Pese a las dificultades insoslayables de los impostergables desafíos intelectuales que plantea lo real, no deja de ser admirable el impulso que ha adquirido el conocimiento humano en su tentativa prometeica de aprehender el cosmos en la levedad de un concepto.
Vivimos en una época fascinante para la integración del conocimiento. Contamos, en particular, con tres grandes bases teóricas cuyo inmenso poder explicativo está destinado a contribuir de modo inestimable a esta unificación del saber que anhela toda mente enamorada de la unidad: la física, la teoría de la evolución y la neurociencia. Adentrémonos en estos saberes en busca de la unidad del conocimiento.
Física, biología, neurociencia
La física ha obrado la proeza de condensar la estructura del universo en un elenco sucinto de briosas ecuaciones, como las ecuaciones de campo de la relatividad general y la ecuación de Schrödinger. Todavía no ha descubierto la ecuación que rige el completo devenir del cosmos, pero se ha aproximado notablemente a este sueño, a esta utopía quizás ilusoria, si bien incontestablemente legítima. A día de hoy, la física se sustenta sobre dos modelos fundamentales: la relatividad general y la mecánica cuántica. Ignoramos cómo confraternizar dos visiones de la realidad física tan divergentes.
La relatividad general constituye una teoría geométrica de la gravitación, donde la generalización de la idea de relatividad de los marcos de referencia inerciales a aquellas situaciones en las que encontramos aceleración conduce a la formulación de ecuaciones covariantes, cuya sofisticada expresión matemática mediante el lenguaje del cálculo tensorial nos ha proporcionado la descripción más fina, profunda y rigurosa del cosmos a gran escala.
En este marco interpretativo, la gravedad emerge como el efecto de la propia geometría del espacio, como el resultado de la curvatura producida por la presencia de una densidad de energía-momento en una superficie dada. Pero para caracterizar las tres fuerzas fundamentales restantes (la electromagnética, la nuclear débil y la nuclear fuerte), la mecánica cuántica se ha revelado como un arma imbatible. A diferencia de la relatividad general, la mecánica cuántica, lejos de una imagen geométrica de las fuerzas, condensa nuestra comprensión del mundo físico en una teoría de campos donde la fuerza yace mediada por un conjunto de partículas de naturaleza bosónica.
La biología, la ciencia que ansía comprender el mundo de la vida, dispone de una vigorosa herramienta unificadora: la teoría de la evolución. Este modelo nos otorga el esquema más sintético posible a la hora de examinar el ámbito de la vida. Unifica conocimientos ecológicos, morfológicos y, sobre todo, genéticos (causa de las variaciones en los seres vivos), por lo que entender la historia de la vida nos ofrece un marco incomparable para explorar su estructura y su funcionamiento presentes.
La neurociencia está en camino de desarrollar un instrumento unificador tanto o más poderoso que el de la teoría de la evolución: la comprensión científica de la mente humana. Desde el nivel de las células nerviosas hasta la esfera de la actividad del cerebro como un todo, hasta la sincronización de diversas regiones especializadas en la ejecución de tareas concretas, los progresos han sido firmes, aunque insuficientes.
Cuando escrutemos cómo funciona la mente, por qué opera como lo hace, cuál es el origen de sus capacidades y el alcance de sus virtualidades, estaremos en condiciones de unificar el espacio de las humanidades, que hasta ahora parecía inasequible a una intelección propiamente científica, como si estuviera fragmentado en aproximaciones irreconciliables. Con una teoría neurocientífica de la mente examinaremos la fuente de las exuberantes creaciones simbólicas del hombre, el ámbito de las producciones de su espíritu, también de las más complejas, y nos percataremos de que la sociedad, el Derecho, la religión y el arte pueden explicarse desde este fundamento neurocientífico, que a su vez hunde sus raíces en la evolución de la vida, la cosecha más sublime de las leyes físicas que gobiernan el universo.
No se trata de agotar la comprensión de lo real, que con casi absoluta seguridad no cesará nunca de depararnos insólitas sorpresas intelectuales, sino de unificar saberes para discernir los principios fundamentales que vertebran el cosmos. Nuestra mente, nuestra lógica, nuestra intuición... han de perfeccionarse continuamente en contacto con la realidad, por lo que descifrar los ejes básicos del universo propicia también descubrir las verdaderas posibilidades de la inteligencia humana, de su lógica y de su lenguaje.
Vivimos en una época fascinante para la integración del conocimiento. Contamos, en particular, con tres grandes bases teóricas cuyo inmenso poder explicativo está destinado a contribuir de modo inestimable a esta unificación del saber que anhela toda mente enamorada de la unidad: la física, la teoría de la evolución y la neurociencia. Adentrémonos en estos saberes en busca de la unidad del conocimiento.
