La saudade sería una esperanza atravesada de desesperanza, el sentido acribillado por el sinsentido, Dios acuciado por el diablo. Me parece intrigante esta dialéctica o dualéctica de la saudade, que le confiere una incierta esperanza y una cierta desesperanza o desesperación, sublimada sin embargo positivamente en su apertura o escapatoria trascendental. En efecto, la esperanza trasciende la mera espera dada, dotándole de un sentido de expectación y expectativa, de promisión y promesa, de proyección y proyecto.
La angustia de fondo, propia de la saudade, se basa en una ausencia o negatividad que la esperanza trasfigura en presencia surreal o simbólica. La negra tristeza de la saudade queda coloreada por la alegría de una esperanza en arco-iris. Iris es en efecto la diosa mediadora entre la tierra y el cielo, remediación de la oscuridad mediante el espectro de la luz.
En el fondo, la posición del hombre ante la vida y el sentimiento que ahoga la vida como saudade depende de la forma humana de ser. Es decir, de las actitudes ante la vida que nos sitúan en una propensión natural para sentir y valorar la vida de una u otra manera. Por ello, antes de referirnos al sentimiento existencial de saudade ante la experiencia dolorosa del Mal en nuestra existencia, cosa que haremos al hilo del pensamiento del teólogo Andrés Torres Queiruga, vamos a valorar lo que significa el talante, las actitudes ante la vida, que, de raíz, condicionan nuestro modo de sentir la vida.
Actitudes ante la vida
Me refiero al optimismo, al pesimismo y al óptimopesimismo. Desde ellos debe abrirse el hombre a su búsqueda de sentido. En el fondo todo se reducirá a tener o no tener la entereza de caminar a la muerte desde la vida, en la esperanza de que la muerte podría ser vida.
Actitud optimista
La actitud optimista ante la vida es la actitud positiva y aún positivista o buenista. Es la actitud clásica y aún clasicota, por cuanto ve la unidad de lo real y su verdad, la belleza de lo real y su bondad. Todo lo real es racional decía Hegel: estamos en el mejor mundo posible, afirma Leibniz.
El optimismo clásico procede de un cruce entre la Biblia y la filosofía griega. El Dios bíblico vio que su creación era buena, y tanto Platón como Aristóteles confirman la bondad primigenia del ser, solo maleada accidentalmente en este mundo. La sustancia de lo real es racional, lo irracional es accidental. El bien triunfa en consecuencia sobre el mal, como el héroe clásico triunfa tradicionalmente sobre el dragón maligno.
Esta actitud positiva o positivista acaba en el dualismo de la vida contra la muerte, del bien contra el mal, de Dios contra el diablo. El propio Epicuro piensa que mientras hay vida no hay muerte, porque cuando llegue la muerte ya no hay vida. Esta visión epicúrea propicia un idealismo que está hoy en moda, especialmente en los aledaños de la New Age y alrededores. En donde se festeja una idea evanescente y flotante de la existencia humana, ajena a su negatividad y límites.
La actitud optimista desemboca fácilmente en una vivencia deletérea de carácter mágico, en la que se confunde la felicidad con los efluvios anímicos más etéreos. Ahora bien, una cosa es la apertura positiva de la vida desde su encallamiento en tierra al mar abierto, y otra anegarse místicamente en las brumas marítimas presuntamente deliciosas. El problema del optimismo es que resulta enemigo de lo bueno, pues es un buenismo que no tiene en cuenta el mal, así como el positivismo no asume lo negativo.
Así se recae en un idealismo romanticote, cuya idea no se corresponde con la realidad. Por cierto, no hay que olvidar en este contexto que al optimismo exagerado suele suceder por abreacción un pesimismo desaforado. La apertura positiva es buena, pero la apertura positivista o buenista es mala, pues es incapaz de asumir la maldad críticamente.
Actitud pesimista
Si el optimismo es un extremo, el pesimismo es el otro extremo que piensa el mundo negativamente como malo. Aquí se junta la gnosis oriental y el pensamiento trágico griego, el pesimismo de Schopenhauer y el existencialismo del absurdo de Sartre, así como el nihilismo que arriba a Cioran. Nos las habemos con una revisión dracontiana de la realidad, según la cual no vence decisivamente el héroe sino el dragón encarnado por la muerte. El héroe vence batallas, pero la guerra es ganada por el dragón. En su insensatez el hombre piensa que se va a tragar el mundo, pero finalmente es tragado por el dragón/tragón.
La muerte plantea así a la vida su límite irracional y su destino oscuro, su tope mortal. Pues no es que nos muramos meramente al final, como piensa Epicuro, sino que nos vamos muriendo poco a poco ,a través de límites, obstáculos, enfermedades y sufrimientos. Por otra parte, no se trata solo de la muerte, sino de morir de mala manera: y todo morir se realiza malamente. La contingencia nos cerca y la finitud nos acerca al morir de la muerte. Somos moribundos en potencia, como los gladiadores romanos, y saludamos con el pulgar abatido.
La melancolía puede anidar en la actitud pesimista ante la vida, una melancolía lúcida que puede desembocar en la depresión negra y tortuosa. Sin embargo, la visión oscura de la existencia no debería acabar en oscurantismo psicológico, sino que podría provocar una sana reacción o abreacción. Ese es el caso de Cioran cuando afirma que la meditación lacerante del suicidio le ha evitado la realidad lacerada del mismo, así como también el hastío le ha acabado conduciendo al hastío del hastío.
La positividad del positivismo está en abrirnos el espíritu más allá de la realidad dada a través de un suplemento optimista; pero la negatividad del positivismo está en dejarnos colgados arriba sobre el abismo de la realidad abajo. Por su parte, la positividad del negativismo radica en oscurecer o enturbiar la trasparencia ideal de lo real, haciéndonos más realistas; pero su negatividad radica en el negativismo al ultranza. Deberíamos entonces buscar la mediación entre el optimismo expansivo y el pesimismo impansivo.
Optimopesimismo
El optimismo del bien se topa con el tope del pesimismo del mal, y viceversa. Se trata de dos extremos que se correlativizan mutuamente, y cuya mediación resulta clave para remediar nuestra auténtica actitud ante la vida La cual sería la actitud de un “optimopesimismo”, o sea, de un optimismo o positivismo que tiene en cuenta el pesimismo o negativismo y, por tanto, abierto a su compensación; así como de un pesimismo o negativismo abierto al optimismo y, por tanto, que lo tiene en cuenta compensatoriamente.
Nos las habemos así con oposiciones complementarias. Nuestra labor psicológica consiste en re-mediar los contrarios y coimplicar los opuestos en una compostura medial y relacional. Asumimos entonces una actitud de ambivalencia, palabra que significa “doble valencia”, porque la realidad es positiva y negativa, buena y mala, vital y mortal.
Podemos hablar de una dialéctica de los contrarios, que yo suelo traducir o interpretar como “dualéctica” de los opuestos compuestos.
Una tal composición de los opuestos resulta oscilante y constituye una trama abierta. Para que esta trama no resulte traumática o contradictoria, es necesario reconvertirla en drama o dramática humana, ya que el hombre oscila melodramáticamente entre los contrarios contractos o coimplicados relacionalmente. Esto quiere decir que lo positivo –el bien- y lo negativo –el mal- no son absolutos o excluyentes, sino cómplices existenciales. Por eso el bien debe abrirse al mal para trasfigurarlo, mientras que el mal debe abrirse al bien para sublimarse.
