiempo, de igual modo que la insistencia en el relacionalismo allana el camino –aunque no necesariamente lleva– al naturalismo, que Smolin define como la convicción de que «todo lo que existe es el mundo natural es percibido con –si bien existe independientemente de– nuestros sentidos o de los instrumentos que los prolongan» (363).
Aunque la conexión entre relacionalismo y naturalismo no es, como decimos, necesaria, Smolin los vincula y considera que a ambos les afecta una misma crisis, la originada por la idea de que el universo es una máquina gobernada por leyes eternas e inmutables. La única manera de superar esta crisis, que es también la crisis de la cosmología contemporánea, pasa por dinamizar y temporalizar radicalmente tal imagen. Una vez temporalizado, el naturalismo deja de ser un corsé que impide la adecuación comprensión de los sistemas complejos y, en especial, del ser humano.
Así pues, la filosofía de la naturaleza por la que apuestan los autores es el «naturalismo temporal», que se sostiene en los tres pilares que vamos a exponer en el siguiente apartado. A nadie se le escapa que la afirmación de que el mundo puede ser comprendido sin recurrir a nada extrasensorial representa un enorme desafío para la teología, no tanto porque niegue directamente a Dios, sino porque lo priva de toda función en el mundo, tornándolo, en último término, superfluo. En el apartado final retomaremos esta cuestión.
2. Los tres pilares del naturalismo temporal
Todo el libro es en realidad una detallada presentación y exploración de los cuatro puntos que vamos a exponer aquí. Pero ya en la introducción están esbozados con suficiente claridad. Por eso apenas daremos referencias concretas, salvo en relación con algunos aspectos que consideramos problemáticos.
2.1. La singularidad del universo. No existe más que un único universo en cada momento. Esto contradice, evidentemente, la tesis de los universos múltiples o del multiverso, pero no la idea de un universo ramificado. Lo que se cuestiona es, como hemos dicho, la cientificidad de afirmar la coexistencia de universos paralelos, no relacionados causalmente entre sí, porque se trata de una hipótesis no verificable por principio. No se excluye tampoco la posibilidad de que el universo actual haya estado precedido por otros, cuya influencia causal sería rastreable en este universo, en concreto en sus condiciones iniciales.
Para ello es necesario entender la singularidad inicial no desde un punto de vista «óntico», sino desde un punto de vista epistemológico: se trataría de un límite a la aplicabilidad de nuestras teorías, no de un infinito actual en la naturaleza. En cualquier caso, la idea principal es que la pluralidad debe ser sustituida por la sucesión (la línea sustituye también al círculo) y la transformación.
Es importante percatarse de que esta tesis supone afirmar que el universo es una red única de relaciones causales, en la que todo está relacionado con todo, ya directa o indirectamente. Lo que no forma parte de esa red causal carece de existencia real. En ese sentido puede entenderse también el naturalismo de Unger y Smolin. Pero no se trata de una red causal cerrada en sentido estricto, como suele ser habitual en el naturalismo, porque las propias conexiones causales pueden experimentar cambios y esa transformación suya no obedece, como en seguida veremos, leyes fijas; por eso no se excluye la aparición de novedad.
2.2. La realidad inclusiva del tiempo. El tiempo es real; se trata de hecho del rasgo más real de la naturaleza. No existe nada, ni siquiera la materia o el espacio, más fundamental que el tiempo; por eso, hay que afirmar que no constituye una realidad emergente. Además, el tiempo es inclusivo: todo lo existente está sujeto al tiempo, y eso quiere decir que todo cambia, incluso el cambio mismo.
El tiempo no comienza en la singularidad que da inicio a este universo, sino que se prolonga indefinidamente hacia atrás a medida que remontamos la sucesión de universos que han precedido al nuestro. Pero no tiene un comienzo absoluto ni tampoco es eterno; basta con afirmar que es indefinido. La eternidad es un infinito temporal, y los autores dan por supuesto que en la naturaleza no existen infinitos.
Unger y Smolin consideran que la afirmación del carácter histórico del universo exige reconocer la irreversibilidad de tiempo y conceder realidad a los modos temporales pasado, presente y futuro. Ello implica encontrar una vía intermedia entre dos de las posturas más habituales en la actual filosofía del tiempo, el «eternismo» –que considera los modos temporales mera ilusión y apuesta por el «universo-bloque», eternamente dado– y el «presentismo», que tan solo le reconoce realidad al presente. Los autores insisten en la conexión causal entre los distintos modos temporales y temporalizan también el carácter de realidad en una suerte de iteración (el pasado fue real, el presente es real, el futuro será real).
Pero entender el universo como historia conlleva también otra importante exigencia: la necesidad de que exista un tiempo cósmico global o, lo que es lo mismo, un observador privilegiado, algo que aparentemente está reñido con la relatividad de la simultaneidad y con la teoría general de la relatividad. Unger y Smolin insisten en que este problema es tan solo aparente, ya que existen formulaciones alternativas de la teoría general de la relatividad, sobre todo la conocida como shape dynamics, que permiten defender sin dificultad la existencia de ese tiempo cósmico global.
2.3. El realismo selectivo de la matemática. Es de capital importancia clarificar la relación entre la matemática, por un lado, y la ciencia física y, en particular, la cosmología, por otro. Entre los físicos está muy extendido el platonismo, es decir, la convicción de que los objetos matemáticos tienen una existencia propia y autónoma en un mundo, por así decir, paralelo al mundo físico y hasta cierto punto isomorfo con él, donde aguardan a ser descubiertos. Eso sería lo que permite a la matemática proporcionar el conocimiento más exacto y fiable del mundo natural. Los objetos matemáticos son eternos, por lo que escapan al tiempo y no están sujetos a cambio. Esto contradice, evidentemente, la afirmación de la realidad inclusiva del tiempo, pero también la de la singularidad del universo.
Además, atribuir a la matemática una función privilegiada a la hora de desentrañar la esencia de la realidad comporta rodearla de un aura mística. Los autores quieren superar este platonismo, pero sin irse al otro extremo, consistente en concebir la matemática como mera invención humana, totalmente arbitraria y sin relación alguna con el mundo natural. Esto es lo que suele conocerse como convencionalismo. Dar razón de la necesidad lógica a la que parece estar sujeto el desarrollo de los sistemas matemáticos no es gran problema, ya que, una vez definidos los elementos básicos y las reglas que regulan la interacción entre ellos, el grado de constricción es muy alto, como demuestra cualquier juego, por ejemplo, el ajedrez; más difícil es explicar la «asombrosa eficacia de la matemática en la física» (E. Wigner).
Lo que proponen los autores es, a grandes rasgos, que los sistemas matemáticos son el resultado de modelizar sistemas naturales prescindiendo –o si se quiere, abstrayendo– de rasgos tan importantes como son la particularidad y la temporalidad. Y luego esos modelos se desarrollan de modo autónomo (¿no se parece esto a la idea de la matemática que tiene Newton?).
La referencia de los sistemas matemáticos a los sistemas naturales de partida se difumina progresivamente, por lo que nunca está garantizada su aplicabilidad a la naturaleza. Lo que explica la gran potencia de la matemática –a saber, el prescindir de los dos rasgos de la naturaleza recién mencionados– explica también su ambivalente relación con el mundo natural. Por eso debe entenderse más como herramienta heurística para la exploración de este que como guía segura hacia el conocimiento de la estructura íntima de la realidad.
2.4. Corolario: la mutabilidad de las leyes físicas. Es evidente que los tres postulados anteriores juntos constituyen una importante enmienda a la cosmología hoy en boga. Pero de ellos se deriva aún una tesis adicional de gran relevancia: las leyes físicas, que suelen formularse como relaciones matemáticas eternamente válidas, también tienen que estar sujetas al tiempo y experimentar cambio, aunque su estabilidad sea tan grande que induzca a pensar que son inmutables (para esta última cuestión, cf. 147).
Si en el curso de la historia del universo han surgido ámbitos de realidad desconocidos hasta ese momento, cabe pensar que tampoco las leyes que hoy los rigen han existido desde siempre y, son por tanto, resultado de un proceso de transformación. Teniendo en cuenta que en el universo puede haber fases y regiones dominadas por la estabilidad y otras por la turbulencia (momentos posteriores a la Gran Explosión, proximidades de agujeros negros, etc.), es posible hablar incluso de la co-evolución de los fenómenos y las leyes que los gobiernan. Esto, que resulta chocante cuando hablamos de física, es algo habitual en otras ciencias, como la biología o la sociología.
Sea como fuere, afirmar la mutabilidad de las leyes físicas lleva a un importante dilema: la evolución de las leyes, ¿obedece a algún tipo de meta-ley o acontece de forma por completo arbitraria? En el primer caso se plantea el mismo problema que teníamos antes, solo que en un plano más elevado, y existe el riesgo de incurrir en un regreso ad infinitum, que solo podría prevenirse situando fuera del tiempo las regularidades de orden superior; en el segundo caso es difícil evitar la sensación de que el universo es un mero caos. A este problema dedican ambos autores considerables esfuerzos.
Aquí me gustaría reflejar sobre todo unas interesantes consideraciones de Unger sobre la relación entre causalidad y ley: contrariamente a lo que suele suponerse, afirma que la causalidad es anterior a la ley, que esta no es más que una forma particularmente estable de aquella; toda ley expresa relaciones de causalidad, pero no todas las relaciones de causalidad tienen la forma de ley.
La causalidad guarda relación directa con el tiempo y el cambio y es, por tanto, un rasgo básico de la naturaleza. Curiosamente, la conexión entre causalidad y tiempo no la establece Unger sobre la base de los modos temporales (pasado, presente y futuro), como sería de esperar dada su insistencia en el carácter real y objetivo de estos, sino sobre el antes y el después (cf. 93-94).