Física, biología, neurociencia
La física ha obrado la proeza de condensar la estructura del universo en un elenco sucinto de briosas ecuaciones, como las ecuaciones de campo de la relatividad general y la ecuación de Schrödinger. Todavía no ha descubierto la ecuación que rige el completo devenir del cosmos, pero se ha aproximado notablemente a este sueño, a esta utopía quizás ilusoria, si bien incontestablemente legítima. A día de hoy, la física se sustenta sobre dos modelos fundamentales: la relatividad general y la mecánica cuántica. Ignoramos cómo confraternizar dos visiones de la realidad física tan divergentes.
La relatividad general constituye una teoría geométrica de la gravitación, donde la generalización de la idea de relatividad de los marcos de referencia inerciales a aquellas situaciones en las que encontramos aceleración conduce a la formulación de ecuaciones covariantes, cuya sofisticada expresión matemática mediante el lenguaje del cálculo tensorial nos ha proporcionado la descripción más fina, profunda y rigurosa del cosmos a gran escala.
En este marco interpretativo, la gravedad emerge como el efecto de la propia geometría del espacio, como el resultado de la curvatura producida por la presencia de una densidad de energía-momento en una superficie dada. Pero para caracterizar las tres fuerzas fundamentales restantes (la electromagnética, la nuclear débil y la nuclear fuerte), la mecánica cuántica se ha revelado como un arma imbatible. A diferencia de la relatividad general, la mecánica cuántica, lejos de una imagen geométrica de las fuerzas, condensa nuestra comprensión del mundo físico en una teoría de campos donde la fuerza yace mediada por un conjunto de partículas de naturaleza bosónica.
La biología, la ciencia que ansía comprender el mundo de la vida, dispone de una vigorosa herramienta unificadora: la teoría de la evolución. Este modelo nos otorga el esquema más sintético posible a la hora de examinar el ámbito de la vida. Unifica conocimientos ecológicos, morfológicos y, sobre todo, genéticos (causa de las variaciones en los seres vivos), por lo que entender la historia de la vida nos ofrece un marco incomparable para explorar su estructura y su funcionamiento presentes.
La neurociencia está en camino de desarrollar un instrumento unificador tanto o más poderoso que el de la teoría de la evolución: la comprensión científica de la mente humana. Desde el nivel de las células nerviosas hasta la esfera de la actividad del cerebro como un todo, hasta la sincronización de diversas regiones especializadas en la ejecución de tareas concretas, los progresos han sido firmes, aunque insuficientes.
Cuando escrutemos cómo funciona la mente, por qué opera como lo hace, cuál es el origen de sus capacidades y el alcance de sus virtualidades, estaremos en condiciones de unificar el espacio de las humanidades, que hasta ahora parecía inasequible a una intelección propiamente científica, como si estuviera fragmentado en aproximaciones irreconciliables. Con una teoría neurocientífica de la mente examinaremos la fuente de las exuberantes creaciones simbólicas del hombre, el ámbito de las producciones de su espíritu, también de las más complejas, y nos percataremos de que la sociedad, el Derecho, la religión y el arte pueden explicarse desde este fundamento neurocientífico, que a su vez hunde sus raíces en la evolución de la vida, la cosecha más sublime de las leyes físicas que gobiernan el universo.
No se trata de agotar la comprensión de lo real, que con casi absoluta seguridad no cesará nunca de depararnos insólitas sorpresas intelectuales, sino de unificar saberes para discernir los principios fundamentales que vertebran el cosmos. Nuestra mente, nuestra lógica, nuestra intuición... han de perfeccionarse continuamente en contacto con la realidad, por lo que descifrar los ejes básicos del universo propicia también descubrir las verdaderas posibilidades de la inteligencia humana, de su lógica y de su lenguaje.
Conservación, selección, unificación
Por ejemplo, uno de los principios neurálgicos de la realidad desentrañados por la física remite a la conservación de determinadas cantidades en los procesos que experimentan los objetos de la naturaleza. Así, y según el teorema de Noether, sabemos que cualquier simetría diferenciable posee una ley de conservación asociada.
El concepto físico más importante para expresar este principio del obrar de la naturaleza es el de acción, quizás el más relevante y hondo de cuantos orientan el razonamiento de esta ciencia. La invariancia con respecto a la traslación en el tiempo se traduce en el principio de conservación de la energía; la invariancia con respecto a la traslación en el espacio, en el de la conservación del momento; la invariancia con respecto a la rotación, en el de conservación del momento angular. Las unidades de estas magnitudes canónicamente conjugadas (momento y posición, energía y tiempo…) no son otras que las de la acción, precisamente sobre las que se aplica el principio de incertidumbre de Heisenberg, verdad desconcertante donde las haya, cura de humildad para el hombre, al poner de relieve los límites de su saber. También en el esquivo mundo cuántico se ha comprobado la existencia de una simetría gauge vinculada a la conservación de la carga eléctrica.