La lucha entre el héroe del bien y el dragón del mal no se decide unilateralmente en favor del uno o del otro, sino que es una lucha entre los extremos a mediar y remediar. El punto medio virtual/virtuoso es el amor de los contrarios, una filosofía compresente tanto en el taoísmo del yin-yang como en el cristianismo del amor a los enemigos. Ha sido el físico Niels Bohr quien mejor ha comprendido semejante remediación de los contrarios en su lema de los contrarios como complementarios (Contraria sunt Complementa). Por su parte, el maestro C.G.Jung titula su obra magna “El misterio de la conjunción” (Mysterium coniunctionis).
Como decía E. Trias sobre caminos filosóficos, lo sublime es la conjunción de lo bello y lo siniestro. Lo sublime menta el sentido de la vida, o sea, el sentido existencial, el cual dice asunción del sinsentido mortal. Y es que finalmente el héroe muestra su naturaleza mortal, mientras que el dragón muestra su naturaleza humanizable.
La angustia de fondo, propia de la saudade, se basa en una ausencia o negatividad que la esperanza trasfigura en presencia surreal o simbólica. La negra tristeza de la saudade queda coloreada por la alegría de una esperanza en arco-iris. Iris es en efecto la diosa mediadora entre la tierra y el cielo, remediación de la oscuridad mediante el espectro de la luz.
En el fondo, la posición del hombre ante la vida y el sentimiento que ahoga la vida como saudade depende de la forma humana de ser. Es decir, de las actitudes ante la vida que nos sitúan en una propensión natural para sentir y valorar la vida de una u otra manera. Por ello, antes de referirnos al sentimiento existencial de saudade ante la experiencia dolorosa del Mal en nuestra existencia, cosa que haremos al hilo del pensamiento del teólogo Andrés Torres Queiruga, vamos a valorar lo que significa el talante, las actitudes ante la vida, que, de raíz, condicionan nuestro modo de sentir la vida.
Actitudes ante la vida
Me refiero al optimismo, al pesimismo y al óptimopesimismo. Desde ellos debe abrirse el hombre a su búsqueda de sentido. En el fondo todo se reducirá a tener o no tener la entereza de caminar a la muerte desde la vida, en la esperanza de que la muerte podría ser vida.
Actitud optimista
La actitud optimista ante la vida es la actitud positiva y aún positivista o buenista. Es la actitud clásica y aún clasicota, por cuanto ve la unidad de lo real y su verdad, la belleza de lo real y su bondad. Todo lo real es racional decía Hegel: estamos en el mejor mundo posible, afirma Leibniz.
El optimismo clásico procede de un cruce entre la Biblia y la filosofía griega. El Dios bíblico vio que su creación era buena, y tanto Platón como Aristóteles confirman la bondad primigenia del ser, solo maleada accidentalmente en este mundo. La sustancia de lo real es racional, lo irracional es accidental. El bien triunfa en consecuencia sobre el mal, como el héroe clásico triunfa tradicionalmente sobre el dragón maligno.
Esta actitud positiva o positivista acaba en el dualismo de la vida contra la muerte, del bien contra el mal, de Dios contra el diablo. El propio Epicuro piensa que mientras hay vida no hay muerte, porque cuando llegue la muerte ya no hay vida. Esta visión epicúrea propicia un idealismo que está hoy en moda, especialmente en los aledaños de la New Age y alrededores. En donde se festeja una idea evanescente y flotante de la existencia humana, ajena a su negatividad y límites.
La actitud optimista desemboca fácilmente en una vivencia deletérea de carácter mágico, en la que se confunde la felicidad con los efluvios anímicos más etéreos. Ahora bien, una cosa es la apertura positiva de la vida desde su encallamiento en tierra al mar abierto, y otra anegarse místicamente en las brumas marítimas presuntamente deliciosas. El problema del optimismo es que resulta enemigo de lo bueno, pues es un buenismo que no tiene en cuenta el mal, así como el positivismo no asume lo negativo.
Así se recae en un idealismo romanticote, cuya idea no se corresponde con la realidad. Por cierto, no hay que olvidar en este contexto que al optimismo exagerado suele suceder por abreacción un pesimismo desaforado. La apertura positiva es buena, pero la apertura positivista o buenista es mala, pues es incapaz de asumir la maldad críticamente.
Actitud pesimista
Si el optimismo es un extremo, el pesimismo es el otro extremo que piensa el mundo negativamente como malo. Aquí se junta la gnosis oriental y el pensamiento trágico griego, el pesimismo de Schopenhauer y el existencialismo del absurdo de Sartre, así como el nihilismo que arriba a Cioran. Nos las habemos con una revisión dracontiana de la realidad, según la cual no vence decisivamente el héroe sino el dragón encarnado por la muerte. El héroe vence batallas, pero la guerra es ganada por el dragón. En su insensatez el hombre piensa que se va a tragar el mundo, pero finalmente es tragado por el dragón/tragón.
La muerte plantea así a la vida su límite irracional y su destino oscuro, su tope mortal. Pues no es que nos muramos meramente al final, como piensa Epicuro, sino que nos vamos muriendo poco a poco ,a través de límites, obstáculos, enfermedades y sufrimientos. Por otra parte, no se trata solo de la muerte, sino de morir de mala manera: y todo morir se realiza malamente. La contingencia nos cerca y la finitud nos acerca al morir de la muerte. Somos moribundos en potencia, como los gladiadores romanos, y saludamos con el pulgar abatido.
La melancolía puede anidar en la actitud pesimista ante la vida, una melancolía lúcida que puede desembocar en la depresión negra y tortuosa. Sin embargo, la visión oscura de la existencia no debería acabar en oscurantismo psicológico, sino que podría provocar una sana reacción o abreacción. Ese es el caso de Cioran cuando afirma que la meditación lacerante del suicidio le ha evitado la realidad lacerada del mismo, así como también el hastío le ha acabado conduciendo al hastío del hastío.
La positividad del positivismo está en abrirnos el espíritu más allá de la realidad dada a través de un suplemento optimista; pero la negatividad del positivismo está en dejarnos colgados arriba sobre el abismo de la realidad abajo. Por su parte, la positividad del negativismo radica en oscurecer o enturbiar la trasparencia ideal de lo real, haciéndonos más realistas; pero su negatividad radica en el negativismo al ultranza. Deberíamos entonces buscar la mediación entre el optimismo expansivo y el pesimismo impansivo.
Optimopesimismo
El optimismo del bien se topa con el tope del pesimismo del mal, y viceversa. Se trata de dos extremos que se correlativizan mutuamente, y cuya mediación resulta clave para remediar nuestra auténtica actitud ante la vida La cual sería la actitud de un “optimopesimismo”, o sea, de un optimismo o positivismo que tiene en cuenta el pesimismo o negativismo y, por tanto, abierto a su compensación; así como de un pesimismo o negativismo abierto al optimismo y, por tanto, que lo tiene en cuenta compensatoriamente.