Salta a la vista que en todos estos puntos los autores se posicionan con claridad en debates actualmente abiertos tanto en ciencia como en filosofía, nadando en general contracorriente. Hay que agradecer a Unger y Smolin la franqueza y coherencia con que defienden sus puntos de vista. Su propuesta de filosofía de la naturaleza está bien trenzada y constituye un sólido programa de investigación, que puede debatirse racionalmente. Pero, para ser fiel al espíritu que la anima, ha de tener traducción también en la práctica científica. Es sobre todo Smolin quien esboza una agenda for science (484-499). Aquí no vamos a entrar en ello.
Todo el libro es en realidad una detallada presentación y exploración de los cuatro puntos que vamos a exponer aquí. Pero ya en la introducción están esbozados con suficiente claridad. Por eso apenas daremos referencias concretas, salvo en relación con algunos aspectos que consideramos problemáticos.
2.1. La singularidad del universo. No existe más que un único universo en cada momento. Esto contradice, evidentemente, la tesis de los universos múltiples o del multiverso, pero no la idea de un universo ramificado. Lo que se cuestiona es, como hemos dicho, la cientificidad de afirmar la coexistencia de universos paralelos, no relacionados causalmente entre sí, porque se trata de una hipótesis no verificable por principio. No se excluye tampoco la posibilidad de que el universo actual haya estado precedido por otros, cuya influencia causal sería rastreable en este universo, en concreto en sus condiciones iniciales.
Para ello es necesario entender la singularidad inicial no desde un punto de vista «óntico», sino desde un punto de vista epistemológico: se trataría de un límite a la aplicabilidad de nuestras teorías, no de un infinito actual en la naturaleza. En cualquier caso, la idea principal es que la pluralidad debe ser sustituida por la sucesión (la línea sustituye también al círculo) y la transformación.
Es importante percatarse de que esta tesis supone afirmar que el universo es una red única de relaciones causales, en la que todo está relacionado con todo, ya directa o indirectamente. Lo que no forma parte de esa red causal carece de existencia real. En ese sentido puede entenderse también el naturalismo de Unger y Smolin. Pero no se trata de una red causal cerrada en sentido estricto, como suele ser habitual en el naturalismo, porque las propias conexiones causales pueden experimentar cambios y esa transformación suya no obedece, como en seguida veremos, leyes fijas; por eso no se excluye la aparición de novedad.
2.2. La realidad inclusiva del tiempo. El tiempo es real; se trata de hecho del rasgo más real de la naturaleza. No existe nada, ni siquiera la materia o el espacio, más fundamental que el tiempo; por eso, hay que afirmar que no constituye una realidad emergente. Además, el tiempo es inclusivo: todo lo existente está sujeto al tiempo, y eso quiere decir que todo cambia, incluso el cambio mismo.
El tiempo no comienza en la singularidad que da inicio a este universo, sino que se prolonga indefinidamente hacia atrás a medida que remontamos la sucesión de universos que han precedido al nuestro. Pero no tiene un comienzo absoluto ni tampoco es eterno; basta con afirmar que es indefinido. La eternidad es un infinito temporal, y los autores dan por supuesto que en la naturaleza no existen infinitos.
Unger y Smolin consideran que la afirmación del carácter histórico del universo exige reconocer la irreversibilidad de tiempo y conceder realidad a los modos temporales pasado, presente y futuro. Ello implica encontrar una vía intermedia entre dos de las posturas más habituales en la actual filosofía del tiempo, el «eternismo» –que considera los modos temporales mera ilusión y apuesta por el «universo-bloque», eternamente dado– y el «presentismo», que tan solo le reconoce realidad al presente. Los autores insisten en la conexión causal entre los distintos modos temporales y temporalizan también el carácter de realidad en una suerte de iteración (el pasado fue real, el presente es real, el futuro será real).
Pero entender el universo como historia conlleva también otra importante exigencia: la necesidad de que exista un tiempo cósmico global o, lo que es lo mismo, un observador privilegiado, algo que aparentemente está reñido con la relatividad de la simultaneidad y con la teoría general de la relatividad. Unger y Smolin insisten en que este problema es tan solo aparente, ya que existen formulaciones alternativas de la teoría general de la relatividad, sobre todo la conocida como shape dynamics, que permiten defender sin dificultad la existencia de ese tiempo cósmico global.
2.3. El realismo selectivo de la matemática. Es de capital importancia clarificar la relación entre la matemática, por un lado, y la ciencia física y, en particular, la cosmología, por otro. Entre los físicos está muy extendido el platonismo, es decir, la convicción de que los objetos matemáticos tienen una existencia propia y autónoma en un mundo, por así decir, paralelo al mundo físico y hasta cierto punto isomorfo con él, donde aguardan a ser descubiertos. Eso sería lo que permite a la matemática proporcionar el conocimiento más exacto y fiable del mundo natural. Los objetos matemáticos son eternos, por lo que escapan al tiempo y no están sujetos a cambio. Esto contradice, evidentemente, la afirmación de la realidad inclusiva del tiempo, pero también la de la singularidad del universo.
Además, atribuir a la matemática una función privilegiada a la hora de desentrañar la esencia de la realidad comporta rodearla de un aura mística. Los autores quieren superar este platonismo, pero sin irse al otro extremo, consistente en concebir la matemática como mera invención humana, totalmente arbitraria y sin relación alguna con el mundo natural. Esto es lo que suele conocerse como convencionalismo. Dar razón de la necesidad lógica a la que parece estar sujeto el desarrollo de los sistemas matemáticos no es gran problema, ya que, una vez definidos los elementos básicos y las reglas que regulan la interacción entre ellos, el grado de constricción es muy alto, como demuestra cualquier juego, por ejemplo, el ajedrez; más difícil es explicar la «asombrosa eficacia de la matemática en la física» (E. Wigner).
Lo que proponen los autores es, a grandes rasgos, que los sistemas matemáticos son el resultado de modelizar sistemas naturales prescindiendo –o si se quiere, abstrayendo– de rasgos tan importantes como son la particularidad y la temporalidad. Y luego esos modelos se desarrollan de modo autónomo (¿no se parece esto a la idea de la matemática que tiene Newton?).
La referencia de los sistemas matemáticos a los sistemas naturales de partida se difumina progresivamente, por lo que nunca está garantizada su aplicabilidad a la naturaleza. Lo que explica la gran potencia de la matemática –a saber, el prescindir de los dos rasgos de la naturaleza recién mencionados– explica también su ambivalente relación con el mundo natural. Por eso debe entenderse más como herramienta heurística para la exploración de este que como guía segura hacia el conocimiento de la estructura íntima de la realidad.
2.4. Corolario: la mutabilidad de las leyes físicas. Es evidente que los tres postulados anteriores juntos constituyen una importante enmienda a la cosmología hoy en boga. Pero de ellos se deriva aún una tesis adicional de gran relevancia: las leyes físicas, que suelen formularse como relaciones matemáticas eternamente válidas, también tienen que estar sujetas al tiempo y experimentar cambio, aunque su estabilidad sea tan grande que induzca a pensar que son inmutables (para esta última cuestión, cf. 147).
Si en el curso de la historia del universo han surgido ámbitos de realidad desconocidos hasta ese momento, cabe pensar que tampoco las leyes que hoy los rigen han existido desde siempre y, son por tanto, resultado de un proceso de transformación. Teniendo en cuenta que en el universo puede haber fases y regiones dominadas por la estabilidad y otras por la turbulencia (momentos posteriores a la Gran Explosión, proximidades de agujeros negros, etc.), es posible hablar incluso de la co-evolución de los fenómenos y las leyes que los gobiernan. Esto, que resulta chocante cuando hablamos de física, es algo habitual en otras ciencias, como la biología o la sociología.
Sea como fuere, afirmar la mutabilidad de las leyes físicas lleva a un importante dilema: la evolución de las leyes, ¿obedece a algún tipo de meta-ley o acontece de forma por completo arbitraria? En el primer caso se plantea el mismo problema que teníamos antes, solo que en un plano más elevado, y existe el riesgo de incurrir en un regreso ad infinitum, que solo podría prevenirse situando fuera del tiempo las regularidades de orden superior; en el segundo caso es difícil evitar la sensación de que el universo es un mero caos. A este problema dedican ambos autores considerables esfuerzos.
Aquí me gustaría reflejar sobre todo unas interesantes consideraciones de Unger sobre la relación entre causalidad y ley: contrariamente a lo que suele suponerse, afirma que la causalidad es anterior a la ley, que esta no es más que una forma particularmente estable de aquella; toda ley expresa relaciones de causalidad, pero no todas las relaciones de causalidad tienen la forma de ley.
La causalidad guarda relación directa con el tiempo y el cambio y es, por tanto, un rasgo básico de la naturaleza. Curiosamente, la conexión entre causalidad y tiempo no la establece Unger sobre la base de los modos temporales (pasado, presente y futuro), como sería de esperar dada su insistencia en el carácter real y objetivo de estos, sino sobre el antes y el después (cf. 93-94).
Salta a la vista que en todos estos puntos los autores se posicionan con claridad en debates actualmente abiertos tanto en ciencia como en filosofía, nadando en general contracorriente. Hay que agradecer a Unger y Smolin la franqueza y coherencia con que defienden sus puntos de vista. Su propuesta de filosofía de la naturaleza está bien trenzada y constituye un sólido programa de investigación, que puede debatirse racionalmente. Pero, para ser fiel al espíritu que la anima, ha de tener traducción también en la práctica científica. Es sobre todo Smolin quien esboza una agenda for science (484-499). Aquí no vamos a entrar en ello.
3. Discrepancias entre Unger y Smolin
A pesar de que comparten el proyecto de investigación recién expuesto, entre Unger y Smolin existen discrepancias importantes, que son abordadas con cierta extensión en el apéndice final (512-532), bajo un formato que quiere ser de diálogo, pero que a nuestro juicio no va más allá de una mera yuxtaposición de opiniones. Nos fijamos a continuación en cuatro de tales desacuerdos.