La física discierne principios de conservación que, desde las partículas subatómicas hasta el estudio de los sistemas termodinámicos, establecen leyes aparentemente inviolables. Se discute el estatuto del principio de conservación de la energía en el plano cosmológico, pero nadie duda de su vigencia en todos los sistemas que componen el universo.
En el ámbito de la biología, una categoría clave, probablemente tan fundamental como la de conservación en física, es la de selección. Transmitida gracias al poder replicador de los seres vivos, la variabilidad es seleccionada por el medio según su eficiencia reproductiva. Y si ascendemos en la escala de complejidad material hasta el universo de la conciencia humana, ¿es posible identificar un principio investido de similar pujanza teórica? Pienso que una candidata con visos de verosimilitud es la idea de “unificación”. La mente consciente unifica primorosamente las percepciones que recibe, y lo que emana es una integración de datos susceptibles de asimilación subjetiva.
Desconocemos, claro está, por qué precisos mecanismos discurre este fenómeno, pero la mente humana ostenta el inusitado privilegio de unificar la multiplicidad del mundo a través del tamiz de su racionalidad. Esta captación unitaria de la realidad, esta criba conceptual de un mundo inabordable, esta inserción de la naturaleza en patrones lógicos que revierten conscientemente sobre el propio sujeto, representa uno de los progresos más formidables en la larga trama de la evolución. Es la aurora del conocimiento como la fuerza más poderosa de la vida y el pináculo de su actividad, porque conocer es unificar, es conectar, es integrar lo distinto sobre la base de las relaciones compartidas.
Unidad de la naturaleza
Las tres nociones (conservación, selección y unificación) no son estrictamente discontinuas. Toda tripartición del universo en hilosferas, biosferas y noosferas obedece a instructivos esquematismos epistemológicos, mas no a la realidad en sí, independiente del juicio emitido por la inteligencia humana, pues no sólo es evidente que, a lo largo de su dilatada historia, la naturaleza ha sido capaz de alzarse desde un nivel a otro por sí sola –lo que sugiere la existencia de una continuidad ontológica entre ellos-, sino que, analizadas en profundidad, las tres categorías guardan una íntima correspondencia.
De hecho, cabe trazar una estrecha analogía entre, por ejemplo, un principio como el de la acción estacionaria en física (la integral de acción de una partícula adquirirá valores extremos, máximos o mínimos, de modo que el valor de la acción sea estacionario) y la idea de selección natural, mecanismo que busca obtener un punto óptimo en lo atingente a la relación entre las variaciones genéticas y el ecosistema. Y unificar, integrar percepciones en una conciencia unitaria de la realidad externa e interna al sujeto, ¿no implica optimizar simultáneamente el valor de la información que llega del mundo y el de la confeccionada por el propio sujeto, con el objetivo de reducir la inabarcable multiplicidad fenoménica a la unidad consciente? ¿No es más consciente del mundo y de sí mismo quien extrae la información más valiosa, más provechosa y significativa, del copioso alud de datos que filtran sus sentidos?
Gracias a la teoría de los orbitales y a una profunda comprensión de cómo se distribuyen los electrones en el seno del átomo (principios que dimanan de la mecánica cuántica, como el principio de exclusión de Pauli), la física nos confiere las herramientas intelectuales adecuadas para entender la tabla periódica y la organización de los elementos químicos. Con ello, el cuasi infinito universo de las reacciones inorgánicas y orgánicas se inserta armoniosamente en la visión del mundo que brota de la física, de su reducido pero pujante elenco de leyes y fuerzas fundamentales.
Estriba aquí uno de los mayores logros de la mecánica cuántica, consistente en la explicación completa de la estructura atómica de los elementos y en la justificación de sus principales propiedades fisicoquímicas. Prácticamente sin necesidad de incorporar principios teóricos sustancialmente nuevos, o que no se deduzcan fácilmente de los principios con los que opera, la física nos permite integrar fluidamente el vasto universo de la química.
Por su parte, la biología evolutiva cubre un nuevo campo semántico en la ciencia, el de la vida. Se ampara, por supuesto, en las leyes fundamentales de la física, mediadas sobre todo a través de la química (y, en concreto, de la química orgánica, que elucida la estructura de compuestos como los aminoácidos y los ácidos nucleicos), pero asume conceptos ausentes en la física y en la química. Estas nociones, imprescindibles para comprender el desarrollo de la vida, cristalizan en la teoría de la evolución, cuyo poder explicativo es extraordinario. De hecho, aún no lo hemos apurado, pues todavía carecemos de una versión completa de esta teoría, a la espera de los resultados que provengan de la genética y de la epigenética, ramas que pueden refinar o incluso ampliar el binomio clásico que arman las mutaciones azarosas y la selección natural, consagrado por la teoría sintética de la evolución para justificar la variación de los individuos en el seno de las especies. No sabemos a ciencia cierta qué explica exactamente la selección natural.
