La figura de Lutero cobra relevancia este año, cuando se cumple un nuevo siglo del comienzo de la disputa por las indulgencias, sus noventa y cinco tesis y de su carta al arzobispo Alberto de Maguncia.
El bálsamo del tiempo ha cerrado viejas heridas, nuevos paradigmas abren novedosas visiones sobre su histórico desempeño y el vocabulario, los adjetivos y calificativos que durante años pesaron negativamente sobre su imagen, han dejado paso a acercamientos de posturas y a posiciones más comprensivas y generosas sobre su actitud.
Editorial Trotta se suma a esta recuperación del personaje, publicando la excelente obra de Thomas Kaufmann “Martín Lutero. Vida, mundo, palabra” (Trotta, Madrid, 2017). Un libro que va mucho más allá de una simple biografía, pues intenta, con éxito, profundizar en la personalidad del reformador, situándolo además en su contexto histórico y en sus relaciones con celebridades contemporáneas suyas.
Una personalidad dual
Ya desde la Introducción, el autor nos adentra en la dualidad de la personalidad de Lutero: “el retraimiento contemplativo y meditativo del lector y traductor de la Biblia, del orante, del poeta espiritual, del cuidadoso intérprete y autor de textos, y la sinceridad activa, creadora y comunicativa del predicador, del polemista, del virtuoso de la lengua que se abre paso hacia lo público”. Y, como suele acontecer, ninguna de las dos visiones que se nos ofrecen es secundaria o inauténtica: hay un Lutero juvenil rompedor y progresista y un Lutero viejo, ortodoxo y conservador; se trata de una tensión permanente en su vida.
Las experiencias vividas en su historia contemporánea actúan sobre la fe de Lutero y es su fe, resultante de estas experiencias, la que él interpreta y descubre. En palabras de Kaufmann: “La persona de Lutero representa una identidad que, por un lado, se hallaba por completo envuelta en las condiciones históricas en las que existió, y en esa medida se movía en la historia, pero que, por otro, se sabía determinada y llevada por la acción efectiva de su Dios. Teología y biografía, fe y experiencia, contemplación y acción son inseparables en la persona de Lutero”.
Lutero realizó muchísimas declaraciones sobre sí que, resumidamente, oscilan entre dos extremos: de una parte, una seguridad en sí mismo con la más confiada despreocupación; de otra, un sentimiento de profunda indignidad y la más oscura autoacusación. Tenía una fuerte convicción de que sólo la misericordia de Dios le liberaba de su ser pecador, sin merecimiento alguno por su parte; de hecho, pensaba en una especie de predestinación marcada por su apellido Lutero, de Luder, derivado de la forma grecolatina Eleutherius, el libre.
Y fue reconocido por muchos de sus contemporáneos como persona relevante en la historia de la salvación, pues en ella se decidía la relación con Cristo, estableciendo, así, una especie de paralelismo entre el monje y Jesús. Fruto de este interés público que despertó, es la abundante producción de grabados en madera y cobre. No fueron pocos los que le consideraban un nuevo santo. Por su parte, Lutero, si no influyó directamente en la manera en que fue representado, al menos no lo impidió; quizás, tampoco hubiera podido hacerlo.
No era el único que estaba convencido de que la Iglesia precisaba una profunda reforma; y, además, tenía la convicción de que el sujeto de dicha reforma no sería el papa, ni los cardenales, ni siquiera la comunidad cristiana, sino solo Dios. Y esta espera de la reforma de Dios marcó toda su biografía. Una biografía que consta de una primera parte más oculta y de otra, más tardía, ampliamente conocida. Bajo esta premisa, Kaufmann recorre la vida de Lutero: su infancia y juventud, su época de estudiante, su conversión al monacato, el monje profesor, el exegeta de la justicia de Dios, el profeta y reformador, el camino a la herejía y el maestro de la iglesia herética evangélica.
Un rayo caído en una tormenta le provocó un inmenso terror que le llevó a prometer su ingreso en un convento si salía con vida del trance. Su impotencia ante este hecho, en que había visto en peligro su vida, y su interpretación religiosa, determinaron su futuro profesional y personal. En el convento, sufrió grandemente por la presión que sentía ante la confianza que depositaban en él sus superiores y su profunda insatisfacción por las, para él, profundas deficiencias espirituales, lo que no impidió que ostentase algún cargo directivo en su congregación.
