“Die Wissenschaft denkt nicht” [1] (“La ciencia no piensa”), sentenció Heidegger. La razón es simple: porque ha reducido la realidad a cosa y la relación del hombre con el mundo a una relación cosificante en la que no cabe ya la pregunta por el ser y su sentido, sino el cálculo objetivo.
Para el filósofo alemán no se puede pensar desde la ciencia, aunque la ciencia remite necesariamente a “otro lugar”, al terreno del pensar poético. Y esta remitencia dejaría en evidencia el abismo insuperable que media entre ambos. Heidegger estaría insinuando que habría que abandonar la lógica occidental del pensar objetivante, dar cuenta del desarrollo de este modo de pensar y abrirse al ser, que no se deja demostrar sino solo mostrar, en los indicios poéticos de un lenguaje referido a sí mismo como casa propia en la que habita el ser humano.
En el fondo late la cuestión de cuál es el lugar propio del pensamiento, si las ciencias o las humanidades; un viejo debate cuya solución, intuyó Heidegger, vendría de más allá de las versiones habituales del cientificismo y del humanismo, y que Andrés Moya [2] cree superado, gracias a Darwin y a la teoría de la evolución.
Pensar desde la ciencia
Snow popularizó con la expresión “las dos culturas” el divorcio existente entre las dos mentalidades en que creía ver cristalizado el modo de ser occidental, la humanística y la científica, y apuntó a la posibilidad de una “tercera cultura”, que Brockman pensó “más allá de la revolución científica” y que superaría el puente entre las dos anteriores [3].
Entre cientificismo –solo materia y, por tanto, solo ciencia: superioridad y exclusividad de las “ciencias de la naturaleza” (Naturwissenschaften) en la obtención de conocimiento objetivo por medio del método científico empírico/positivo– y humanismo –solo espíritu y, por tanto, superioridad y singularidad de las “ciencias del espíritu” (Geistwissenschafen) para dotar de singularidad al ser humano respecto de los otros seres a partir del lenguaje y la simbolización– existe un territorio mestizo, propiciado por el avance de las recientes ciencias de la vida y la teoría de la evolución, que obliga a pensar desde la ciencia cuestiones que parecían patrimonio exclusivo de las humanidades: la naturaleza y sentido del ser humano y de la vida.
La revolución copernicana que permitió someter a observación y experimento al mundo inanimado, materia muerta, explicándolo a partir de leyes físicas, ha culminado en la revolución darwiniana, que se atrevía a explicar el mundo vivo como materia viva, incluida la materia humana, a partir de leyes biológicas y evolutivas, un terreno que en principio parecía vedado a la ciencia experimental. Con ello la especie humana pasaba a formar parte de la historia de la vida en unidad de destino azaroso con el resto de las especies vivas.
A partir de entonces, las preguntas metafísicas sobre el ser humano y la vida pasan inexorablemente por la ciencia, por los hallazgos biológicos en biología molecular y evolutiva, biogénetica, bioquímica, neurobiología, sociobiología, psicología evolutiva, biocomputerización, etc. Y, en el ámbito de la biología, sabemos desde Dobzhanski que “nada tiene sentido sino a la luz de la teoría de la evolucion” [4].
La acusación de cientificismo dirigida contra la ciencia, con la intención de descalificarla globalmente en cuanto instancia válida para dar razón de la singular condición humana, descansa frecuentemente, además de en otras razones pertinentes, en la ignorancia proverbial que demuestran los humanistas en cuestiones de ciencia. Ignorancia similar –también urge decirlo– a la que demuestran científicos en cuestiones humanísticas, descalificadas precipitadamente como cuestiones sin sentido porque no se dejan reducir al lecho de Procusto del método empírico.
Contra este desencuentro, poco ilustrado, se multiplican en la actualidad los ejemplos de científicos que se “atreven” a hacer filosofía y de filósofos que se “convierten” a la ciencia. Andrés Moya muestra su convencimiento de que se debe y se puede superar ese hiato profundo entre las dos almas en que habría desembocado nuestra cultura occidental, a partir, sobre todo, de los avances que la biología evolutiva, y en general las ciencias de la vida, podrían proporcionar como territorio común sobre el que pensar y desde el que pensar.
La teoría de la evolución darwiniana ha transformado radicalmente el ámbito del saber sobre el ser humano, la vida y el mundo. Ya no se puede hacer filosofía, ni teología ni ética, sin tener en cuenta la revolución darwiniana que naturaliza definitivamente la realidad, cualquier realidad, incluida la humana. Las cuestiones “humanísticas” también se pueden explicar desde las ciencias de la vida. Las cuestiones “científicas” son las auténticas cuestiones, dignas de ser pensadas; porque la ciencia ya no es simplemente ciencia “positiva”, sino también interpretación, ciencia “hermenéutica” que genera una nueva visión de la realidad, una nueva cosmovisión, que entra en competencia con otras cosmovisiones no científicas. Para nuestro biólogo evolutivo, se está en condiciones de poder invertir el dictum heideggeriano y afirmar resueltamente que la ciencia piensa y que se debe pensar desde la ciencia [5].
El antagonismo entre las dos culturas se supera aceptando la base interpretativa, el marco hermenéutico, que ofrecen las ciencias de la evolución. “La ciencia, una forma de conocimiento de la realidad, nos ha llevado muy lejos –afirma Moya–. Estamos en situación de plantear aproximaciones racionales y convincentes sobre el origen y evolución del universo, la materia, la vida y el hombre. La ciencia no es solamente conocimiento positivo. La ciencia reinterpreta o, dicho de otro modo, bajo la ciencia reconsideramos tesis clave del pensamiento tradicional.
La naturaleza de las teorías sobre el origen y evolución del universo nos predispone a preguntarnos por el significado de nuestra existencia. Son, ciertamente, las mismas cuestiones sobre las que la humanidad ha venido reflexionando desde sus albores, pero contempladas ahora por la ciencia” [6]. El refugio tradicional en “lo inefable”, estrategia para salvar un reducto propiamente humanístico y sustraído a la ciencia positiva, se desvela y se deja explicar científicamente: “La ciencia se convierte, de forma creciente, en permanente ganadora de terreno al mar de lo inefable”, porque “desde la ciencia ″se puede interpretar″ el conocimiento general” [7].
La inversión demandada –pensar desde la ciencia– descansa, para Moya, en la constatación creciente de que la ciencia no es “una forma más de conocimiento”, desacreditada además por la mentalidad humanística como forma particular y metodológicamente reduccionista; sino la forma esencial del conocimiento como tal y base explicativa del funcionamiento de las otras.
La ciencia podría convertirse en protofilosofía, en filosofía primera, que Moya denomina “metafilosofía” o “metafilosofía científica” [8]: no una filosofía de la ciencia que otorgaría papel preponderante sobre la ciencia a la filosofía considerada como metalenguaje, sino una ciencia de la filosofía o metafilosofía científica que piensa la realidad, la verdad y el conocimiento desde la teoría/hecho de la evolución como punto de partida y clave explicativa de nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos, de nuestras ideas y de nuestros comportamientos, de nuestras teorías y sistemas culturales, éticos, artísticos y religiosos. “La ciencia no es ″una forma más de conocimiento″.
Aun cuando existen muchas formas de conocer… creo que la ciencia ″es un lenguaje″ de una guisa diferente; es más fundamental, más elemental, con capacidad tanto para dar una explicación final de lo inefable, como para poder permitir esos otros lenguajes constituidos por las diferentes formas en cómo se puede explicitar el juego primigenio” [9]. La ciencia, según Moya, fiel al viejo ideal de la tradición filosófica/científica griega, intenta “explicar lo inefable”, desvelar lo implícito, descubrir la verdad [10].
Sin embargo, en ningún caso aboga nuestro filósofo/científico por un cientificismo que redujera la ciencia a método de medida, análisis y cálculo, orientado a la consecución de logros prácticos a cualquier precio, alejándose de la búsqueda de la verdad y de la comprensión global de la realidad, y desdeñando cualquier otra fuente de conocimiento desde la convicción excluyente de poseer una explicación definitiva para todo [11].
La ciencia seria no puede ser ajena a fenómenos como la complejidad creciente, la aleatoriedad y la indeterminación, la emergencia de estructuras dotadas de características inexplicables desde sus partes constituyentes, la inabarcabilidad gnoseológica de la realidad o el carácter provisorio de la investigación científica, y el desarrollo incipiente y prometedor de nuevas ramas de la ciencia.
Postula una síntesis de la tradición humanística y filosófica, a partir del nuevo marco epistémico proporcionado por la teoría de la evolución, que permite una relectura de sus contenidos tradicionales desde una nueva perspectiva evolucionista. Utiliza los conceptos de ciencia prometeica y de ciencia faústica para intentar armonizar la distinción entre una ciencia más filosófica, la primera, guiada por la búsqueda incansable y honesta de la verdad, que aspira a la comprensión global de la realidad y a responder a las cuestiones existenciales y éticas del ser humano; y una ciencia más pragmática, la segunda, orientada a la aplicación práctica del conocimiento y a la intervención transformadora en el mundo, más sometida a imperativos tecnoeconómicos y a intereses inmediatistas [12].
Andrés Moya, científico/filósofo, Premio Nacional de Genética 2012, encarna el prototipo de intelectual con doble alma. En él se hace verdad el “tanto monta, monta tanto”, tanto el científico como el filósofo: un científico con alma humanista y un humanista con alma científica, un híbrido y prototipo del diálogo fecundo entre las ciencias y las humanidades, que reclama la síntesis de ambas –originariamente unidas en los albores de nuestra cultura de raíz griega y lamentablemente enfrentadas durante largos periodos de nuestra historia cultural e intelectual–, recuperando para ello la pasión por el conocimiento y la verdad.
Pensamiento en evolución
El mismo Moya describe la evolución de su pensamiento a partir de sus últimos libros, fundamentalmente biofilosóficos, en los que pretende hacer, más que filosofía de la biología, biología de la filosofía, es decir, repensar los grandes temas humanísticos a la luz del pensamiento evolucionista.
“En Pensar desde la ciencia abogo por el pensar independiente y no cientificista desde la ciencia, reclamando para ella el interés legítimo por entrar en la arena de los grandes asuntos que siempre han interesado al pensamiento occidental. También sostengo la tesis del carácter melancólico del hombre de ciencia que, ahora, queda obviada al plantear una solución, de corte científico, al nihilismo que supone el sabernos bien totalmente determinados o bien totalmente solos. Finalmente reivindico, al igual que haré aquí de forma todavía más exigente, un cierto regreso a la ciencia académica y a la investigación independiente y públicamente costeada. En la segunda obra, Evolución: puente entre dos culturas, defiendo una vía continental, con precedentes bien conocidos en la cultura europea, de lo que sería el regreso a una unificación de saberes científicos y humanísticos. Y la teoría de la evolución es el puente ideal, probablemente el mejor de todos los posibles, para retomar de nuevo esa vieja aspiración ilustrada que debiera cristalizar en un regreso a los saberes clásicos de la educación, considerando la ciencia como el primero de ellos” [13].
En el libro Naturaleza y futuro del hombre pretende ir más allá de la naturalización darwinista y tratar de responder al nihilismo y pesimismo existencial que plantea la elevación del darwinismo o del determinismo génico dawkinsiano a tesis metafísica –el ser humano sería un mero accidente en la historia de la evolución y la vida humana una estrategia al servicio de la supervivencia de los genes– con la tesis de la transevolución y la transhumanización, es decir, un nuevo estadio en la historia de la evolución caracterizado por la capacidad, insospechada hasta ahora, de intervenir directamente en el control y dirección del proceso evolutivo planetario y humano:
“Sostengo, frente a tal pesimismo existencial, la tesis de la capacidad de ese ser singular que llamamos hombre de poder subvertir su naturaleza, esté o no gobernada por tales replicadores [sc. génicos]. La historia de nuestra especie es una historia de intervencionismo progresivo, progresivamente más racional, que pone de manifiesto que ha ido dominando, en clave interna, su naturaleza y, en clave externa, la naturaleza de otros entes. La única forma de obviar, además, el nihilismo derivado de conocer que somos productos de la evolución del Universo y, dentro de él, del planeta Tierra, y que estamos aquí igual que podríamos no estar, es decidir qué vamos a hacer con nosotros mismos, con el buen entendimiento de que disponemos, y saber que dispondremos, cada vez más, de capacidad para intervenir en lo natural… Los hitos fundamentales de la cultura de nuestro tiempo nos sugieren mundos y entes radicalmente nuevos y artificiales. La evolución no es que se detenga, sino que estamos en condiciones de orientarla, e ir haciéndolo de forma progresivamente más efectiva” [14].
Todos estos temas se continúan en el libro que presentamos, Biología y Espíritu, pero matizando tesis anteriores y acercándose a la teología y visiones espirituales del ser humano y del universo, con las que se encuentra cada vez más próximo por la propia evolución de su pensamiento que, incorporando fenómenos como la constatación en la materia de un proceso de emergencias de complejidad ascendente, termina postulando la aceptabilidad racional de una interpretación en clave de proceso de espiritualización creciente del ser humano y del universo, próxima a interpretaciones de raíz teológica (dialoga, en concreto, con Teilhard de Chardin, Dobzhansky y Tipler), tal como deja apuntadas ya en el prólogo: “algunas de las tesis que trato aquí difieren en forma sustancial respecto de concepciones previas. La primera tiene que ver con el papel de la ciencia y su relación con otras formas de conocimiento. Así, mientras que en el pasado sostenía la tesis de la competitividad de la ciencia con respecto a otras formas de aprehensión de la verdad o la realidad de los entes, ahora abogo por una necesaria reconciliación entre ciencia y no ciencia, reconciliación que entiendo fundamental, esencial, para dar sentido a la existencia. La segunda está relacionada con la naturaleza de la transformación humana y su eventual evolución hacia entes progresivamente menos materiales. En obras previas he estado más próximo a la radical contingencia del ente humano, mayor que la de cualquier otro ente vivo. Ahora esbozo la posibilidad de un proceso de evolución natural de la materia hacia la complejidad, particularmente la de los entes vivos. Ciertas propiedades o características del ente humano, al igual que la emergencia en sí de la vida en su momento, podrían ser razonablemente aceptables aquí y en otros lugares del Universo. Finalmente, mientras que en el pasado he llevado a cabo reflexiones, con cierto soporte racional, en torno al futuro del hombre, aquí exploro la eventual convergencia que esa tesis tiene con cosmovisiones y teologías, en la medida en que unas y otras dan soporte o se apoyan en la espiritualización del ente humano y del Universo” [15].