Nos las habemos así con oposiciones complementarias. Nuestra labor psicológica consiste en re-mediar los contrarios y coimplicar los opuestos en una compostura medial y relacional. Asumimos entonces una actitud de ambivalencia, palabra que significa “doble valencia”, porque la realidad es positiva y negativa, buena y mala, vital y mortal.
Podemos hablar de una dialéctica de los contrarios, que yo suelo traducir o interpretar como “dualéctica” de los opuestos compuestos.
Una tal composición de los opuestos resulta oscilante y constituye una trama abierta. Para que esta trama no resulte traumática o contradictoria, es necesario reconvertirla en drama o dramática humana, ya que el hombre oscila melodramáticamente entre los contrarios contractos o coimplicados relacionalmente. Esto quiere decir que lo positivo –el bien- y lo negativo –el mal- no son absolutos o excluyentes, sino cómplices existenciales. Por eso el bien debe abrirse al mal para trasfigurarlo, mientras que el mal debe abrirse al bien para sublimarse.
La lucha entre el héroe del bien y el dragón del mal no se decide unilateralmente en favor del uno o del otro, sino que es una lucha entre los extremos a mediar y remediar. El punto medio virtual/virtuoso es el amor de los contrarios, una filosofía compresente tanto en el taoísmo del yin-yang como en el cristianismo del amor a los enemigos. Ha sido el físico Niels Bohr quien mejor ha comprendido semejante remediación de los contrarios en su lema de los contrarios como complementarios (Contraria sunt Complementa). Por su parte, el maestro C.G.Jung titula su obra magna “El misterio de la conjunción” (Mysterium coniunctionis).
Como decía E. Trias sobre caminos filosóficos, lo sublime es la conjunción de lo bello y lo siniestro. Lo sublime menta el sentido de la vida, o sea, el sentido existencial, el cual dice asunción del sinsentido mortal. Y es que finalmente el héroe muestra su naturaleza mortal, mientras que el dragón muestra su naturaleza humanizable.
Sentido y sinsentido
Hemos hablado de la actitud optimista o pesimista ante la vida, pero tras nuestro discurso hablamos de una actitud optimista y pesimista, optimopesimista, de un optimismo que asume el pesimismo mortal y de un pesimismo que asume el optimismo vital. A partir de nuestra mediación no cabe hablar de un optimismo puro sino impuro, o sea, de un optimismo trágico; y tampoco cabe hablar ya de un pesimismo impuro sino purificado, o sea, de un pesimismo cómico. El optimismo trágico asume lo peor para tratar de sacarle algún sentido; por su parte el pesimismo cómico asume el humor como corrosión de la propia corrosión.
El caso es que no podemos superar el sinsentido y el mal, pero podemos “supurarlos”. Tampoco podemos acceder a un supersentido, como querría V. Frankl, pero sí a un sentido que asume el no y lo negativo, componiendo así la consonancia disonante del sí y del no, o sea, del si-no o sino, destino o destinación de nuestra coexistencia. Ahora bien, como adujo Einstein, plantear el sentido de la existencia es adoptar una actitud religiosa, por lo que plantear el sentido y sinsentido de la existencia es adoptar una actitud religiosa y secular, de religación de los contrarios: los cuales son significados tradicionalmente como Dios y el diablo.
La Canción de la tierra musicada por Mahler acaba en un acorde sin resolver, un acorde no resuelto y por lo tanto abierto. La apertura es siempre la clave del sentido, capaz de asumir el sinsentido proyectivamente. Por eso Laín Entralgo redefinía la enfermedad como una prueba y un reto, como un desafío existencial. Sin embargo, lo más intrigante de nuestro médico humanista es que colocaba a Dios no solo como el fundante sino como el desfundante, o en su terminología, como el “vulnerante”, tal y como se muestra en nuestra muerte.
En el cristianismo el Dios de Jesús es el fundante de la vida y el desfundante, el Dios de la vida y también de la muerte, el Dios que abandona al propio Jesús en la Cruz. En palabras de Laín Entralgo: “Dios no es para el hombre sólo lo “fundamentante” y lo “abarcante”; para confusión y dolor del alma humana, Dios es también lo “vulnerante”, y así lo muestra la enfermedad” (Experiencia de la vida, pág.93).
Conclusión: caminar desde la vida a la muerte con entereza
El sentido de la existencia está en vivir la vida de atrás adelante, de la vida a la muerte, asumiendo el sinsentido críticamente. Pretendemos el sentido puro, como si el sentido no tuviera una relación dialéctica/dualéctica con el sinsentido, el cual representa la sombra y lo sombrío respecto a la luz vital, la otra cara y el contrapunto. De aquí la necesidad de re-mediar los contrarios y coimplicar los opuestos a través de la trama conflictiva de la vida y de la muerte, en una coexistencia humana humanizada.
Como hemos apuntado, es propio de lo sagrado del sentido existencial la compresencia de lo luminoso y lo oscuro, de la expansión vital y de la impansión mortal, de eros y antieros. Por eso el ser, símbolo del sentido en Heidegger, aparece como fundante y desfundante de los seres o entes. Esta dualitud de los contrarios reaparece en el propio Dios, personificación del sentido existencial, cuando se concibe como fundante y desfundante, vida y muerte, tal y como se muestra en la pasión de Jesús.
Saudade de Dios frente al mal
El teólogo Andrés Torres Queiruga ha realizado una buena síntesis de su posición teológica en su obra “Esperanza a pesar del mal”, en el que abre cristianamente nuestra existencia en este mundo a la esperanza de la resurrección. Leyendo esta obra llama la atención la ortodoxia de nuestro teólogo, que sin embargo recibió algún varapalo de cierta Iglesia tradicional injustificadamente.
La situación del teólogo es sin duda más complicada que la del filósofo, ya que los filósofos tenemos la libertad de hablar y escribir desde la razón o racionalidad compartida por creyentes y no creyentes. En este comentario ejerceré en consecuencia de filósofo hermeneuta, y haré en cierto modo de “abogado del diablo” frente a la ortodoxia teológica tradicionalista.
Saudade y esperanza
La espera se refiere a cosas y personas en el mundo de lo real, mientras que la esperanza se refiere a realidades que nos trascienden. La espera es de alguien o algo real y tangible, cercano, la esperanza es de alguien o algo surreal e intangible, lejano. La espera es más espesa que la esperanza, la cual es ya una añoranza que se abre a un futuro que reflota en un presente transeúnte.
La espera es externa y requiere paciencia, la esperanza es una vivencia interior de apertura vital, una promesa de realidad o realización existencial. La esperanza es la espera confiada; su base o basamento, como afirma Laín Entralgo, es la apertura del hombre, su protensión y futurición.
La inteligencia de A.T.Queiruga en el libro concitado consiste en reinterpretar la vivencia de la esperanza desde la convivencia de la saudade. La saudade galaico-portuguesa es un anhelo indefinido y flotante, dulce y amargo a la vez, basado en el sentimiento simultáneo de la presencia y de la ausencia respecto a su objeto, el cual funge como sujeto o sujeción.
Se trata por lo tanto de un sentimiento ambivalente, que fluctúa entre la esperanza y la angustia, la apertura y la clausura anímica, la alegría y la tristeza, a modo de nostalgia suspendida y melancolía blanca. Nuestro teólogo concita a P. Ricoeur, el cual recoge la idea heideggeriana de la afección o tono existencial –Stimmung-, que se sitúa anímicamente en la brecha o diferencia ontológica entre el ser y los entes, el sentido y la realidad opaca, lo humano abierto y lo cósico cerrado, entre el sí y el no.