Muchas veces, este concepto se esgrime como una explicación apriorística para solucionar cualquier problema que eventualmente surja, lo que desemboca en afirmaciones triviales, en obviedades que arrojan una luz demasiado débil sobre cuestiones demasiado profundas. Para comprender la evolución, la selección natural es una herramienta inexcusable, pero lo verdaderamente importante, enmarañado y acucioso sucede en el interior de los organismos, en sus mecanismos genéticos y en sus desarrollos epigenéticos.
La selección natural no posee eficiencia: es pasiva, no activa. Se limita a podar las ramas del árbol, pero no las crea. Criba las opciones más favorables para la supervivencia, pero no construye esas opciones. Estampa el poder del ambiente en el que se desenvuelve un ser vivo en concreto, pero es una potencia reactiva, que excluye ciertas variaciones en el momento de la reproducción. Ni siquiera entendemos apropiadamente sobre qué elementos se aplica el poder de la selección natural, si sobre genes individuales, grupos de genes, individuos, comunidades, especies..., o sobre una mezcla racémica de todas estas opciones. Sin embargo, y como paradigma, el marco evolucionista no ha sido superado, y es poco probable que un nuevo modelo teórico lo trascienda en el futuro, al menos en sus aspectos capitales.
Por ejemplo, uno de los principios neurálgicos de la realidad desentrañados por la física remite a la conservación de determinadas cantidades en los procesos que experimentan los objetos de la naturaleza. Así, y según el teorema de Noether, sabemos que cualquier simetría diferenciable posee una ley de conservación asociada.
El concepto físico más importante para expresar este principio del obrar de la naturaleza es el de acción, quizás el más relevante y hondo de cuantos orientan el razonamiento de esta ciencia. La invariancia con respecto a la traslación en el tiempo se traduce en el principio de conservación de la energía; la invariancia con respecto a la traslación en el espacio, en el de la conservación del momento; la invariancia con respecto a la rotación, en el de conservación del momento angular. Las unidades de estas magnitudes canónicamente conjugadas (momento y posición, energía y tiempo…) no son otras que las de la acción, precisamente sobre las que se aplica el principio de incertidumbre de Heisenberg, verdad desconcertante donde las haya, cura de humildad para el hombre, al poner de relieve los límites de su saber. También en el esquivo mundo cuántico se ha comprobado la existencia de una simetría gauge vinculada a la conservación de la carga eléctrica.
La física discierne principios de conservación que, desde las partículas subatómicas hasta el estudio de los sistemas termodinámicos, establecen leyes aparentemente inviolables. Se discute el estatuto del principio de conservación de la energía en el plano cosmológico, pero nadie duda de su vigencia en todos los sistemas que componen el universo.
En el ámbito de la biología, una categoría clave, probablemente tan fundamental como la de conservación en física, es la de selección. Transmitida gracias al poder replicador de los seres vivos, la variabilidad es seleccionada por el medio según su eficiencia reproductiva. Y si ascendemos en la escala de complejidad material hasta el universo de la conciencia humana, ¿es posible identificar un principio investido de similar pujanza teórica? Pienso que una candidata con visos de verosimilitud es la idea de “unificación”. La mente consciente unifica primorosamente las percepciones que recibe, y lo que emana es una integración de datos susceptibles de asimilación subjetiva.
Desconocemos, claro está, por qué precisos mecanismos discurre este fenómeno, pero la mente humana ostenta el inusitado privilegio de unificar la multiplicidad del mundo a través del tamiz de su racionalidad. Esta captación unitaria de la realidad, esta criba conceptual de un mundo inabordable, esta inserción de la naturaleza en patrones lógicos que revierten conscientemente sobre el propio sujeto, representa uno de los progresos más formidables en la larga trama de la evolución. Es la aurora del conocimiento como la fuerza más poderosa de la vida y el pináculo de su actividad, porque conocer es unificar, es conectar, es integrar lo distinto sobre la base de las relaciones compartidas.
Unidad de la naturaleza
Las tres nociones (conservación, selección y unificación) no son estrictamente discontinuas. Toda tripartición del universo en hilosferas, biosferas y noosferas obedece a instructivos esquematismos epistemológicos, mas no a la realidad en sí, independiente del juicio emitido por la inteligencia humana, pues no sólo es evidente que, a lo largo de su dilatada historia, la naturaleza ha sido capaz de alzarse desde un nivel a otro por sí sola –lo que sugiere la existencia de una continuidad ontológica entre ellos-, sino que, analizadas en profundidad, las tres categorías guardan una íntima correspondencia.