Andrés Moya representa un intento serio por superar el divorcio entre las “dos culturas”. Cientista convencido pero no ingenuo y filósofo lúcido, oscila entre las dos sensibilidades, consciente tanto de los retos acuciantes que se plantea la ciencia como de los retos que la ciencia plantea. Distingue, siguiendo a Castrodezza, dos tipos de ciencia, la “ciencia faústica” y la “ciencia prometeica” [16]. La ciencia faústica se caracterizaría, podríamos decir, por una desmesura epistemológica (omnisciencia) y por una supuesta neutralidad ética (omnipotencia del imperativo técnico), mientras que la ciencia prometeica se caracterizaría por una mesura epistemológica basada en el racionalismo crítico y en la responsabilidad social.
Pero una cosa es reconocer en principio y explícitamente –como repite Moya– la legitimidad de una pluralidad de fuentes de conocimiento, además de la ciencia, para dar cuenta de la complejidad de la experiencia humana en el mundo, y otra es el intento de conciliación entre ellas desde la primacía de la ciencia. Aunque intenta “pensar desde la ciencia”, el topos científico condiciona el pensar. Hasta tal punto que, no solo la naturaleza, sino el futuro del ser humano se cuestionan desde la misma ciencia.
Moya propone los conceptos de “transevolución” y “transhumanismo” para describir el futuro del ser humano, a partir del desarrollo reciente de las tecnociencias y la potencialidad de que un proceso creciente de artificialización complete, supere, transforme, y también problematice, la naturaleza humana. La relevancia de este proceso, que conduce de la naturalización darwiniana a la desnaturalización postdarwiniana del ser humano, se intuye en las expectativas novedosas que genera la tecnociencia y que nuestro biólogo/filósofo no duda en calificar de “tercera revolución copernicana” con consecuencias extraordinarias de naturaleza ontológica para el ser humano.
Para el filósofo alemán no se puede pensar desde la ciencia, aunque la ciencia remite necesariamente a “otro lugar”, al terreno del pensar poético. Y esta remitencia dejaría en evidencia el abismo insuperable que media entre ambos. Heidegger estaría insinuando que habría que abandonar la lógica occidental del pensar objetivante, dar cuenta del desarrollo de este modo de pensar y abrirse al ser, que no se deja demostrar sino solo mostrar, en los indicios poéticos de un lenguaje referido a sí mismo como casa propia en la que habita el ser humano.
En el fondo late la cuestión de cuál es el lugar propio del pensamiento, si las ciencias o las humanidades; un viejo debate cuya solución, intuyó Heidegger, vendría de más allá de las versiones habituales del cientificismo y del humanismo, y que Andrés Moya [2] cree superado, gracias a Darwin y a la teoría de la evolución.
Pensar desde la ciencia
Snow popularizó con la expresión “las dos culturas” el divorcio existente entre las dos mentalidades en que creía ver cristalizado el modo de ser occidental, la humanística y la científica, y apuntó a la posibilidad de una “tercera cultura”, que Brockman pensó “más allá de la revolución científica” y que superaría el puente entre las dos anteriores [3].
Entre cientificismo –solo materia y, por tanto, solo ciencia: superioridad y exclusividad de las “ciencias de la naturaleza” (Naturwissenschaften) en la obtención de conocimiento objetivo por medio del método científico empírico/positivo– y humanismo –solo espíritu y, por tanto, superioridad y singularidad de las “ciencias del espíritu” (Geistwissenschafen) para dotar de singularidad al ser humano respecto de los otros seres a partir del lenguaje y la simbolización– existe un territorio mestizo, propiciado por el avance de las recientes ciencias de la vida y la teoría de la evolución, que obliga a pensar desde la ciencia cuestiones que parecían patrimonio exclusivo de las humanidades: la naturaleza y sentido del ser humano y de la vida.
La revolución copernicana que permitió someter a observación y experimento al mundo inanimado, materia muerta, explicándolo a partir de leyes físicas, ha culminado en la revolución darwiniana, que se atrevía a explicar el mundo vivo como materia viva, incluida la materia humana, a partir de leyes biológicas y evolutivas, un terreno que en principio parecía vedado a la ciencia experimental. Con ello la especie humana pasaba a formar parte de la historia de la vida en unidad de destino azaroso con el resto de las especies vivas.
A partir de entonces, las preguntas metafísicas sobre el ser humano y la vida pasan inexorablemente por la ciencia, por los hallazgos biológicos en biología molecular y evolutiva, biogénetica, bioquímica, neurobiología, sociobiología, psicología evolutiva, biocomputerización, etc. Y, en el ámbito de la biología, sabemos desde Dobzhanski que “nada tiene sentido sino a la luz de la teoría de la evolucion” [4].
La acusación de cientificismo dirigida contra la ciencia, con la intención de descalificarla globalmente en cuanto instancia válida para dar razón de la singular condición humana, descansa frecuentemente, además de en otras razones pertinentes, en la ignorancia proverbial que demuestran los humanistas en cuestiones de ciencia. Ignorancia similar –también urge decirlo– a la que demuestran científicos en cuestiones humanísticas, descalificadas precipitadamente como cuestiones sin sentido porque no se dejan reducir al lecho de Procusto del método empírico.
Contra este desencuentro, poco ilustrado, se multiplican en la actualidad los ejemplos de científicos que se “atreven” a hacer filosofía y de filósofos que se “convierten” a la ciencia. Andrés Moya muestra su convencimiento de que se debe y se puede superar ese hiato profundo entre las dos almas en que habría desembocado nuestra cultura occidental, a partir, sobre todo, de los avances que la biología evolutiva, y en general las ciencias de la vida, podrían proporcionar como territorio común sobre el que pensar y desde el que pensar.
La teoría de la evolución darwiniana ha transformado radicalmente el ámbito del saber sobre el ser humano, la vida y el mundo. Ya no se puede hacer filosofía, ni teología ni ética, sin tener en cuenta la revolución darwiniana que naturaliza definitivamente la realidad, cualquier realidad, incluida la humana. Las cuestiones “humanísticas” también se pueden explicar desde las ciencias de la vida. Las cuestiones “científicas” son las auténticas cuestiones, dignas de ser pensadas; porque la ciencia ya no es simplemente ciencia “positiva”, sino también interpretación, ciencia “hermenéutica” que genera una nueva visión de la realidad, una nueva cosmovisión, que entra en competencia con otras cosmovisiones no científicas. Para nuestro biólogo evolutivo, se está en condiciones de poder invertir el dictum heideggeriano y afirmar resueltamente que la ciencia piensa y que se debe pensar desde la ciencia [5].
El antagonismo entre las dos culturas se supera aceptando la base interpretativa, el marco hermenéutico, que ofrecen las ciencias de la evolución. “La ciencia, una forma de conocimiento de la realidad, nos ha llevado muy lejos –afirma Moya–. Estamos en situación de plantear aproximaciones racionales y convincentes sobre el origen y evolución del universo, la materia, la vida y el hombre. La ciencia no es solamente conocimiento positivo. La ciencia reinterpreta o, dicho de otro modo, bajo la ciencia reconsideramos tesis clave del pensamiento tradicional.
La naturaleza de las teorías sobre el origen y evolución del universo nos predispone a preguntarnos por el significado de nuestra existencia. Son, ciertamente, las mismas cuestiones sobre las que la humanidad ha venido reflexionando desde sus albores, pero contempladas ahora por la ciencia” [6]. El refugio tradicional en “lo inefable”, estrategia para salvar un reducto propiamente humanístico y sustraído a la ciencia positiva, se desvela y se deja explicar científicamente: “La ciencia se convierte, de forma creciente, en permanente ganadora de terreno al mar de lo inefable”, porque “desde la ciencia ″se puede interpretar″ el conocimiento general” [7].
La inversión demandada –pensar desde la ciencia– descansa, para Moya, en la constatación creciente de que la ciencia no es “una forma más de conocimiento”, desacreditada además por la mentalidad humanística como forma particular y metodológicamente reduccionista; sino la forma esencial del conocimiento como tal y base explicativa del funcionamiento de las otras.
La ciencia podría convertirse en protofilosofía, en filosofía primera, que Moya denomina “metafilosofía” o “metafilosofía científica” [8]: no una filosofía de la ciencia que otorgaría papel preponderante sobre la ciencia a la filosofía considerada como metalenguaje, sino una ciencia de la filosofía o metafilosofía científica que piensa la realidad, la verdad y el conocimiento desde la teoría/hecho de la evolución como punto de partida y clave explicativa de nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos, de nuestras ideas y de nuestros comportamientos, de nuestras teorías y sistemas culturales, éticos, artísticos y religiosos. “La ciencia no es ″una forma más de conocimiento″.
Aun cuando existen muchas formas de conocer… creo que la ciencia ″es un lenguaje″ de una guisa diferente; es más fundamental, más elemental, con capacidad tanto para dar una explicación final de lo inefable, como para poder permitir esos otros lenguajes constituidos por las diferentes formas en cómo se puede explicitar el juego primigenio” [9]. La ciencia, según Moya, fiel al viejo ideal de la tradición filosófica/científica griega, intenta “explicar lo inefable”, desvelar lo implícito, descubrir la verdad [10].
Sin embargo, en ningún caso aboga nuestro filósofo/científico por un cientificismo que redujera la ciencia a método de medida, análisis y cálculo, orientado a la consecución de logros prácticos a cualquier precio, alejándose de la búsqueda de la verdad y de la comprensión global de la realidad, y desdeñando cualquier otra fuente de conocimiento desde la convicción excluyente de poseer una explicación definitiva para todo [11].
La ciencia seria no puede ser ajena a fenómenos como la complejidad creciente, la aleatoriedad y la indeterminación, la emergencia de estructuras dotadas de características inexplicables desde sus partes constituyentes, la inabarcabilidad gnoseológica de la realidad o el carácter provisorio de la investigación científica, y el desarrollo incipiente y prometedor de nuevas ramas de la ciencia.
Postula una síntesis de la tradición humanística y filosófica, a partir del nuevo marco epistémico proporcionado por la teoría de la evolución, que permite una relectura de sus contenidos tradicionales desde una nueva perspectiva evolucionista. Utiliza los conceptos de ciencia prometeica y de ciencia faústica para intentar armonizar la distinción entre una ciencia más filosófica, la primera, guiada por la búsqueda incansable y honesta de la verdad, que aspira a la comprensión global de la realidad y a responder a las cuestiones existenciales y éticas del ser humano; y una ciencia más pragmática, la segunda, orientada a la aplicación práctica del conocimiento y a la intervención transformadora en el mundo, más sometida a imperativos tecnoeconómicos y a intereses inmediatistas [12].
Andrés Moya, científico/filósofo, Premio Nacional de Genética 2012, encarna el prototipo de intelectual con doble alma. En él se hace verdad el “tanto monta, monta tanto”, tanto el científico como el filósofo: un científico con alma humanista y un humanista con alma científica, un híbrido y prototipo del diálogo fecundo entre las ciencias y las humanidades, que reclama la síntesis de ambas –originariamente unidas en los albores de nuestra cultura de raíz griega y lamentablemente enfrentadas durante largos periodos de nuestra historia cultural e intelectual–, recuperando para ello la pasión por el conocimiento y la verdad.
Pensamiento en evolución
El mismo Moya describe la evolución de su pensamiento a partir de sus últimos libros, fundamentalmente biofilosóficos, en los que pretende hacer, más que filosofía de la biología, biología de la filosofía, es decir, repensar los grandes temas humanísticos a la luz del pensamiento evolucionista.
“En Pensar desde la ciencia abogo por el pensar independiente y no cientificista desde la ciencia, reclamando para ella el interés legítimo por entrar en la arena de los grandes asuntos que siempre han interesado al pensamiento occidental. También sostengo la tesis del carácter melancólico del hombre de ciencia que, ahora, queda obviada al plantear una solución, de corte científico, al nihilismo que supone el sabernos bien totalmente determinados o bien totalmente solos. Finalmente reivindico, al igual que haré aquí de forma todavía más exigente, un cierto regreso a la ciencia académica y a la investigación independiente y públicamente costeada. En la segunda obra, Evolución: puente entre dos culturas, defiendo una vía continental, con precedentes bien conocidos en la cultura europea, de lo que sería el regreso a una unificación de saberes científicos y humanísticos. Y la teoría de la evolución es el puente ideal, probablemente el mejor de todos los posibles, para retomar de nuevo esa vieja aspiración ilustrada que debiera cristalizar en un regreso a los saberes clásicos de la educación, considerando la ciencia como el primero de ellos” [13].
En el libro Naturaleza y futuro del hombre pretende ir más allá de la naturalización darwinista y tratar de responder al nihilismo y pesimismo existencial que plantea la elevación del darwinismo o del determinismo génico dawkinsiano a tesis metafísica –el ser humano sería un mero accidente en la historia de la evolución y la vida humana una estrategia al servicio de la supervivencia de los genes– con la tesis de la transevolución y la transhumanización, es decir, un nuevo estadio en la historia de la evolución caracterizado por la capacidad, insospechada hasta ahora, de intervenir directamente en el control y dirección del proceso evolutivo planetario y humano:
“Sostengo, frente a tal pesimismo existencial, la tesis de la capacidad de ese ser singular que llamamos hombre de poder subvertir su naturaleza, esté o no gobernada por tales replicadores [sc. génicos]. La historia de nuestra especie es una historia de intervencionismo progresivo, progresivamente más racional, que pone de manifiesto que ha ido dominando, en clave interna, su naturaleza y, en clave externa, la naturaleza de otros entes. La única forma de obviar, además, el nihilismo derivado de conocer que somos productos de la evolución del Universo y, dentro de él, del planeta Tierra, y que estamos aquí igual que podríamos no estar, es decidir qué vamos a hacer con nosotros mismos, con el buen entendimiento de que disponemos, y saber que dispondremos, cada vez más, de capacidad para intervenir en lo natural… Los hitos fundamentales de la cultura de nuestro tiempo nos sugieren mundos y entes radicalmente nuevos y artificiales. La evolución no es que se detenga, sino que estamos en condiciones de orientarla, e ir haciéndolo de forma progresivamente más efectiva” [14].