La justicia de Dios fue asunto relevante en su planteamiento vital. Si bien inicialmente entendió la justicia divina como la administradora de premios y castigos, cielo y condenación eterna, con posterioridad modificó su concepción. Meditando sobre el contexto lingüístico del texto de la epístola a los romanos “el justo vive por la fe”, descubrió un nuevo sentido, interpretando la justicia como un regalo de Dios a través del cual Dios, en virtud de la fe, hace justo de manera efectiva, operativa, y regala la vida eterna. De ahí a la controversia por las indulgencias solo había un paso.
El bálsamo del tiempo ha cerrado viejas heridas, nuevos paradigmas abren novedosas visiones sobre su histórico desempeño y el vocabulario, los adjetivos y calificativos que durante años pesaron negativamente sobre su imagen, han dejado paso a acercamientos de posturas y a posiciones más comprensivas y generosas sobre su actitud.
Editorial Trotta se suma a esta recuperación del personaje, publicando la excelente obra de Thomas Kaufmann “Martín Lutero. Vida, mundo, palabra” (Trotta, Madrid, 2017). Un libro que va mucho más allá de una simple biografía, pues intenta, con éxito, profundizar en la personalidad del reformador, situándolo además en su contexto histórico y en sus relaciones con celebridades contemporáneas suyas.
Una personalidad dual
Ya desde la Introducción, el autor nos adentra en la dualidad de la personalidad de Lutero: “el retraimiento contemplativo y meditativo del lector y traductor de la Biblia, del orante, del poeta espiritual, del cuidadoso intérprete y autor de textos, y la sinceridad activa, creadora y comunicativa del predicador, del polemista, del virtuoso de la lengua que se abre paso hacia lo público”. Y, como suele acontecer, ninguna de las dos visiones que se nos ofrecen es secundaria o inauténtica: hay un Lutero juvenil rompedor y progresista y un Lutero viejo, ortodoxo y conservador; se trata de una tensión permanente en su vida.
Las experiencias vividas en su historia contemporánea actúan sobre la fe de Lutero y es su fe, resultante de estas experiencias, la que él interpreta y descubre. En palabras de Kaufmann: “La persona de Lutero representa una identidad que, por un lado, se hallaba por completo envuelta en las condiciones históricas en las que existió, y en esa medida se movía en la historia, pero que, por otro, se sabía determinada y llevada por la acción efectiva de su Dios. Teología y biografía, fe y experiencia, contemplación y acción son inseparables en la persona de Lutero”.
Lutero realizó muchísimas declaraciones sobre sí que, resumidamente, oscilan entre dos extremos: de una parte, una seguridad en sí mismo con la más confiada despreocupación; de otra, un sentimiento de profunda indignidad y la más oscura autoacusación. Tenía una fuerte convicción de que sólo la misericordia de Dios le liberaba de su ser pecador, sin merecimiento alguno por su parte; de hecho, pensaba en una especie de predestinación marcada por su apellido Lutero, de Luder, derivado de la forma grecolatina Eleutherius, el libre.
Y fue reconocido por muchos de sus contemporáneos como persona relevante en la historia de la salvación, pues en ella se decidía la relación con Cristo, estableciendo, así, una especie de paralelismo entre el monje y Jesús. Fruto de este interés público que despertó, es la abundante producción de grabados en madera y cobre. No fueron pocos los que le consideraban un nuevo santo. Por su parte, Lutero, si no influyó directamente en la manera en que fue representado, al menos no lo impidió; quizás, tampoco hubiera podido hacerlo.
No era el único que estaba convencido de que la Iglesia precisaba una profunda reforma; y, además, tenía la convicción de que el sujeto de dicha reforma no sería el papa, ni los cardenales, ni siquiera la comunidad cristiana, sino solo Dios. Y esta espera de la reforma de Dios marcó toda su biografía. Una biografía que consta de una primera parte más oculta y de otra, más tardía, ampliamente conocida. Bajo esta premisa, Kaufmann recorre la vida de Lutero: su infancia y juventud, su época de estudiante, su conversión al monacato, el monje profesor, el exegeta de la justicia de Dios, el profeta y reformador, el camino a la herejía y el maestro de la iglesia herética evangélica.