De hecho, cabe trazar una estrecha analogía entre, por ejemplo, un principio como el de la acción estacionaria en física (la integral de acción de una partícula adquirirá valores extremos, máximos o mínimos, de modo que el valor de la acción sea estacionario) y la idea de selección natural, mecanismo que busca obtener un punto óptimo en lo atingente a la relación entre las variaciones genéticas y el ecosistema. Y unificar, integrar percepciones en una conciencia unitaria de la realidad externa e interna al sujeto, ¿no implica optimizar simultáneamente el valor de la información que llega del mundo y el de la confeccionada por el propio sujeto, con el objetivo de reducir la inabarcable multiplicidad fenoménica a la unidad consciente? ¿No es más consciente del mundo y de sí mismo quien extrae la información más valiosa, más provechosa y significativa, del copioso alud de datos que filtran sus sentidos?
Gracias a la teoría de los orbitales y a una profunda comprensión de cómo se distribuyen los electrones en el seno del átomo (principios que dimanan de la mecánica cuántica, como el principio de exclusión de Pauli), la física nos confiere las herramientas intelectuales adecuadas para entender la tabla periódica y la organización de los elementos químicos. Con ello, el cuasi infinito universo de las reacciones inorgánicas y orgánicas se inserta armoniosamente en la visión del mundo que brota de la física, de su reducido pero pujante elenco de leyes y fuerzas fundamentales.
Estriba aquí uno de los mayores logros de la mecánica cuántica, consistente en la explicación completa de la estructura atómica de los elementos y en la justificación de sus principales propiedades fisicoquímicas. Prácticamente sin necesidad de incorporar principios teóricos sustancialmente nuevos, o que no se deduzcan fácilmente de los principios con los que opera, la física nos permite integrar fluidamente el vasto universo de la química.
Por su parte, la biología evolutiva cubre un nuevo campo semántico en la ciencia, el de la vida. Se ampara, por supuesto, en las leyes fundamentales de la física, mediadas sobre todo a través de la química (y, en concreto, de la química orgánica, que elucida la estructura de compuestos como los aminoácidos y los ácidos nucleicos), pero asume conceptos ausentes en la física y en la química. Estas nociones, imprescindibles para comprender el desarrollo de la vida, cristalizan en la teoría de la evolución, cuyo poder explicativo es extraordinario. De hecho, aún no lo hemos apurado, pues todavía carecemos de una versión completa de esta teoría, a la espera de los resultados que provengan de la genética y de la epigenética, ramas que pueden refinar o incluso ampliar el binomio clásico que arman las mutaciones azarosas y la selección natural, consagrado por la teoría sintética de la evolución para justificar la variación de los individuos en el seno de las especies. No sabemos a ciencia cierta qué explica exactamente la selección natural.
Muchas veces, este concepto se esgrime como una explicación apriorística para solucionar cualquier problema que eventualmente surja, lo que desemboca en afirmaciones triviales, en obviedades que arrojan una luz demasiado débil sobre cuestiones demasiado profundas. Para comprender la evolución, la selección natural es una herramienta inexcusable, pero lo verdaderamente importante, enmarañado y acucioso sucede en el interior de los organismos, en sus mecanismos genéticos y en sus desarrollos epigenéticos.
La selección natural no posee eficiencia: es pasiva, no activa. Se limita a podar las ramas del árbol, pero no las crea. Criba las opciones más favorables para la supervivencia, pero no construye esas opciones. Estampa el poder del ambiente en el que se desenvuelve un ser vivo en concreto, pero es una potencia reactiva, que excluye ciertas variaciones en el momento de la reproducción. Ni siquiera entendemos apropiadamente sobre qué elementos se aplica el poder de la selección natural, si sobre genes individuales, grupos de genes, individuos, comunidades, especies..., o sobre una mezcla racémica de todas estas opciones. Sin embargo, y como paradigma, el marco evolucionista no ha sido superado, y es poco probable que un nuevo modelo teórico lo trascienda en el futuro, al menos en sus aspectos capitales.
De la físico-química a la biología
El hilo conductor que auspicia el tránsito de la físico-química a la biología aún no ha sido esclarecido, pues ignoramos cómo floreció la vida desde la materia orgánica inerte. Sin embargo, es legítimo profesar esperanza en que pronto resolveremos un problema tan intrincado, pues lo lógico es que la luz de la vida en la Tierra haya despuntado en virtud de unas particulares condiciones químicas que facilitaron la creación de moléculas capaces de replicarse, provistas de crecientes grados de autonomía con respecto al medio, los suficientes como para inducir ciertas reacciones metabólicas en el interior de la célula.
En cualquier caso, y a falta de un recorrido que muestre, de manera diáfana, cómo conquistó la materia inerte la esfera de la vida, lo honesto es distinguir la física de la teoría de la evolución, con el matiz insoslayable de que un marco congruente con la visión científica del mundo apunta nítidamente a una continuidad y coherencia profundas entre el mundo de lo inerte y el de lo vivo.
