No cabe duda de que, con la globalización, estamos pasando de creencias universales y únicas al pluralismo y la fragmentación de tradiciones particulares heterogéneas. El mismo concepto de religión resulta hoy difícil de precisar, ya que no hay un contenido universal que se pueda aplicar por igual a todas las tradiciones que se presentan como religiosas [1].
Tenemos que contentarnos con una aproximación a la religión, definiéndola con Wittgenstein por el parecido de familia, a partir de la religión monoteísta que hemos conocido en Occidente. Es inevitable que a la hora de hablar de la religión partamos de las formas que nos son más conocidas y familiares, y desde ellas nos refiramos a otras más lejanas y diferentes, aunque hay que evitar la tendencia de asimilarlas e interpretarlas desde nuestros propios cánones.
La filosofía actual se plantea el universalismo desde los derechos humanos, que pretenden ser transculturales , pero que tienen una inevitable particularidad en su contenido, mayoritariamente establecido por la tradición occidental. ¿Cómo es posible defender principios éticos universales que, sin embargo, han surgido en una cultura particular? ¿Cómo llegar a un consenso intercultural mínimo: ¿abstrayendo de las culturas particulares o asumiendo una de ellas como eje directivo para la universalización? Y, en el último caso, ¿cómo evitar la caída en el socio o etnocentrismo europeo, en la línea de Hegel que hacía de Occidente la vanguardia de la humanidad y el portador del espíritu absoluto?
Esta problemática se da también hoy en las creencias religiosas. En el plano de las religiones el problema se plantea desde la tensión entre una tradición que tiene un contenido sustancial particular (el monoteísmo judío, cristiano o musulmán) y su pretensión de universalidad y absolutez: la de ser la religión válida para toda la humanidad. Esta tensión de particularidad y pretensión universal, se agudiza por la pluralidad fáctica de religiones, cuya mera existencia plantea interrogantes a una religión única y universal.
Por eso, hoy es necesaria una filosofía y teología de las religiones que tome en cuenta la pluralidad existente y explique el estatuto epistemológico desde el que se hacen las distintas propuestas. Vamos a abordar las distintas respuestas que se han dado y evaluar los intentos de reconciliar la exigencia de validez universal con la condición fáctica de cada tradición particular. Veremos cómo detrás de las distintas teologías de las religiones hay soluciones y propuestas filosóficas.
El trasfondo hegeliano e ilustrado
La primera propuesta es la tradicional. La afirmación de que una religión es la verdadera y que las otras son falsas creencias. Es la concepción que subyace al conocido postulado “extra ecclesiam nulla salus”, que en un primer momento se dirigía contra los herejes y cismáticos cristianos, para amonestarlos a volver al seno de la Iglesia. Luego se convirtió en un principio teológico en relación con las otras religiones [2].
Fue el planteamiento inspirador del cristianismo en relación con las religiones precolombinas y con las grandes tradiciones religiosas asiáticas. A partir del postulado de que el error no tiene derecho a existir, se combatían las creencias rivales y se les negaba valor epistemológico y significación salvífica.
Del exclusivismo al inclusivismo
El cristianismo no sólo postulaba la verdad absoluta de su propio credo, sino además el monopolio de salvación. Tenía la exclusividad en el acceso a Dios, lo cual se legitimaba con teologías que afirmaban que las otras religiones eran inventos de Satanás para confundir a la humanidad, o de forma más moderada y moderna, que el cristianismo era la única religión de salvación, mientras que las otras religiones eran creaciones humanas. Incluso se afirmó que el cristianismo no era una religión, es decir, obra humana, sino fe, inspirada por el mismo Dios.
De ahí, la moderna contraposición entre fe y religión que subyace, por ejemplo, al planteamiento de la teología dialécticai [3]. Son distintas formas de establecer la diferencia cualitativa entre el cristianismo y las otras religiones, a las que se niega capacidad para establecer la comunicación entre Dios y el hombre.
En este contexto hay una posición particular que se erige en la única verdadera, por ello, la única universal posible. Y esto se ha dado tanto en la relación del cristianismo con las otras religiones, como dentro de él entre cada Iglesia o confesión respecto de las demás. La asimetría entre verdad única y errores, totales o parciales, hacía inviable no sólo el dialogo entre las religiones, sino también el ecumenismo que ponía el acento en lo común subsistente en medio de las diferencias. Desde esta perspectiva, que ha durado hasta la primera mitad del siglo XX, sólo se podía hablar de un retorno de los cismáticos y herejes a la única Iglesia verdadera, no de un reconocimiento muto entre Iglesias, ya que el error no tiene razón de existir.
Respecto a las otras religiones ha generado una política misionera proselitista, que se integraba dentro de la dinámica expansionista colonial que ha marcado la modernidad. La justificación hegeliana de la expansión colonial de Occidente, con el objetivo de llevar la cultura y la civilización a los pueblos subdesarrollados, servía de marco para legitimar la misión religiosa y la destrucción de las religiones y tradiciones locales. No siquiera había un esfuerzo por inculturar al cristianismo en otras culturas y tradiciones, ya que se consideraba a éstas inferiores y poco civilizadas. Sino que se implantaba el modelo eclesial y religioso de las metrópolis, se rechazaba cualquier intento de fusión entre horizontes religiosos distintos (como ocurrió en el conflicto de los ritos malabares de la China y la India) e incluso se excluía a los indígenas del acceso a los puestos de poder en las religiones, los ministerios eclesiales, por considerarlos poco capaces para ello.