Todos estos temas se continúan en el libro que presentamos, Biología y Espíritu, pero matizando tesis anteriores y acercándose a la teología y visiones espirituales del ser humano y del universo, con las que se encuentra cada vez más próximo por la propia evolución de su pensamiento que, incorporando fenómenos como la constatación en la materia de un proceso de emergencias de complejidad ascendente, termina postulando la aceptabilidad racional de una interpretación en clave de proceso de espiritualización creciente del ser humano y del universo, próxima a interpretaciones de raíz teológica (dialoga, en concreto, con Teilhard de Chardin, Dobzhansky y Tipler), tal como deja apuntadas ya en el prólogo: “algunas de las tesis que trato aquí difieren en forma sustancial respecto de concepciones previas. La primera tiene que ver con el papel de la ciencia y su relación con otras formas de conocimiento. Así, mientras que en el pasado sostenía la tesis de la competitividad de la ciencia con respecto a otras formas de aprehensión de la verdad o la realidad de los entes, ahora abogo por una necesaria reconciliación entre ciencia y no ciencia, reconciliación que entiendo fundamental, esencial, para dar sentido a la existencia. La segunda está relacionada con la naturaleza de la transformación humana y su eventual evolución hacia entes progresivamente menos materiales. En obras previas he estado más próximo a la radical contingencia del ente humano, mayor que la de cualquier otro ente vivo. Ahora esbozo la posibilidad de un proceso de evolución natural de la materia hacia la complejidad, particularmente la de los entes vivos. Ciertas propiedades o características del ente humano, al igual que la emergencia en sí de la vida en su momento, podrían ser razonablemente aceptables aquí y en otros lugares del Universo. Finalmente, mientras que en el pasado he llevado a cabo reflexiones, con cierto soporte racional, en torno al futuro del hombre, aquí exploro la eventual convergencia que esa tesis tiene con cosmovisiones y teologías, en la medida en que unas y otras dan soporte o se apoyan en la espiritualización del ente humano y del Universo” [15].
Andrés Moya representa un intento serio por superar el divorcio entre las “dos culturas”. Cientista convencido pero no ingenuo y filósofo lúcido, oscila entre las dos sensibilidades, consciente tanto de los retos acuciantes que se plantea la ciencia como de los retos que la ciencia plantea. Distingue, siguiendo a Castrodezza, dos tipos de ciencia, la “ciencia faústica” y la “ciencia prometeica” [16]. La ciencia faústica se caracterizaría, podríamos decir, por una desmesura epistemológica (omnisciencia) y por una supuesta neutralidad ética (omnipotencia del imperativo técnico), mientras que la ciencia prometeica se caracterizaría por una mesura epistemológica basada en el racionalismo crítico y en la responsabilidad social.
Pero una cosa es reconocer en principio y explícitamente –como repite Moya– la legitimidad de una pluralidad de fuentes de conocimiento, además de la ciencia, para dar cuenta de la complejidad de la experiencia humana en el mundo, y otra es el intento de conciliación entre ellas desde la primacía de la ciencia. Aunque intenta “pensar desde la ciencia”, el topos científico condiciona el pensar. Hasta tal punto que, no solo la naturaleza, sino el futuro del ser humano se cuestionan desde la misma ciencia.
Moya propone los conceptos de “transevolución” y “transhumanismo” para describir el futuro del ser humano, a partir del desarrollo reciente de las tecnociencias y la potencialidad de que un proceso creciente de artificialización complete, supere, transforme, y también problematice, la naturaleza humana. La relevancia de este proceso, que conduce de la naturalización darwiniana a la desnaturalización postdarwiniana del ser humano, se intuye en las expectativas novedosas que genera la tecnociencia y que nuestro biólogo/filósofo no duda en calificar de “tercera revolución copernicana” con consecuencias extraordinarias de naturaleza ontológica para el ser humano.
“Tercera revolución postdarwinista”
“La tercera revolución copernicana –asegura Moya– va a consistir en continuar, en forma más eficiente y racional que hasta ahora, el proceso de transformación de lo natural. La transevolución y la transhumanización describen esta tercera revolución conceptual, científica y tecnológica, ciertamente, pero también ontológica” [17].
Primero, el desplazamiento de la Tierrra de la centralidad cósmica por parte de la teoría heliocéntrica de Copérnico, convertida ahora en planeta orbitando alrededor del sol; después, el desplazamiento del hombre de la centralidad de la naturaleza por la teoría de la evolución y la selección natural de Darwin, convertido ahora en animal genealógica y fisiológicamente, ontogenética y filogenéticamente, emparentado con la naturaleza viva; y, finalmente, el desplazamiento de la animalidad a la artificialidad, debido a la capacidad de intervención, planificación y control del curso de la evolución por parte de la tecnociencia.
El poder de la ciencia y la ciencia como poder es un hecho que, por primera vez en la historia de la evolución, pone al ser humano ante la posibilidad de transformar, no solo la naturaleza no humana, sino la misma naturaleza humana, dirigiendo así el proceso de la evolución. Esta conciencia postdarwinista de ser, no solo efecto y fruto azaroso de una evolución ciega, sino causa y artífice consciente de una evolución dirigida y controlada por el ser humano, tiene consecuencias epistemológicas en la teoría científica y consecuencias antropológicas en la concepción del ser humano.
Las consecuencias epistemológicas tienen que ver con la revisión necesaria de la teoría de la evolución y algunos de sus postulados que hoy parecen simplistas. La idea de transevolución implica la revisión de la teoría de la selección natural darwiniana, mutación por azar y adaptación al entorno. La evolución ha devenido compleja. El control del proceso de la evolución natural pasa a manos del animal humano y abre un futuro incierto, tan prometedor como alarmante, para la biosfera y para la especie humana.
Podríamos estar asistiendo a la rebelión del ser humano contra los determinantes ciegos de su destino y al advenimiento de un nuevo reino de libertad y creatividad, más allá de la naturaleza biológica y sus dictados. Somos animales pero (cada vez más) desnaturalizados, podríamos decir utilizando un oxímoron. Se nos antoja interpretar la idea de transevolución de Moya como el culmen y cierre del bucle humanista de Pico della Mirandola (plasticidad y autocreación), del programa baconiano de la “nueva ciencia” (saber-dominio-progreso), del espíritu cientista comteano (la era de la ciencia como estadio final del progreso histórico y triunfo del espíritu positivo) y del vitalismo nietzscheano (superhombre como autocreación).
Una síntesis que mezcla motivos “cientistas” y motivos “humanistas” bajo el leitmotiv de la potencialidad autoorganizativa, autotélica y autocreativa de la naturaleza, especialmente de la naturaleza “científica” humana. Como científico humanista que es, en el sentido de reconocer a las humanidades legitimidad gnoseológica, Moya no se resigna a ceder la última palabra a la explicación determinista de la conducta humana. Los replicadores dawkinsianos no tienen la última palabra. Estamos determinados a la indeterminación y cada vez más, porque podemos hoy (y en el futuro), más que nunca, ser artífices de nosotros mismos y de nuestro destino. De lo contrario habría que aceptar un pesimismo nihilista contra el que, no solo intuitivamente, sino también tecnocientíficamente cabe resistirse:
“Tanta darwinización conduce necesariamente al pesimismo de que ni nosotros ni el mundo somos algo que esté en nuestras manos modificar o transformar. Desde la tesis de la darwinización de nuestra naturaleza, como la de cualquier otra entidad biológica, no somos más que un producto que maximiza el éxito de supervivencia de nuestros replicadores. Llegar a semejante tesis es aceptar cierto pesimismo vital al poner nuestro destino en manos ajenas, por internas que sean” [18].
La libertad no es una pura ilusión mientras los genes persiguen su ganancia particular, su multiplicación y supervivencia. Creerlo así, supondría incurrir en un fatalismo ciego que suplantaría vía naturalización a la anterior deidad y su designio oculto. No se sale del determinismo teológico con otro determinismo, ahora biológico. Su crítica a Dawkins es contundente:
“El giro copernicano al que el proceso de naturalización de Darwin nos condujo –y que culmina con las tesis sobre el poder de los replicadores a múltiples escalas, no sólo las biológicas sino también las culturales y las sociales–, sólo puede subvertirse con otro giro de similares características. De otra forma estamos abocados al pesimismo existencial y al nihilismo. El poder de los replicadores como fuerzas ciegas que no se avienen a consideración alguna, excepto a la de su perpetuación, reemplaza el control que las deidades han venido ejerciendo sobre nosotros a lo largo de la historia. No deja de ser paradójico observar cómo el desvelamiento de lo mítico e inefable –aquello que nos ataba y frente a lo que no podíamos más que rendirnos– nos dispone ahora en una situación similar, o si cabe peor, porque ahora es conocido lo que nos ata y controla. Sabemos, en una palabra, lo que los replicadores pretenden. Pero en la medida en que no podemos actuar sobre ellos, estamos sujetos a su dictamen” [19].
Del “ni diseño ni diseñador”, pasando por el “diseño sin diseñador”, se acaba por desembocar en el “diseño con diseñador”, aunque ahora secularizado e inmanente, en una doble alternativa: el diseño diseñado por la intencionalidad de los genes o el diseño diseñado por la intencionalidad del ser humano. Moya se apuntaría a esta segunda opción [20]. Pareciera que estamos a punto de subvertir el “orden” natural y biológico e imponerle una finalidad y un sentido (teleología) exclusivamente humanos. Vivimos ya en una nueva época: la era de la transevolución y de la transhumanización, más allá de Darwin y Dawkins.
La tesis de Moya es tan clara como valiente por crítica con la concepción estándar de la teoría de la evolución: “El pesimismo darwiniano nos sugiere que es puro autoengaño suponer que tenemos capacidad para intervenir sobre los replicadores dawkinsianos. Pero: ¿lo es realmente? La tesis que deseo defender aquí es la contraria, a saber: que el proceso de evolución natural tiene un límite; se contiene o se controla de forma creciente con el inicio por nuestra parte de la transevolución y la transhumanización” [21].
Las consecuencias antropológicas tienen que ver con la idea de transhumanización. Esta idea devuelve al homo sapiens sapiens a la centralidad antrópica moderna, noocéntrica y tecnocientífica. El animal sapiens tiene un poder capaz de subvertir la naturalización. Subversión de lo natural significa rebelión contra el determinismo dawkinsiano y contra el pesimismo nihilista al que aboca: “Si el naturalismo… impregna de forma más o menos consciente toda nuestra trayectoria vital, urge pensar si la artificialización podrá o no subvertir el orden, desconocido y difuso, aunque cada vez menos, que la naturalidad impone.
Las consecuencias son importantes desde un punto de vista ontológico, porque cabe pensar la posibilidad de imaginar un mundo no darwinizado o, dicho de otro modo, un mundo transevolucionado y transhumanizado donde lo natural se subvierte” [22]. Y no solo se refiere a la intervención sobre la naturaleza exterior (algo que el homo sapiens viene haciendo desde el neolítico), sino también a la intervención racional y consciente sobre la propia naturaleza; intervención que podría cambiar su estatuto ontológico hasta la generación de nuevas especies no humanas, posthumanas o transhumanas:
“Existe la posibilidad de la alteración del estatus ontológico de nuestra especie en una suerte de ejercicio de evolución sobrevenida, controlada, la cual en modo alguno es una continuidad de la evolución biológica sino, en todo caso, de su progresivo aminoramiento y eventual reemplazamiento por un modo de intervencionismo racional, transevolutivo” [23]. El futuro surgido de una intervención racional, creciente y deliberada, será un futuro transnaturalizado y transhumano, un nuevo estadio en la historia de la evolución (cada vez más “humana”):
“Los transhumanos particularmente no van a ser seres naturales y, en todo caso, podrán dictar su destino de forma plena, pues no estarán sometidos al díctum de su naturaleza genético-biológica… no serán sus genes los que jueguen con ellos, sino ellos quienes jueguen con sus genes. En la medida en que esa naturalidad sea subvertida, dominada, comprendida, modificada, estamos hablando de un estadio de la historia de la vida en el cual el hombre será superado, un estadio de transhumanización… En él, la socio-cultura, aunque persistiendo, tendrá menos relevancia que lo natural transformado en la conformación y organización de la sociedad futura” [24].
Reserva “humanista” contra la “ciencia faústica”
Y, sin embargo, el biólogo/filósofo advierte contra el intervencionismo arbitrario de una ciencia “faústica, basada en el experimento del a ver qué pasa” [25], una tecnociencia que, creyendo disponer de un conocimiento último sobre la naturaleza de las cosas y, por tanto, de una teoría final, se atreve a intervenir irresponsablemente, guiada únicamente por el prurito faústico de poder y saber. Pero un conocimiento total es algo todavía muy lejano, dada la evidencia creciente de una complejidad inabarcable en todos los órdenes de conocimiento y de los propios límites epistemológicos del conocimiento humano. Moya es consciente del carácter provisorio de las teorías científícas y sus resultados:
“Toda la tecnociencia del momento, o muy buena parte de ella, está montada sobre teorías científicas que se nos presentan como más o menos acabadas, lo que no deja de ser una burda apreciación de lo que acontece en realidad. La ciencia del momento ha descubierto que el mundo está transido de fenómenos de complejidad emergentes, algo que no se circunscribe al dominio de lo vivo y lo mental. Toda la física moderna nos muestra, también, la presencia de complejidad emergente” [26].
Y ello, además, debido no solo a la condición metodológicamente limitada de la ciencia –reduccionismo positivo–, sino también por la naturaleza misma de toda emergencia –indeterminación ontológica– que hace “imposible predecir los cambios cualitativos que causarán hechos menores en otros de mayor envergadura e implica la imposibilidad de controlar los fenómenos”, como afirma Laughlin a quien cita Moya [27].
Ni en el ámbito de la genómica ni en el campo de la conciencia contamos con conocimiento exhaustivo y certeza absoluta sobre la naturaleza y prodecimientos propios de esos campos, ni con capacidad para hacer predicciones seguras sobre los resultados de un intervencionismo precipitado e irresponsable. Una ciencia seria, que solo puede ofrecer probabilidad estocástica y no predicción exhaustiva, no debiera ponerse al servicio de operaciones de calado cuya reversibilidad no estuviera garantizada; porque “… sería temerario, a día de hoy, sostener que estamos en condiciones de proceder con intervenciones de amplio calado sobre nuestro genoma o sobre nuestro cerebro, porque disponemos de un conocimiento (prometeico) de naturaleza suficiente” [28].