No podemos reducir cabalmente el nivel biológico al fisicoquímico, pero no a causa de una imposibilidad intrínseca, sino de la complejidad que exhibe el sistema. En cuanto despejemos la incógnita referente al origen de la vida, no consigo encontrar ninguna prohibición de iure cuyo apriorismo nos impida dilucidar el finísimo hilo que hilvana el mundo de la química con el de la biología. Por supuesto, la ineludible complejidad de los sistemas biológicos no procede únicamente de sus elementos internos, sino de un factor mucho más relevante cuando analizamos la vida que cuando abordamos la materia inerte: el efecto de las contingencias.
El estudio de la vida exige conocer el prolijo itinerario histórico que han surcado los organismos vivos; la historia contiene necesidad, pero sobre todo se halla permeada de contingencia. Sólo una inteligencia laplaciana podría haber previsto la llegada de un meteorito que impactaría sobre la Tierra en el Cretácico superior, fatalidad que generaría un gigantesco cráter en el Golfo de México y desencadenaría una espiral de consecuencias devastadoras para la mayor parte de las especies que en esos remotos tiempos poblaban la Tierra.
Además, sabemos que existen incertidumbres invencibles en la escala microscópica. Por tanto, lo que la integración de los conocimientos persigue no es erradicar cualquier atisbo de contingencia o reducir toda explicación a un enunciado físico, sino exponer la inextricable imbricación entre todas las esferas de la realidad, lo que acentúa el poder de la mente humana para percibir los principios fundamentales que nos permiten vislumbrar esa unidad entre esferas tan heterogéneas.
De la biología a la neurociencia
Cuando tomamos en consideración la historia, no podemos desprendernos de la sombra de la contingencia, pero sí nos es dado entender las constantes humanas que atraviesan espacios y tiempos. Gracias a la neurociencia, gracias al estudio científico de la mente, es posible comprender las motivaciones humanas, su lógica y, por qué no, el germen de su admirable capacidad creadora. Aquí radica el marco fundamental para entender las grandes civilizaciones y las producciones más eximias del espíritu. Aun sin exorcizar el espectro de la contingencia, sigue siendo factible identificar los ejes fundamentales en torno a los que gravita la acción del hombre, conocimiento que, en nuestros días, proviene de la neurociencia.
Creo posible explicar los fundamentos neurobiológicos de la conciencia, pero no agotar la comprensión de cada conciencia específica, por la sencilla razón de que esta aptitud del Homo sapiens se nutre de una sostenida interacción con el ambiente externo e interno del sujeto que la ostenta.
De esta forma, es imposible reproducir puntualmente todos los detalles que conforman la vívida experiencia consciente de un sujeto, pues necesitaríamos replicar rigurosamente todas y cada una de las condiciones físicas y psicológicas en que se manifiesta. Pero este obstáculo tan profundo no impide hallar las bases neurocientíficas de la conciencia, que probablemente estriben en determinadas estructuras anatómicas encargadas de conectar las áreas perceptivas y las áreas asociativas, como el claustro y el fascículo longitudinal superior.
La integración
La ciencia goza del lenguaje más riguroso y universal que ha desarrollado la mente humana: el matemático. El progreso que esta disciplina ha protagonizado en los últimos siglos, especialmente en lo que concierne a la reflexión sobre sus fundamentos, sus límites y su alcance, le ha brindado a la ciencia un formalismo hoy por hoy insuperable para describir la estructura y el funcionamiento del universo. Sabemos, en cualquier caso, que esta descripción de la realidad no puede ser completa por al menos dos razones: en primer lugar, los modelos emplean ecuaciones diferenciales, pero nuestro conocimiento de la materia ha revelado la discontinuidad existente en los niveles fundamentales de la naturaleza.
En segundo lugar, la utilización del lenguaje matemático nos obliga a distinguir entre igualdad formal e igualdad material. Cuando en las ecuaciones de campo de la relatividad general aparece el número o en la ecuación de Schrödinger contemplamos el número imaginario i ( ), es evidente que la noción de igualdad ha de interpretarse como equivalencia entre objetos puros del pensamiento, abstracciones que no tienen por qué disfrutar de independencia ontológica en el ámbito de la naturaleza.
La cristalización matemática de las categorías físicas constituye la aproximación más profunda y fina que posee la mente humana para entender el universo, pero sólo en el límite asintótico en cuya idealidad los objetos materiales convergiesen con los objetos puros del pensamiento sería correcto sostener que un miembro de la ecuación es estrictamente igual al otro.
La ventaja indudable que nos proporciona el lenguaje matemático reside en su versatilidad, pues se muestra lo suficientemente flexible como para abordar la práctica totalidad de las parcelas del mundo, y la invención de nuevas herramientas matemáticas a lo largo de la historia es la mejor prueba de una plasticidad tan fructífera.