Esta teología de las religiones es de clara raíz hegeliana, ya que parte del presupuesto incuestionable de la superioridad de la religión y cultura occidental respecto del resto del mundo. La religión del Dios encarnado, que es la forma por excelencia de la religión absoluta, no podía ponerse al mismo nivel que las otras religiones, afirmadas, a lo más, como intentos del hombre por comunicarse por Dios, más que revelación o inspiración de éste último. La mayor diferencia entre el planteamiento hegeliano y el exclusivismo cristiano está en que Hegel puede asumir que las religiones “inferiores” se integren y subsistan en la superior (Aufhebung), desde la síntesis dialéctica, mientras que el planteamiento teológico se movía más en el marco de la disyuntiva dualista (verdad y error) que resaltaba los contrastes y las tensiones, sin que hubiera una universalidad dialéctica en la religión absoluta. Esto es lo que ha cambiado en el siglo XX.
Del exclusivismo a la aceptación limitada de la pluralidad
En la segunda mitad del siglo XX se ha llegado a un nuevo modelo. El proceso de descolonización, a partir de la segunda guerra mundial, así como la toma de conciencia del sustrato etnocentrista occidental ha favorecido la autocrítica y la apertura a lo diferente. Hay también conciencia de que los conflictos sociopolíticos y las guerras tienen un componente religioso que exige una reflexión sobre la religión como fenómeno sociocultural, se crea o no que sea revelación divina. A esto se añade la mayor movilidad e interdependencia planetaria, que hoy se refuerza a partir del proceso de globalización. Todo esto ha generado un replanteamiento teológico y filosófico del exclusivismo de la etapa anterior.
El giro intersubjetivo y lingüístico de la filosofía, así como la revalorización de las tradiciones y del mundo de la vida, que es la gran aportación fenomenológica y hermenéutica, han ido acompañadas por el descubrimiento del otro y la revalorización de las diferencias como elementos constitutivos de la propia identidad personal y colectiva. El ecumenismo intra-cristiano y el diálogo con las religiones se han convertido en elementos determinantes de nuestro tiempo.
El paso fundamental implica pasar del exclusivismo religioso (una creencia es la que tiene el monopolio del acceso a Dios) al inclusivismo: hay distintas religiones a través de las cuales Dios se ha manifestado a toda la humanidad. En este sentido todas son válidas, en cuanto que en ellas se posibilita la relación entre Dios y el hombre. Sin embargo, su grado de validez es diferente, siendo el cristianismo el que tiene la plenitud de la revelación y de la salvación, la religión superior que engloba y asimila, llevando a su perfección, las verdades parciales de las otras [4].
De esta forma se pasa del monopolio exclusivista al inclusivismo que acepta la validez de todos y proclama la superioridad universal de una en particular. Ya no es necesario contraponer una religión concreta a las otras como una disyuntiva de verdad y error, pero se mantiene la superioridad de un camino religioso sobre los otros, sea porque todas las creencias se orientan hacia el cristianismo como camino constitutivo por excelencia de la relación con Dios o porque es la mejor mediación por más madura y plena.
De la misma manera que los cristianos hablan de la religión judía como un camino de preparación que culmina en la revelación de Jesús, así también se podría hablar de grandes antiguos testamentos de la humanidad, que serían las religiones mundiales, por medio de las cuales es Dios mismo el que ha preparado a todos los pueblos hasta que llegue la plenitud del cristianismo [5] .
De esta forma se responde a la pluralidad fáctica de creencias, se asume que Dios no ha dejado a los hombres sin un camino para relacionarse con él, aunque no conocieran el cristianismo, y se conserva el carácter prioritario del monoteísmo cristiano sobre cualquier otra creencia. Lógicamente, el presupuesto está hecho desde la perspectiva cristiana (la de que es la verdadera) y se concede a las otras el ser legítimas y parcialmente válidas, en cuanto en ellas hay contenidos revelados por Dios, que no llegarían a alcanzar el grado de la propia tradición religiosa de pertenencia.
Hay aquí una concepción asimétrica y jerárquica de las religiones, que hace posible la convivencia pacífica entre todas, pero que hace del particularismo religioso occidental la creencia universal, no por ser la única sino por ser la mejor. El simbolismo del calendario cristiano, que divide la historia en antes y después de Cristo, permite ver las religiones como antiguos testamentos de la humanidad.
De la misma forma que el pueblo judío fue preparado por Dios para recibir la plena revelación en el mesías prometido, lo cual acaeció con Jesús, así también se pueden asumir tradiciones religiosas mundiales, sobre todo si son anteriores cronológicamente al cristianismo, como caminos preparatorios hasta que llegue la culminación de la religión plena. De esta forma se puede hablar de revelaciones fragmentarias y otra absoluta, para los cristianos la suya, mientras que el Islam plantea lo mismo respecto de judíos y cristianos.