3.1. ¿Principio de razón suficiente o facticidad (factitiousness) del universo?
Al comienzo de su exposición, Smolin define el principio de razón suficiente, el gran principio de Leibniz, de la siguiente manera: «Para toda pregunta de la forma: ¿por qué tiene el universo la propiedad X?, debe existir una explicación racional» (367). Smolin considera este principio una aspiración y una meta, que quizá nunca pueda alcanzarse, pero que sirve no obstante como faro que ilumina la dirección en que hay que buscar la respuesta a las preguntas cosmológicas.
Unger se manifiesta contrario a la asunción de este principio, pues lo considera una concesión al racionalismo metafísico. Afirma que tiene implicaciones que van más allá de la afirmación del carácter fundamental de la causalidad. A su juicio, señaliza la ambición de alcanzar explicaciones científicas completas y cerradas, así como un rechazo de la facticidad del universo, del hecho de que es de la manera en que es. «El rasgo más importante del universo radica en que es lo que es, no otra cosa distinta. No podemos esperar mostrar que tiene que ser lo que es. Si nos empeñamos en hacerlo, permitimos que el racionalismo metafísico corrompa nuestra comprensión de la naturaleza» (513).
A la necesidad racional contrapone la idea de evolución, de transformación acumulativa, de historia: esta, pese a que amplia el campo de indagación causal, nunca pasaría la prueba del principio de razón suficiente. La exposición de Unger sobre las razones por las que prefiere hablar de «facticidad» antes que de «contingencia» –en el fondo, para desmarcarse del esquema de las modalidades (necesidad, realidad, posibilidad), que juzga excesivamente metafísico– es muy ilustrativa. Merecería un estudio propio, como también lo merecerían las semejanzas y diferencias con la posición defendida por el filósofo francés Quentin Meillassoux en su aclamada obra Después de la finitud.
Las reticencias de Unger fuerzan a Smolin a acentuar el carácter heurístico del principio de razón suficiente: se trata de una guía que sugiere qué preguntas plantearse y qué estrategias deben seguirse en la formulación de hipótesis en cosmología y en física. Además, introduce una importante matización, que le lleva a hablar de un principio de razón suficiente diferenciado. Este no sería sino el imperativo de intentar incrementar siempre la razón suficiente en cuestiones cosmológicas eliminando las referencias a estructuras de fondo (background structures), lo que equivale a dar un creciente protagonismo a lo histórico.
3.2. ¿Cómo resolver el dilema de las metaleyes?
Unger piensa que no es posible aún ofrecer una solución bien definida al dilema de las metaleyes y que solo cabe delimitar mediante una combinación de ideas el espacio en el que habría que buscar una solución satisfactoria. A las ideas ya comentadas habría que añadir una muy importante: la disposición diferencial al cambio de las regularidades naturales, de suerte que las más fundamentales cambiarían a un ritmo más lento que otras de carácter más coyuntural, pudiendo permanecer inalteradas durante larguísimos periodos de tiempo.
El filósofo brasileño insiste en que en este terreno la física tiene aún mucho que aprender de la biología, la sociología o la historia, que han sabido progresar pese a enfrentarse a problemas análogos (524). Smolin, en cambio, propone dos mecanismos de cambio que, a su parecer, gobiernan la evolución de las leyes de la naturaleza: la selección natural cosmológica, inspirado por la biología de poblaciones, y el principio de precedencia, tomado de la física cuántica.
El capítulo que Smolin dedica a esta cuestión es, sin duda, el más complejo de todo el libro. (1) La selección natural cosmológica es una hipótesis que el propio Smolin propuso hace ya un par de décadas para dar respuesta al problema del «paisaje» (landscape) cosmológico explicando el ajuste fino del modelo estándar sin hacer uso del principio antrópico. Utiliza un mecanismo semejante al que se emplea en biología para generar estructuras complejas improbables.
El análogo de la fitness biológica es el número medio de agujeros negros que se producen en un universo; pues cuanto mayor sea este número, mayor será también, según una suposición que aún no ha podido ser contrastada, el número de universos-hijo que engendra ese universo (recuérdese que el postulado de la singularidad del universo no excluye la existencia de múltiples universos causalmente relacionados entre sí).
Las leyes físicas de los nuevos universos no tienen por qué ser idénticas a las del universo progenitor, si bien se modificarán en un sentido tal que favorezcan la creación de agujeros negros, ya que ello aumentará las probabilidades de su perpetuación. Ello permite hablar de la evolución de las leyes naturales, y además tal evolución estará marcada por la existencia de «atractores» en la forma de combinaciones de parámetros de física de bajas energías que constituyen máximos locales de la función de fitness. Smolin considera que esta hipótesis arroja unas cuantas predicciones susceptibles de ser falsadas (en sentido popperiano) por las observaciones cosmológicas actuales y dedica unas cuantas páginas a presentar tales predicciones.
(2) El principio de precedencia afirma sencillamente que las mediciones que repiten procesos que han tenido lugar múltiples veces en el pasado arrojan en el presente los mismos resultados observados en el pasado (cf. la definición de Smolin en 470). Esto es suficiente para explicar la repetibilidad de los experimentos (que en otro tipo de reflexiones suele atribuirse a la existencia de leyes deterministas) sin restringir la posibilidad de que los estados noveles se comporten de manera no predecible, porque carecen de precedente.
Las leyes evolucionan entonces con los estados: una ley solo se consolida como tal cuando existen suficiente «precedencia», y aun entonces rige únicamente para las predicciones estadísticas, mientras que los resultados de sucesos individuales permanecen relativamente libres de constricciones. Esto es posible en la física cuántica, porque la medición individual genérica no está determinada por la dinámica cuántica.
Unger es muy crítico con estas propuestas de Smolin, porque, a su juicio, ejemplifican justo lo que ellos desean evitar. El argumento de la realidad inclusiva del tiempo prohíbe que existan mecanismos inalterables de cambio. La única posibilidad sería entender la selección natural cosmológica y el principio de precedencia como miembros de un amplio conjunto de mecanismos de cambio pasajeros, o sea, válidos tan solo para determinadas regiones o fases del universo.
Además, la hipótesis de la selección natural cosmológica ignora el carácter distintivo de la selección natural biológica, convirtiendo lo que es una explicación funcionalista en una aplicación de la ley de los grandes números; y el principio de precedencia supone la extrapolación al universo como un todo de un modo pensamiento válido únicamente para el ámbito de la física cuántica (cf. 525-527). Smolin se defiende de esta crítica señalando que la selección natural y el principio de precedencia no son mecanismos de cambio entre otros, sino descripciones de la lógica que rige el cambio de un gran número de sistemas. Lo que él considera decisivo es que la distinción entre ley y estado se difumine y que ambos puedan evolucionar conjuntamente (cf. 527-528).
3.3. Delimitación entre núcleo empírico y glosa metafísica
Una de la tareas principales de la filosofía de la naturaleza, tal como la entienden los autores, es identificar los maridajes entre ciencia empírica y experimental, por un lado, y ontologías supraempíricas, por otro, y disolverlos cuando ello sea conveniente para el progreso de la ciencia. A la hora de determinar si esto es necesario y viable en el caso de la teoría de la relatividad general, Unger y Smolin sostiene opiniones divergentes.
Unger considera que el amplio apoyo empírico de que disfruta la teoría general de la relatividad no debería interpretarse como una validación de la concepción –que él considera metafísica– del espaciotiempo como una multiplicidad semi-riemanniana cuatridimensional que puede rebanarse en un número infinito de maneras mediante coordenadas espaciotemporales globales alternativas. En su opinión, el espaciotiempo riemanniano es una herramienta al servicio de un proyecto más amplio: la espacialización del tiempo (cf. 522).
Smolin no está de acuerdo con ello. Él no considera que el espaciotiempo semi-riemannaniano (o como él dice con mayor precisión, lorentziano) sea especulación metafísica: «El éxito empírico de la relatividad general respalda con fuerza la conclusión de que, en el ámbito en el que el espaciotiempo constituye una descripción válida, dicho espaciotiempo es lorentziano» (523). En este sentido, Smolin es más cauto que Unger a la hora de afirmar una primacía del tiempo sobre el espacio. Uno tiene la impresión de que Smolin quiere afirmar ambos en pie de igualdad, mientras que Unger atribuye al tiempo un carácter originario e inclusivo que no le reconoce al espacio.
En relación con lo anterior está también la cuestión del carácter emergente o no del tiempo. Unger es categórico al respecto: el tiempo es la realidad más originaria que existe en el universo, por lo que no puede emerger a partir de ninguna otra (cf. 227). El espacio, en cambio, sí que sería emergente, o sea, derivado. Smolin deja la cuestión más abierta y se limita a apuntar que, aunque el tiempo fuera emergente, sería posible evaluar las afirmaciones sobre sus propiedades (cf. 523).
A pesar de que comparten el proyecto de investigación recién expuesto, entre Unger y Smolin existen discrepancias importantes, que son abordadas con cierta extensión en el apéndice final (512-532), bajo un formato que quiere ser de diálogo, pero que a nuestro juicio no va más allá de una mera yuxtaposición de opiniones. Nos fijamos a continuación en cuatro de tales desacuerdos.
3.1. ¿Principio de razón suficiente o facticidad (factitiousness) del universo?
Al comienzo de su exposición, Smolin define el principio de razón suficiente, el gran principio de Leibniz, de la siguiente manera: «Para toda pregunta de la forma: ¿por qué tiene el universo la propiedad X?, debe existir una explicación racional» (367). Smolin considera este principio una aspiración y una meta, que quizá nunca pueda alcanzarse, pero que sirve no obstante como faro que ilumina la dirección en que hay que buscar la respuesta a las preguntas cosmológicas.