La saudade sería así una esperanza atravesada de desesperanza, el sentido acribillado por el sinsentido, Dios acuciado por el diablo. Me parece intrigante esta dialéctica o dualéctica de la saudade, que le confiere una incierta esperanza y una cierta desesperanza o desesperación, sublimada sin embargo positivamente en su apertura o escapatoria trascendental. En efecto, la esperanza trasciende la mera espera dada, dotándole de un sentido de expectación y expectativa, de promisión y promesa, de proyección y proyecto.
La angustia de fondo, propia de la saudade, se basa en una ausencia o negatividad que la esperanza trasfigura en presencia surreal o simbólica. La negra tristeza de la saudade queda coloreada por la alegría de una esperanza en arco-iris. Iris es en efecto la diosa mediadora entre la tierra y el cielo, remediación de la oscuridad mediante el espectro de la luz.
Hemos hablado de la actitud optimista o pesimista ante la vida, pero tras nuestro discurso hablamos de una actitud optimista y pesimista, optimopesimista, de un optimismo que asume el pesimismo mortal y de un pesimismo que asume el optimismo vital. A partir de nuestra mediación no cabe hablar de un optimismo puro sino impuro, o sea, de un optimismo trágico; y tampoco cabe hablar ya de un pesimismo impuro sino purificado, o sea, de un pesimismo cómico. El optimismo trágico asume lo peor para tratar de sacarle algún sentido; por su parte el pesimismo cómico asume el humor como corrosión de la propia corrosión.
El caso es que no podemos superar el sinsentido y el mal, pero podemos “supurarlos”. Tampoco podemos acceder a un supersentido, como querría V. Frankl, pero sí a un sentido que asume el no y lo negativo, componiendo así la consonancia disonante del sí y del no, o sea, del si-no o sino, destino o destinación de nuestra coexistencia. Ahora bien, como adujo Einstein, plantear el sentido de la existencia es adoptar una actitud religiosa, por lo que plantear el sentido y sinsentido de la existencia es adoptar una actitud religiosa y secular, de religación de los contrarios: los cuales son significados tradicionalmente como Dios y el diablo.
La Canción de la tierra musicada por Mahler acaba en un acorde sin resolver, un acorde no resuelto y por lo tanto abierto. La apertura es siempre la clave del sentido, capaz de asumir el sinsentido proyectivamente. Por eso Laín Entralgo redefinía la enfermedad como una prueba y un reto, como un desafío existencial. Sin embargo, lo más intrigante de nuestro médico humanista es que colocaba a Dios no solo como el fundante sino como el desfundante, o en su terminología, como el “vulnerante”, tal y como se muestra en nuestra muerte.
En el cristianismo el Dios de Jesús es el fundante de la vida y el desfundante, el Dios de la vida y también de la muerte, el Dios que abandona al propio Jesús en la Cruz. En palabras de Laín Entralgo: “Dios no es para el hombre sólo lo “fundamentante” y lo “abarcante”; para confusión y dolor del alma humana, Dios es también lo “vulnerante”, y así lo muestra la enfermedad” (Experiencia de la vida, pág.93).
Conclusión: caminar desde la vida a la muerte con entereza
El sentido de la existencia está en vivir la vida de atrás adelante, de la vida a la muerte, asumiendo el sinsentido críticamente. Pretendemos el sentido puro, como si el sentido no tuviera una relación dialéctica/dualéctica con el sinsentido, el cual representa la sombra y lo sombrío respecto a la luz vital, la otra cara y el contrapunto. De aquí la necesidad de re-mediar los contrarios y coimplicar los opuestos a través de la trama conflictiva de la vida y de la muerte, en una coexistencia humana humanizada.
Como hemos apuntado, es propio de lo sagrado del sentido existencial la compresencia de lo luminoso y lo oscuro, de la expansión vital y de la impansión mortal, de eros y antieros. Por eso el ser, símbolo del sentido en Heidegger, aparece como fundante y desfundante de los seres o entes. Esta dualitud de los contrarios reaparece en el propio Dios, personificación del sentido existencial, cuando se concibe como fundante y desfundante, vida y muerte, tal y como se muestra en la pasión de Jesús.
Saudade de Dios frente al mal
El teólogo Andrés Torres Queiruga ha realizado una buena síntesis de su posición teológica en su obra “Esperanza a pesar del mal”, en el que abre cristianamente nuestra existencia en este mundo a la esperanza de la resurrección. Leyendo esta obra llama la atención la ortodoxia de nuestro teólogo, que sin embargo recibió algún varapalo de cierta Iglesia tradicional injustificadamente.
La situación del teólogo es sin duda más complicada que la del filósofo, ya que los filósofos tenemos la libertad de hablar y escribir desde la razón o racionalidad compartida por creyentes y no creyentes. En este comentario ejerceré en consecuencia de filósofo hermeneuta, y haré en cierto modo de “abogado del diablo” frente a la ortodoxia teológica tradicionalista.
Saudade y esperanza
La espera se refiere a cosas y personas en el mundo de lo real, mientras que la esperanza se refiere a realidades que nos trascienden. La espera es de alguien o algo real y tangible, cercano, la esperanza es de alguien o algo surreal e intangible, lejano. La espera es más espesa que la esperanza, la cual es ya una añoranza que se abre a un futuro que reflota en un presente transeúnte.
La espera es externa y requiere paciencia, la esperanza es una vivencia interior de apertura vital, una promesa de realidad o realización existencial. La esperanza es la espera confiada; su base o basamento, como afirma Laín Entralgo, es la apertura del hombre, su protensión y futurición.
La inteligencia de A.T.Queiruga en el libro concitado consiste en reinterpretar la vivencia de la esperanza desde la convivencia de la saudade. La saudade galaico-portuguesa es un anhelo indefinido y flotante, dulce y amargo a la vez, basado en el sentimiento simultáneo de la presencia y de la ausencia respecto a su objeto, el cual funge como sujeto o sujeción.
Se trata por lo tanto de un sentimiento ambivalente, que fluctúa entre la esperanza y la angustia, la apertura y la clausura anímica, la alegría y la tristeza, a modo de nostalgia suspendida y melancolía blanca. Nuestro teólogo concita a P. Ricoeur, el cual recoge la idea heideggeriana de la afección o tono existencial –Stimmung-, que se sitúa anímicamente en la brecha o diferencia ontológica entre el ser y los entes, el sentido y la realidad opaca, lo humano abierto y lo cósico cerrado, entre el sí y el no.
La saudade sería así una esperanza atravesada de desesperanza, el sentido acribillado por el sinsentido, Dios acuciado por el diablo. Me parece intrigante esta dialéctica o dualéctica de la saudade, que le confiere una incierta esperanza y una cierta desesperanza o desesperación, sublimada sin embargo positivamente en su apertura o escapatoria trascendental. En efecto, la esperanza trasciende la mera espera dada, dotándole de un sentido de expectación y expectativa, de promisión y promesa, de proyección y proyecto.