En el fondo, se mantiene la tendencia occidental que hace de lo particular europeo, lo universal, erigiéndose en vanguardia y plenitud de la humanidad, en la línea del espíritu absoluto de Hegel. Se incluyen a todas las religiones en el plan de Dios y el cristianismo sería el mejor, aunque no el único. Por eso, sería la religión del futuro, la que está llamada a integrarlas a todas, aunque, a su vez, pueda ser enriquecida y perfeccionada con elementos que las demás puedan aportarle [6].
Por ejemplo, se puede asumir que la no violencia de Ghandi ha ayudado a los cristianos a redescubrir y valorar la dimensión de la paz que defendió Jesús, incluyendo el amor al enemigo y el rechazo de la ley del talión. Lo cual no obsta sin embargo, para subrayar el carácter fragmentario y parcial de esa contribución a una síntesis superior que sería la cristiana.
Es evidente que este planteamiento es cuestionado por las otras religiones, que encuentran en ella una derivación más del sociocentrismo occidental que erige su propia cultura en avanzada y culmen de la humanidad, relegando las otras a subdesarrolladas. El final sería de nuevo el de pasar del subdesarrollo al desarrollo pleno, es decir, abandonar formas más primitivas de religión en favor de la más madura y plena, aunque ya no se mantenga la pretensión de que las otras religiones son un error global. No hay aquí espacio para captar el carácter heterogéneo de las religiones, mucho menos la posibilidad de que sean inconmensurables, y la imposibilidad de relegar a todas a una particular, que sería la que hegelianamente comprendería y asumiría a todas [7].
Tenemos que contentarnos con una aproximación a la religión, definiéndola con Wittgenstein por el parecido de familia, a partir de la religión monoteísta que hemos conocido en Occidente. Es inevitable que a la hora de hablar de la religión partamos de las formas que nos son más conocidas y familiares, y desde ellas nos refiramos a otras más lejanas y diferentes, aunque hay que evitar la tendencia de asimilarlas e interpretarlas desde nuestros propios cánones.
La filosofía actual se plantea el universalismo desde los derechos humanos, que pretenden ser transculturales , pero que tienen una inevitable particularidad en su contenido, mayoritariamente establecido por la tradición occidental. ¿Cómo es posible defender principios éticos universales que, sin embargo, han surgido en una cultura particular? ¿Cómo llegar a un consenso intercultural mínimo: ¿abstrayendo de las culturas particulares o asumiendo una de ellas como eje directivo para la universalización? Y, en el último caso, ¿cómo evitar la caída en el socio o etnocentrismo europeo, en la línea de Hegel que hacía de Occidente la vanguardia de la humanidad y el portador del espíritu absoluto?
Esta problemática se da también hoy en las creencias religiosas. En el plano de las religiones el problema se plantea desde la tensión entre una tradición que tiene un contenido sustancial particular (el monoteísmo judío, cristiano o musulmán) y su pretensión de universalidad y absolutez: la de ser la religión válida para toda la humanidad. Esta tensión de particularidad y pretensión universal, se agudiza por la pluralidad fáctica de religiones, cuya mera existencia plantea interrogantes a una religión única y universal.
Por eso, hoy es necesaria una filosofía y teología de las religiones que tome en cuenta la pluralidad existente y explique el estatuto epistemológico desde el que se hacen las distintas propuestas. Vamos a abordar las distintas respuestas que se han dado y evaluar los intentos de reconciliar la exigencia de validez universal con la condición fáctica de cada tradición particular. Veremos cómo detrás de las distintas teologías de las religiones hay soluciones y propuestas filosóficas.
El trasfondo hegeliano e ilustrado
La primera propuesta es la tradicional. La afirmación de que una religión es la verdadera y que las otras son falsas creencias. Es la concepción que subyace al conocido postulado “extra ecclesiam nulla salus”, que en un primer momento se dirigía contra los herejes y cismáticos cristianos, para amonestarlos a volver al seno de la Iglesia. Luego se convirtió en un principio teológico en relación con las otras religiones [2].
Fue el planteamiento inspirador del cristianismo en relación con las religiones precolombinas y con las grandes tradiciones religiosas asiáticas. A partir del postulado de que el error no tiene derecho a existir, se combatían las creencias rivales y se les negaba valor epistemológico y significación salvífica.
Del exclusivismo al inclusivismo
El cristianismo no sólo postulaba la verdad absoluta de su propio credo, sino además el monopolio de salvación. Tenía la exclusividad en el acceso a Dios, lo cual se legitimaba con teologías que afirmaban que las otras religiones eran inventos de Satanás para confundir a la humanidad, o de forma más moderada y moderna, que el cristianismo era la única religión de salvación, mientras que las otras religiones eran creaciones humanas. Incluso se afirmó que el cristianismo no era una religión, es decir, obra humana, sino fe, inspirada por el mismo Dios.
De ahí, la moderna contraposición entre fe y religión que subyace, por ejemplo, al planteamiento de la teología dialécticai [3]. Son distintas formas de establecer la diferencia cualitativa entre el cristianismo y las otras religiones, a las que se niega capacidad para establecer la comunicación entre Dios y el hombre.