Un rayo caído en una tormenta le provocó un inmenso terror que le llevó a prometer su ingreso en un convento si salía con vida del trance. Su impotencia ante este hecho, en que había visto en peligro su vida, y su interpretación religiosa, determinaron su futuro profesional y personal. En el convento, sufrió grandemente por la presión que sentía ante la confianza que depositaban en él sus superiores y su profunda insatisfacción por las, para él, profundas deficiencias espirituales, lo que no impidió que ostentase algún cargo directivo en su congregación.
La justicia de Dios fue asunto relevante en su planteamiento vital. Si bien inicialmente entendió la justicia divina como la administradora de premios y castigos, cielo y condenación eterna, con posterioridad modificó su concepción. Meditando sobre el contexto lingüístico del texto de la epístola a los romanos “el justo vive por la fe”, descubrió un nuevo sentido, interpretando la justicia como un regalo de Dios a través del cual Dios, en virtud de la fe, hace justo de manera efectiva, operativa, y regala la vida eterna. De ahí a la controversia por las indulgencias solo había un paso.
La Reforma
Evidentemente, para el advenimiento de la Reforma no bastaba un factor como éste; hizo falta la confluencia de varios factores, como explica Kaufmann: “La capacidad persuasiva de Lutero, las condiciones políticas estructurales de Alemania, el distanciamiento del imperio respecto del papado y el dinamismo apocalíptico en torno a 1520, fueron los factores principales que condicionaron el éxito sin par del monje y profesor de Wittenberg”.
Pero, en última instancia, ¿cuál fue el desencadenante del conflicto con Lutero? Pues la indulgencia plenaria publicada para la financiación del nuevo edificio de la basílica de San Pedro. Si bien el sacramento de la confesión libraba al pecador de la condenación eterna como castigo por los pecados, las indulgencias servían para compensar los pecados temporales a expiar en el purgatorio tras la muerte; y, mediante un pequeño estipendio adicional, se podía adquirir el Confessionale, una especie de seguro a todo riesgo que garantizaba la absolución en la vida posterior o en momento de la muerte. Y esto era incompatible con la concepción que tenía Lutero de la vida como una penitencia permanente ante Dios. Solo el papa podía absolver de los castigos eclesiásticos en esta vida, pero no los de después de la muerte; el perdón de los pecados solo podía ser concedido por Dios.
Surgieron así las primeras controversias por escrito sobre el tema de las indulgencias que llevó a que se le abriera un proceso que fue aumentando su intensidad hasta la promulgación de la bula Exsurge Domine con la amenaza de excomunión. Durante todo ese tiempo, dos años, el monje rebelde multiplicó sus escritos explicando su postura. En ese período, destacan su controversia por escrito con Silvestre Mazzolini de Priero, teólogo de la curia, el interrogatorio que sufrió ante el cardenal Tomás Cayetano y la disputa en la universidad de Leipzig con Juan Eck, donde Lutero expresó argumentadamente que sólo la Biblia posee validez infalible.
Así las cosas, cuando entró en vigor la excomunión, quemó el Derecho Canónico, algunos textos escolásticos sobre la penitencia y, sobre todo, la bula en que se le amenazaba de excomunión. Y, a partir de entonces, asumió un papel rector en el proceso de la nueva vida eclesial, desarrollando múltiples modelos para la organización eclesiástica. Y su matrimonio con la monja escapada Catalina de Bora sirvió para dar un ejemplo de hogar cristiano. Lo que llevó a que, a su muerte, fuera calificado con el título de servidor del Evangelio despertado por Dios.
La teología de Lutero
¿Cuál era la teología de Lutero? Como dice Kaufmann, se trataba de una práctica razonada de la fe que depende de la palabra de Dios en el horizonte de la experiencia temporal. No tenía él la intención de crear todo un sistema dogmático con validez a través del tiempo; lo que nos lleva a la conclusión de que, para interpretar su obra, es necesario considerarla en el contexto histórico de sus escritos. Pese a ello, él consideraba sus textos de igual valía, cuanto menos, que los de los padres de la Iglesia.