La angustia de fondo, propia de la saudade, se basa en una ausencia o negatividad que la esperanza trasfigura en presencia surreal o simbólica. La negra tristeza de la saudade queda coloreada por la alegría de una esperanza en arco-iris. Iris es en efecto la diosa mediadora entre la tierra y el cielo, remediación de la oscuridad mediante el espectro de la luz.
Esperanza teológica
Esta versión de la esperanza cristiana sobre el trasfondo simbólico de la saudade nos interesa mucho: mucho más que la racionalización teológica de la esperanza como virtud teologal. A.T. Queiruga es un teólogo racional/razonable que desecha toda mitología e irracionalidad en la teología, y que reniega incluso del tradicional apelar al misterio, la paradoja y el enigma en cuestiones divinas, denegando en lo posible de toda ambigüedad, ambivalencia o equivocidad.
Por eso afirma la esperanza contra toda esperanza, concitando a san Pablo en su Epístola a los Romanos (capítulo 5). La esperanza tiene como fundamento la fe, y como mediación el amor: el amor de caridad (agape), que es el medio divino-humano que todo lo remedia.
Con ello entramos en la visión del Dios-amor, propia del cristianismo, amor de Dios que es la energía latente/latiente del universo y la clave del sentido del mundo del hombre. El amor de Dios es todo en todos (I Col 15) y, por lo tanto, la razón de la creación y redención de toda existencia. Esta razón de amor hace de Dios el fundamento fundacional de lo real y el horizonte trascendental del sentido.
Un tal Dios-amor comparece teológicamente como la roca del corazón, de acuerdo con el salmista, y como la fortaleza inexpugnable cantada por la música de Bach exultantemente. Por eso nuestra fe y nuestra esperanza, nuestra fe esperanzada o confianza, promana de Dios y se confía en Dios, pero no así en el hombre, de acuerdo con el profeta Jeremías. Este Dios-amor es por lo tanto el Dios fundamento y fundación de lo real, el Dios omnipotente y bueno, así pues, el Dios clásico.
Ahora bien, se trata de una omnipotencia de bondad o amor, y no de poder o prepotencia, y sabido es que la potencia del amor resulta una impotencia o sinpoder. Es la historia del Dios crucificado, estudiado por J. Moltmann, la historia de la pasión, muerte y resurrección del amor radical. En efecto, solo en la resurrección culmina la esperanza cristiana, en el paso de la inmanencia mundana a la transcendencia divina.
Según A.T. Queiruga no habría por lo tanto ambigüedad ni misterio, la salvación se realiza escatológicamente en el seno luminoso de la divinidad, la cual es luz infinita. Hay un tono optimista en esta teología de neustro teólogo, un tono que concuerda más y mejor con Tomás de Aquino que con Agustín de Hipona: frente a la teología agustiniana del corazón inquieto, la teología tomista o tomasiana resulta sin duda más serena y luminosa.
Dios y el mal
El optimismo racionalista de Queiruga no se arredra ante la terrible cuestión del mal, sino que la resuelve racional y aún cartesianamente: el mal no es un problema de Dios sino del mundo, no es un problema del infinito sino de lo finito, no es un problema transcendente sino inmanente.
Como filósofo veo demasiada claridad ante tanta oscuridad del mal, demasiada razón ante tanta sinrazón, demasiada luz y transcendencia ante tanta sombra e inmanencia, demasiada resurrección final ante tanta cruz mortal. El mal se declara aquí como no-divino y, por tanto, contingente, como inevitable cuestión del ente y no del ser, como asunto de la creatura y no del creador (un esquema aristocrático que salvaría a este de aquella).
Por eso aquí no puede achacarse teológicamente el mal a un Dios achacoso, como se hace en filosofía desde Epicuro; y por eso el Dios de nuestro teólogo es el Dios anti-mal: el que lucha radicalmente contra el mal.
Esta última visión de nuestro autor me recuerda la mitología del Héroe clásico en lucha con el dragón infernal, al modo como Marduk combate a Tiamat en Mesopotamia, Baal (la vida) a Mot (la muerte) entre los cananeos, o el mismísimo Dios del Antiguo Testamento al monstruo marino (Leviatán). En la tradición cristiana esta lucha se traduce como la pugna entre Dios y el diablo, pero nuestro teólogo desmitologiza todo trasfondo mitológico de la religión para evitar el dualismo maniqueo. Ahora bien, al evitar el dualismo maniqueo entre Dios y el diablo, se nos cuela otro dualismo, el de Dios y el mundo, lo infinito y lo finito, la transcendencia y la inmanencia.
Interesaría evocar aquí la inspiración de nuestro común maestro Amor Ruibal, para tratar de correlacionar o correlativizar este dualismo de contrarios en una coimplicación de opuestos. En el cristianismo la Encarnación realiza la mediación entre Dios y el mundo, lo divino y lo humano, lo infinito y lo finito, de modo que Jesucristo es la encarnación de estos contrarios u opuestos.
A partir de esta teología encarnatoria, creo que podría concebirse mejor la correlación entre el bien y el mal, no ya como la lucha del Héroe celeste contra el dragón terrestre, sino como la salvación o redención del mal, personificado en el diablo, a través de su sublimación o trasfiguración, y no de su aniquilamiento violento e imposible: e imposible porque la violencia engendra más violencia.
Dios implicado
El mal radical no puede superarse radicalmente, sino solo supurarse, no puede eliminarse sino solo reconvertirse, no puede trascenderse sino solo asumirse soteriológicamente. A menudo se piensa que el mal, como el frío, es superable porque en el fondo no es nada, mera carencia del bien o del calor, mero accidente circunstancial de la sustancia infinita o divina.
Pero la crucifixión de Jesús nos muestra la pasión y muerte del propio Dios, cuya resurrección no elimina ni la cruz ni los estigmas o heridas mortales. Por una parte, Queiruga proyecta en la gloria escatológica una luz sin sombras; pero por otra parte, reconoce la dialéctica (yo diría dualéctica) entre la cruz y la resurrección, de modo que la resurrección no aniquila la cruz.
Y es que una cosa es el Dios explicado racional o teológicamente (luminosamente), y otra el auténtico Dios implicado religiosa o religadamente (cómplicemente). El Dios cristiano es un Dios implicado, implicado en la redención del mal. Más que un Dios matadragones, el Dios cristiano sería un Dios sublimador o trasfigurador de dragones, salvador del mismísimo diablo en la apokatástasis final, como se afirma desde Orígenes hasta la teología contemporánea más cristiana. Por eso, más que el Dios anti-mal, cabría hablar del Dios para-mal (parapeto trascendental del mal).
El infierno es un asunto infernal en sí mismo, mientras que el cielo es un asunto celeste o celestial. En este mundo permanecemos tan perplejos que, como decía Pascal, no comprendemos que Dios exista y tampoco comprendemos que Dios no exista. Pues si el bien simboliza la roca del teísmo, el mal simboliza la roca del ateísmo. El problema del mal no tiene solución en este mundo, pero tampoco en el otro, en el sentido de que sus heridas perviven en la trasvida.
El mal no tiene remedio absoluto en el mundo, sino solo remedos relativos, no tiene solución definitiva sino solo disolución final. Pues bien, esta disolución del mal se realiza en la muerte como transcendencia de nuestra inmanencia y tránsito de esta vida a la otra vida (requies aeterna).