En este contexto hay una posición particular que se erige en la única verdadera, por ello, la única universal posible. Y esto se ha dado tanto en la relación del cristianismo con las otras religiones, como dentro de él entre cada Iglesia o confesión respecto de las demás. La asimetría entre verdad única y errores, totales o parciales, hacía inviable no sólo el dialogo entre las religiones, sino también el ecumenismo que ponía el acento en lo común subsistente en medio de las diferencias. Desde esta perspectiva, que ha durado hasta la primera mitad del siglo XX, sólo se podía hablar de un retorno de los cismáticos y herejes a la única Iglesia verdadera, no de un reconocimiento muto entre Iglesias, ya que el error no tiene razón de existir.
Respecto a las otras religiones ha generado una política misionera proselitista, que se integraba dentro de la dinámica expansionista colonial que ha marcado la modernidad. La justificación hegeliana de la expansión colonial de Occidente, con el objetivo de llevar la cultura y la civilización a los pueblos subdesarrollados, servía de marco para legitimar la misión religiosa y la destrucción de las religiones y tradiciones locales. No siquiera había un esfuerzo por inculturar al cristianismo en otras culturas y tradiciones, ya que se consideraba a éstas inferiores y poco civilizadas. Sino que se implantaba el modelo eclesial y religioso de las metrópolis, se rechazaba cualquier intento de fusión entre horizontes religiosos distintos (como ocurrió en el conflicto de los ritos malabares de la China y la India) e incluso se excluía a los indígenas del acceso a los puestos de poder en las religiones, los ministerios eclesiales, por considerarlos poco capaces para ello.
Esta teología de las religiones es de clara raíz hegeliana, ya que parte del presupuesto incuestionable de la superioridad de la religión y cultura occidental respecto del resto del mundo. La religión del Dios encarnado, que es la forma por excelencia de la religión absoluta, no podía ponerse al mismo nivel que las otras religiones, afirmadas, a lo más, como intentos del hombre por comunicarse por Dios, más que revelación o inspiración de éste último. La mayor diferencia entre el planteamiento hegeliano y el exclusivismo cristiano está en que Hegel puede asumir que las religiones “inferiores” se integren y subsistan en la superior (Aufhebung), desde la síntesis dialéctica, mientras que el planteamiento teológico se movía más en el marco de la disyuntiva dualista (verdad y error) que resaltaba los contrastes y las tensiones, sin que hubiera una universalidad dialéctica en la religión absoluta. Esto es lo que ha cambiado en el siglo XX.
Del exclusivismo a la aceptación limitada de la pluralidad
En la segunda mitad del siglo XX se ha llegado a un nuevo modelo. El proceso de descolonización, a partir de la segunda guerra mundial, así como la toma de conciencia del sustrato etnocentrista occidental ha favorecido la autocrítica y la apertura a lo diferente. Hay también conciencia de que los conflictos sociopolíticos y las guerras tienen un componente religioso que exige una reflexión sobre la religión como fenómeno sociocultural, se crea o no que sea revelación divina. A esto se añade la mayor movilidad e interdependencia planetaria, que hoy se refuerza a partir del proceso de globalización. Todo esto ha generado un replanteamiento teológico y filosófico del exclusivismo de la etapa anterior.
El giro intersubjetivo y lingüístico de la filosofía, así como la revalorización de las tradiciones y del mundo de la vida, que es la gran aportación fenomenológica y hermenéutica, han ido acompañadas por el descubrimiento del otro y la revalorización de las diferencias como elementos constitutivos de la propia identidad personal y colectiva. El ecumenismo intra-cristiano y el diálogo con las religiones se han convertido en elementos determinantes de nuestro tiempo.
El paso fundamental implica pasar del exclusivismo religioso (una creencia es la que tiene el monopolio del acceso a Dios) al inclusivismo: hay distintas religiones a través de las cuales Dios se ha manifestado a toda la humanidad. En este sentido todas son válidas, en cuanto que en ellas se posibilita la relación entre Dios y el hombre. Sin embargo, su grado de validez es diferente, siendo el cristianismo el que tiene la plenitud de la revelación y de la salvación, la religión superior que engloba y asimila, llevando a su perfección, las verdades parciales de las otras [4].
De esta forma se pasa del monopolio exclusivista al inclusivismo que acepta la validez de todos y proclama la superioridad universal de una en particular. Ya no es necesario contraponer una religión concreta a las otras como una disyuntiva de verdad y error, pero se mantiene la superioridad de un camino religioso sobre los otros, sea porque todas las creencias se orientan hacia el cristianismo como camino constitutivo por excelencia de la relación con Dios o porque es la mejor mediación por más madura y plena.
De la misma manera que los cristianos hablan de la religión judía como un camino de preparación que culmina en la revelación de Jesús, así también se podría hablar de grandes antiguos testamentos de la humanidad, que serían las religiones mundiales, por medio de las cuales es Dios mismo el que ha preparado a todos los pueblos hasta que llegue la plenitud del cristianismo [5] .
De esta forma se responde a la pluralidad fáctica de creencias, se asume que Dios no ha dejado a los hombres sin un camino para relacionarse con él, aunque no conocieran el cristianismo, y se conserva el carácter prioritario del monoteísmo cristiano sobre cualquier otra creencia. Lógicamente, el presupuesto está hecho desde la perspectiva cristiana (la de que es la verdadera) y se concede a las otras el ser legítimas y parcialmente válidas, en cuanto en ellas hay contenidos revelados por Dios, que no llegarían a alcanzar el grado de la propia tradición religiosa de pertenencia.