Estamos lejos de poder disponer de una teoría final de casi nada, por más de que contemos con mucha ciencia y muchos conocimientos particulares sobre campos específicos que se pueden dar por válidos (componentes de la materia, leyes de la mecánica cuántica, evolución biológica, código genético, computerización del cerebro, etc), mientras operan en ámbitos de actuación circunscritos a lo límites definidos por las respectivas teorías específicas; pero no disponemos de una teoría final que diera cuenta de la complejidad, por ahora irreductible, de la realidad en general y ni siquiera de la materia viva [29].
Incluso, va más allá: “Y, en todo caso, asumiento una presencia en el mundo físico de los teoremas de Gödel y derivaciones posteriores, hemos de ser conscientes de que la disponibilidad de las leyes, las reglas y todos los componentes que intervienen en un determinado fenómeno no garantizan su control absoluto. Cierta indeterminación es previsible que podría estar en la base de futuras emergencias y nuevos fenómenos” [30].
Por eso, postula Moya, por una parte, la necesidad urgente de una reflexión y evaluación críticas, cuando la ciencia en curso no está en condiciones de garantizar el éxito de intervenciones sobre la base de teorías insuficientes, incapaces de anticipar el resultado pretendido, especialmente cuando se trata de actuaciones sobre la especie humana; y, por otra parte, apela a la necesidad de poner en escena un “pensamiento múltiple”, para “introducir la historia, la sociología, aquellas políticas que en su momento adoptaron decisiones sobre supuestas bases científicas que resultaron ser auténticos atentados contra la inteligencia y, por descontado, contra la dignidad humana de los seres masacrados” [31].
Entre otras cosas, porque, desde el punto de vista epistémico, una teoría final significaría el final de la teoría –la certeza absoluta es un objetivo deseable, pero indisponible–; y, porque, desde el punto de vista ético, intervenir irresponsablemente en la alteración de la naturaleza, humana y no humana, a partir de una teoría insuficiente podría significar el final de la naturaleza y de la humanidad.
Evolución y espiritualidad
En el presente libro, Biología y Espíritu, reconoce Moya que nos encontramos con el hecho de que la única especie capaz de reconstruir su historia evolutiva es el hombre y, por ello, la única que se pregunta por el sentido o sinsentido de dicha consciencia. La teoría de la evolución darwiniana puede explicar, a través de la selección natural, la común genealogía de nuestra especie con un ancestro compartido por todos los seres vivos (al menos, eucariotas), las mutaciones debidas al azar y la adaptación al medio, la supervivencia y reproducción de los más aptos, las diferencias de grado en los phyla y poco más.
Pero las ciencias recientes (biología molecular y poblacional, bioquímica y genética) ponen en evidencia que el proceso de la vida tiende a una progresiva complejidad, a emergencias creativas que no se explican en términos exclusivamente darwinianos, a la presencia de necesidad creciente y no solo de azar para poder dar cuenta de los procesos de autoorganización pertinaces, a la constancia de un dinamismo continuo que apunta a diversificación permanente y complejidad ascendente que culmina en la conciencia como hecho evolutivo que demanda sentido.
Moya –si lo interpretamos correctamente– reconoce que contemplar el hecho de que la evolución natural haya engendrado la conciencia obligaría a preguntarse honestamente por la cuestión del sentido de la conciencia de esta historia que la ciencia revela, más allá (o precisamente por eso) de que su origen haya sido natural, azaroso y selectivo. ¿Por qué o para qué hemos llegado a ser entes racioespirituales? ¿De qué nos sirve? ¿Qué hacer con nuestra inteligencia? Responder que la inteligencia juega un papel funcional, como cualquier otra herramienta evolucionada, al servicio de necesidades adaptativas al medio y del medio a nuestras necesidades, no es sino afirmar algo obvio. Pero la capacidad de intervención del animal humano ha devenido crecientemente racional/irracional, no únicamente al servicio de intereses de mera supervivencia biológica, sino al servicio de otros intereses que responden a otras necesidades y otras lógicas que incluso pudieran resultar contrarias a la propia supervivencia, como la lógica de saber, la lógica de poder o la lógica del amor.
La propia ciencia lo que ha generado es una nueva realidad, la realidad del pensamiento y su producto autónomo, el mundo del conocimiento y del espíritu, la ciencia como transcendencia. Que la evolución haya engendrado la singular conciencia humana debiera tener algún sentido, además de un significado pragmático, si no se renuncia a la inteligibilidad de lo real como supuesto necesario para la misma ciencia. Moya no renuncia a esto, fiel a la tradición filosófica, aunque repensada e interpretada desde la ciencia. ¿En qué sentido se podría hablar de trascendencia desde la propia ciencia?
La ciencia trasciende, en un primer sentido, en tanto va más allá del ente concreto y desvela su verdad oculta (acepción clásica de la verdad como aletheia, desvelamiento); la ciencia trasciende, en un segundo sentido, en tanto va más allá de la esencia natural de los entes y crea deliberadamente otros (poiesis/techne, acepción tecnocientífica), trascendiendo incluso la naturaleza externa y la naturaleza propia. Una ciencia seria que piensa y actúa trasciende la naturaleza, no la reproduce ni sirve a su reproducción necesariamente (otra cuestión es de si para bien o para mal).
Tanto si se considera al ser humano como producto final o producto singular de la evolución, el hecho es que el hombre se rebela contra la esclavitud genética y puede intervenir incluso sobre los genes. ¿Se han equivocado de estrategia los genes dawkinsianos, geniecillos ocultos que nos utilizan para autoreplicarse, mientras nos permiten vivir ilusoriamente una apariencia de libertad y conciencia? ¿Han generado los genes la posibilidad de que la ilusión se convierta en realidad? Pero en ese caso un nuevo salto cualitativo se está produciendo desde la propia ciencia, la conciencia del hecho y la trascendencia del mismo.
Transevolución y transhumanismo representarían desde esta óptica la trascendencia naturalista del espíritu sobre la misma naturaleza que en el ser humano deviene autotrascendencia consciente, naturaleza autotrascendente.
“El espíritu es la interacción de la materia”, como reconoce Moya [32]. Esa interacción, crecientemente compleja, ha producido el “espíritu”, experiencia explicable, para Moya, en su génesis y configuración desde una perspectiva exclusivamente naturalista:
“Son, precisamente, la evolución biológica, la historia de la vida y el proceso de complejificación e interactividad de lo orgánico los que acaban segregando el espíritu”; pero constituyendo el ámbito de lo espiritual (inteligencia, libertad, decisión moral, conciencia del yo) como un ámbito “donde la materia no parece agregar nada a su autonomía” [33], como emergencia cualitativamente diferente que aporta la propia conciencia de evolución y con ello la posibilidad de explicarla, controlarla y dotarla de sentido; un sentido que cabe interpretar desde la libertad de interacción consciente, desde ese “espíritu” creativo que ha aparecido en la historia evolutiva del cosmos, que podría interactuar ahora más allá del puro azar y la necesidad. “Parece… que la inteligencia es un carácter sin referente adaptativo, y si lo tiene, se trata de uno de reciente adquisición y que nos está jugando tanto buenas como malas pasadas” [34].
Ciencia, espiritualidad y sentido
Naturalizar el espíritu –siguiendo nuestra interpretación– podría significar para Moya, desde la perspectiva de la transevolución, entenderlo como materia que se autotrasciende, como espiritualización de la materia. Y espiritualidad podría entenderse como la tendencia a una complejidad creciente que conduce a la autoconciencia y la autotransformación. Materia y espíritu representan categorías complementarias dentro de una concepción monista de la realidad entendida como naturaleza viva y creativa. El avance de la ciencia permite imaginar “una ciencia que progresivamente, partiendo de supuestos materialistas, devendrá menos y menos materialista”, reconoce Moya [35].
Ni Nietzsche hubiera soñado que el superhombre pudiera llegar de manos de la ciencia, al menos de manos de la ciencia moderna contra la que expresaba conocidas reservas. Incluso nuestra desaparición en aras de nuevas creaturas, creadas “a nuestra imagen y semejanza”, más perfectas y más complejas, podría interpretarse como un episodio más de la misma evolución que no cabría en principio lamentar especialmente. Sin embargo, la cuestión del sentido preocupa a Moya, tanto del sentido científico como del sentido existencial que entiende como “tensión esencial”:
“La perplejidad que provoca la existencia es una constante a lo largo de la historia. El pensamiento sin asideros sobre nuestra existencia conduce a la angustia y la soledad. Tal ejercicio no va asociado a logro positivo alguno, y los logros positivos de la razón no sirven para satisfacer las inquietudes suscitadas por el pensamiento sobre el sentido de la existencia” [36]. Enfrentarse a la cuestión del sentido puede conducir para Moya a cuatro posturas: afirmar el absurdo, afirmar el sentido (desde el humanismo o desde la religión), suspender la cuestión o evitar/distraer la cuestión. Pero, en cualquier caso, “indefectiblemente estamos abocados, por la naturaleza de nuestra inteligencia, a pensar en el sentido de la vida” [37].
En escritos intimistas como éste, Pensar desde la ciencia, donde se deslizan confesiones sobre lecturas preferidas del autor, no es casual que cite a Unamuno, Kierkegaard o Nietzsche; y que considere al científico serio (él mismo) como “experimentador intimista”, imbuido de un talante trágico, condenado a la melancolía y soledad existenciales. Nada más elocuente que el lamento dramático que produce la conciencia de la cuestión del sentido y la impotencia de la racionalidad para responderla:
“Qué triste sino el haber llegado al punto de poder plantearnos el sentido de la vida y admitir que hay un océano inasible, aunque delimitado, que contiene todo ese conjunto de importantes asuntos de los que no podemos hablar. Estemos o no solos en el Universo, la realidad es que nuestra propia racionalidad, entendida ésta como la práctica de su producto más elaborado, la ciencia, nos pone ante una soledad existencial profunda. ¿Cuál? La de no saber qué hacemos aquí, y me resulta indiferente el que mi propia racionalidad me diga que no tiene sentido el preguntarme tal cosa. El sentido tiene sus límites, pero yo siento que no los tengo. La diferencia está cubierta por el océano de incertidumbre, ese que tiene múltiples componentes sobre los que nada podemos decir” [38].
La conciencia de existir, que es algo más, y diferente, que la conciencia de ser algo y de la conciencia de ser especie o de ser individuo, demanda sentido. El sentido al que apunta Moya, desde la racionalidad científica y la contingencia radical de nuestra naturaleza, es el sentido nietzscheano de autosuperación y autocreación. Si no se quiere incurrir en el nihilismo, y se quiere responder honestamente a la cuestión de la presencia de la cuestión del sentido del sinsentido al que arroja la propia racionalidad científica, entonces se puede encontrar una respuesta en la ciencia que también permite, además de la plena conciencia de la autocreación, la conciencia de poseer los medios para su realización.
La espiritualidad se traduce en autosuperación y autotrascendencia. Las alusiones explícitas a Nietzsche no dejan lugar a duda, aunque reinterpretado desde las ideas de transevolución y transhumanismo. Nietzsche revisado científicamente daría como resultado, para Moya, rescatar lo que entiende como el significado profundo de las tesis del filósofo vitalista sobre el superhombre, “nuestra radical y creciente capacidad de autointervención” [39]. Y, aunque cabe suponer que no compartiría sin reservas la postura nietzscheana de estar “más allá del bien y del mal” y aplicarla a la ciencia, uno nota que la perplejidad y la desazón por el futuro del hombre que alimenta la búsqueda de sentido de Moya requiere de algo más que solo ciencia fáustica y “más y más ciencia” prometeica [40].
“La tercera revolución copernicana –asegura Moya– va a consistir en continuar, en forma más eficiente y racional que hasta ahora, el proceso de transformación de lo natural. La transevolución y la transhumanización describen esta tercera revolución conceptual, científica y tecnológica, ciertamente, pero también ontológica” [17].
Primero, el desplazamiento de la Tierrra de la centralidad cósmica por parte de la teoría heliocéntrica de Copérnico, convertida ahora en planeta orbitando alrededor del sol; después, el desplazamiento del hombre de la centralidad de la naturaleza por la teoría de la evolución y la selección natural de Darwin, convertido ahora en animal genealógica y fisiológicamente, ontogenética y filogenéticamente, emparentado con la naturaleza viva; y, finalmente, el desplazamiento de la animalidad a la artificialidad, debido a la capacidad de intervención, planificación y control del curso de la evolución por parte de la tecnociencia.
El poder de la ciencia y la ciencia como poder es un hecho que, por primera vez en la historia de la evolución, pone al ser humano ante la posibilidad de transformar, no solo la naturaleza no humana, sino la misma naturaleza humana, dirigiendo así el proceso de la evolución. Esta conciencia postdarwinista de ser, no solo efecto y fruto azaroso de una evolución ciega, sino causa y artífice consciente de una evolución dirigida y controlada por el ser humano, tiene consecuencias epistemológicas en la teoría científica y consecuencias antropológicas en la concepción del ser humano.
Las consecuencias epistemológicas tienen que ver con la revisión necesaria de la teoría de la evolución y algunos de sus postulados que hoy parecen simplistas. La idea de transevolución implica la revisión de la teoría de la selección natural darwiniana, mutación por azar y adaptación al entorno. La evolución ha devenido compleja. El control del proceso de la evolución natural pasa a manos del animal humano y abre un futuro incierto, tan prometedor como alarmante, para la biosfera y para la especie humana.
Podríamos estar asistiendo a la rebelión del ser humano contra los determinantes ciegos de su destino y al advenimiento de un nuevo reino de libertad y creatividad, más allá de la naturaleza biológica y sus dictados. Somos animales pero (cada vez más) desnaturalizados, podríamos decir utilizando un oxímoron. Se nos antoja interpretar la idea de transevolución de Moya como el culmen y cierre del bucle humanista de Pico della Mirandola (plasticidad y autocreación), del programa baconiano de la “nueva ciencia” (saber-dominio-progreso), del espíritu cientista comteano (la era de la ciencia como estadio final del progreso histórico y triunfo del espíritu positivo) y del vitalismo nietzscheano (superhombre como autocreación).