Unger se manifiesta contrario a la asunción de este principio, pues lo considera una concesión al racionalismo metafísico. Afirma que tiene implicaciones que van más allá de la afirmación del carácter fundamental de la causalidad. A su juicio, señaliza la ambición de alcanzar explicaciones científicas completas y cerradas, así como un rechazo de la facticidad del universo, del hecho de que es de la manera en que es. «El rasgo más importante del universo radica en que es lo que es, no otra cosa distinta. No podemos esperar mostrar que tiene que ser lo que es. Si nos empeñamos en hacerlo, permitimos que el racionalismo metafísico corrompa nuestra comprensión de la naturaleza» (513).
A la necesidad racional contrapone la idea de evolución, de transformación acumulativa, de historia: esta, pese a que amplia el campo de indagación causal, nunca pasaría la prueba del principio de razón suficiente. La exposición de Unger sobre las razones por las que prefiere hablar de «facticidad» antes que de «contingencia» –en el fondo, para desmarcarse del esquema de las modalidades (necesidad, realidad, posibilidad), que juzga excesivamente metafísico– es muy ilustrativa. Merecería un estudio propio, como también lo merecerían las semejanzas y diferencias con la posición defendida por el filósofo francés Quentin Meillassoux en su aclamada obra Después de la finitud.
Las reticencias de Unger fuerzan a Smolin a acentuar el carácter heurístico del principio de razón suficiente: se trata de una guía que sugiere qué preguntas plantearse y qué estrategias deben seguirse en la formulación de hipótesis en cosmología y en física. Además, introduce una importante matización, que le lleva a hablar de un principio de razón suficiente diferenciado. Este no sería sino el imperativo de intentar incrementar siempre la razón suficiente en cuestiones cosmológicas eliminando las referencias a estructuras de fondo (background structures), lo que equivale a dar un creciente protagonismo a lo histórico.
3.2. ¿Cómo resolver el dilema de las metaleyes?
Unger piensa que no es posible aún ofrecer una solución bien definida al dilema de las metaleyes y que solo cabe delimitar mediante una combinación de ideas el espacio en el que habría que buscar una solución satisfactoria. A las ideas ya comentadas habría que añadir una muy importante: la disposición diferencial al cambio de las regularidades naturales, de suerte que las más fundamentales cambiarían a un ritmo más lento que otras de carácter más coyuntural, pudiendo permanecer inalteradas durante larguísimos periodos de tiempo.
El filósofo brasileño insiste en que en este terreno la física tiene aún mucho que aprender de la biología, la sociología o la historia, que han sabido progresar pese a enfrentarse a problemas análogos (524). Smolin, en cambio, propone dos mecanismos de cambio que, a su parecer, gobiernan la evolución de las leyes de la naturaleza: la selección natural cosmológica, inspirado por la biología de poblaciones, y el principio de precedencia, tomado de la física cuántica.
El capítulo que Smolin dedica a esta cuestión es, sin duda, el más complejo de todo el libro. (1) La selección natural cosmológica es una hipótesis que el propio Smolin propuso hace ya un par de décadas para dar respuesta al problema del «paisaje» (landscape) cosmológico explicando el ajuste fino del modelo estándar sin hacer uso del principio antrópico. Utiliza un mecanismo semejante al que se emplea en biología para generar estructuras complejas improbables.
El análogo de la fitness biológica es el número medio de agujeros negros que se producen en un universo; pues cuanto mayor sea este número, mayor será también, según una suposición que aún no ha podido ser contrastada, el número de universos-hijo que engendra ese universo (recuérdese que el postulado de la singularidad del universo no excluye la existencia de múltiples universos causalmente relacionados entre sí).
Las leyes físicas de los nuevos universos no tienen por qué ser idénticas a las del universo progenitor, si bien se modificarán en un sentido tal que favorezcan la creación de agujeros negros, ya que ello aumentará las probabilidades de su perpetuación. Ello permite hablar de la evolución de las leyes naturales, y además tal evolución estará marcada por la existencia de «atractores» en la forma de combinaciones de parámetros de física de bajas energías que constituyen máximos locales de la función de fitness. Smolin considera que esta hipótesis arroja unas cuantas predicciones susceptibles de ser falsadas (en sentido popperiano) por las observaciones cosmológicas actuales y dedica unas cuantas páginas a presentar tales predicciones.
(2) El principio de precedencia afirma sencillamente que las mediciones que repiten procesos que han tenido lugar múltiples veces en el pasado arrojan en el presente los mismos resultados observados en el pasado (cf. la definición de Smolin en 470). Esto es suficiente para explicar la repetibilidad de los experimentos (que en otro tipo de reflexiones suele atribuirse a la existencia de leyes deterministas) sin restringir la posibilidad de que los estados noveles se comporten de manera no predecible, porque carecen de precedente.
Las leyes evolucionan entonces con los estados: una ley solo se consolida como tal cuando existen suficiente «precedencia», y aun entonces rige únicamente para las predicciones estadísticas, mientras que los resultados de sucesos individuales permanecen relativamente libres de constricciones. Esto es posible en la física cuántica, porque la medición individual genérica no está determinada por la dinámica cuántica.
Unger es muy crítico con estas propuestas de Smolin, porque, a su juicio, ejemplifican justo lo que ellos desean evitar. El argumento de la realidad inclusiva del tiempo prohíbe que existan mecanismos inalterables de cambio. La única posibilidad sería entender la selección natural cosmológica y el principio de precedencia como miembros de un amplio conjunto de mecanismos de cambio pasajeros, o sea, válidos tan solo para determinadas regiones o fases del universo.
Además, la hipótesis de la selección natural cosmológica ignora el carácter distintivo de la selección natural biológica, convirtiendo lo que es una explicación funcionalista en una aplicación de la ley de los grandes números; y el principio de precedencia supone la extrapolación al universo como un todo de un modo pensamiento válido únicamente para el ámbito de la física cuántica (cf. 525-527). Smolin se defiende de esta crítica señalando que la selección natural y el principio de precedencia no son mecanismos de cambio entre otros, sino descripciones de la lógica que rige el cambio de un gran número de sistemas. Lo que él considera decisivo es que la distinción entre ley y estado se difumine y que ambos puedan evolucionar conjuntamente (cf. 527-528).
3.3. Delimitación entre núcleo empírico y glosa metafísica
Una de la tareas principales de la filosofía de la naturaleza, tal como la entienden los autores, es identificar los maridajes entre ciencia empírica y experimental, por un lado, y ontologías supraempíricas, por otro, y disolverlos cuando ello sea conveniente para el progreso de la ciencia. A la hora de determinar si esto es necesario y viable en el caso de la teoría de la relatividad general, Unger y Smolin sostiene opiniones divergentes.
Unger considera que el amplio apoyo empírico de que disfruta la teoría general de la relatividad no debería interpretarse como una validación de la concepción –que él considera metafísica– del espaciotiempo como una multiplicidad semi-riemanniana cuatridimensional que puede rebanarse en un número infinito de maneras mediante coordenadas espaciotemporales globales alternativas. En su opinión, el espaciotiempo riemanniano es una herramienta al servicio de un proyecto más amplio: la espacialización del tiempo (cf. 522).
Smolin no está de acuerdo con ello. Él no considera que el espaciotiempo semi-riemannaniano (o como él dice con mayor precisión, lorentziano) sea especulación metafísica: «El éxito empírico de la relatividad general respalda con fuerza la conclusión de que, en el ámbito en el que el espaciotiempo constituye una descripción válida, dicho espaciotiempo es lorentziano» (523). En este sentido, Smolin es más cauto que Unger a la hora de afirmar una primacía del tiempo sobre el espacio. Uno tiene la impresión de que Smolin quiere afirmar ambos en pie de igualdad, mientras que Unger atribuye al tiempo un carácter originario e inclusivo que no le reconoce al espacio.
En relación con lo anterior está también la cuestión del carácter emergente o no del tiempo. Unger es categórico al respecto: el tiempo es la realidad más originaria que existe en el universo, por lo que no puede emerger a partir de ninguna otra (cf. 227). El espacio, en cambio, sí que sería emergente, o sea, derivado. Smolin deja la cuestión más abierta y se limita a apuntar que, aunque el tiempo fuera emergente, sería posible evaluar las afirmaciones sobre sus propiedades (cf. 523).
3.4. La ontología de eventos singulares
Ya anteriormente hemos señalado que Smolin defiende una ontología de eventos singulares, que se basa en la combinación de dos ideas: la de que las leyes se refieren a eventos a través solo de propiedades relacionales y la que se plasma en el llamado principio de identidad de los indiscernibles (dos elementos del mundo que tienen propiedades idénticas son de hecho uno y el mismo objeto).
De la combinación de estas ideas se deduce que los eventos elementales son singularmente especificables y distinguibles de todos los demás eventos mediante sus propiedades relacionales. Y ello implica a la vez que las leyes aplicables a los eventos singulares básicos no pueden ser a la vez generales y simples, ya que las leyes simples solo aparecen cuando se aplican a clases más amplias de eventos. Unger no está de acuerdo con esta ontología de eventos singulares.
En primer lugar, porque considera que la filosofía de la naturaleza puede llegar como mucho a la formulación a una proto-ontología en el sentido que ya hemos explicado anteriormente. Y en segundo lugar, porque, a su juicio, el grado en que los eventos son singulares o no singulares varía, como todo lo demás, a lo largo de la historia del universo: en el universo hay fases y regiones en los que predominan los eventos singulares y otras fases y regiones en los que predominan los eventos no singulares.