Hay aquí una concepción asimétrica y jerárquica de las religiones, que hace posible la convivencia pacífica entre todas, pero que hace del particularismo religioso occidental la creencia universal, no por ser la única sino por ser la mejor. El simbolismo del calendario cristiano, que divide la historia en antes y después de Cristo, permite ver las religiones como antiguos testamentos de la humanidad.
De la misma forma que el pueblo judío fue preparado por Dios para recibir la plena revelación en el mesías prometido, lo cual acaeció con Jesús, así también se pueden asumir tradiciones religiosas mundiales, sobre todo si son anteriores cronológicamente al cristianismo, como caminos preparatorios hasta que llegue la culminación de la religión plena. De esta forma se puede hablar de revelaciones fragmentarias y otra absoluta, para los cristianos la suya, mientras que el Islam plantea lo mismo respecto de judíos y cristianos.
En el fondo, se mantiene la tendencia occidental que hace de lo particular europeo, lo universal, erigiéndose en vanguardia y plenitud de la humanidad, en la línea del espíritu absoluto de Hegel. Se incluyen a todas las religiones en el plan de Dios y el cristianismo sería el mejor, aunque no el único. Por eso, sería la religión del futuro, la que está llamada a integrarlas a todas, aunque, a su vez, pueda ser enriquecida y perfeccionada con elementos que las demás puedan aportarle [6].
Por ejemplo, se puede asumir que la no violencia de Ghandi ha ayudado a los cristianos a redescubrir y valorar la dimensión de la paz que defendió Jesús, incluyendo el amor al enemigo y el rechazo de la ley del talión. Lo cual no obsta sin embargo, para subrayar el carácter fragmentario y parcial de esa contribución a una síntesis superior que sería la cristiana.
Es evidente que este planteamiento es cuestionado por las otras religiones, que encuentran en ella una derivación más del sociocentrismo occidental que erige su propia cultura en avanzada y culmen de la humanidad, relegando las otras a subdesarrolladas. El final sería de nuevo el de pasar del subdesarrollo al desarrollo pleno, es decir, abandonar formas más primitivas de religión en favor de la más madura y plena, aunque ya no se mantenga la pretensión de que las otras religiones son un error global. No hay aquí espacio para captar el carácter heterogéneo de las religiones, mucho menos la posibilidad de que sean inconmensurables, y la imposibilidad de relegar a todas a una particular, que sería la que hegelianamente comprendería y asumiría a todas [7].
Lessing y la ilustración
Este nuevo enfoque tiene otras raíces filosóficas y teológicas. El monopolio exclusivista hacía muy difícil la convivencia pacífica entre distintos credos religiosos. Lessing intentó mitigarlo con su famosa teoría de los anillos dados por un padre a cada uno de sus hijos, simbolizando las tres religiones del libro. Todos pensaban tener la alianza auténtica y ser falsa la de los otros dos hermanos.
A su vez, cada uno de los monoteísmos bíblicos creía haber recibido de Dios el don preciado de la revelación verdadera, pero en el tiempo histórico ninguno podía imponerse a los otros con exclusividad, sino que deberían convivir pacíficamente, creyendo cada uno ser el único verdadero, pero reservando la verdad al veredicto de Dios al final de la historia. Se difería por tanto el problema de la verdad religiosa, remitida a la escatología, y se buscaba la paz entre las religiones en el “interim” histórico desde una tolerancia y respeto mutuo, a lo cual se añadía el afán de manifestar la fuerza de la propia creencia y su capacidad de generar buenas obras [8].
Este espíritu pragmático de tolerancia, respeto mutuo y llamada al testimonio colectivo responde muy bien a la mentalidad ilustrada. Como veremos es una de las dimensiones fundamentales que hay que mantener a la hora de proponer alternativas a los monoteísmos occidentales. Esta actitud fue también la que siguió el deísmo de la ilustración, distinguiendo entre una religión natural universal y las creencias positivas particulares de cada credo religioso.
Tras la crisis de la teología natural, sobre todo a partir de Hume y Kant, surgió el concepto ilustrado de “religión”, autónomo respecto de la positividad del cristianismo, y comenzó a desarrollarse una teología filosófica conocida como filosofía de la religión, desde una perspectiva racional y reflexiva. La idea de una religión natural y universal, contrapuesta a las positivas, tiene raíces muy antiguas, ya que remonta a tradiciones como las de Raimundo Lulio, Nicolás de Cusa y el pietismo alemán, pero se sistematiza en el siglo XIX bajo el influjo de Kant y su religión dentro de los límites de la razón [9].
Lessing y el deísmo están vinculados en un esfuerzo común. Se intentaba hacer compatible la creencia universal en un único Dios y la pluralidad de tradiciones religiosas, a las que se relativizaba y subordinaba a una religión natural más emparentada con el dios de los filósofos que con el de las religiones. El gran arquitecto u ordenador del mundo ha dejado sus huellas en la creación, lo cual hace posible un acceso natural a Dios desde las experiencias humanas, más allá de los canales de las religiones históricas concretas.