Una síntesis que mezcla motivos “cientistas” y motivos “humanistas” bajo el leitmotiv de la potencialidad autoorganizativa, autotélica y autocreativa de la naturaleza, especialmente de la naturaleza “científica” humana. Como científico humanista que es, en el sentido de reconocer a las humanidades legitimidad gnoseológica, Moya no se resigna a ceder la última palabra a la explicación determinista de la conducta humana. Los replicadores dawkinsianos no tienen la última palabra. Estamos determinados a la indeterminación y cada vez más, porque podemos hoy (y en el futuro), más que nunca, ser artífices de nosotros mismos y de nuestro destino. De lo contrario habría que aceptar un pesimismo nihilista contra el que, no solo intuitivamente, sino también tecnocientíficamente cabe resistirse:
“Tanta darwinización conduce necesariamente al pesimismo de que ni nosotros ni el mundo somos algo que esté en nuestras manos modificar o transformar. Desde la tesis de la darwinización de nuestra naturaleza, como la de cualquier otra entidad biológica, no somos más que un producto que maximiza el éxito de supervivencia de nuestros replicadores. Llegar a semejante tesis es aceptar cierto pesimismo vital al poner nuestro destino en manos ajenas, por internas que sean” [18].
La libertad no es una pura ilusión mientras los genes persiguen su ganancia particular, su multiplicación y supervivencia. Creerlo así, supondría incurrir en un fatalismo ciego que suplantaría vía naturalización a la anterior deidad y su designio oculto. No se sale del determinismo teológico con otro determinismo, ahora biológico. Su crítica a Dawkins es contundente:
“El giro copernicano al que el proceso de naturalización de Darwin nos condujo –y que culmina con las tesis sobre el poder de los replicadores a múltiples escalas, no sólo las biológicas sino también las culturales y las sociales–, sólo puede subvertirse con otro giro de similares características. De otra forma estamos abocados al pesimismo existencial y al nihilismo. El poder de los replicadores como fuerzas ciegas que no se avienen a consideración alguna, excepto a la de su perpetuación, reemplaza el control que las deidades han venido ejerciendo sobre nosotros a lo largo de la historia. No deja de ser paradójico observar cómo el desvelamiento de lo mítico e inefable –aquello que nos ataba y frente a lo que no podíamos más que rendirnos– nos dispone ahora en una situación similar, o si cabe peor, porque ahora es conocido lo que nos ata y controla. Sabemos, en una palabra, lo que los replicadores pretenden. Pero en la medida en que no podemos actuar sobre ellos, estamos sujetos a su dictamen” [19].
Del “ni diseño ni diseñador”, pasando por el “diseño sin diseñador”, se acaba por desembocar en el “diseño con diseñador”, aunque ahora secularizado e inmanente, en una doble alternativa: el diseño diseñado por la intencionalidad de los genes o el diseño diseñado por la intencionalidad del ser humano. Moya se apuntaría a esta segunda opción [20]. Pareciera que estamos a punto de subvertir el “orden” natural y biológico e imponerle una finalidad y un sentido (teleología) exclusivamente humanos. Vivimos ya en una nueva época: la era de la transevolución y de la transhumanización, más allá de Darwin y Dawkins.
La tesis de Moya es tan clara como valiente por crítica con la concepción estándar de la teoría de la evolución: “El pesimismo darwiniano nos sugiere que es puro autoengaño suponer que tenemos capacidad para intervenir sobre los replicadores dawkinsianos. Pero: ¿lo es realmente? La tesis que deseo defender aquí es la contraria, a saber: que el proceso de evolución natural tiene un límite; se contiene o se controla de forma creciente con el inicio por nuestra parte de la transevolución y la transhumanización” [21].
Las consecuencias antropológicas tienen que ver con la idea de transhumanización. Esta idea devuelve al homo sapiens sapiens a la centralidad antrópica moderna, noocéntrica y tecnocientífica. El animal sapiens tiene un poder capaz de subvertir la naturalización. Subversión de lo natural significa rebelión contra el determinismo dawkinsiano y contra el pesimismo nihilista al que aboca: “Si el naturalismo… impregna de forma más o menos consciente toda nuestra trayectoria vital, urge pensar si la artificialización podrá o no subvertir el orden, desconocido y difuso, aunque cada vez menos, que la naturalidad impone.
Las consecuencias son importantes desde un punto de vista ontológico, porque cabe pensar la posibilidad de imaginar un mundo no darwinizado o, dicho de otro modo, un mundo transevolucionado y transhumanizado donde lo natural se subvierte” [22]. Y no solo se refiere a la intervención sobre la naturaleza exterior (algo que el homo sapiens viene haciendo desde el neolítico), sino también a la intervención racional y consciente sobre la propia naturaleza; intervención que podría cambiar su estatuto ontológico hasta la generación de nuevas especies no humanas, posthumanas o transhumanas:
“Existe la posibilidad de la alteración del estatus ontológico de nuestra especie en una suerte de ejercicio de evolución sobrevenida, controlada, la cual en modo alguno es una continuidad de la evolución biológica sino, en todo caso, de su progresivo aminoramiento y eventual reemplazamiento por un modo de intervencionismo racional, transevolutivo” [23]. El futuro surgido de una intervención racional, creciente y deliberada, será un futuro transnaturalizado y transhumano, un nuevo estadio en la historia de la evolución (cada vez más “humana”):
“Los transhumanos particularmente no van a ser seres naturales y, en todo caso, podrán dictar su destino de forma plena, pues no estarán sometidos al díctum de su naturaleza genético-biológica… no serán sus genes los que jueguen con ellos, sino ellos quienes jueguen con sus genes. En la medida en que esa naturalidad sea subvertida, dominada, comprendida, modificada, estamos hablando de un estadio de la historia de la vida en el cual el hombre será superado, un estadio de transhumanización… En él, la socio-cultura, aunque persistiendo, tendrá menos relevancia que lo natural transformado en la conformación y organización de la sociedad futura” [24].
Reserva “humanista” contra la “ciencia faústica”
Y, sin embargo, el biólogo/filósofo advierte contra el intervencionismo arbitrario de una ciencia “faústica, basada en el experimento del a ver qué pasa” [25], una tecnociencia que, creyendo disponer de un conocimiento último sobre la naturaleza de las cosas y, por tanto, de una teoría final, se atreve a intervenir irresponsablemente, guiada únicamente por el prurito faústico de poder y saber. Pero un conocimiento total es algo todavía muy lejano, dada la evidencia creciente de una complejidad inabarcable en todos los órdenes de conocimiento y de los propios límites epistemológicos del conocimiento humano. Moya es consciente del carácter provisorio de las teorías científícas y sus resultados:
“Toda la tecnociencia del momento, o muy buena parte de ella, está montada sobre teorías científicas que se nos presentan como más o menos acabadas, lo que no deja de ser una burda apreciación de lo que acontece en realidad. La ciencia del momento ha descubierto que el mundo está transido de fenómenos de complejidad emergentes, algo que no se circunscribe al dominio de lo vivo y lo mental. Toda la física moderna nos muestra, también, la presencia de complejidad emergente” [26].
Y ello, además, debido no solo a la condición metodológicamente limitada de la ciencia –reduccionismo positivo–, sino también por la naturaleza misma de toda emergencia –indeterminación ontológica– que hace “imposible predecir los cambios cualitativos que causarán hechos menores en otros de mayor envergadura e implica la imposibilidad de controlar los fenómenos”, como afirma Laughlin a quien cita Moya [27].
Ni en el ámbito de la genómica ni en el campo de la conciencia contamos con conocimiento exhaustivo y certeza absoluta sobre la naturaleza y prodecimientos propios de esos campos, ni con capacidad para hacer predicciones seguras sobre los resultados de un intervencionismo precipitado e irresponsable. Una ciencia seria, que solo puede ofrecer probabilidad estocástica y no predicción exhaustiva, no debiera ponerse al servicio de operaciones de calado cuya reversibilidad no estuviera garantizada; porque “… sería temerario, a día de hoy, sostener que estamos en condiciones de proceder con intervenciones de amplio calado sobre nuestro genoma o sobre nuestro cerebro, porque disponemos de un conocimiento (prometeico) de naturaleza suficiente” [28].
Estamos lejos de poder disponer de una teoría final de casi nada, por más de que contemos con mucha ciencia y muchos conocimientos particulares sobre campos específicos que se pueden dar por válidos (componentes de la materia, leyes de la mecánica cuántica, evolución biológica, código genético, computerización del cerebro, etc), mientras operan en ámbitos de actuación circunscritos a lo límites definidos por las respectivas teorías específicas; pero no disponemos de una teoría final que diera cuenta de la complejidad, por ahora irreductible, de la realidad en general y ni siquiera de la materia viva [29].
Incluso, va más allá: “Y, en todo caso, asumiento una presencia en el mundo físico de los teoremas de Gödel y derivaciones posteriores, hemos de ser conscientes de que la disponibilidad de las leyes, las reglas y todos los componentes que intervienen en un determinado fenómeno no garantizan su control absoluto. Cierta indeterminación es previsible que podría estar en la base de futuras emergencias y nuevos fenómenos” [30].
Por eso, postula Moya, por una parte, la necesidad urgente de una reflexión y evaluación críticas, cuando la ciencia en curso no está en condiciones de garantizar el éxito de intervenciones sobre la base de teorías insuficientes, incapaces de anticipar el resultado pretendido, especialmente cuando se trata de actuaciones sobre la especie humana; y, por otra parte, apela a la necesidad de poner en escena un “pensamiento múltiple”, para “introducir la historia, la sociología, aquellas políticas que en su momento adoptaron decisiones sobre supuestas bases científicas que resultaron ser auténticos atentados contra la inteligencia y, por descontado, contra la dignidad humana de los seres masacrados” [31].
Entre otras cosas, porque, desde el punto de vista epistémico, una teoría final significaría el final de la teoría –la certeza absoluta es un objetivo deseable, pero indisponible–; y, porque, desde el punto de vista ético, intervenir irresponsablemente en la alteración de la naturaleza, humana y no humana, a partir de una teoría insuficiente podría significar el final de la naturaleza y de la humanidad.
Evolución y espiritualidad
En el presente libro, Biología y Espíritu, reconoce Moya que nos encontramos con el hecho de que la única especie capaz de reconstruir su historia evolutiva es el hombre y, por ello, la única que se pregunta por el sentido o sinsentido de dicha consciencia. La teoría de la evolución darwiniana puede explicar, a través de la selección natural, la común genealogía de nuestra especie con un ancestro compartido por todos los seres vivos (al menos, eucariotas), las mutaciones debidas al azar y la adaptación al medio, la supervivencia y reproducción de los más aptos, las diferencias de grado en los phyla y poco más.
Pero las ciencias recientes (biología molecular y poblacional, bioquímica y genética) ponen en evidencia que el proceso de la vida tiende a una progresiva complejidad, a emergencias creativas que no se explican en términos exclusivamente darwinianos, a la presencia de necesidad creciente y no solo de azar para poder dar cuenta de los procesos de autoorganización pertinaces, a la constancia de un dinamismo continuo que apunta a diversificación permanente y complejidad ascendente que culmina en la conciencia como hecho evolutivo que demanda sentido.
Moya –si lo interpretamos correctamente– reconoce que contemplar el hecho de que la evolución natural haya engendrado la conciencia obligaría a preguntarse honestamente por la cuestión del sentido de la conciencia de esta historia que la ciencia revela, más allá (o precisamente por eso) de que su origen haya sido natural, azaroso y selectivo. ¿Por qué o para qué hemos llegado a ser entes racioespirituales? ¿De qué nos sirve? ¿Qué hacer con nuestra inteligencia? Responder que la inteligencia juega un papel funcional, como cualquier otra herramienta evolucionada, al servicio de necesidades adaptativas al medio y del medio a nuestras necesidades, no es sino afirmar algo obvio. Pero la capacidad de intervención del animal humano ha devenido crecientemente racional/irracional, no únicamente al servicio de intereses de mera supervivencia biológica, sino al servicio de otros intereses que responden a otras necesidades y otras lógicas que incluso pudieran resultar contrarias a la propia supervivencia, como la lógica de saber, la lógica de poder o la lógica del amor.
La propia ciencia lo que ha generado es una nueva realidad, la realidad del pensamiento y su producto autónomo, el mundo del conocimiento y del espíritu, la ciencia como transcendencia. Que la evolución haya engendrado la singular conciencia humana debiera tener algún sentido, además de un significado pragmático, si no se renuncia a la inteligibilidad de lo real como supuesto necesario para la misma ciencia. Moya no renuncia a esto, fiel a la tradición filosófica, aunque repensada e interpretada desde la ciencia. ¿En qué sentido se podría hablar de trascendencia desde la propia ciencia?
La ciencia trasciende, en un primer sentido, en tanto va más allá del ente concreto y desvela su verdad oculta (acepción clásica de la verdad como aletheia, desvelamiento); la ciencia trasciende, en un segundo sentido, en tanto va más allá de la esencia natural de los entes y crea deliberadamente otros (poiesis/techne, acepción tecnocientífica), trascendiendo incluso la naturaleza externa y la naturaleza propia. Una ciencia seria que piensa y actúa trasciende la naturaleza, no la reproduce ni sirve a su reproducción necesariamente (otra cuestión es de si para bien o para mal).
Tanto si se considera al ser humano como producto final o producto singular de la evolución, el hecho es que el hombre se rebela contra la esclavitud genética y puede intervenir incluso sobre los genes. ¿Se han equivocado de estrategia los genes dawkinsianos, geniecillos ocultos que nos utilizan para autoreplicarse, mientras nos permiten vivir ilusoriamente una apariencia de libertad y conciencia? ¿Han generado los genes la posibilidad de que la ilusión se convierta en realidad? Pero en ese caso un nuevo salto cualitativo se está produciendo desde la propia ciencia, la conciencia del hecho y la trascendencia del mismo.
Transevolución y transhumanismo representarían desde esta óptica la trascendencia naturalista del espíritu sobre la misma naturaleza que en el ser humano deviene autotrascendencia consciente, naturaleza autotrascendente.