Estableció tres reglas para su teología: la oratio, la meditatio y la tentatio. Para él, la Sagrada Escritura es un libro que reduce a la necedad cualquier otra sabiduría. Y, como para alcanzar su profundidad, el sentido y la razón humanos fracasan, es preciso implorar la asistencia del Espíritu Santo (oratio).
La meditatio hace referencia a una lectura y meditación arraigada en la Biblia. Dice Lutero: “debes meditar, esto es: no sólo en el corazón, sino también externamente, dándole siempre vueltas y leyendo y releyendo en voz alta y deletreando la palabra en el libro”.
Finalmente, son las tentaciones la piedra de toque que no sólo alumbra el saber y comprender, sino también la experiencia de “cuán cierta, cuán verdadera, cuán dulce, cuán adorable, cuán poderosa, cuán consoladora es la palabra de Dios”. Porque, en el fondo, para él la teología es esencialmente interpretación de la palabra de Dios, una palabra que es realidad dinámica y activa en la cual, a través de la cual y con la cual Dios actúa en la historia. La Biblia era para Lutero el libro de la vida.
En la Biblia buscó la respuesta a sus preguntas existenciales, vivía con y en ella; de ahí que, en sus controversias, siempre solicitaba que se le refutase con argumentos bíblicos. Por eso la tradujo y fue su Biblia la que le confirmó en el elogio de sí mismo frente a sus adversarios del bando papal.
Su labor en la cátedra universitaria y en la predicación desde el púlpito hizo de él un personaje famoso, socialmente reconocido, ya que sustentaba la legitimación de su autoridad. Una dignidad de la que sentía orgulloso y que gustaba de preservar de cualquier intento de vulgar confraternización: él estaba por encima y exigía ser respetado.
Tal dignidad le permitía codearse con la clase política y económica, de acuerdo con los tres estamentos que Dios estableció para el orden del mundo: el de la enseñanza (status ecclesiasticus), el de la defensa (status politicus) y el del sustento (status oeconomicus). Lo que no fue óbice para que su universo mental no fuera ni llamativamente amplio ni demasiado estrecho; todo estaba determinado por la Biblia y así, por ejemplo, no mostró interés por comprender la teoría astronómica de Copérnico, en la que solo veía un vanidoso afán de lucimiento.
Dice Kaufmann: “… era un mundo determinado por Dios con toda precisión, colmado por la presencia de Dios en su palabra y en el pan y el vino del sacramento del altar. En el mundo de Lutero, Dios no estaba fuera sino cerca. Dios no le interesa en el sentido de una realidad trascendente, lejana, que abarcase el espacio y el tiempo”. Es un Dios de la confianza y de la fe del corazón.
Sentía una verdadera pasión por la libertad evangélica, que le llevaba a eliminar teológicamente la aristocracia monástica o sacerdotal aunque, paradójicamente, pese a haberse convertido en el libertador de monjes y monjas, se manifestaba en público vistiendo el hábito, pese a haber abandonado el monasterio y vivir en la sociedad burguesa. Pretendió unir la seriedad del ser cristiano con un decidido vivir en el mundo, lejos de la vida solitaria monacal.
¿Y la Iglesia?
¿Qué era para él la Iglesia? Pues la comunidad de los que oyen la palabra de Dios y creen en ella. No está sujeta a hechos institucionales y jurídicos determinados, pero sí lo está a los actos elementales que la fundamentan y renuevan: la predicación del Evangelio y la administración de los dos sacramentos instituidos por Jesucristo, el bautismo y la cena.
Marcado por elementos apocalípticos, situaba en el horizonte del fin de los tiempos la solución del problema de sus dos enemigos: el papa y los turcos. Consideraba al sumo pontífice como el anticristo, analizado desde un punto de vista histórico y teológico, mientras que los turcos eran simultáneamente un enemigo declarado de Cristo y un castigo a los cristianos por no corregir las injusticias que cometían. El papa era el anticristo, el turco el diablo en persona. A ambos se unían los judíos, una raza de víboras, que junto a aquellos constituyen un aspecto importante de su teología.