Modernamente, hay un eco de este planteamiento en la conocida teología de los cristianos anónimos. Se parte de que hay un existencial sobrenatural en todos los hombres. Es decir, se rechaza la distinción dualista neta entre lo natural y lo sobrenatural, para afirmar que todos los hombres se encuentran bajo la acción de Dios, aunque no siempre lo reconozcan [10]. En este sentido habría una dimensión religiosa en toda persona humana, sea o no creyente de una creencia particular. Se reivindicaría el Dios creador con el que todos tienen contacto, más allá de la revelación expresa particular de cada tradición religiosa.
Cristianos anónimos
Por otra parte, el cristianismo ofrecería los criterios últimos de la auténtica revelación divina, ya que sería el camino explícito de la revelación. Todos aquellos que se comportan de una manera afín al postulado cristiano de amor al prójimo, lucha por la justicia, solidaridad universal, etc., serían “cristianos anónimos”. Aunque no lo sepan ya habrían reconocido a Dios, que inspiraría esos comportamientos, aunque nunca hubieran oído hablar del cristianismo. Es decir, desde una perspectiva teológica, no se parte de una neutralidad epistemológica para hablar de Dios, sino que se asumen tópicos fundamentales de las creencias cristianas para hablar del Dios creador que se comunica a todos los hombres.
Esta propuesta remonta a la teología medieval, que hablaba de la naturaleza como la segunda Biblia y a la misma teología natural como acceso racional a Dios. En cuanto que el Dios cristiano es único y universal, se pone el acento en lo natural y en lo racional. Lo cristiano confesional sería una explicitación, potenciación y clarificación de lo que ya se da en el ámbito de la razón. Esta es la línea de Anselmo de Canterbury, que se propone mostrar la racionalidad de los misterios cristianos en su obra fundamental de teodicea, “Cur Deus homo”. Esta continuidad, pero también diferenciación, entre religión explícita y creencia natural y racional en Dios sería también integrable en la comprensión de Hegel.
La “religión natural” de la Ilustración se suple aquí por un cristianismo difuso y cósmico que se puede legitimar recurriendo a postulados internos de la propia tradición teológica. La propia tradición cristiana abriría el horizonte y favorecería el reconocimiento parcial de otras religiones: el logos divino se ha manifestado en Jesús, pero hay semillas del Verbo dispersas en toda la humanidad, como afirma el filósofo cristiano Justino en el siglo II. O se puede recurrir a la concepción trinitaria y afirmar que el Dios espíritu se da a todos los hombres, siendo la cristología la vía explícita desde la que se puede reconocer cómo actúa el Espíritu divino fuera del cristianismo. Por eso, se podrían aceptar elementos de salvación en otras religiones, sin que necesariamente se asumiera a éstas como mediaciones globales salvíficas o dar el paso a una valoración positiva, pero siempre parcial, de esas creencias [11].
La protesta de los miembros de otras religiones, o simplemente de los no creyentes que rechazarían ese parentesco inconsciente o anónimo con el cristianismo, se resolvería diciendo que esta es la hermenéutica cristiana, privilegiada y capaz de ver lo que otros no alcanzan por su superioridad como religión revelada que tiene la plenitud de la verdad. Desde el momento en que se tienen las claves auténticas de la existencia humana, manifestadas por Jesús, sería posible captar lo que otros viven y tienen, aunque ellos no lo reconozcan. Lógicamente, desde esta perspectiva, también otras religiones podrían hablar recíprocamente de los cristianos como “miembros anónimos”.
Incluso sería posible denominarlos ateos anónimos por parte de los no creyentes, resaltando los elementos comunes a unos y otros. Se impondría una interpretación, religiosa o no, contra la voluntad expresa de aquellos que reciben esta denominación, y se mantendría la unicidad de la religión, combinándola con la aceptación de otras formas de vida. Es una solución que facilita el ecumenismo y la paz religiosa, pero que difícilmente puede satisfacer a los que no participan de las claves hermenéuticas cristianas que se han erigido en criterios dirimentes.
Del pluralismo a un núcleo común
Ha habido autores que han asumido otro punto de partida, el teocentrismo. Han aceptado la validez y veracidad de todas las grandes tradiciones religiosas, que serían simétricas y equiparables. No habría un único camino para llegar a la divinidad, quizás tan plural como las religiones, sino diversas vías, que corresponden a la pluralidad de pueblos y de tradiciones. De lo fáctico, se pasa a una valoración inicialmente positiva de la pluralidad con lo cual se eliminan los peligros de una religión cerrada en sí misma, que se presenta como la única válida degradando a la otra.
La ventaja de esta segunda opción es que responde mejor a la pluralidad reinante y que exige una apertura a lo diferente. Posibilita también, el diálogo entre las religiones en lugar de alentar a los fundamentalismos y sectarismos propios de la universalidad exclusiva. Habría unidad y pluralidad de las religiones, cada una de ellas fragmentaria, reflejando el contraste entre la finitud humana y la infinitud divina.
Legitimidad e igualdad de las religiones
Se parte de una limitación y contingencia históricamente insuperables, asumiendo una postura inicial de neutralidad epistemológica. Lógicamente esta postura se desmarca del camino de la particularidad concreta que hemos encontrado en las posturas analizadas hasta ahora. El presupuesto es que todas son válidas e iguales, lo cual es un a priori indemostrado que, a su vez, remite a la idea de que todas las religiones son homologables. El punto de partida no es sólo la pluralidad histórica como un hecho, sino la evaluación epistemológica que propone legitimidad e igualdad entre todas.