Por ello, los límites del pensamiento no sellan las inexorables fronteras del ser, como conjeturaba Parménides, sino que el espacio de la mente rebosa de ductilidad, y es tan maleable como para adaptarse de continuo, en sus lenguajes y en sus categorías, a los impostergables desafíos intelectuales que plantea lo real.
Pese a las dificultades insoslayables que encara, no deja de ser admirable el impulso que ha adquirido el conocimiento humano en su tentativa prometeica de aprehender el cosmos en la levedad de un concepto. A todo ejercicio cognoscitivo subyace una lógica, unas premisas y unas reglas operativas que articulan el razonamiento humano. Sin embargo, la expresión cuantitativa de ese razonamiento sólo ha logrado una plasmación adecuada en ciencias como la física, la química y –tímidamente- la biología. Los intentos de extrapolar este lenguaje a los estudios sociales aún deben demostrar su auténtico potencial.
Pero la lógica se aplica con independencia del área del conocimiento. Sería absurdo pensar que la mente de un físico se halla regida por reglas lógicas distintas a las que emplea un biólogo o a las que sustentan la labor de un filósofo. Por ello, todo avance en el perfeccionamiento de nuestras categorías lógicas, en el desvelamiento de sus virtualidades, de su elasticidad y de su fundamentación, proporcionará al intelecto nuevas y más agudas herramientas para captar parcelas de la realidad hasta ahora inapreciables, probablemente por no haber desplegado nociones lógicas lo suficientemente flexibles y refinadas como para aprehender la sofisticación de un mundo que no desiste de desbordar el estado presente de la imaginación humana.
Artículo elaborado por Carlos Blanco, Universidad Comillas, miembro de la Cátedra CTR y colaborador de Tendencias21 de las Religiones. Carlos Blanco es doctor en filosofía, licenciado en química y doctor en teología. En 2015 ha sido elegido miembro de la World Academy of Art and Science. Es autor de quince libros, entre los que destacan Conciencia y mismidad (Dykinson 2013), Historia de la neurociencia (Biblioteca Nueva 2014) y Grandes problemas filosóficos (Síntesis 2015).
El hilo conductor que auspicia el tránsito de la físico-química a la biología aún no ha sido esclarecido, pues ignoramos cómo floreció la vida desde la materia orgánica inerte. Sin embargo, es legítimo profesar esperanza en que pronto resolveremos un problema tan intrincado, pues lo lógico es que la luz de la vida en la Tierra haya despuntado en virtud de unas particulares condiciones químicas que facilitaron la creación de moléculas capaces de replicarse, provistas de crecientes grados de autonomía con respecto al medio, los suficientes como para inducir ciertas reacciones metabólicas en el interior de la célula.
En cualquier caso, y a falta de un recorrido que muestre, de manera diáfana, cómo conquistó la materia inerte la esfera de la vida, lo honesto es distinguir la física de la teoría de la evolución, con el matiz insoslayable de que un marco congruente con la visión científica del mundo apunta nítidamente a una continuidad y coherencia profundas entre el mundo de lo inerte y el de lo vivo.
No podemos reducir cabalmente el nivel biológico al fisicoquímico, pero no a causa de una imposibilidad intrínseca, sino de la complejidad que exhibe el sistema. En cuanto despejemos la incógnita referente al origen de la vida, no consigo encontrar ninguna prohibición de iure cuyo apriorismo nos impida dilucidar el finísimo hilo que hilvana el mundo de la química con el de la biología. Por supuesto, la ineludible complejidad de los sistemas biológicos no procede únicamente de sus elementos internos, sino de un factor mucho más relevante cuando analizamos la vida que cuando abordamos la materia inerte: el efecto de las contingencias.
El estudio de la vida exige conocer el prolijo itinerario histórico que han surcado los organismos vivos; la historia contiene necesidad, pero sobre todo se halla permeada de contingencia. Sólo una inteligencia laplaciana podría haber previsto la llegada de un meteorito que impactaría sobre la Tierra en el Cretácico superior, fatalidad que generaría un gigantesco cráter en el Golfo de México y desencadenaría una espiral de consecuencias devastadoras para la mayor parte de las especies que en esos remotos tiempos poblaban la Tierra.
Además, sabemos que existen incertidumbres invencibles en la escala microscópica. Por tanto, lo que la integración de los conocimientos persigue no es erradicar cualquier atisbo de contingencia o reducir toda explicación a un enunciado físico, sino exponer la inextricable imbricación entre todas las esferas de la realidad, lo que acentúa el poder de la mente humana para percibir los principios fundamentales que nos permiten vislumbrar esa unidad entre esferas tan heterogéneas.