En el curso del tiempo no solo cambia la estructura de la naturaleza, sino también la clase de estructura que existe. Vemos, pues, que en este punto, al igual que en el anterior, Unger es más radical que Smolin en lo que atañe al poder omnímodo del tiempo: para él, todo, absolutamente todo está sujeto al tiempo y, por ende, a la transformación; de ahí que sea reacio a todo lo que suene a universalidad. Smolin, en cambio, es más proclive a aceptar estructuras lógicas y ontológicas hasta cierto punto universales. Y tiene una buena razón para ello: son necesarias para poder elaborar hipótesis falsables y jugar con modelos (para todo esto, cf. 529-531).
Otra interesante discrepancia entre ambos autores tiene que ver con la apertura de la historia del universo. Unger insiste en que del carácter histórico del universo, la realidad inclusiva del tiempo y la mutabilidad de las leyes de la naturaleza no se sigue en modo alguno que la historia sea abierta, esto es, que no esté ya determinada, y mucho menos aún que la naturaleza esté de nuestra parte. Y una forma de estarlo sería que los fenómenos mentales estuvieran prefigurados en el orden natural prehumano; o dicho de otra forma, que también los eventos físicos incluyeran qualia, como propone el panpsiquismo.
Pero Unger cree que la naturaleza no está a favor ni en contra de nosotros; es simplemente indiferente a nuestra existencia. Deja abierta la cuestión recién mencionada. Y considera fundamental para la integridad de la filosofía de la naturaleza que esta no se convierta en portadora de una buena nueva; si existe alguna buena nueva, debe comunícarsenos por otra vía. Smolin no concibe la filosofía de la naturaleza de un modo tan neutro, porque piensa que es fundamental poner coto a la metáfora del universo como un ordenador, propiciada por el programa fuerte de inteligencia artificial. Y una forma de hacerlo es subrayando que el naturalismo temporal que él defiende admite que los qualia también son propiedades intrínsecas de los eventos físicos. Y ello impide que los seres humanos nos distanciemos en exceso de la naturaleza, a la que pertenecemos plenamente (para todo esto, cf. 531-532)
4. Valoración crítica
Es indudable que estamos ante una obra valiente y rigurosa que pone el dedo en la llaga en tanto cuestiona algunas de las convenciones en las que se apoya la cosmología actual y apunta a la vez un camino alternativo, ante un texto que da que pensar y merece un estudio detenido.
Filosofía de la naturaleza
Como ya hemos dicho al principio, nos parece importante que se defienda no solo la legitimidad, sino también la necesidad de una filosofía de la naturaleza. Es cierto que algunos puntos se antojan insuficientemente perfilados aún. Por citar solo tres: (1) de qué fuentes extracientíficas ha de beber; (2) cómo se concreta su función heurística en la elaboración y justificación de las teorías científicas; y (3) cuál es su relación precisa con la ontología. Sea como fuere, la sola posibilidad de una filosofía de la naturaleza tan entrelazada con las teorías y resultados de la ciencia enriquece enormemente la reflexión sobre estos.
El realismo selectivo de la matemática
Una de las aportaciones del libro es la defensa del realismo selectivo de la matemática. La acentuación del carácter abstractivo de la matemática nos parece un paso de enorme trascendencia, sobre todo porque ayuda a clarificar su relación con el mundo de la vida, algo que ni el platonismo ni el constructivismo están en condiciones de hacer.
En el fondo no se trata sino de la recuperación de un enfoque de innegable raigambre aristotélica y husserliana. El diálogo con estas dos tradiciones filosóficas quizá podría ayudar a precisar mejor en qué consiste dicha abstracción. Los autores hablan de que la matemática prescinde de la particularidad y temporalidad de los fenómenos (Smolin hace hincapié en el olvido de la particularidad; Unger, en el de la temporalidad). Pero no es cuestión de pasar al otro extremo. El reto radica en conciliar particularidad y universalidad, temporalidad y espacialidad.
Dicho todo esto, centrémonos ahora más detenidamente en dos cuestiones: la insuficiente atención a un problema central de la filosofía del tiempo y las incoherencias en la defensa del relacionalismo.
Temporalidad del universo: singularidad y multiversos
La insistencia en la singularidad del universo es un recordatorio muy pertinente, pero no queda muy claro cuál es la línea de demarcación entre la idea de un multiverso y la de un universo ramificado. Los autores insisten en que el punto decisivo es que los distintos universos o, para ser más precisos, las distintas regiones del universo tengan un pasado causal común. Pero ¿no es eso válido también de algún modo para el multiverso?
El problema central de la filosofía del tiempo al que, a nuestro juicio, no se presta suficiente atención es la realidad y objetividad de los modos temporales (pasado, presente y futuro). Si no se fundamenta la realidad y objetividad de los modos temporales, la afirmación de la realidad y objetividad del devenir, del flujo del tiempo no pasa de ser un postulado. Pero la tesis que nos ocupa se enfrenta a tres serias objeciones.
La primera es la de McTaggart, quien dice que la serie de los modos temporales es inherentemente contradictoria: los distintos modos temporales son, por un lado, incompatibles entre sí; pero, por otro, si se presupone que el tiempo transcurre, todo acontecimiento debe pasar por esos tres modos. La segunda objeción consiste en que la idea de flujo temporal presupone tácitamente un segundo tiempo a modo de trasfondo en el que transcurre el primero. Y la tercera objeción es la dificultad para determinar objetivamente el ahora, que es la piedra angular de la idea del fluir del tiempo.
El ahora solo puede precisarse recurriendo a otro tipo de determinaciones temporales, el llamado orden temporal: anterior, simultáneo y posterior. El ahora solamente puede fundamentarse desde el concepto de simultaneidad, pero ello parece implicar que las determinaciones ordinales del tiempo (anterior, simultáneo y posterior) son más básicas y fundamentales que las determinaciones modales (presente, pasado y futuro).
Los autores afirman expresamente no querer centrarse en el problema del ahora, porque consideran que el verdadero problema lo constituye el devenir, el flujo del tiempo. Pero es que este depende de aquel, se les podría replicar.
En cualquier caso, las páginas que Unger dedica al tema de la realidad y objetividad de los modos temporales (cf. 213-220), que son las únicas en las que se aborda de frente el problema, resultan de todo punto insuficientes y no logran su objetivo. También es muy significativo que Unger, cuando analiza la relación entre tiempo y causalidad, no lo haga con ayuda de los modos temporales, sino en términos del antes y el después (y es que, en el fondo, reduce aquellos a estos). En definitiva, la tesis fundamental del libro, o sea, la afirmación de la omniabarcadora realidad del paso del tiempo, del devenir queda suspendida en el aire, no puede ser fundamentada.
Relacionalismo cosmológico
Tampoco queda claro cómo es conciliable la afirmación del tiempo como rasgo básico y primigenio de la realidad con el relacionalismo que, siguiendo a Leibniz, Mach y Einstein, dicen defender los autores. En esta tradición, espacio y tiempo carecen de entidad sustancial, como resultado que son de las relaciones entre fenómenos y sucesos materiales. Sin embargo, Unger, cuando critica la supuesta espacialización del tiempo propiciada por el uso de multiplicidades semi-riemannianas en la teoría general de la relatividad, escribe: «El espacio-tiempo riemanniano ha fomentado el proyecto más abarcador de espacialización del tiempo: de representación del tiempo como un aspecto de la disposición de la materia y el movimiento en el universo» (522).
Esta frase parece implicar un categórico rechazo de una de las tesis que suelen entenderse como caracterizadoras del relacionalismo. Y algo parecido ocurre, en otro contexto, con Smolin. Otra de las tesis que se asocian con el relacionalismo es que las propiedades de los objetos resultan de las relaciones entre estos y no son intrínsecas a ellos. Sin embargo, Smolin insiste en que los qualia son aspectos reales del mundo natural que permiten «distinguir intrínsecamente el momento actualmente presente sin recurrir a consideraciones relacionales» (482).
El ahora es, pues, una propiedad intrínseca. Definiendo así el ahora, Smolin intenta responder al problema del ahora al que nos hemos referido más arriba e intenta delimitar su naturalismo temporal de la teoría del universo-bloque y del naturalismo intemporal, que conciben al ahora relacionalmente. Esta estrategia es interesante, pero se paga a un precio alto: contradecir al relacionalismo en un punto esencial. Por eso, uno no tiene más remedio que preguntarse qué entienden los autores por «relacionalismo» y por qué tienen tanto interés en reclamarse relacionalistas.
Mutabilidad de las leyes
Para terminar este apartado, es de justicia poner en valor lo que seguramente sea la idea más relevante de este libro: el cuestionamiento de la eternidad de las leyes de la naturaleza y la defensa de su mutabilidad, algo que viene exigido por la idea de que el universo es verdaderamente histórico, así como por la tesis de la realidad inclusiva del tiempo.
No tenemos ya espacio para contextualizar la postura de Unger y Smolin en el debate contemporáneo. Baste con señalar que se trata de un recordatorio importante y que sería interesante establecer semejanzas y paralelismos con otras posturas afines de filósofos de la ciencia, como las de Nancy Cartwright (How the Laws of Physics Lie, 1983) y Ronald Giere (Science Without Laws, 1999), o –en una clave más especulativa– el ya citado Meillassoux, con quien los autores comparten el interés por conjugar mutabilidad y estabilidad de las leyes.
Ya anteriormente hemos señalado que Smolin defiende una ontología de eventos singulares, que se basa en la combinación de dos ideas: la de que las leyes se refieren a eventos a través solo de propiedades relacionales y la que se plasma en el llamado principio de identidad de los indiscernibles (dos elementos del mundo que tienen propiedades idénticas son de hecho uno y el mismo objeto).
De la combinación de estas ideas se deduce que los eventos elementales son singularmente especificables y distinguibles de todos los demás eventos mediante sus propiedades relacionales. Y ello implica a la vez que las leyes aplicables a los eventos singulares básicos no pueden ser a la vez generales y simples, ya que las leyes simples solo aparecen cuando se aplican a clases más amplias de eventos. Unger no está de acuerdo con esta ontología de eventos singulares.