“El espíritu es la interacción de la materia”, como reconoce Moya [32]. Esa interacción, crecientemente compleja, ha producido el “espíritu”, experiencia explicable, para Moya, en su génesis y configuración desde una perspectiva exclusivamente naturalista:
“Son, precisamente, la evolución biológica, la historia de la vida y el proceso de complejificación e interactividad de lo orgánico los que acaban segregando el espíritu”; pero constituyendo el ámbito de lo espiritual (inteligencia, libertad, decisión moral, conciencia del yo) como un ámbito “donde la materia no parece agregar nada a su autonomía” [33], como emergencia cualitativamente diferente que aporta la propia conciencia de evolución y con ello la posibilidad de explicarla, controlarla y dotarla de sentido; un sentido que cabe interpretar desde la libertad de interacción consciente, desde ese “espíritu” creativo que ha aparecido en la historia evolutiva del cosmos, que podría interactuar ahora más allá del puro azar y la necesidad. “Parece… que la inteligencia es un carácter sin referente adaptativo, y si lo tiene, se trata de uno de reciente adquisición y que nos está jugando tanto buenas como malas pasadas” [34].
Ciencia, espiritualidad y sentido
Naturalizar el espíritu –siguiendo nuestra interpretación– podría significar para Moya, desde la perspectiva de la transevolución, entenderlo como materia que se autotrasciende, como espiritualización de la materia. Y espiritualidad podría entenderse como la tendencia a una complejidad creciente que conduce a la autoconciencia y la autotransformación. Materia y espíritu representan categorías complementarias dentro de una concepción monista de la realidad entendida como naturaleza viva y creativa. El avance de la ciencia permite imaginar “una ciencia que progresivamente, partiendo de supuestos materialistas, devendrá menos y menos materialista”, reconoce Moya [35].
Ni Nietzsche hubiera soñado que el superhombre pudiera llegar de manos de la ciencia, al menos de manos de la ciencia moderna contra la que expresaba conocidas reservas. Incluso nuestra desaparición en aras de nuevas creaturas, creadas “a nuestra imagen y semejanza”, más perfectas y más complejas, podría interpretarse como un episodio más de la misma evolución que no cabría en principio lamentar especialmente. Sin embargo, la cuestión del sentido preocupa a Moya, tanto del sentido científico como del sentido existencial que entiende como “tensión esencial”:
“La perplejidad que provoca la existencia es una constante a lo largo de la historia. El pensamiento sin asideros sobre nuestra existencia conduce a la angustia y la soledad. Tal ejercicio no va asociado a logro positivo alguno, y los logros positivos de la razón no sirven para satisfacer las inquietudes suscitadas por el pensamiento sobre el sentido de la existencia” [36]. Enfrentarse a la cuestión del sentido puede conducir para Moya a cuatro posturas: afirmar el absurdo, afirmar el sentido (desde el humanismo o desde la religión), suspender la cuestión o evitar/distraer la cuestión. Pero, en cualquier caso, “indefectiblemente estamos abocados, por la naturaleza de nuestra inteligencia, a pensar en el sentido de la vida” [37].
En escritos intimistas como éste, Pensar desde la ciencia, donde se deslizan confesiones sobre lecturas preferidas del autor, no es casual que cite a Unamuno, Kierkegaard o Nietzsche; y que considere al científico serio (él mismo) como “experimentador intimista”, imbuido de un talante trágico, condenado a la melancolía y soledad existenciales. Nada más elocuente que el lamento dramático que produce la conciencia de la cuestión del sentido y la impotencia de la racionalidad para responderla:
“Qué triste sino el haber llegado al punto de poder plantearnos el sentido de la vida y admitir que hay un océano inasible, aunque delimitado, que contiene todo ese conjunto de importantes asuntos de los que no podemos hablar. Estemos o no solos en el Universo, la realidad es que nuestra propia racionalidad, entendida ésta como la práctica de su producto más elaborado, la ciencia, nos pone ante una soledad existencial profunda. ¿Cuál? La de no saber qué hacemos aquí, y me resulta indiferente el que mi propia racionalidad me diga que no tiene sentido el preguntarme tal cosa. El sentido tiene sus límites, pero yo siento que no los tengo. La diferencia está cubierta por el océano de incertidumbre, ese que tiene múltiples componentes sobre los que nada podemos decir” [38].
La conciencia de existir, que es algo más, y diferente, que la conciencia de ser algo y de la conciencia de ser especie o de ser individuo, demanda sentido. El sentido al que apunta Moya, desde la racionalidad científica y la contingencia radical de nuestra naturaleza, es el sentido nietzscheano de autosuperación y autocreación. Si no se quiere incurrir en el nihilismo, y se quiere responder honestamente a la cuestión de la presencia de la cuestión del sentido del sinsentido al que arroja la propia racionalidad científica, entonces se puede encontrar una respuesta en la ciencia que también permite, además de la plena conciencia de la autocreación, la conciencia de poseer los medios para su realización.
La espiritualidad se traduce en autosuperación y autotrascendencia. Las alusiones explícitas a Nietzsche no dejan lugar a duda, aunque reinterpretado desde las ideas de transevolución y transhumanismo. Nietzsche revisado científicamente daría como resultado, para Moya, rescatar lo que entiende como el significado profundo de las tesis del filósofo vitalista sobre el superhombre, “nuestra radical y creciente capacidad de autointervención” [39]. Y, aunque cabe suponer que no compartiría sin reservas la postura nietzscheana de estar “más allá del bien y del mal” y aplicarla a la ciencia, uno nota que la perplejidad y la desazón por el futuro del hombre que alimenta la búsqueda de sentido de Moya requiere de algo más que solo ciencia fáustica y “más y más ciencia” prometeica [40].
Acercamiento entre ciencia y religión
Observamos un vaivén, no resuelto del todo, propio de la doble alma de científico y filósofo en que habita Moya, entre humanismo y cientismo que, más allá de declaraciones explícitas a favor de su superación, no termina de estabilizarse. Pero entendemos que esa tensión es, precisamente, lo que convierte sus escritos en testimonios de una búsqueda incesante en los límites a los que la razón arroja. Reclama valores éticos en el científico y en el ejercicio de la ciencia, pero no justifica desde dónde y por qué; desde luego, no desde la misma ciencia.
Quizá, por eso, en su escrito Biología y Espíritu nos sorprende verle considerar como compañeros de aventura intelectual a científicos creyentes (Teilhard, Dobzhansky, Tipler), valorando no precisamente su condición inequívoca de científicos, sino lo que desde su cosmovisión creyente aportan de novedad a la concepción naturalista de la evolución. Moya encuentra similitudes entre su postura y la de sus mentores creyentes –aunque interpretándolas desde el naturalismo ateo al que no renuncia– en el estado actual de su reflexión sobre el futuro del ser humano.
Quizá no sea casualidad que, convencido como está de que la ciencia prometeica (búsqueda paciente, seria y honesta de saber) no debe ceder ante la ciencia faústica (intervencionismo precipatado e irresponsable), abogue en su último escrito, y remitiéndose al pensamiento de los autores arriba citados, por un “acercamiento entre ciencia y religión”, viéndose sorprendido él mismo de encontrarse próximo a posturas evolucionistas de autores cuyas convicciones religiosas han inspirado su trabajo científico. La razón que aduce es la siguiente:
“¿Por qué apuesto por la tesis del acercamiento? Puede que sea debido a tener en consideración un muy sano principio en el campo de la ciencia: la generalización o el desarrollo de teorías de gran calado o capacidad explicativa. Probablemente nos proporcione una mayor satisfacción intelectual (y quién sabe si existencial también) poder dar con una explicación razonable que combine sectores alejados o contrapuestos del pensamiento en torno a las relaciones entre la materia y el espíritu, entre la ciencia y los valores” [41].
Otorguemos el valor que se merece a esta confesión por lo que implica:
primero, apelación a un concepto de ciencia abierto y dialogante, por coherencia interna con un criterio metodológico, propio de la ciencia honesta, que busca teorías de gran calado, es decir, epistémicamente inclusivas, incluso de visiones no directamente científicas que pueden inspirar la elaboración misma de teorías más completas y más satisfactorias; y porque que, a su vez, el acercamiento entre ciencia y religión puede procurar, no solo satisfacción teórica, sino también satisfacción existencial. Moya no dice más (todavía), pero no dice poco. Su honestidad intelectual de científico/humanista le obliga a llevar la pregunta hasta donde la pregunta lleve. Y la cuestión final a que se ve abocado esta suerte de científico paradójicamente unamuniano, de “científico melancólico”, que es Andrés Moya, es la cuestión del sentido de la vida [42].
Moya cree en la ciencia y cree que la ciencia crea la realidad [43], y que la creación científica de realidad otorga sentido a la vida (del científico). Pero cree también, porque es una condición metodológica y axiomática de la buena ciencia, que la “realidad será eternamente inasible” [44], con lo que si el sentido de la vida consiste en acumular conocimientos y el conocimiento no tiene límite, la cuestión del sentido queda insatisfecha, a no ser en la melancolía del sentido anhelado pero siempre defraudado.
La cuestión del sentido de la vida, resuelta científicamente, conduce únicamente a satisfacer parcial y provisoriamente una demanda “eterna” de conocimiento. Pero un mayor conocimiento no implica necesariamente más bondad o más felicidad. Puede, incluso, conducir a lo contrario, a mayor deprabación moral y a mayor insatisfacción vital.
La ciencia no basta para dotar de sentido, como reconoce Moya: “Puesta en toda su dimensión explicativa, la ciencia es una forma limitada, aunque sin límite reconocible, de conocimiento de la realidad. Por lo tanto, su método no puede brindar respuestas definitivas, o por lo menos definitivas para los individuos” [45]. Y es ahí donde al científico honesto, que no renuncia a más verdad y a más sentido, le invade la melancolía.
“El individuo deviene melancólico –sostiene Moya con Földényi– cuando su natural incapacidad para entender o darle sentido a su existencia se convierte en algo omnipresente”. Reconoce no saber “si afirmar que se llega a la ciencia por melancolía o que la asunción de la ciencia en toda su dimensión genera melancolía en quien la practica”.
En cualquier caso, reclama la necesidad de recuperar algo que considera perdido en la ciencia actual: “el carácter melancólico del hombre de ciencia”, resultante de la necesidad experimentada por el científico de verdad y conocimiento absoluto, contrastada permanentemente con una realidad “eternamente inasible” y la “ineludible incertidumbre provocada por el desconocimiento, por la incapacidad de explicación integral del todo”, y por la conciencia irrenunciable de “la hilazón entre ciencia y reflexión existencial y, por lo tanto, entre el científico y la búsqueda del sentido de la existencia” [47].
En la melancolía se reconoce el científico que se toma en serio su vocación investigadora y su condición existencial, el científico que piensa desde la ciencia y se deja cuestionar tanto por sus logros como por su limitaciones. La respuesta a esta cuestión no está escrita en la evolución; pero, al darse la pregunta, se está admitiendo que la evolución ha producido casualmente a un ser que demanda sentido contra el sinsentido que debiera aceptar como natural. La espiritualidad [48] es un intento de responder a la perplejidad de sabernos mortales, contingentes e irrelevantes y, al mismo tiempo, únicos y lúcidos, con relatos de sentido sobre el sentido. La respuesta ha consistido en dotarnos de sentido, dotando de sentido a la naturaleza y a la vida, interpretada bien como destino, bien como don, bien como tarea o una mezcla de todo ello.
Moya no se resignaría al pesimismo trágico que nos provoca la contemplación de los avatares evolutivos, tampoco a la aceptación gozosa de un designio amoroso revelado en la contingencia del proceso evolutivo –posturas ambas cuya ocurrencia puede justificar desde la teoría poblacional de la desigual distribución de racionalidad y espiritualidad, de modo idéntico a otras cualidades humanas–; sino, más bien, a la posibilidad de convertir en proyecto consciente la conciencia de la soledad existencial sin ilusiones (pseudo)naturalistas ni (pseudo)religiosas.
La gestación del ser humano, dicho en estricta ortodoxia evolucionista, no ha sido fruto ni consecuencia de un proyecto evolutivo intencionado y diseñado; pero el ser humano actual, científico, puede y debe, si no quiere sucumbir a la desilusión existencial o a la ilusión religiosa, convertir el proceso de la evolución en proyecto controlado para la aventura venidera del ser humano en el cosmos, marcando el rumbo futuro de su desarrollo (transevolución y transhumanismo). Ese parece ser el (único) sentido posible para Moya. Volvemos a la espiritualidad bajo la única forma legitimada para y por el científico: la contemplación racional y la intervención creadora.
El futuro se vislumbra más espiritual por artificial y transnatural (nunca espiritualismo sobrenaturalista en Moya) que material; más como creatividad que como repetición, más como conciencia cósmica que como evolución ciega, más como libertad que como determinismo. El sentido, a partir de ahora, está inscrito en el cosmos porque nosotros hemos pronunciado su fiat. El sentido radica en leer la historia del cosmos como evolución y la evolución como “proceso de complejidad creciente y espiritualización” que culmina en el hombre entendido como “emergencia particular… claro exponente de un producto de la complejidad creciente que genera inteligencia, pensamiento y espiritualidad”; emergencia que obliga a admitir que, aun pudiendo no haber existido, “lo que no deja lugar a duda es que estamos aquí, que hemos transformado nuestra naturaleza y la naturaleza de los otros entes, y que estamos en camino de transformaciones transhumanizadoras y transevolutivas de mucho mayor calado.
Es probable que podamos encontrar un sentido a nuestra existencia aceptando el reto de poner el futuro en nuestras manos” [49]. A la ciencia seria y responsable que defiende Moya, a la ciencia que piensa con alma humanista, corresponde comprometerse, para que ese futuro venga de las manos del esforzado y noble Prometeo y no del caprichoso e irresponsable Fausto.
La actitud del científico voluntarista que intenta desde la ciencia responder a la cuestión inevitable, incómoda y, estrictamente hablando, poco científica del sentido, resulta noble pero injustificada.
Los cientistas saben, a fuer de naturalistas, que se encuentran inmersos en una realidad sin propósito y que, por tanto, cualquier intento de dotar de propósito y sentido a la naturaleza no puede venir de la ciencia, porque no puede venir de la naturaleza muda e indiferente. Esperar sentido (racional, moral, estético o religioso) de la ciencia y creer que la ciencia puede otorgarlo, es una actitud voluntarista que no puede fundamentar la misma ciencia.