El que espera, desespera, dice el refrán popular. Pues no hay solución al mal, sino disolución mortal. Podríamos entonces hablar de esperanza no ya a pesar del mal, sino a través del mal simbolizado por la muerte. La muerte es en el cristianismo la paz perpetua, el descanso eterno, mientras que en el budismo es el silencio trascendental o nirvana divino. En la muerte podemos esperar contra toda esperanza, mientras esperamos la gloria de la resurrección. El problema filosófico es que la esperanza de la resurrección es una esperanza in extremis, puesto que se nos fía demasiado lejos. Pero la muerte incoa la bienaventuranza como la cruz incoa la luz (per crucem ad lucem).
Bien y mal
No deberíamos olvidar tan pronto que la esperanza cristiana en la salvación es como una saudade, una esperanza de resurrección mortal o post-mortem, una esperanza desesperada por semejante trance final mortificante.
El bien es arduo, pero el mal arde. El problema que subyace a la cuestión de la creación del universo mundo, incluido el mundo del hombre, es su sentido atravesado de sinsentido, hasta el punto de quedar abierta la cuestión radical del por-qué de su creación o existencia, dada la compresencia abrumadora del mal. Por qué hay ser en lugar de nada, por qué hay ser atravesado de nada, por qué no hay nada en lugar de tanta nadificación. Este mundo no parece merecer la pena de ser y menos el honor de existir, al menos visto con ojos filosóficos; y la pregunta es por qué y para qué (y si no hay por qué ni para qué, tanto peor).
El filósofo Adorno adorna meramente la cuestión al preguntarse retóricamente “por qué seguimos vivos” a pesar del mal: el autor parece olvidar el número de suicidios reales y de intentos suicidas, así como la búsqueda de salidas eutanásicas.
Se nos dirá que algunos somos especialmente sensibles o sensibleros al mal, quizás por haberlo sufrido prematuramente; o quizás porque somos juzgados por personas insensibles al mismo. Quizás ocurre que el cristianismo ha infinitizado tanto el bien como el mal, como dice Peguy. Por lo demás, el propio cristianismo ha planteado en la crucifixión de Jesús el silencio o ausencia de Dios, incluso su traición a lo Judas, como la llama provocativamente K.Barth. Ahora bien, no se trata de tragificar, sino de querer creer y esperar un sentido.
A.T.Queiruga ha encontrado este sentido en su lucha jacobina y jacobea contra el mal, sin duda ayudado por su patrón Santiago; por mi parte, prefiero la lucha amorosa con el mal para su redención o salvación. Sin embargo, ni siquiera la esperanza puede salvarnos de la desesperanza, como ya intuyó Hesíodo en su mito de Pandora, según el cual el que espera, desespera. Prefiero por todo ello una esperanza saudosa y una saudade esperanzada.
Si no creéis, no subsistiréis, dice sapientemente Isaías: pero si creemos tampoco subsistiremos aquí. Dios comparece entonces como nuestra otredad salvadora más allá de nosotros mismos, pues Dios y el hombre son lo que el otro no es: correlacionismo o correlativismo, complementarismo simbólico-real.
En todo caso, podríamos ir concluyendo con la creencia crítica de aquel famoso rabino de Varsovia, cuando le decía titubeantemente a Dios: creeré en ti, a pesar de ti. Creeré en el Dios de Jesús que es el propio Jesús: pero no creeré en absoluto en el Dios absoluto de la tradición absolutista o fundamentalista, ya que es el Dios que abandona a Jesús y a nosotros en la cruz.
Esperemos por lo tanto que nuestra esperanza en el buen Dios (God) no se trueque en la presencia ausente de Godot o, peor aún, en la presencia demónica de Jodot (el diablo). El primero representa el Dios-bien, el segundo el Dios-nadie y el tercero el Dios-mal. Y, sin embargo, el mal no es solo el mayor argumento contra Dios; es también paradójicamente el mejor argumento en favor de Dios, ya que este es nuestra última esperanza contra aquel. De aquí la saudade de Dios frente al mal; por cierto, en este contexto simbólico toda teología se convierte en teomítica (teomitología).
Conclusión inconclusa: La esperanza, sauodsa de vida tras la muerte
En su reconstrucción teológica, A.T.Queiruga aduce que el mal es propio de nuestra inmanencia, finitud o contingencia, pero no atañe al ser infinito y necesario (Dios). Esta es una versión desde la racionalidad cristiana, ya que entre los griegos la finitud era lo bueno por cuanto delimitado, mientras que la infinitud era lo malo por cuanto desmesurado.
Por eso apelar al amor infinito de Dios es una apelación positiva en el ámbito teológico cristiano, pero resulta problemática en el ámbito filosófico pagano (heleno). Esta problematicidad del amor infinito o desmesurado del Dios, arriba incluso hasta nuestra Teresa de Ávila, cuando se queja a Dios de quererla demasiado: y es que hay amores que matan, de donde el teresiano vivir desviviéndose.
Respecto a la cuestión central del mal radical, la imposibilidad de superarlo radicalmente, nos ha devuelto a una solución del mal como disolución mortal. La muerte se sitúa así en el umbral de la superación/supuración del mal, ya que nos traspasa del tiempo a la eternidad y de la lucha temporal a la paz perpetua: la paz que proviene simbólicamente del placer de pacer en las praderas de los campos elíseos o celestes.
La vida es así la espera de la muerte, con la esperanza –saudosa- de la trasmortalidad y la trasvida. En este contexto de límite o frontera, la esperanza ya no es un mero placebo para el hombre despavorido o con pájara existencial, sino la puerta abierta de la transcendencia.
Tras la trascendencia de la muerte descansa eternamente tanto el creyente como el increyente: aquel en el corazón del ser, este en el corazón de Dios. No se trata por lo tanto de la lucha de la vida contra la muerte, sino de la lucha de la vida con la muerte: la lucha de la vida a través de la muerte, atravesando la muerte.
Esta versión de la esperanza cristiana sobre el trasfondo simbólico de la saudade nos interesa mucho: mucho más que la racionalización teológica de la esperanza como virtud teologal. A.T. Queiruga es un teólogo racional/razonable que desecha toda mitología e irracionalidad en la teología, y que reniega incluso del tradicional apelar al misterio, la paradoja y el enigma en cuestiones divinas, denegando en lo posible de toda ambigüedad, ambivalencia o equivocidad.
Por eso afirma la esperanza contra toda esperanza, concitando a san Pablo en su Epístola a los Romanos (capítulo 5). La esperanza tiene como fundamento la fe, y como mediación el amor: el amor de caridad (agape), que es el medio divino-humano que todo lo remedia.
Con ello entramos en la visión del Dios-amor, propia del cristianismo, amor de Dios que es la energía latente/latiente del universo y la clave del sentido del mundo del hombre. El amor de Dios es todo en todos (I Col 15) y, por lo tanto, la razón de la creación y redención de toda existencia. Esta razón de amor hace de Dios el fundamento fundacional de lo real y el horizonte trascendental del sentido.