En primer lugar, porque considera que la filosofía de la naturaleza puede llegar como mucho a la formulación a una proto-ontología en el sentido que ya hemos explicado anteriormente. Y en segundo lugar, porque, a su juicio, el grado en que los eventos son singulares o no singulares varía, como todo lo demás, a lo largo de la historia del universo: en el universo hay fases y regiones en los que predominan los eventos singulares y otras fases y regiones en los que predominan los eventos no singulares.
En el curso del tiempo no solo cambia la estructura de la naturaleza, sino también la clase de estructura que existe. Vemos, pues, que en este punto, al igual que en el anterior, Unger es más radical que Smolin en lo que atañe al poder omnímodo del tiempo: para él, todo, absolutamente todo está sujeto al tiempo y, por ende, a la transformación; de ahí que sea reacio a todo lo que suene a universalidad. Smolin, en cambio, es más proclive a aceptar estructuras lógicas y ontológicas hasta cierto punto universales. Y tiene una buena razón para ello: son necesarias para poder elaborar hipótesis falsables y jugar con modelos (para todo esto, cf. 529-531).
Otra interesante discrepancia entre ambos autores tiene que ver con la apertura de la historia del universo. Unger insiste en que del carácter histórico del universo, la realidad inclusiva del tiempo y la mutabilidad de las leyes de la naturaleza no se sigue en modo alguno que la historia sea abierta, esto es, que no esté ya determinada, y mucho menos aún que la naturaleza esté de nuestra parte. Y una forma de estarlo sería que los fenómenos mentales estuvieran prefigurados en el orden natural prehumano; o dicho de otra forma, que también los eventos físicos incluyeran qualia, como propone el panpsiquismo.
Pero Unger cree que la naturaleza no está a favor ni en contra de nosotros; es simplemente indiferente a nuestra existencia. Deja abierta la cuestión recién mencionada. Y considera fundamental para la integridad de la filosofía de la naturaleza que esta no se convierta en portadora de una buena nueva; si existe alguna buena nueva, debe comunícarsenos por otra vía. Smolin no concibe la filosofía de la naturaleza de un modo tan neutro, porque piensa que es fundamental poner coto a la metáfora del universo como un ordenador, propiciada por el programa fuerte de inteligencia artificial. Y una forma de hacerlo es subrayando que el naturalismo temporal que él defiende admite que los qualia también son propiedades intrínsecas de los eventos físicos. Y ello impide que los seres humanos nos distanciemos en exceso de la naturaleza, a la que pertenecemos plenamente (para todo esto, cf. 531-532)
4. Valoración crítica
Es indudable que estamos ante una obra valiente y rigurosa que pone el dedo en la llaga en tanto cuestiona algunas de las convenciones en las que se apoya la cosmología actual y apunta a la vez un camino alternativo, ante un texto que da que pensar y merece un estudio detenido.
Filosofía de la naturaleza
Como ya hemos dicho al principio, nos parece importante que se defienda no solo la legitimidad, sino también la necesidad de una filosofía de la naturaleza. Es cierto que algunos puntos se antojan insuficientemente perfilados aún. Por citar solo tres: (1) de qué fuentes extracientíficas ha de beber; (2) cómo se concreta su función heurística en la elaboración y justificación de las teorías científicas; y (3) cuál es su relación precisa con la ontología. Sea como fuere, la sola posibilidad de una filosofía de la naturaleza tan entrelazada con las teorías y resultados de la ciencia enriquece enormemente la reflexión sobre estos.
El realismo selectivo de la matemática
Una de las aportaciones del libro es la defensa del realismo selectivo de la matemática. La acentuación del carácter abstractivo de la matemática nos parece un paso de enorme trascendencia, sobre todo porque ayuda a clarificar su relación con el mundo de la vida, algo que ni el platonismo ni el constructivismo están en condiciones de hacer.
En el fondo no se trata sino de la recuperación de un enfoque de innegable raigambre aristotélica y husserliana. El diálogo con estas dos tradiciones filosóficas quizá podría ayudar a precisar mejor en qué consiste dicha abstracción. Los autores hablan de que la matemática prescinde de la particularidad y temporalidad de los fenómenos (Smolin hace hincapié en el olvido de la particularidad; Unger, en el de la temporalidad). Pero no es cuestión de pasar al otro extremo. El reto radica en conciliar particularidad y universalidad, temporalidad y espacialidad.
Dicho todo esto, centrémonos ahora más detenidamente en dos cuestiones: la insuficiente atención a un problema central de la filosofía del tiempo y las incoherencias en la defensa del relacionalismo.
Temporalidad del universo: singularidad y multiversos
La insistencia en la singularidad del universo es un recordatorio muy pertinente, pero no queda muy claro cuál es la línea de demarcación entre la idea de un multiverso y la de un universo ramificado. Los autores insisten en que el punto decisivo es que los distintos universos o, para ser más precisos, las distintas regiones del universo tengan un pasado causal común. Pero ¿no es eso válido también de algún modo para el multiverso?
El problema central de la filosofía del tiempo al que, a nuestro juicio, no se presta suficiente atención es la realidad y objetividad de los modos temporales (pasado, presente y futuro). Si no se fundamenta la realidad y objetividad de los modos temporales, la afirmación de la realidad y objetividad del devenir, del flujo del tiempo no pasa de ser un postulado. Pero la tesis que nos ocupa se enfrenta a tres serias objeciones.
La primera es la de McTaggart, quien dice que la serie de los modos temporales es inherentemente contradictoria: los distintos modos temporales son, por un lado, incompatibles entre sí; pero, por otro, si se presupone que el tiempo transcurre, todo acontecimiento debe pasar por esos tres modos. La segunda objeción consiste en que la idea de flujo temporal presupone tácitamente un segundo tiempo a modo de trasfondo en el que transcurre el primero. Y la tercera objeción es la dificultad para determinar objetivamente el ahora, que es la piedra angular de la idea del fluir del tiempo.
El ahora solo puede precisarse recurriendo a otro tipo de determinaciones temporales, el llamado orden temporal: anterior, simultáneo y posterior. El ahora solamente puede fundamentarse desde el concepto de simultaneidad, pero ello parece implicar que las determinaciones ordinales del tiempo (anterior, simultáneo y posterior) son más básicas y fundamentales que las determinaciones modales (presente, pasado y futuro).
Los autores afirman expresamente no querer centrarse en el problema del ahora, porque consideran que el verdadero problema lo constituye el devenir, el flujo del tiempo. Pero es que este depende de aquel, se les podría replicar.
En cualquier caso, las páginas que Unger dedica al tema de la realidad y objetividad de los modos temporales (cf. 213-220), que son las únicas en las que se aborda de frente el problema, resultan de todo punto insuficientes y no logran su objetivo. También es muy significativo que Unger, cuando analiza la relación entre tiempo y causalidad, no lo haga con ayuda de los modos temporales, sino en términos del antes y el después (y es que, en el fondo, reduce aquellos a estos). En definitiva, la tesis fundamental del libro, o sea, la afirmación de la omniabarcadora realidad del paso del tiempo, del devenir queda suspendida en el aire, no puede ser fundamentada.
Relacionalismo cosmológico
Tampoco queda claro cómo es conciliable la afirmación del tiempo como rasgo básico y primigenio de la realidad con el relacionalismo que, siguiendo a Leibniz, Mach y Einstein, dicen defender los autores. En esta tradición, espacio y tiempo carecen de entidad sustancial, como resultado que son de las relaciones entre fenómenos y sucesos materiales. Sin embargo, Unger, cuando critica la supuesta espacialización del tiempo propiciada por el uso de multiplicidades semi-riemannianas en la teoría general de la relatividad, escribe: «El espacio-tiempo riemanniano ha fomentado el proyecto más abarcador de espacialización del tiempo: de representación del tiempo como un aspecto de la disposición de la materia y el movimiento en el universo» (522).
Esta frase parece implicar un categórico rechazo de una de las tesis que suelen entenderse como caracterizadoras del relacionalismo. Y algo parecido ocurre, en otro contexto, con Smolin. Otra de las tesis que se asocian con el relacionalismo es que las propiedades de los objetos resultan de las relaciones entre estos y no son intrínsecas a ellos. Sin embargo, Smolin insiste en que los qualia son aspectos reales del mundo natural que permiten «distinguir intrínsecamente el momento actualmente presente sin recurrir a consideraciones relacionales» (482).
El ahora es, pues, una propiedad intrínseca. Definiendo así el ahora, Smolin intenta responder al problema del ahora al que nos hemos referido más arriba e intenta delimitar su naturalismo temporal de la teoría del universo-bloque y del naturalismo intemporal, que conciben al ahora relacionalmente. Esta estrategia es interesante, pero se paga a un precio alto: contradecir al relacionalismo en un punto esencial. Por eso, uno no tiene más remedio que preguntarse qué entienden los autores por «relacionalismo» y por qué tienen tanto interés en reclamarse relacionalistas.
Mutabilidad de las leyes
Para terminar este apartado, es de justicia poner en valor lo que seguramente sea la idea más relevante de este libro: el cuestionamiento de la eternidad de las leyes de la naturaleza y la defensa de su mutabilidad, algo que viene exigido por la idea de que el universo es verdaderamente histórico, así como por la tesis de la realidad inclusiva del tiempo.
No tenemos ya espacio para contextualizar la postura de Unger y Smolin en el debate contemporáneo. Baste con señalar que se trata de un recordatorio importante y que sería interesante establecer semejanzas y paralelismos con otras posturas afines de filósofos de la ciencia, como las de Nancy Cartwright (How the Laws of Physics Lie, 1983) y Ronald Giere (Science Without Laws, 1999), o –en una clave más especulativa– el ya citado Meillassoux, con quien los autores comparten el interés por conjugar mutabilidad y estabilidad de las leyes.