De la biología a la neurociencia
Cuando tomamos en consideración la historia, no podemos desprendernos de la sombra de la contingencia, pero sí nos es dado entender las constantes humanas que atraviesan espacios y tiempos. Gracias a la neurociencia, gracias al estudio científico de la mente, es posible comprender las motivaciones humanas, su lógica y, por qué no, el germen de su admirable capacidad creadora. Aquí radica el marco fundamental para entender las grandes civilizaciones y las producciones más eximias del espíritu. Aun sin exorcizar el espectro de la contingencia, sigue siendo factible identificar los ejes fundamentales en torno a los que gravita la acción del hombre, conocimiento que, en nuestros días, proviene de la neurociencia.
Creo posible explicar los fundamentos neurobiológicos de la conciencia, pero no agotar la comprensión de cada conciencia específica, por la sencilla razón de que esta aptitud del Homo sapiens se nutre de una sostenida interacción con el ambiente externo e interno del sujeto que la ostenta.
De esta forma, es imposible reproducir puntualmente todos los detalles que conforman la vívida experiencia consciente de un sujeto, pues necesitaríamos replicar rigurosamente todas y cada una de las condiciones físicas y psicológicas en que se manifiesta. Pero este obstáculo tan profundo no impide hallar las bases neurocientíficas de la conciencia, que probablemente estriben en determinadas estructuras anatómicas encargadas de conectar las áreas perceptivas y las áreas asociativas, como el claustro y el fascículo longitudinal superior.
La integración
La ciencia goza del lenguaje más riguroso y universal que ha desarrollado la mente humana: el matemático. El progreso que esta disciplina ha protagonizado en los últimos siglos, especialmente en lo que concierne a la reflexión sobre sus fundamentos, sus límites y su alcance, le ha brindado a la ciencia un formalismo hoy por hoy insuperable para describir la estructura y el funcionamiento del universo. Sabemos, en cualquier caso, que esta descripción de la realidad no puede ser completa por al menos dos razones: en primer lugar, los modelos emplean ecuaciones diferenciales, pero nuestro conocimiento de la materia ha revelado la discontinuidad existente en los niveles fundamentales de la naturaleza.
En segundo lugar, la utilización del lenguaje matemático nos obliga a distinguir entre igualdad formal e igualdad material. Cuando en las ecuaciones de campo de la relatividad general aparece el número o en la ecuación de Schrödinger contemplamos el número imaginario i ( ), es evidente que la noción de igualdad ha de interpretarse como equivalencia entre objetos puros del pensamiento, abstracciones que no tienen por qué disfrutar de independencia ontológica en el ámbito de la naturaleza.
La cristalización matemática de las categorías físicas constituye la aproximación más profunda y fina que posee la mente humana para entender el universo, pero sólo en el límite asintótico en cuya idealidad los objetos materiales convergiesen con los objetos puros del pensamiento sería correcto sostener que un miembro de la ecuación es estrictamente igual al otro.
La ventaja indudable que nos proporciona el lenguaje matemático reside en su versatilidad, pues se muestra lo suficientemente flexible como para abordar la práctica totalidad de las parcelas del mundo, y la invención de nuevas herramientas matemáticas a lo largo de la historia es la mejor prueba de una plasticidad tan fructífera.
Por ello, los límites del pensamiento no sellan las inexorables fronteras del ser, como conjeturaba Parménides, sino que el espacio de la mente rebosa de ductilidad, y es tan maleable como para adaptarse de continuo, en sus lenguajes y en sus categorías, a los impostergables desafíos intelectuales que plantea lo real.
Pese a las dificultades insoslayables que encara, no deja de ser admirable el impulso que ha adquirido el conocimiento humano en su tentativa prometeica de aprehender el cosmos en la levedad de un concepto. A todo ejercicio cognoscitivo subyace una lógica, unas premisas y unas reglas operativas que articulan el razonamiento humano. Sin embargo, la expresión cuantitativa de ese razonamiento sólo ha logrado una plasmación adecuada en ciencias como la física, la química y –tímidamente- la biología. Los intentos de extrapolar este lenguaje a los estudios sociales aún deben demostrar su auténtico potencial.
Pero la lógica se aplica con independencia del área del conocimiento. Sería absurdo pensar que la mente de un físico se halla regida por reglas lógicas distintas a las que emplea un biólogo o a las que sustentan la labor de un filósofo. Por ello, todo avance en el perfeccionamiento de nuestras categorías lógicas, en el desvelamiento de sus virtualidades, de su elasticidad y de su fundamentación, proporcionará al intelecto nuevas y más agudas herramientas para captar parcelas de la realidad hasta ahora inapreciables, probablemente por no haber desplegado nociones lógicas lo suficientemente flexibles y refinadas como para aprehender la sofisticación de un mundo que no desiste de desbordar el estado presente de la imaginación humana.