Un tal Dios-amor comparece teológicamente como la roca del corazón, de acuerdo con el salmista, y como la fortaleza inexpugnable cantada por la música de Bach exultantemente. Por eso nuestra fe y nuestra esperanza, nuestra fe esperanzada o confianza, promana de Dios y se confía en Dios, pero no así en el hombre, de acuerdo con el profeta Jeremías. Este Dios-amor es por lo tanto el Dios fundamento y fundación de lo real, el Dios omnipotente y bueno, así pues, el Dios clásico.
Ahora bien, se trata de una omnipotencia de bondad o amor, y no de poder o prepotencia, y sabido es que la potencia del amor resulta una impotencia o sinpoder. Es la historia del Dios crucificado, estudiado por J. Moltmann, la historia de la pasión, muerte y resurrección del amor radical. En efecto, solo en la resurrección culmina la esperanza cristiana, en el paso de la inmanencia mundana a la transcendencia divina.
Según A.T. Queiruga no habría por lo tanto ambigüedad ni misterio, la salvación se realiza escatológicamente en el seno luminoso de la divinidad, la cual es luz infinita. Hay un tono optimista en esta teología de neustro teólogo, un tono que concuerda más y mejor con Tomás de Aquino que con Agustín de Hipona: frente a la teología agustiniana del corazón inquieto, la teología tomista o tomasiana resulta sin duda más serena y luminosa.
Dios y el mal
El optimismo racionalista de Queiruga no se arredra ante la terrible cuestión del mal, sino que la resuelve racional y aún cartesianamente: el mal no es un problema de Dios sino del mundo, no es un problema del infinito sino de lo finito, no es un problema transcendente sino inmanente.
Como filósofo veo demasiada claridad ante tanta oscuridad del mal, demasiada razón ante tanta sinrazón, demasiada luz y transcendencia ante tanta sombra e inmanencia, demasiada resurrección final ante tanta cruz mortal. El mal se declara aquí como no-divino y, por tanto, contingente, como inevitable cuestión del ente y no del ser, como asunto de la creatura y no del creador (un esquema aristocrático que salvaría a este de aquella).
Por eso aquí no puede achacarse teológicamente el mal a un Dios achacoso, como se hace en filosofía desde Epicuro; y por eso el Dios de nuestro teólogo es el Dios anti-mal: el que lucha radicalmente contra el mal.
Esta última visión de nuestro autor me recuerda la mitología del Héroe clásico en lucha con el dragón infernal, al modo como Marduk combate a Tiamat en Mesopotamia, Baal (la vida) a Mot (la muerte) entre los cananeos, o el mismísimo Dios del Antiguo Testamento al monstruo marino (Leviatán). En la tradición cristiana esta lucha se traduce como la pugna entre Dios y el diablo, pero nuestro teólogo desmitologiza todo trasfondo mitológico de la religión para evitar el dualismo maniqueo. Ahora bien, al evitar el dualismo maniqueo entre Dios y el diablo, se nos cuela otro dualismo, el de Dios y el mundo, lo infinito y lo finito, la transcendencia y la inmanencia.
Interesaría evocar aquí la inspiración de nuestro común maestro Amor Ruibal, para tratar de correlacionar o correlativizar este dualismo de contrarios en una coimplicación de opuestos. En el cristianismo la Encarnación realiza la mediación entre Dios y el mundo, lo divino y lo humano, lo infinito y lo finito, de modo que Jesucristo es la encarnación de estos contrarios u opuestos.
A partir de esta teología encarnatoria, creo que podría concebirse mejor la correlación entre el bien y el mal, no ya como la lucha del Héroe celeste contra el dragón terrestre, sino como la salvación o redención del mal, personificado en el diablo, a través de su sublimación o trasfiguración, y no de su aniquilamiento violento e imposible: e imposible porque la violencia engendra más violencia.
Dios implicado
El mal radical no puede superarse radicalmente, sino solo supurarse, no puede eliminarse sino solo reconvertirse, no puede trascenderse sino solo asumirse soteriológicamente. A menudo se piensa que el mal, como el frío, es superable porque en el fondo no es nada, mera carencia del bien o del calor, mero accidente circunstancial de la sustancia infinita o divina.
Pero la crucifixión de Jesús nos muestra la pasión y muerte del propio Dios, cuya resurrección no elimina ni la cruz ni los estigmas o heridas mortales. Por una parte, Queiruga proyecta en la gloria escatológica una luz sin sombras; pero por otra parte, reconoce la dialéctica (yo diría dualéctica) entre la cruz y la resurrección, de modo que la resurrección no aniquila la cruz.
Y es que una cosa es el Dios explicado racional o teológicamente (luminosamente), y otra el auténtico Dios implicado religiosa o religadamente (cómplicemente). El Dios cristiano es un Dios implicado, implicado en la redención del mal. Más que un Dios matadragones, el Dios cristiano sería un Dios sublimador o trasfigurador de dragones, salvador del mismísimo diablo en la apokatástasis final, como se afirma desde Orígenes hasta la teología contemporánea más cristiana. Por eso, más que el Dios anti-mal, cabría hablar del Dios para-mal (parapeto trascendental del mal).
El infierno es un asunto infernal en sí mismo, mientras que el cielo es un asunto celeste o celestial. En este mundo permanecemos tan perplejos que, como decía Pascal, no comprendemos que Dios exista y tampoco comprendemos que Dios no exista. Pues si el bien simboliza la roca del teísmo, el mal simboliza la roca del ateísmo. El problema del mal no tiene solución en este mundo, pero tampoco en el otro, en el sentido de que sus heridas perviven en la trasvida.
El mal no tiene remedio absoluto en el mundo, sino solo remedos relativos, no tiene solución definitiva sino solo disolución final. Pues bien, esta disolución del mal se realiza en la muerte como transcendencia de nuestra inmanencia y tránsito de esta vida a la otra vida (requies aeterna).
El que espera, desespera, dice el refrán popular. Pues no hay solución al mal, sino disolución mortal. Podríamos entonces hablar de esperanza no ya a pesar del mal, sino a través del mal simbolizado por la muerte. La muerte es en el cristianismo la paz perpetua, el descanso eterno, mientras que en el budismo es el silencio trascendental o nirvana divino. En la muerte podemos esperar contra toda esperanza, mientras esperamos la gloria de la resurrección. El problema filosófico es que la esperanza de la resurrección es una esperanza in extremis, puesto que se nos fía demasiado lejos. Pero la muerte incoa la bienaventuranza como la cruz incoa la luz (per crucem ad lucem).
Bien y mal
No deberíamos olvidar tan pronto que la esperanza cristiana en la salvación es como una saudade, una esperanza de resurrección mortal o post-mortem, una esperanza desesperada por semejante trance final mortificante.
El bien es arduo, pero el mal arde. El problema que subyace a la cuestión de la creación del universo mundo, incluido el mundo del hombre, es su sentido atravesado de sinsentido, hasta el punto de quedar abierta la cuestión radical del por-qué de su creación o existencia, dada la compresencia abrumadora del mal. Por qué hay ser en lugar de nada, por qué hay ser atravesado de nada, por qué no hay nada en lugar de tanta nadificación. Este mundo no parece merecer la pena de ser y menos el honor de existir, al menos visto con ojos filosóficos; y la pregunta es por qué y para qué (y si no hay por qué ni para qué, tanto peor).