5. Breve reflexión teológica
La propuesta de filosofía de la naturaleza de Unger y Smolin ofrece una gran oportunidad a la teología, pero también le plantea importantes retos. La oportunidad viene dada por la afirmación sin ambages de la historicidad del universo, así como por la acentuación de su facticidad. Los retos son, cómo no, la apuesta por el naturalismo –y además por un naturalismo refinado, lo que complica aún más el reto– y la negación de la idea de creación. Antes de desarrollar brevemente estos puntos, queremos llamar la atención sobre el hecho de que la posibilidad de dialogar con una filosofía de la naturaleza tan cercana a la ciencia es un gran regalo para la teología.
En opinión de reputados pensadores, el diálogo de la teología con la ciencia de la naturaleza requiere siempre de la mediación de una filosofía de la naturaleza, ya que el diálogo solo es posible con una ciencia interpretada. Además, en este caso estamos ante una filosofía de la naturaleza que no solo cumple respecto a la ciencia una función interpretadora, sino asimismo una función correctora. Sea como fuere, ese diálogo no puede aspirar a soluciones definitivas, pues es una tarea siempre provisional abierta.
Historicidad temporal del universo
Resulta evidente que la idea de la historicidad del universo resuena con los planteamientos de una teología que ha puesto la categoría de «historia» en el centro de su reflexión y tiende a acentuar el carácter histórico de la realidad toda. Para esta forma de hacer teología, creación e historia de la salvación están íntimamente entrelazadas. Uno de los teólogos que en la década de 1960 allanaron el camino a este planteamiento fue el luterano alemán Wolfhart Pannenberg, quien en 1970 escribió un artículo titulado «Kontingenz und Naturgeschehen», en el que se anticipan ya muchas de las ideas que según hemos visto, hoy proponen Unger y Smolin.
En algunos puntos la argumentación es incluso muy parecida, por ejemplo, en lo tocante a la mutabilidad de las leyes de la naturaleza y a la difuminación de la diferencia entre ley y evento. Pannenberg reiteró esta posición en un contexto más sistemático en el segundo volumen de su obra cumbre, Teología sistemática (U. P. Comillas, Madrid 2000, 70-81). Para estimar adecuadamente la importancia de lo que estamos hablando, bastará con citar una frase de este segundo texto: «Sin una tal “síntesis” intelectual… que permita integrar también las regularidades del acontecer natural en una concepción del mundo como creación caracterizada globalmente por la contingencia y la historicidad, la balanza tendría que inclinarse del lado de las leyes naturales como instancia contraria a la verdad de la fe en la creación» (ibid., 75-76).
Las tesis de Unger y Smolin permiten la incorporación de las regularidades del acontecer natural en una concepción del mundo marcada por la contingencia (o facticidad) y la historicidad, facilitando así la «síntesis» intelectual que reclama Pannenberg. La discrepancia más relevante se da en lo que atañe a la apertura al futuro de esa historia del universo: mientras que Pannenberg considera esencial dicha apertura, Unger y Smolin (el primero más que el segundo) se inclinan a pensar que se trata de una cuestión que debe quedar en suspenso y que no es fundamental para sostener la índole histórica del conjunto de la realidad.
Otra disparidad de menor importancia radica en que Unger y Smolin hablan de la historia del universo como del mayor descubrimiento de la ciencia contemporánea; Pannenberg, en cambio, es más cauto, pues no la ve como una afirmación de la física en cuanto tal, sino del resultado de la reflexión filosófica (y teológica) sobre las construcciones teóricas de la cosmología.
¿El naturalismo temporal, reto o estímulo para la teología?
Digamos por último, algunas palabras sobre los retos. Como bien sabemos, el naturalismo responde básicamente a la convicción de que el mundo y el ser humano pueden explicarse sin necesidad de recurrir a realidades que no pertenezcan al propio mundo; es decir, el mundo basta para explicar el mundo, y toda entidad no natural, supranatural es superflua. El naturalismo es una visión de la realidad muy extendida hoy en ambientes científicos. El naturalismo de Unger y Smolin es más sofisticado de lo habitual.
En primer lugar, es un naturalismo no cientificista, o sea, un naturalismo que reconoce que las explicaciones científicas no agotan lo que se puede decir sobre el mundo. Y en esa medida es, como ya hemos visto, más receptivo a otros saberes. No se le puede acusar de imperialismo epistemológico. Pero eso no le hace menos firme en su negación de la existencia de un ámbito supranatural, sino más bien al revés.
Y esa negación no es solo metodológica, sino también ontológica, en el sentido minimalista en el que estos dos autores entienden la ontología. Aunque eso no los convierte ni mucho menos en materialistas. Y en segundo lugar, se trata, como bien sabemos, de un naturalismo temporal, que reconoce la realidad del flujo temporal y se opone por principio a un determinismo estricto.
Para ver la trascendencia de esta opción, bastará con recordar que uno de los teólogos que con más perspicacia se ha confrontado con el naturalismo, el católico estadounidense John Haught, caracteriza el naturalismo como una metafísica del pasado que confía en explicar todas las realidades presentes remontándose hacia el pasado y ahondando analíticamente.
Aunque la propuesta de Unger y Smolin confía también en la fecundidad del remontarse al pasado y del rigor analítico, no creen que eso pueda explicarlo todo. La diferencia estriba en que el naturalismo atemporal no acepta la realidad del flujo del tiempo, mientras que nuestros autores sí lo hacen. La teología podría concentrar su argumentación crítica contra este naturalismo refinado, una vez más, en la apertura al futuro.
La última obra del recién citado Haught, Resting on the Future (2015), donde se reivindica una metafísica del futuro, podría servir de ayuda en este punto. Pero la teología podría también entender que la posibilidad de la existencia de una visión naturalista del universo es posible, y puede ser asumid por la misma teología. El universo que permite estas especulaciones naturalistas habría sido querido y creado por Dios. El naturalismo temporal de Unger y Smolin sería una de estas especulaciones posibles, que no excluirían las especulaciones teístas también posibles.
El naturalismo de Unger y Smolin tiene repercusiones tanto matemáticas como teológicas. Hemos visto que se oponen al platonismo matemático porque este implica, entre otras cosas, la existencia de un mundo de objetos matemáticos paralelo a – e incluso rector de– el mundo de los fenómenos naturales. Y también previenen contra el uso acrítico de la noción matemática de infinito, porque el mundo natural se caracteriza por la finitud y no es capax infiniti.
Esta expresión nos empuja ya, de alguna forma, al terreno teológico. Nuestros autores no niegan directamente la existencia de Dios, pero sí una de las tesis centrales del monoteísmo abrahámico: la idea de creación del mundo. Los autores asocian la creación con la existencia de una singularidad inicial, que entienden como un punto de densidad, temperatura y presión infinitas.
Y como consideran que en el mundo real no hay lugar para infinitos, la conclusión está servida. Pero esta asociación de creación y singularidad inicial no es necesaria; antes bien, la reflexión teológica tiende hoy a desplazar el enunciado de la creación del mundo a un plano más ontológico que físico y a considerarlo como afirmación de la dependencia de las criaturas respecto del Creador.
Es verdad que nuestros autores no reconocerán la legitimidad de tal reflexión ontológica, pero su naturalismo no está en condiciones –como tampoco lo está ningún otro naturalismo– de mostrar que sea ilegítima. Ese es el límite de todo naturalismo, y un importante reto del pensamiento cristiano será rebajar las pretensiones cognoscitivas del naturalismo. En esta frontera hay aún mucho diálogo que promover entre la ciencia y la religión. Que las conjeturas naturalistas (que no son verdades científicas sino especulaciones científico-filosóficas) sean posibles podría significar que Dios ha querido hacer el universo de tal manera que sean precisamente posibles, probablemente para abrir la libertad humana. Pero en ese universo en incertidumbre metafísica también serían posibles con legitimidad racional las especulaciones teístas, avaladas por los serios argumentos que han sido propuestos en las diferentes tradiciones de pensamiento teísta.
Para terminar, recordemos que ya Tomás de Aquino afirmó que racionalmente es imposible decidir si el mundo es eterno o si comenzó a existir en un momento dado del tiempo y que esto último solo puede defenderse desde la fe en un Dios creador. Unger y Smolin pretenden eludir las dos posibilidades apuntadas por Tomás, porque consideran que tanto una como otra suponen reconocer la existencia de infinitos en el mundo natural. Ello es cierto en el caso de la afirmación de que el tiempo sea eterno, pero no sí se supone que el tiempo se inicia, como decía san Agustín, con la creación misma, porque entonces el inicio del tiempo no es un momento del tiempo, sino que está fuera de este y, por ende, fuera del mundo natural. El inicio del tiempo representaría, en realidad, el paso de lo infinito a lo finito.
La complejidad filosófica de semejante tránsito es innegable, pero nos sitúa ante un problema distinto del que lleva sobre todo a Unger a rechazar de plano la idea de creación. Además, la alternativa que plantean los autores –que el tiempo, más que ser eterno, se prolonga indefinidamente– resulta a todas luces insatisfactoria, porque no hace sino obviar la pregunta por el comienzo del tiempo, hurtarla a la reflexión.
En definitiva, los argumentos de Unger y Smolin no bastan para deslegitimar tampoco la idea de creación; antes al contrario, son una invitación a pensarla con mayor profundidad y radicalidad. Y eso probablemente implique, digámoslo una vez más, concebirla como obra del poder del futuro, como obra del Dios que actúa no a retro, sino ab ante, esto es, llamando al mundo hacia sí desde el futuro absoluto, como ya antes de Pannenberg y de Haught, defendió Teilhard de Chardin. Quizá esa sea la clave para entender adecuadamente la relación de lo finito y lo infinito.
