Thomas Wolfe (1900-1938) va colocando sus palabras como si en cada una de ellas quedara descompuesto el universo, con un brutal sentido de lo irrepetible.
Este Big bang emocional que nos propone en sus libros, tan cercanos a la autobiografía lírica como a la confesión elegíaca, viene a sugerirnos que el mundo es un lugar que nos pertenece en la medida que nosotros mismos: nada.
El hombre es “ese viejo que se hace llamar inventor y que no inventa nada”; también el escritor, eterno retorno de todas las vidas que van a dar al bolígrafo, que es el morir.
La Editorial Periférica publicó El niño perdido en 2011, cosechando un buen puñado de críticas favorables, y con justicia, ya que aquél fue posiblemente uno de los mejores libros del año. Ahora publica Una puerta que nunca encontré, aunque es lo mismo porque en cada uno de sus libros Wolfe extiende su soledad sobre una mesa de operaciones.
El primero era un desbordado canto fúnebre a la pérdida de la infancia que martillea con la muerte prematura de su hermano Grover a los doce años; este segundo ahonda en esa soledad no elegida, sino recibida como designio o castigo, que sobrevuela aquí igual que un carroñero sobre la pieza de nostalgia que no se descompone: la pérdida del padre.
Aunque en “Una puerta que nunca encontré” Wolfe no alcanza siempre las cimas de lirismo emocionado, apabullante y perturbador de “El niño perdido”, sí que consigue volver a disecar una emoción muy viva a través de un lenguaje exacto y minucioso, por momentos casi iluminado.
Wolfe es un hombre sin esperanza, hasta el punto de tener que inventarse la carta que en sueños le escribiría su padre para darle ánimos, y esta operación de escritura terapéutica y conciliadora con el mundo es de una tristeza absoluta, un canto a la vida desde la muerte.
Dijo Faulkner que Thomas Wolfe era el mejor escritor de su generación. Desde aquí solo podemos agradecer a Periférica que nos haya acercado la voz de este hombre solitario que parece contener la tierra entera y cuya lectura recomendamos por una cuestión de esperanza: su trabajo consiste en intuir lo invisible, mostrárnoslo y volver a dejarlo oculto.
“… cruzando la tierra yerma y gris de una especie de ausencia planetaria, donde no había sombra ni refugio ni cobijo, donde no había lugar para descansar, ningún dormitorio, ninguna puerta para acceder a él, y donde, cada vez más exhausto, estaba obligado a bracear a ciegas, y para el resto de mi vida, por aquella enorme ausencia”. (p.84).
Reseña del profesor, poeta y crítico, Antonio Mochón, editor del blog La vida no existe.
Este Big bang emocional que nos propone en sus libros, tan cercanos a la autobiografía lírica como a la confesión elegíaca, viene a sugerirnos que el mundo es un lugar que nos pertenece en la medida que nosotros mismos: nada.
El hombre es “ese viejo que se hace llamar inventor y que no inventa nada”; también el escritor, eterno retorno de todas las vidas que van a dar al bolígrafo, que es el morir.
La Editorial Periférica publicó El niño perdido en 2011, cosechando un buen puñado de críticas favorables, y con justicia, ya que aquél fue posiblemente uno de los mejores libros del año. Ahora publica Una puerta que nunca encontré, aunque es lo mismo porque en cada uno de sus libros Wolfe extiende su soledad sobre una mesa de operaciones.
El primero era un desbordado canto fúnebre a la pérdida de la infancia que martillea con la muerte prematura de su hermano Grover a los doce años; este segundo ahonda en esa soledad no elegida, sino recibida como designio o castigo, que sobrevuela aquí igual que un carroñero sobre la pieza de nostalgia que no se descompone: la pérdida del padre.
Aunque en “Una puerta que nunca encontré” Wolfe no alcanza siempre las cimas de lirismo emocionado, apabullante y perturbador de “El niño perdido”, sí que consigue volver a disecar una emoción muy viva a través de un lenguaje exacto y minucioso, por momentos casi iluminado.
Wolfe es un hombre sin esperanza, hasta el punto de tener que inventarse la carta que en sueños le escribiría su padre para darle ánimos, y esta operación de escritura terapéutica y conciliadora con el mundo es de una tristeza absoluta, un canto a la vida desde la muerte.
Dijo Faulkner que Thomas Wolfe era el mejor escritor de su generación. Desde aquí solo podemos agradecer a Periférica que nos haya acercado la voz de este hombre solitario que parece contener la tierra entera y cuya lectura recomendamos por una cuestión de esperanza: su trabajo consiste en intuir lo invisible, mostrárnoslo y volver a dejarlo oculto.
“… cruzando la tierra yerma y gris de una especie de ausencia planetaria, donde no había sombra ni refugio ni cobijo, donde no había lugar para descansar, ningún dormitorio, ninguna puerta para acceder a él, y donde, cada vez más exhausto, estaba obligado a bracear a ciegas, y para el resto de mi vida, por aquella enorme ausencia”. (p.84).
Reseña del profesor, poeta y crítico, Antonio Mochón, editor del blog La vida no existe.