El filósofo Adorno adorna meramente la cuestión al preguntarse retóricamente “por qué seguimos vivos” a pesar del mal: el autor parece olvidar el número de suicidios reales y de intentos suicidas, así como la búsqueda de salidas eutanásicas.
Se nos dirá que algunos somos especialmente sensibles o sensibleros al mal, quizás por haberlo sufrido prematuramente; o quizás porque somos juzgados por personas insensibles al mismo. Quizás ocurre que el cristianismo ha infinitizado tanto el bien como el mal, como dice Peguy. Por lo demás, el propio cristianismo ha planteado en la crucifixión de Jesús el silencio o ausencia de Dios, incluso su traición a lo Judas, como la llama provocativamente K.Barth. Ahora bien, no se trata de tragificar, sino de querer creer y esperar un sentido.
A.T.Queiruga ha encontrado este sentido en su lucha jacobina y jacobea contra el mal, sin duda ayudado por su patrón Santiago; por mi parte, prefiero la lucha amorosa con el mal para su redención o salvación. Sin embargo, ni siquiera la esperanza puede salvarnos de la desesperanza, como ya intuyó Hesíodo en su mito de Pandora, según el cual el que espera, desespera. Prefiero por todo ello una esperanza saudosa y una saudade esperanzada.
Si no creéis, no subsistiréis, dice sapientemente Isaías: pero si creemos tampoco subsistiremos aquí. Dios comparece entonces como nuestra otredad salvadora más allá de nosotros mismos, pues Dios y el hombre son lo que el otro no es: correlacionismo o correlativismo, complementarismo simbólico-real.
En todo caso, podríamos ir concluyendo con la creencia crítica de aquel famoso rabino de Varsovia, cuando le decía titubeantemente a Dios: creeré en ti, a pesar de ti. Creeré en el Dios de Jesús que es el propio Jesús: pero no creeré en absoluto en el Dios absoluto de la tradición absolutista o fundamentalista, ya que es el Dios que abandona a Jesús y a nosotros en la cruz.
Esperemos por lo tanto que nuestra esperanza en el buen Dios (God) no se trueque en la presencia ausente de Godot o, peor aún, en la presencia demónica de Jodot (el diablo). El primero representa el Dios-bien, el segundo el Dios-nadie y el tercero el Dios-mal. Y, sin embargo, el mal no es solo el mayor argumento contra Dios; es también paradójicamente el mejor argumento en favor de Dios, ya que este es nuestra última esperanza contra aquel. De aquí la saudade de Dios frente al mal; por cierto, en este contexto simbólico toda teología se convierte en teomítica (teomitología).
Conclusión inconclusa: La esperanza, sauodsa de vida tras la muerte
En su reconstrucción teológica, A.T.Queiruga aduce que el mal es propio de nuestra inmanencia, finitud o contingencia, pero no atañe al ser infinito y necesario (Dios). Esta es una versión desde la racionalidad cristiana, ya que entre los griegos la finitud era lo bueno por cuanto delimitado, mientras que la infinitud era lo malo por cuanto desmesurado.
Por eso apelar al amor infinito de Dios es una apelación positiva en el ámbito teológico cristiano, pero resulta problemática en el ámbito filosófico pagano (heleno). Esta problematicidad del amor infinito o desmesurado del Dios, arriba incluso hasta nuestra Teresa de Ávila, cuando se queja a Dios de quererla demasiado: y es que hay amores que matan, de donde el teresiano vivir desviviéndose.
Respecto a la cuestión central del mal radical, la imposibilidad de superarlo radicalmente, nos ha devuelto a una solución del mal como disolución mortal. La muerte se sitúa así en el umbral de la superación/supuración del mal, ya que nos traspasa del tiempo a la eternidad y de la lucha temporal a la paz perpetua: la paz que proviene simbólicamente del placer de pacer en las praderas de los campos elíseos o celestes.
La vida es así la espera de la muerte, con la esperanza –saudosa- de la trasmortalidad y la trasvida. En este contexto de límite o frontera, la esperanza ya no es un mero placebo para el hombre despavorido o con pájara existencial, sino la puerta abierta de la transcendencia.
Tras la trascendencia de la muerte descansa eternamente tanto el creyente como el increyente: aquel en el corazón del ser, este en el corazón de Dios. No se trata por lo tanto de la lucha de la vida contra la muerte, sino de la lucha de la vida con la muerte: la lucha de la vida a través de la muerte, atravesando la muerte.
Bibliografía mínima:
---Aristóteles (Ética a Nicómaco).
---Epicuro (Carta a Meneceo).
---Cioran (Breviario de podredumbre).
---C.G.Jung (Mysterium coniunctionis).
---P. Laín Entralgo, La enfermedad como experiencia, en: Varios, Experiencia de la vida, Alianza, Madrid 1966.
---V. Frankl (El hombre doliente).
---L. Rojas Marcos (Nuestra incierta vida normal).
---A. Cortina (Ética civil y religión).
---A.Ortiz-Osés (El duelo de existir).
---Andrés Torres Queiruga (Esperanza a pesar del mal. La resurrección como horizonte).
---Biblia de Jerusalén (Desclée de Brouwer).
---Epicuro (Carta a Meneceo).
---Pascal (Pensamientos).
---K. Rahner (Teología de la muerte).
---P.Ricoeur (Finitud y culpabilidad).
---E. Bloch (El principio esperanza).
---J.Moltmann (Teología de la esperanza).
---X. Zubiri (Naturaleza, historia, Dios).
---A. Amor Ruibal (Los problemas fundamentales de la filosofía y del dogma).
---P.Laín Entralgo (La espera y la esperanza).
---P.Teilhard de Chardin (El medio divino).
---A. Gesché (El sentido).
---I. Reguera (Epílogo a: Nietzsche, la disonancia encarnada).
---G. Durand y otros (Filosofía, hermenéutica y cultura).
---A.Ortiz-Osés (Amor y sentido).
---Aristóteles (Ética a Nicómaco).
---Epicuro (Carta a Meneceo).
---Cioran (Breviario de podredumbre).
---C.G.Jung (Mysterium coniunctionis).
---P. Laín Entralgo, La enfermedad como experiencia, en: Varios, Experiencia de la vida, Alianza, Madrid 1966.
---V. Frankl (El hombre doliente).
---L. Rojas Marcos (Nuestra incierta vida normal).
---A. Cortina (Ética civil y religión).
---A.Ortiz-Osés (El duelo de existir).
---Andrés Torres Queiruga (Esperanza a pesar del mal. La resurrección como horizonte).
---Biblia de Jerusalén (Desclée de Brouwer).
---Epicuro (Carta a Meneceo).
---Pascal (Pensamientos).
---K. Rahner (Teología de la muerte).
---P.Ricoeur (Finitud y culpabilidad).
---E. Bloch (El principio esperanza).
---J.Moltmann (Teología de la esperanza).
---X. Zubiri (Naturaleza, historia, Dios).
---A. Amor Ruibal (Los problemas fundamentales de la filosofía y del dogma).
---P.Laín Entralgo (La espera y la esperanza).
---P.Teilhard de Chardin (El medio divino).
---A. Gesché (El sentido).
---I. Reguera (Epílogo a: Nietzsche, la disonancia encarnada).
---G. Durand y otros (Filosofía, hermenéutica y cultura).
---A.Ortiz-Osés (Amor y sentido).