La propuesta de filosofía de la naturaleza de Unger y Smolin ofrece una gran oportunidad a la teología, pero también le plantea importantes retos. La oportunidad viene dada por la afirmación sin ambages de la historicidad del universo, así como por la acentuación de su facticidad. Los retos son, cómo no, la apuesta por el naturalismo –y además por un naturalismo refinado, lo que complica aún más el reto– y la negación de la idea de creación. Antes de desarrollar brevemente estos puntos, queremos llamar la atención sobre el hecho de que la posibilidad de dialogar con una filosofía de la naturaleza tan cercana a la ciencia es un gran regalo para la teología.
En opinión de reputados pensadores, el diálogo de la teología con la ciencia de la naturaleza requiere siempre de la mediación de una filosofía de la naturaleza, ya que el diálogo solo es posible con una ciencia interpretada. Además, en este caso estamos ante una filosofía de la naturaleza que no solo cumple respecto a la ciencia una función interpretadora, sino asimismo una función correctora. Sea como fuere, ese diálogo no puede aspirar a soluciones definitivas, pues es una tarea siempre provisional abierta.
Historicidad temporal del universo
Resulta evidente que la idea de la historicidad del universo resuena con los planteamientos de una teología que ha puesto la categoría de «historia» en el centro de su reflexión y tiende a acentuar el carácter histórico de la realidad toda. Para esta forma de hacer teología, creación e historia de la salvación están íntimamente entrelazadas. Uno de los teólogos que en la década de 1960 allanaron el camino a este planteamiento fue el luterano alemán Wolfhart Pannenberg, quien en 1970 escribió un artículo titulado «Kontingenz und Naturgeschehen», en el que se anticipan ya muchas de las ideas que según hemos visto, hoy proponen Unger y Smolin.
En algunos puntos la argumentación es incluso muy parecida, por ejemplo, en lo tocante a la mutabilidad de las leyes de la naturaleza y a la difuminación de la diferencia entre ley y evento. Pannenberg reiteró esta posición en un contexto más sistemático en el segundo volumen de su obra cumbre, Teología sistemática (U. P. Comillas, Madrid 2000, 70-81). Para estimar adecuadamente la importancia de lo que estamos hablando, bastará con citar una frase de este segundo texto: «Sin una tal “síntesis” intelectual… que permita integrar también las regularidades del acontecer natural en una concepción del mundo como creación caracterizada globalmente por la contingencia y la historicidad, la balanza tendría que inclinarse del lado de las leyes naturales como instancia contraria a la verdad de la fe en la creación» (ibid., 75-76).
Las tesis de Unger y Smolin permiten la incorporación de las regularidades del acontecer natural en una concepción del mundo marcada por la contingencia (o facticidad) y la historicidad, facilitando así la «síntesis» intelectual que reclama Pannenberg. La discrepancia más relevante se da en lo que atañe a la apertura al futuro de esa historia del universo: mientras que Pannenberg considera esencial dicha apertura, Unger y Smolin (el primero más que el segundo) se inclinan a pensar que se trata de una cuestión que debe quedar en suspenso y que no es fundamental para sostener la índole histórica del conjunto de la realidad.
Otra disparidad de menor importancia radica en que Unger y Smolin hablan de la historia del universo como del mayor descubrimiento de la ciencia contemporánea; Pannenberg, en cambio, es más cauto, pues no la ve como una afirmación de la física en cuanto tal, sino del resultado de la reflexión filosófica (y teológica) sobre las construcciones teóricas de la cosmología.
¿El naturalismo temporal, reto o estímulo para la teología?
Digamos por último, algunas palabras sobre los retos. Como bien sabemos, el naturalismo responde básicamente a la convicción de que el mundo y el ser humano pueden explicarse sin necesidad de recurrir a realidades que no pertenezcan al propio mundo; es decir, el mundo basta para explicar el mundo, y toda entidad no natural, supranatural es superflua. El naturalismo es una visión de la realidad muy extendida hoy en ambientes científicos. El naturalismo de Unger y Smolin es más sofisticado de lo habitual.
En primer lugar, es un naturalismo no cientificista, o sea, un naturalismo que reconoce que las explicaciones científicas no agotan lo que se puede decir sobre el mundo. Y en esa medida es, como ya hemos visto, más receptivo a otros saberes. No se le puede acusar de imperialismo epistemológico. Pero eso no le hace menos firme en su negación de la existencia de un ámbito supranatural, sino más bien al revés.
Y esa negación no es solo metodológica, sino también ontológica, en el sentido minimalista en el que estos dos autores entienden la ontología. Aunque eso no los convierte ni mucho menos en materialistas. Y en segundo lugar, se trata, como bien sabemos, de un naturalismo temporal, que reconoce la realidad del flujo temporal y se opone por principio a un determinismo estricto.
Para ver la trascendencia de esta opción, bastará con recordar que uno de los teólogos que con más perspicacia se ha confrontado con el naturalismo, el católico estadounidense John Haught, caracteriza el naturalismo como una metafísica del pasado que confía en explicar todas las realidades presentes remontándose hacia el pasado y ahondando analíticamente.
Aunque la propuesta de Unger y Smolin confía también en la fecundidad del remontarse al pasado y del rigor analítico, no creen que eso pueda explicarlo todo. La diferencia estriba en que el naturalismo atemporal no acepta la realidad del flujo del tiempo, mientras que nuestros autores sí lo hacen. La teología podría concentrar su argumentación crítica contra este naturalismo refinado, una vez más, en la apertura al futuro.
La última obra del recién citado Haught, Resting on the Future (2015), donde se reivindica una metafísica del futuro, podría servir de ayuda en este punto. Pero la teología podría también entender que la posibilidad de la existencia de una visión naturalista del universo es posible, y puede ser asumid por la misma teología. El universo que permite estas especulaciones naturalistas habría sido querido y creado por Dios. El naturalismo temporal de Unger y Smolin sería una de estas especulaciones posibles, que no excluirían las especulaciones teístas también posibles.
El naturalismo de Unger y Smolin tiene repercusiones tanto matemáticas como teológicas. Hemos visto que se oponen al platonismo matemático porque este implica, entre otras cosas, la existencia de un mundo de objetos matemáticos paralelo a – e incluso rector de– el mundo de los fenómenos naturales. Y también previenen contra el uso acrítico de la noción matemática de infinito, porque el mundo natural se caracteriza por la finitud y no es capax infiniti.
Esta expresión nos empuja ya, de alguna forma, al terreno teológico. Nuestros autores no niegan directamente la existencia de Dios, pero sí una de las tesis centrales del monoteísmo abrahámico: la idea de creación del mundo. Los autores asocian la creación con la existencia de una singularidad inicial, que entienden como un punto de densidad, temperatura y presión infinitas.
Y como consideran que en el mundo real no hay lugar para infinitos, la conclusión está servida. Pero esta asociación de creación y singularidad inicial no es necesaria; antes bien, la reflexión teológica tiende hoy a desplazar el enunciado de la creación del mundo a un plano más ontológico que físico y a considerarlo como afirmación de la dependencia de las criaturas respecto del Creador.
Es verdad que nuestros autores no reconocerán la legitimidad de tal reflexión ontológica, pero su naturalismo no está en condiciones –como tampoco lo está ningún otro naturalismo– de mostrar que sea ilegítima. Ese es el límite de todo naturalismo, y un importante reto del pensamiento cristiano será rebajar las pretensiones cognoscitivas del naturalismo. En esta frontera hay aún mucho diálogo que promover entre la ciencia y la religión. Que las conjeturas naturalistas (que no son verdades científicas sino especulaciones científico-filosóficas) sean posibles podría significar que Dios ha querido hacer el universo de tal manera que sean precisamente posibles, probablemente para abrir la libertad humana. Pero en ese universo en incertidumbre metafísica también serían posibles con legitimidad racional las especulaciones teístas, avaladas por los serios argumentos que han sido propuestos en las diferentes tradiciones de pensamiento teísta.
Para terminar, recordemos que ya Tomás de Aquino afirmó que racionalmente es imposible decidir si el mundo es eterno o si comenzó a existir en un momento dado del tiempo y que esto último solo puede defenderse desde la fe en un Dios creador. Unger y Smolin pretenden eludir las dos posibilidades apuntadas por Tomás, porque consideran que tanto una como otra suponen reconocer la existencia de infinitos en el mundo natural. Ello es cierto en el caso de la afirmación de que el tiempo sea eterno, pero no sí se supone que el tiempo se inicia, como decía san Agustín, con la creación misma, porque entonces el inicio del tiempo no es un momento del tiempo, sino que está fuera de este y, por ende, fuera del mundo natural. El inicio del tiempo representaría, en realidad, el paso de lo infinito a lo finito.
La complejidad filosófica de semejante tránsito es innegable, pero nos sitúa ante un problema distinto del que lleva sobre todo a Unger a rechazar de plano la idea de creación. Además, la alternativa que plantean los autores –que el tiempo, más que ser eterno, se prolonga indefinidamente– resulta a todas luces insatisfactoria, porque no hace sino obviar la pregunta por el comienzo del tiempo, hurtarla a la reflexión.
En definitiva, los argumentos de Unger y Smolin no bastan para deslegitimar tampoco la idea de creación; antes al contrario, son una invitación a pensarla con mayor profundidad y radicalidad. Y eso probablemente implique, digámoslo una vez más, concebirla como obra del poder del futuro, como obra del Dios que actúa no a retro, sino ab ante, esto es, llamando al mundo hacia sí desde el futuro absoluto, como ya antes de Pannenberg y de Haught, defendió Teilhard de Chardin. Quizá esa sea la clave para entender adecuadamente la relación de lo finito y lo infinito.
Artículo elaborado por José M. Lozano-Gotor, doctor en teología y colaborador de Tendencias21 de las Religiones.