El conocimiento científico no conduce necesariamente a la bondad, la emoción científica no conduce necesariamente a la solidaridad, la lucidez racional no conduce necesariamente a la humildad y resignación asumidas ante la inabarcabilidad de la realidad. Y ni el conocimiento científico ni el afán de saber ni la lucidez racionales conducen necesariamente a la felicidad o al “gozo de sabernos existentes”, como reconoce Moya en otro pasaje [50]. Pueden contribuir a ello, pero también a lo contrario. Comparte con Castrodeza que “ese camino de desbrozar lo inefable también nos aporta sensaciones contradictorias y puede conducirnos al nihilismo más proverbial, especialmente, cuando por la naturalización del hombre, llegamos a desproveer de sentido sobrenatural a nuestra existencia” [51]. ¿Qué nos queda, pues, si se trata de renaturalizar al ser humano y no queda más trascendencia que la que la ciencia procura?
La evolución no nos desvela un propósito, pero no nos resignamos a vivir como si no lo tuviera. Tampoco los cientistas convencidos que no quieren concluir en nihilismo filosófico/científico o en pesimismo existencial. ¿Quién o qué nos salvará de la evolución a ninguna parte? ¿De una evolución a la deriva? Desde luego, ni la biología ni la física ni la neurociencia por sí mismas. Aunque aceptáramos que la pregunta por el sentido debiera desaparecer como falsa cuestión, porque la ciencia nos revela que no hay finalidad ni sentido en la evolución; nos esforzamos, no obstante, en encontrar una finalidad y un sentido para la evolución.
Porque, de lo contrario, la misma actividad científica, que define al animal humano como animal científico, perdería sentido. Los cientistas no nihilistas, como nuestro biólogo melancólico, quieren creer que el mundo es inteligible, bueno y bello, a pesar de evidencias en contra. No parecen resignarse a seguir narrando la evolución como el cuento de la salvación imposible, el cuento de la historia interminable de una evolución en la que lo que no cuente sea, precisamente, la suerte del animal humano.
Al final del libro, Biología y Espíritu, apela a liberar la cuestión del sentido de encorsetamientos axiomáticos y prejuiciados de la tradición filosófica y teológica, para reconsiderarla a la luz de la ciencia, donde la espiritualidad puede encontrar ahora acomodo evolutivo: “La espiritualidad es un fino logro, primero, de la evolución biológica, y luego de la cultural, pues proporciona paz, nos aleja del desasosiego. En los albores de nuestra existencia, la espiritualidad debió verse favorecida por la selección natural de un tipo de caracteres frente a esos otros generadores de comportamientos dubitativos, los que asustan por la sensación que produce la soledad de sabernos seres inteligentes, sí, pero únicos en el Universo.
La espiritualidad, por el contrario, permite sentir unicidad, trascender el propio yo aislado para formar parte de un todo armonioso, alcanzar la convicción de que existe un significado para el Cosmos, con nosotros incardinados en él. ¿Quién no ha experimentado con grado diverso ese particular sentimiento? La racionalidad, al igual que la espiritualidad, tiene grados, y cada uno de nosotros bien pudiera ser una mezcla de ambos en dosis diferentes.
En efecto, la distribución de espiritualidad es como la de la inteligencia: tiene base genética compleja y una fuerte componente ambiental y cultural. Por lo tanto, no debe sorprendernos la recurrencia, también, de seres poco o nada espirituales así como la de espíritus con capacidad para sostener el agnosticismo o el ateísmo, aun cuando eso comporte desasosiego y amargura en grados variables” [52].
El “proceso de espiritualización” creciente al que estamos convocados se traduce para Moya en la capacidad de dotar de sentido a la existencia desde el poder que la ciencia pone en nuestras manos, interviniendo activamente en la configuración de nuestro futuro. Pero queda sin resolver desde dónde y para qué. ¿Desde el topos científico actual que provoca tanto certeza como incertidumbre? O desde el topos existencial que demanda valor y sentido, so pena de sucumbir al pesimismo o arrastrar un desasosiego melancólico incurable, si no se quiere huir de la pregunta? El “científico melancólico” hace de la perplejidad y la incertidumbre acicate para seguir buscando sentido existencial a su vocación, mientras el científico al uso se conforma con reducir el sentido de la vida a la acumulación de conocimientos.
Dialogar con A. Moya es gratificante y estimulante, precisamente por su condición híbrida de científico/filósofo. Como hombre/puente entre las dos culturas, ninguna cuestión humana le resulta ajena. La humildad intelectual en la búsqueda por develar lo inefable, el afán denodado por buscar más verdad y la apertura sincera a completar con el acercamiento a otras formas de conocimiento y de experiencia humana de la vida los límites actuales de la ciencia, le convierten en un candidato irrenunciable para liderar en el ámbito hispano un cambio de actitud en las relaciones entre ciencia, filosofía y teología. Aceptemos el reto que nos propone de pensar desde la ciencia y añadamos que ese modo de pensar debe convertirse en un pensar de otro modo. Será ahí donde el diálogo entre ciencia y religión podrá resolverse en fecundidad y sentido compartido, y donde la melancolía del científico podrá transitar, al menos algún trecho existencial, por el camino en el que naturaleza, valor y sentido se puedan reconciliar en el relato evolucionista.
Observamos un vaivén, no resuelto del todo, propio de la doble alma de científico y filósofo en que habita Moya, entre humanismo y cientismo que, más allá de declaraciones explícitas a favor de su superación, no termina de estabilizarse. Pero entendemos que esa tensión es, precisamente, lo que convierte sus escritos en testimonios de una búsqueda incesante en los límites a los que la razón arroja. Reclama valores éticos en el científico y en el ejercicio de la ciencia, pero no justifica desde dónde y por qué; desde luego, no desde la misma ciencia.
Quizá, por eso, en su escrito Biología y Espíritu nos sorprende verle considerar como compañeros de aventura intelectual a científicos creyentes (Teilhard, Dobzhansky, Tipler), valorando no precisamente su condición inequívoca de científicos, sino lo que desde su cosmovisión creyente aportan de novedad a la concepción naturalista de la evolución. Moya encuentra similitudes entre su postura y la de sus mentores creyentes –aunque interpretándolas desde el naturalismo ateo al que no renuncia– en el estado actual de su reflexión sobre el futuro del ser humano.
Quizá no sea casualidad que, convencido como está de que la ciencia prometeica (búsqueda paciente, seria y honesta de saber) no debe ceder ante la ciencia faústica (intervencionismo precipatado e irresponsable), abogue en su último escrito, y remitiéndose al pensamiento de los autores arriba citados, por un “acercamiento entre ciencia y religión”, viéndose sorprendido él mismo de encontrarse próximo a posturas evolucionistas de autores cuyas convicciones religiosas han inspirado su trabajo científico. La razón que aduce es la siguiente:
“¿Por qué apuesto por la tesis del acercamiento? Puede que sea debido a tener en consideración un muy sano principio en el campo de la ciencia: la generalización o el desarrollo de teorías de gran calado o capacidad explicativa. Probablemente nos proporcione una mayor satisfacción intelectual (y quién sabe si existencial también) poder dar con una explicación razonable que combine sectores alejados o contrapuestos del pensamiento en torno a las relaciones entre la materia y el espíritu, entre la ciencia y los valores” [41].
Otorguemos el valor que se merece a esta confesión por lo que implica:
primero, apelación a un concepto de ciencia abierto y dialogante, por coherencia interna con un criterio metodológico, propio de la ciencia honesta, que busca teorías de gran calado, es decir, epistémicamente inclusivas, incluso de visiones no directamente científicas que pueden inspirar la elaboración misma de teorías más completas y más satisfactorias; y porque que, a su vez, el acercamiento entre ciencia y religión puede procurar, no solo satisfacción teórica, sino también satisfacción existencial. Moya no dice más (todavía), pero no dice poco. Su honestidad intelectual de científico/humanista le obliga a llevar la pregunta hasta donde la pregunta lleve. Y la cuestión final a que se ve abocado esta suerte de científico paradójicamente unamuniano, de “científico melancólico”, que es Andrés Moya, es la cuestión del sentido de la vida [42].
Moya cree en la ciencia y cree que la ciencia crea la realidad [43], y que la creación científica de realidad otorga sentido a la vida (del científico). Pero cree también, porque es una condición metodológica y axiomática de la buena ciencia, que la “realidad será eternamente inasible” [44], con lo que si el sentido de la vida consiste en acumular conocimientos y el conocimiento no tiene límite, la cuestión del sentido queda insatisfecha, a no ser en la melancolía del sentido anhelado pero siempre defraudado.
La cuestión del sentido de la vida, resuelta científicamente, conduce únicamente a satisfacer parcial y provisoriamente una demanda “eterna” de conocimiento. Pero un mayor conocimiento no implica necesariamente más bondad o más felicidad. Puede, incluso, conducir a lo contrario, a mayor deprabación moral y a mayor insatisfacción vital.
La ciencia no basta para dotar de sentido, como reconoce Moya: “Puesta en toda su dimensión explicativa, la ciencia es una forma limitada, aunque sin límite reconocible, de conocimiento de la realidad. Por lo tanto, su método no puede brindar respuestas definitivas, o por lo menos definitivas para los individuos” [45]. Y es ahí donde al científico honesto, que no renuncia a más verdad y a más sentido, le invade la melancolía.
“El individuo deviene melancólico –sostiene Moya con Földényi– cuando su natural incapacidad para entender o darle sentido a su existencia se convierte en algo omnipresente”. Reconoce no saber “si afirmar que se llega a la ciencia por melancolía o que la asunción de la ciencia en toda su dimensión genera melancolía en quien la practica”.
En cualquier caso, reclama la necesidad de recuperar algo que considera perdido en la ciencia actual: “el carácter melancólico del hombre de ciencia”, resultante de la necesidad experimentada por el científico de verdad y conocimiento absoluto, contrastada permanentemente con una realidad “eternamente inasible” y la “ineludible incertidumbre provocada por el desconocimiento, por la incapacidad de explicación integral del todo”, y por la conciencia irrenunciable de “la hilazón entre ciencia y reflexión existencial y, por lo tanto, entre el científico y la búsqueda del sentido de la existencia” [47].
En la melancolía se reconoce el científico que se toma en serio su vocación investigadora y su condición existencial, el científico que piensa desde la ciencia y se deja cuestionar tanto por sus logros como por su limitaciones. La respuesta a esta cuestión no está escrita en la evolución; pero, al darse la pregunta, se está admitiendo que la evolución ha producido casualmente a un ser que demanda sentido contra el sinsentido que debiera aceptar como natural. La espiritualidad [48] es un intento de responder a la perplejidad de sabernos mortales, contingentes e irrelevantes y, al mismo tiempo, únicos y lúcidos, con relatos de sentido sobre el sentido. La respuesta ha consistido en dotarnos de sentido, dotando de sentido a la naturaleza y a la vida, interpretada bien como destino, bien como don, bien como tarea o una mezcla de todo ello.
Moya no se resignaría al pesimismo trágico que nos provoca la contemplación de los avatares evolutivos, tampoco a la aceptación gozosa de un designio amoroso revelado en la contingencia del proceso evolutivo –posturas ambas cuya ocurrencia puede justificar desde la teoría poblacional de la desigual distribución de racionalidad y espiritualidad, de modo idéntico a otras cualidades humanas–; sino, más bien, a la posibilidad de convertir en proyecto consciente la conciencia de la soledad existencial sin ilusiones (pseudo)naturalistas ni (pseudo)religiosas.
La gestación del ser humano, dicho en estricta ortodoxia evolucionista, no ha sido fruto ni consecuencia de un proyecto evolutivo intencionado y diseñado; pero el ser humano actual, científico, puede y debe, si no quiere sucumbir a la desilusión existencial o a la ilusión religiosa, convertir el proceso de la evolución en proyecto controlado para la aventura venidera del ser humano en el cosmos, marcando el rumbo futuro de su desarrollo (transevolución y transhumanismo). Ese parece ser el (único) sentido posible para Moya. Volvemos a la espiritualidad bajo la única forma legitimada para y por el científico: la contemplación racional y la intervención creadora.
El futuro se vislumbra más espiritual por artificial y transnatural (nunca espiritualismo sobrenaturalista en Moya) que material; más como creatividad que como repetición, más como conciencia cósmica que como evolución ciega, más como libertad que como determinismo. El sentido, a partir de ahora, está inscrito en el cosmos porque nosotros hemos pronunciado su fiat. El sentido radica en leer la historia del cosmos como evolución y la evolución como “proceso de complejidad creciente y espiritualización” que culmina en el hombre entendido como “emergencia particular… claro exponente de un producto de la complejidad creciente que genera inteligencia, pensamiento y espiritualidad”; emergencia que obliga a admitir que, aun pudiendo no haber existido, “lo que no deja lugar a duda es que estamos aquí, que hemos transformado nuestra naturaleza y la naturaleza de los otros entes, y que estamos en camino de transformaciones transhumanizadoras y transevolutivas de mucho mayor calado.
Es probable que podamos encontrar un sentido a nuestra existencia aceptando el reto de poner el futuro en nuestras manos” [49]. A la ciencia seria y responsable que defiende Moya, a la ciencia que piensa con alma humanista, corresponde comprometerse, para que ese futuro venga de las manos del esforzado y noble Prometeo y no del caprichoso e irresponsable Fausto.
La actitud del científico voluntarista que intenta desde la ciencia responder a la cuestión inevitable, incómoda y, estrictamente hablando, poco científica del sentido, resulta noble pero injustificada.
Los cientistas saben, a fuer de naturalistas, que se encuentran inmersos en una realidad sin propósito y que, por tanto, cualquier intento de dotar de propósito y sentido a la naturaleza no puede venir de la ciencia, porque no puede venir de la naturaleza muda e indiferente. Esperar sentido (racional, moral, estético o religioso) de la ciencia y creer que la ciencia puede otorgarlo, es una actitud voluntarista que no puede fundamentar la misma ciencia.