No se puede fundamentar este presupuesto, ni desde un punto de vista teológico (ya que casi ninguna religión acepta ser igual a las demás desde sus propios presupuestos internos), ni filosófico, ya que no hay un lugar neutral y exento desde el que se puedan comparar y homologar tradiciones diferentes en su contenido, origen, y espacio temporalidad. Es una opción previa en la que, por un lado, se pretende una neutralidad valorativa y por otra, inevitablemente, se utilizan criterios de la propia cultura y tradición religiosa (mayoritariamente la cristiana) para hablar de las otras.
Desde la óptica cristiana también se ha asumido esa teología plural de las religiones. Habría que distinguir entre el teocentrismo y la mediación del judío Jesús. Se relativizaría el horizonte histórico y concreto cristiano, basado en una historia particular que perdería valor normativo y prescriptivo, en favor de los demás caminos de otras personalidades. Este modelo tiene distintas concreciones dentro del cristianismo: se puede asumir el carácter particular y relativo de Jesús, en cuanto mediación histórica finita, distinguiéndolo del Cristo resucitado que sería símbolo universal de la comunicación divina.
Es decir, se asume la historia jesuana como experiencia que lleva a Dios, pero se rechaza la interpretación dogmática posterior que establece el significado absoluto y universal de su historia. El cristocentrismo de la teología de las religiones quedaría desplazado por un teocentrismo que relativiza al primero.
De esta forma se mantiene el teocentrismo y se presupone que todas las religiones llevan a Dios, con lo que se cuestiona el valor absoluto de la mediación de Jesús. Jesús revelaría a la divinidad pero no agotaría su comunicación, con lo cual hace posible otros mediadores que no tienen por qué subordinarse a él [12].
De esta forma es posible hablar de sincretismo religioso y de complementariedad, de diálogo y de enriquecimiento mutuo. Se aceptaría un Dios universal que, inspiraría a personalidades de diferentes contextos socioculturales y de distintas épocas históricas. Se salva así la realidad universal divina y la pluralidad contingente de las religiones históricas, aunque se paga el precio de negar las pretensiones de absolutez y de universalidad de una creencia religiosa.
Sin embargo, si todo vale es que nada vale. La aceptación incondicionada de todas las religiones, no sólo como respetables en sí mismas, en cuanto que son caminos humanos para afirmar el sentido de la vida y buscar a Dios, sino con el mismo valor a priori en cuanto a verdad y validez, redunda en un descrédito de todas. Del relativismo se pasa fácilmente al escepticismo: no es que todas valgan, sino que ninguna es verdadera, exista Dios o no, ya que la igualdad entre ellas es la mejor prueba de que el problema religioso es insoluble, porque Dios no existe o porque no es accesible.
Las diferencias, contradicciones y luchas entre ellas sería la mejor prueba de que ahí no hay verdad alguna, sino mera pasionalidad afectiva. Entonces tendría razón el ateísmo, o por lo menos el agnosticismo, con lo que sería imposible identificarse con credo alguno (a no ser por motivos afectivos, tradicionales o de meras preferencias subjetivas). El teocentrismo pluralista facilitaría por tanto la indiferencia religiosa.
Desde un punto de vista filosófico este paradigma remite al sentimiento de dependencia de Schleiermacher. Pero, sobre todo, recuerda a la izquierda wittgensteiniana que asume la pluralidad de juegos lingüísticos y la validez de todas las creencias, a condición de negar su valor cognitivo y su pretensión de realidad. Las religiones serían meras metáforas simbólicas que expresan sentimientos e intuiciones, pero sin ninguna dimensión referencial, aunque tengan un significado comprensible, que viene dado por el uso que hacemos del lenguaje. El creer para comprender, defendido por la tradición escolástica, se complementaría con la neutralización cognitiva de la religión, reducida a mera confesión de fe que expresa la intencionalidad de sus adherentes.
La dimensión estética de la religión suple su pretensión de verdad. Aunque se le reconociera una dimensión ética, ésta deriva de la intencionalidad del creyente, no de la relación con Dios. Por eso, se pueden asumir todas las religiones, ya que se ha negado el valor proposicional y asertivo de cada credo. Se elimina el contenido semántico de las religiones y se vincula la religión a la poesía o al arte, en cuanto formas simbólicas que intentan expresar lo inexpresable (el misterio religioso, o lo místico, según la expresión de Wittgenstein). Las religiones dejarían de ser interlocutores válidos en cuanto que no tendrían pretensiones de verdad, por eso se las podría aceptar a todas por igual [13].
Pluralismo fenomenológico y unidad noumenal
La equiparación a priori entre pluralidad e igualdad genera no verdad. Por eso, algunos han buscado legitimar la pluralidad desde otra óptica. Para ello han recurrido a la distinción kantiana entre noumeno y fenómeno, el en-sí de la realidad (al que no llegamos) y el para-nosotros (síntesis fenomenológica), combinándola con el recurso de la teología negativa que relativiza todas las representaciones de Dios.