El capítulo tercero de la obra de Kaufmann, Existencia teológica, merece ser leído con detenimiento, pues constituye el núcleo central del libro; desarrolla en él, de manera adecuada, los puntos solamente esbozados en este comentario. Un libro que se cierra con un interesante epílogo, Lutero y el cristianismo, una detallada bibliografía, la cronología de su vida y acciones y un glosario-resumen de las personas citadas.
En este centenario de un hecho que ha marcado profundamente los últimos siglos del cristianismo, la lectura de obras como esta ayudará a perfilar la figura, el pensamiento y el contexto de quien marcó sus inicios, lejos ya de cualquier apasionado juicio y prejuicio. Como reza el subtítulo del libro, trata de la vida, el mundo y la palabra de Martín Lutero.
Evidentemente, para el advenimiento de la Reforma no bastaba un factor como éste; hizo falta la confluencia de varios factores, como explica Kaufmann: “La capacidad persuasiva de Lutero, las condiciones políticas estructurales de Alemania, el distanciamiento del imperio respecto del papado y el dinamismo apocalíptico en torno a 1520, fueron los factores principales que condicionaron el éxito sin par del monje y profesor de Wittenberg”.
Pero, en última instancia, ¿cuál fue el desencadenante del conflicto con Lutero? Pues la indulgencia plenaria publicada para la financiación del nuevo edificio de la basílica de San Pedro. Si bien el sacramento de la confesión libraba al pecador de la condenación eterna como castigo por los pecados, las indulgencias servían para compensar los pecados temporales a expiar en el purgatorio tras la muerte; y, mediante un pequeño estipendio adicional, se podía adquirir el Confessionale, una especie de seguro a todo riesgo que garantizaba la absolución en la vida posterior o en momento de la muerte. Y esto era incompatible con la concepción que tenía Lutero de la vida como una penitencia permanente ante Dios. Solo el papa podía absolver de los castigos eclesiásticos en esta vida, pero no los de después de la muerte; el perdón de los pecados solo podía ser concedido por Dios.
Surgieron así las primeras controversias por escrito sobre el tema de las indulgencias que llevó a que se le abriera un proceso que fue aumentando su intensidad hasta la promulgación de la bula Exsurge Domine con la amenaza de excomunión. Durante todo ese tiempo, dos años, el monje rebelde multiplicó sus escritos explicando su postura. En ese período, destacan su controversia por escrito con Silvestre Mazzolini de Priero, teólogo de la curia, el interrogatorio que sufrió ante el cardenal Tomás Cayetano y la disputa en la universidad de Leipzig con Juan Eck, donde Lutero expresó argumentadamente que sólo la Biblia posee validez infalible.
Así las cosas, cuando entró en vigor la excomunión, quemó el Derecho Canónico, algunos textos escolásticos sobre la penitencia y, sobre todo, la bula en que se le amenazaba de excomunión. Y, a partir de entonces, asumió un papel rector en el proceso de la nueva vida eclesial, desarrollando múltiples modelos para la organización eclesiástica. Y su matrimonio con la monja escapada Catalina de Bora sirvió para dar un ejemplo de hogar cristiano. Lo que llevó a que, a su muerte, fuera calificado con el título de servidor del Evangelio despertado por Dios.
La teología de Lutero
¿Cuál era la teología de Lutero? Como dice Kaufmann, se trataba de una práctica razonada de la fe que depende de la palabra de Dios en el horizonte de la experiencia temporal. No tenía él la intención de crear todo un sistema dogmático con validez a través del tiempo; lo que nos lleva a la conclusión de que, para interpretar su obra, es necesario considerarla en el contexto histórico de sus escritos. Pese a ello, él consideraba sus textos de igual valía, cuanto menos, que los de los padres de la Iglesia.
Estableció tres reglas para su teología: la oratio, la meditatio y la tentatio. Para él, la Sagrada Escritura es un libro que reduce a la necedad cualquier otra sabiduría. Y, como para alcanzar su profundidad, el sentido y la razón humanos fracasan, es preciso implorar la asistencia del Espíritu Santo (oratio).
La meditatio hace referencia a una lectura y meditación arraigada en la Biblia. Dice Lutero: “debes meditar, esto es: no sólo en el corazón, sino también externamente, dándole siempre vueltas y leyendo y releyendo en voz alta y deletreando la palabra en el libro”.