El conocimiento científico no conduce necesariamente a la bondad, la emoción científica no conduce necesariamente a la solidaridad, la lucidez racional no conduce necesariamente a la humildad y resignación asumidas ante la inabarcabilidad de la realidad. Y ni el conocimiento científico ni el afán de saber ni la lucidez racionales conducen necesariamente a la felicidad o al “gozo de sabernos existentes”, como reconoce Moya en otro pasaje [50]. Pueden contribuir a ello, pero también a lo contrario. Comparte con Castrodeza que “ese camino de desbrozar lo inefable también nos aporta sensaciones contradictorias y puede conducirnos al nihilismo más proverbial, especialmente, cuando por la naturalización del hombre, llegamos a desproveer de sentido sobrenatural a nuestra existencia” [51]. ¿Qué nos queda, pues, si se trata de renaturalizar al ser humano y no queda más trascendencia que la que la ciencia procura?
La evolución no nos desvela un propósito, pero no nos resignamos a vivir como si no lo tuviera. Tampoco los cientistas convencidos que no quieren concluir en nihilismo filosófico/científico o en pesimismo existencial. ¿Quién o qué nos salvará de la evolución a ninguna parte? ¿De una evolución a la deriva? Desde luego, ni la biología ni la física ni la neurociencia por sí mismas. Aunque aceptáramos que la pregunta por el sentido debiera desaparecer como falsa cuestión, porque la ciencia nos revela que no hay finalidad ni sentido en la evolución; nos esforzamos, no obstante, en encontrar una finalidad y un sentido para la evolución.
Porque, de lo contrario, la misma actividad científica, que define al animal humano como animal científico, perdería sentido. Los cientistas no nihilistas, como nuestro biólogo melancólico, quieren creer que el mundo es inteligible, bueno y bello, a pesar de evidencias en contra. No parecen resignarse a seguir narrando la evolución como el cuento de la salvación imposible, el cuento de la historia interminable de una evolución en la que lo que no cuente sea, precisamente, la suerte del animal humano.
Al final del libro, Biología y Espíritu, apela a liberar la cuestión del sentido de encorsetamientos axiomáticos y prejuiciados de la tradición filosófica y teológica, para reconsiderarla a la luz de la ciencia, donde la espiritualidad puede encontrar ahora acomodo evolutivo: “La espiritualidad es un fino logro, primero, de la evolución biológica, y luego de la cultural, pues proporciona paz, nos aleja del desasosiego. En los albores de nuestra existencia, la espiritualidad debió verse favorecida por la selección natural de un tipo de caracteres frente a esos otros generadores de comportamientos dubitativos, los que asustan por la sensación que produce la soledad de sabernos seres inteligentes, sí, pero únicos en el Universo.
La espiritualidad, por el contrario, permite sentir unicidad, trascender el propio yo aislado para formar parte de un todo armonioso, alcanzar la convicción de que existe un significado para el Cosmos, con nosotros incardinados en él. ¿Quién no ha experimentado con grado diverso ese particular sentimiento? La racionalidad, al igual que la espiritualidad, tiene grados, y cada uno de nosotros bien pudiera ser una mezcla de ambos en dosis diferentes.
En efecto, la distribución de espiritualidad es como la de la inteligencia: tiene base genética compleja y una fuerte componente ambiental y cultural. Por lo tanto, no debe sorprendernos la recurrencia, también, de seres poco o nada espirituales así como la de espíritus con capacidad para sostener el agnosticismo o el ateísmo, aun cuando eso comporte desasosiego y amargura en grados variables” [52].
El “proceso de espiritualización” creciente al que estamos convocados se traduce para Moya en la capacidad de dotar de sentido a la existencia desde el poder que la ciencia pone en nuestras manos, interviniendo activamente en la configuración de nuestro futuro. Pero queda sin resolver desde dónde y para qué. ¿Desde el topos científico actual que provoca tanto certeza como incertidumbre? O desde el topos existencial que demanda valor y sentido, so pena de sucumbir al pesimismo o arrastrar un desasosiego melancólico incurable, si no se quiere huir de la pregunta? El “científico melancólico” hace de la perplejidad y la incertidumbre acicate para seguir buscando sentido existencial a su vocación, mientras el científico al uso se conforma con reducir el sentido de la vida a la acumulación de conocimientos.
Dialogar con A. Moya es gratificante y estimulante, precisamente por su condición híbrida de científico/filósofo. Como hombre/puente entre las dos culturas, ninguna cuestión humana le resulta ajena. La humildad intelectual en la búsqueda por develar lo inefable, el afán denodado por buscar más verdad y la apertura sincera a completar con el acercamiento a otras formas de conocimiento y de experiencia humana de la vida los límites actuales de la ciencia, le convierten en un candidato irrenunciable para liderar en el ámbito hispano un cambio de actitud en las relaciones entre ciencia, filosofía y teología. Aceptemos el reto que nos propone de pensar desde la ciencia y añadamos que ese modo de pensar debe convertirse en un pensar de otro modo. Será ahí donde el diálogo entre ciencia y religión podrá resolverse en fecundidad y sentido compartido, y donde la melancolía del científico podrá transitar, al menos algún trecho existencial, por el camino en el que naturaleza, valor y sentido se puedan reconciliar en el relato evolucionista.
Notas:
[1] M. Heidegger, Was heisst Denken?, in: Id., Vorträge und Aufsätze, Neske, Stuttgart, 1997, p. 127.
[2] Biografía académica. Andrés Moya cursó simultáneamente los estudios de Biología y Filosofía en la Universidad de Valencia. Obtuvo el doctorado en Biología en 1983 y el de Filosofía, con premio extraordinario, en 1988 por la misma entidad académica. En 1986 formó el grupo de Genética Evolutiva del Departamento de Genética de la Universidad de Valencia, de la cual es catedrático desde 1993. Fue director de este departamento entre 1995 y 1998. Además, ha sido promotor del Institut Cavanilles de Biodiversitat i Biologia Evolutiva de la Universitat de València, el cual dirigió desde 1998 hasta 2010; del Centro de Astrobiología (INTA-CSIC) y del Consejo Superior de Investigación y Salud Pública de Valencia. Es miembro de varias sociedades científicas internacionales y del consejo editorial de revistas. Ha sido miembro del Consejo de la Sociedad Europea de Biología Evolutiva y es presidente de la Sociedad Española de Biología Evolutiva. Además, es miembro del Consejo Asesor de la Cátedra de Divulgación de la Ciencia de la Universidad de Valencia. Ha recibido diversos premios y reconocimientos: premio Ciutat de Barcelona de Investigación Científica 1996; Diario Médico 2006, Diploma del Presidente de la Generalitat Valenciana por investigación biomédica 2010 y Premio Nacional de Genética 2012. Es miembro de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia desde 1998. Además de sus publicaciones estrictamente científicas, realiza un trabajo intenso de divulgación científica a través de revistas y organismos (Mètode, SESBE) y ensayos, entre los que destacamos: Naturaleza y futuro del hombre, Pensar desde la ciencia, Evolución, Simbiosis o el presente Biología y Espíritu, cuya referencia completa puede verse en la bibiolografía final.
[2] Biografía académica. Andrés Moya cursó simultáneamente los estudios de Biología y Filosofía en la Universidad de Valencia. Obtuvo el doctorado en Biología en 1983 y el de Filosofía, con premio extraordinario, en 1988 por la misma entidad académica. En 1986 formó el grupo de Genética Evolutiva del Departamento de Genética de la Universidad de Valencia, de la cual es catedrático desde 1993. Fue director de este departamento entre 1995 y 1998. Además, ha sido promotor del Institut Cavanilles de Biodiversitat i Biologia Evolutiva de la Universitat de València, el cual dirigió desde 1998 hasta 2010; del Centro de Astrobiología (INTA-CSIC) y del Consejo Superior de Investigación y Salud Pública de Valencia. Es miembro de varias sociedades científicas internacionales y del consejo editorial de revistas. Ha sido miembro del Consejo de la Sociedad Europea de Biología Evolutiva y es presidente de la Sociedad Española de Biología Evolutiva. Además, es miembro del Consejo Asesor de la Cátedra de Divulgación de la Ciencia de la Universidad de Valencia. Ha recibido diversos premios y reconocimientos: premio Ciutat de Barcelona de Investigación Científica 1996; Diario Médico 2006, Diploma del Presidente de la Generalitat Valenciana por investigación biomédica 2010 y Premio Nacional de Genética 2012. Es miembro de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia desde 1998. Además de sus publicaciones estrictamente científicas, realiza un trabajo intenso de divulgación científica a través de revistas y organismos (Mètode, SESBE) y ensayos, entre los que destacamos: Naturaleza y futuro del hombre, Pensar desde la ciencia, Evolución, Simbiosis o el presente Biología y Espíritu, cuya referencia completa puede verse en la bibiolografía final.
[3] C. P. Snow, The Two Cultures, Cambridge UP, Cambridge, 2001 [or. 1959]. J. Brockman, The Third Culture. Beyond the Scientific Revolution, Simon and Schuster, New York, 1995 [La tercera cultura, Busquets, Barcelona, 1996].
[4] Th. Dobzhansky, Genetics of Evolutionary Process, Columbia UP, New York, 1970: “…in biology, nothing makes sense except in the light of evolution”.
[5] Cf. A. Moya, Pensar desde la ciencia, Trotta, Madrid, 2010, p. 71s.; Id., Evolución, Laetoli, Pamplona, 2010, p. 118s.
[6] A. Moya, Evolución, o. c., p. 119.
[7] A. Moya, Pensar desde la ciencia, o. c., p. 71.
[8] Ibid., p. 71 y 73, respectivamente.
[9] Ibid., p. 73.
[10] Ibid., p. 74.
[11] Cf. A. Moya, Naturaleza y futuro del hombre, Síntesis, Madrid, 2011, p. 31ss, 168ss.
[12] Ibid., pp. 21, 30 y 171.
[13] Ibid., p. 12-13.
[14] Ibid., p. 11-12.
[15] A. Moya, Biología y Espíritu, Sal Terrae, Santander, 2014.
[16] Vide A. Moya, Naturaleza y futuro del hombre, o. c., pp. 21. 30. 171.
[17] A. Moya, Naturaleza y Futuro del hombre, o.c., p. 186 (cursivas nuestras).
[18] A. Moya, Naturaleza y futuro del hombre, o. c., p. 184.
[19] Ibid., p. 184-5.
[20] “La única forma de superar esta situación sólo puede venir por vías naturales, de nuevo”, Ibid., p., 186.
[21] Ibid., p. 185.
[22] Ibid., p. 190 (cursivas nuestras).
[23] Ibid., p. 195 (cursivas nuestras).
[24] Ibid., p. 191-2 (cursivas nuestras).
[25] Ibid., p. 171 (cursivas originales).
[26] Ibid., p. 169. Y continúa: “Los métodos de la ciencia, de algunas ciencias, nos han desvelado los secretos de una panoplia de fenómenos simples, pero lo cierto es que la mayor parte de ellos, los que quedan por desvelar, los más medulares al tipo de intervencionismo que reclamamos, son intrínsecamente complejos. Hemos tenido que esperar mucho para poder articular teorías sobre la complejidad, y prácticamente nos encontramos en sus albores”.
[27] R. B. Laughlin, Un universo diferente. La reinvención de la física en la edad de la emergencia, Katz Editores, Madrid, 2007, cit. in: A. Moya, Naturaleza y futuro del hombre, o.c., p. 172.
[28] A. Moya, Ibid., p. 173.
[29] Moya: “Pero la certeza en ciencia debe recorrer todavía un largo trayecto para determinar las leyes particulares que operan en cada una de las fenomenologías emergentes que constituyen esa realidad poliédrica que son los seres vivos”, Ibíd., p. 171. En Pensar desde la ciencia hace afirmaciones de este calado: “la realidad será eternamente inasible”, “no hay realidad aprehendida en su totalidad”, p. 50; “Por definición no se puede fabricar una teoría acabada del todo, una teoría científica, porque no podemos ser tan pretenciosos como para pensar que podamos llegar a la realidad de una teoría final, por más plausible que nos lo presenten algunos físicos teóricos”, p. 34. “… la ciencia es una forma limitada, aunque sin límite reconocible, de conocimiento de la realidad. Por lo tanto, su método no puede brindar respuestas definitivas, o por lo menos definitivas para los individuos”, p. 51.
[30] A. Moya, Naturaleza y futuro del hombre, o.c., p. 187.
[31] Ibíd., p. 171.
[32] A. Moya, Pensar desde la ciencia, o.c., p. 57. 58.
[33] Ibid., p. 58.
[34] Ibid., p. 32.
[35] Ibid., p. 57.
[36] Ibid., p. 32.
[37] Ibid., p. 37. Cf. Ibid., pp. 26. 38. 100 passim.
[38] Ibid., p. 26-27.
[39] Ibid., p. 71.
[40] A. Moya, Naturaleza y futuro del hombre, o. c., p. 169.
[41] A. Moya, Biología y Espíritu.
[42] Cf. A. Moya, Pensar desde la ciencia, pp. 49-51.
[43] “La realidad es producto de la ciencia”, “la ciencia es la realidad”, A. Moya, Naturaleza y futuro del hombre, o. c., p. 200.
[44] A. Moya, Pensar desde la ciencia, p. 50.
[45] Ibid., p. 51 (cursiva nuestra).
[46] A. Moya, Pensar desde la ciencia, o. c., p. 49 (tres últimas citas).
[47] Ibid., p. 50-51
[48] Cf. A. Moya, Biología y Espíritu. Cf. A. Moya, Pensar desde la ciencia, o.c., p. 69-70.
[49] A. Moya, Biología y Espíritu, o.c., p.110 (cursiva nuestra). En otro pasaje de Naturaleza y Futuro del hombre afirma de modo similar: “La única forma de obviar, además, el nihilismo derivado de conocer que somos productos de la evolución del Universo y, dentro de él, del planeta Tierra, y que estamos aquí igual que podríamos no estar, es decidir qué vamos a hacer con nosotros mismos, con el buen entendimiento de que disponemos, y saber que dispondremos, cada vez más, de capacidad para intervenir en lo natural”, A. Moya, Naturaleza y futuro del hombre, o.c., p.12.
[50] A. Moya, Naturaleza y futuro del hombre, o.c., p. 155.
[51] Ibid., p. 155.
[52] A. Moya, Biología y Espíritu. Cf. A. Moya, Pensar desde la ciencia, o.c., p. 69-70
Artículo elaborado por Diego Bermejo, Universidad de Deusto, Bilbao, y colaborador de Tendencias21 de las Religiones.