Finalmente, son las tentaciones la piedra de toque que no sólo alumbra el saber y comprender, sino también la experiencia de “cuán cierta, cuán verdadera, cuán dulce, cuán adorable, cuán poderosa, cuán consoladora es la palabra de Dios”. Porque, en el fondo, para él la teología es esencialmente interpretación de la palabra de Dios, una palabra que es realidad dinámica y activa en la cual, a través de la cual y con la cual Dios actúa en la historia. La Biblia era para Lutero el libro de la vida.
En la Biblia buscó la respuesta a sus preguntas existenciales, vivía con y en ella; de ahí que, en sus controversias, siempre solicitaba que se le refutase con argumentos bíblicos. Por eso la tradujo y fue su Biblia la que le confirmó en el elogio de sí mismo frente a sus adversarios del bando papal.
Su labor en la cátedra universitaria y en la predicación desde el púlpito hizo de él un personaje famoso, socialmente reconocido, ya que sustentaba la legitimación de su autoridad. Una dignidad de la que sentía orgulloso y que gustaba de preservar de cualquier intento de vulgar confraternización: él estaba por encima y exigía ser respetado.
Tal dignidad le permitía codearse con la clase política y económica, de acuerdo con los tres estamentos que Dios estableció para el orden del mundo: el de la enseñanza (status ecclesiasticus), el de la defensa (status politicus) y el del sustento (status oeconomicus). Lo que no fue óbice para que su universo mental no fuera ni llamativamente amplio ni demasiado estrecho; todo estaba determinado por la Biblia y así, por ejemplo, no mostró interés por comprender la teoría astronómica de Copérnico, en la que solo veía un vanidoso afán de lucimiento.
Dice Kaufmann: “… era un mundo determinado por Dios con toda precisión, colmado por la presencia de Dios en su palabra y en el pan y el vino del sacramento del altar. En el mundo de Lutero, Dios no estaba fuera sino cerca. Dios no le interesa en el sentido de una realidad trascendente, lejana, que abarcase el espacio y el tiempo”. Es un Dios de la confianza y de la fe del corazón.
Sentía una verdadera pasión por la libertad evangélica, que le llevaba a eliminar teológicamente la aristocracia monástica o sacerdotal aunque, paradójicamente, pese a haberse convertido en el libertador de monjes y monjas, se manifestaba en público vistiendo el hábito, pese a haber abandonado el monasterio y vivir en la sociedad burguesa. Pretendió unir la seriedad del ser cristiano con un decidido vivir en el mundo, lejos de la vida solitaria monacal.
¿Y la Iglesia?
¿Qué era para él la Iglesia? Pues la comunidad de los que oyen la palabra de Dios y creen en ella. No está sujeta a hechos institucionales y jurídicos determinados, pero sí lo está a los actos elementales que la fundamentan y renuevan: la predicación del Evangelio y la administración de los dos sacramentos instituidos por Jesucristo, el bautismo y la cena.
Marcado por elementos apocalípticos, situaba en el horizonte del fin de los tiempos la solución del problema de sus dos enemigos: el papa y los turcos. Consideraba al sumo pontífice como el anticristo, analizado desde un punto de vista histórico y teológico, mientras que los turcos eran simultáneamente un enemigo declarado de Cristo y un castigo a los cristianos por no corregir las injusticias que cometían. El papa era el anticristo, el turco el diablo en persona. A ambos se unían los judíos, una raza de víboras, que junto a aquellos constituyen un aspecto importante de su teología.
El capítulo tercero de la obra de Kaufmann, Existencia teológica, merece ser leído con detenimiento, pues constituye el núcleo central del libro; desarrolla en él, de manera adecuada, los puntos solamente esbozados en este comentario. Un libro que se cierra con un interesante epílogo, Lutero y el cristianismo, una detallada bibliografía, la cronología de su vida y acciones y un glosario-resumen de las personas citadas.
En este centenario de un hecho que ha marcado profundamente los últimos siglos del cristianismo, la lectura de obras como esta ayudará a perfilar la figura, el pensamiento y el contexto de quien marcó sus inicios, lejos ya de cualquier apasionado juicio y prejuicio. Como reza el subtítulo del libro, trata de la vida, el mundo y la palabra de Martín Lutero.