De esta manera podría ser posible hablar de un noumeno divino al que todos buscan, siendo las religiones fenomenologías distintas desde las que nos acercamos a la divinidad. Las manifestaciones de lo divino son recibidas y comprendidas desde categorías y conceptos inevitablemente impregnados por las diversas culturas. Por eso, ninguna religión podría defender la verdad última de su conceptualización, aunque todas se refieran a Dios.
La realidad divina no puede ser encerrada en ninguna experiencia religiosa, ni tampoco verificada en una tradición concreta, lo cual permite distinguir entre la representación religiosa, muchas veces cargada de simbolismo y mitología, y la realidad última a la que tiende [14]. Se asume, por tanto, que todas las religiones son caminos válidos para llegar a Dios, pero que todas sus representaciones específicas son limitadas, parciales y fragmentarias, porque no llegan a la realidad noumenal divina.
Habría un único Dios, al que tienden todas las religiones y una pluralidad de representaciones de él. La variedad de experiencias religiosas puede ser evaluada según su capacidad para centrarse en Dios, que es la realidad última, y superar el propio yo colectivo o personal. Lo importante no es la fenomenología religiosa sino su tendencia trascendente. Lo fenomenológico hay que evaluarlo de forma pragmática y en relación con los valores absolutos que derivan del Dios de las religiones. Este sería el criterio dirimente para juzgar las religiones, ético y espiritual al mismo tiempo, según J. Hick. Según Hick, la praxis salvífica sería el común denominador de todas las religiones y, por tanto, una auténtica respuesta a la realidad divina.
Por su parte, Knitter propugna una especie de teología de la liberación de las religiones, ya que todas pretenden una praxis salvífica liberadora del hombre. Habría así una corresponsabilidad ecuménica en la línea de una ética mundial, favorecida por las religiones, que sería la dimensión fenoménica más evaluable [15]. Se conjuga la pluralidad de caminos, la pretensión soteriológica de todas las religiones, y la importancia de la praxis ética, que sería la otra cara de la búsqueda de la trascendencia divina.
Lo que no fundamentan estas concepciones es por qué ese criterio, evidentemente congruente con las religiones proféticas, debería ser el principal. No otro cualquiera que no se centrara en la ética sino en otro aspecto de la experiencia religiosa, por ejemplo la mística como culmen de la unión entre la divinidad y la humanidad, o el concepto de salvación que es mucho más polisémico y más central que la praxis ética, o el vaciamiento del yo propio de las tradiciones budistas [16]. A la hora de elegir criterios pragmáticos, evaluadores de las creencias es inevitable apoyarse en el contenido sustancial de una tradición concreta, con lo cual, indirectamente, ya estamos privilegiando una creencia determinada.
La unidad por el consenso
Otra línea complementaria sería la vía del consenso. El dialogo religioso sería posible a partir de un acuerdo convergente, no tanto en torno a la concepción de la divinidad cuanto en relación con la praxis ética y salvífica. Resurgiría así en el plano teológico la teoría filosófica de la verdad por consenso, como opción alternativa a la verdad por correspondencia, ya que se niega por principio la correlación entre representación y realidad divina. Sería una vertiente teológica del pragmatismo consensual, que sólo sería posible si todas las religiones se refieren a la misma realidad trascendente (lo cual habría que admitir a priori) y si hay puntos comunes en las que todas coinciden (presuponiendo que son homologables y comparables). A partir de ahí se podría llegar a un acuerdo ecuménico acerca de los criterios evaluadores de cada creencia religiosa. Se podría establecer un consenso mínimo para todas, y acuerdos parciales de máximos para algunas, emparentadas entre sí.
Si realmente el amor y la compasión, que opera el descentramiento de sí en respuesta a la divinidad, fuera un eje vertebral de todas las religiones, aunque cada una la comprendiera a su manera, entonces sería posible hablar de un consenso común en todas las religiones y de un criterio de discernimiento enraízado en praxis religiosa. El problema, sin embargo, es que no todos aceptan un denominador común como criterio universal y mucho menos coinciden en uno concreto como principio evaluador [17].
Siempre hay un círculo hermenéutico entre la aceptación de las creencias religiosas, como respuestas auténticas a la realidad divina y la utilización de sus enseñanzas morales, supuestamente concordantes con las doctrinas de las que derivan, como criterios que las legitimarían. Los contenidos prácticos de cada religión están vinculados a sus concepciones doctrinales y las diferencias teóricas repercuten en la praxis. Por eso, lo que en una religión es una praxis coherente y legitima, en otra puede ser rechazable y criticable. Es lo que ocurre de hecho cuando se comparan las religiones hoy existentes entre sí, incluidas las monoteístas.
Evidentemente, el problema permanece porque la dificultad está en la diversidad de interpretaciones o vías para llegar a Dios. ¿Cuál es la mejor y con qué criterios establecemos la validez o invalidez? Asumiendo como punto de partida la validez de la pluralidad de creencias existentes resulta difícil establecer criterios que permitan jerarquizar sin discriminar a priori en favor de alguna.
Es verdad que todas las creencias se presentan como verdaderas y que, al menos algunas de ellas, tienen pretensión de ser las únicas que tienen la verdad. Pero, ¿desde dónde podemos establecer la superioridad de una sobre las otras sin caer en una petitio principii, es decir, sin partir de los criterios de la religión que consideramos como válida para desde ellos evaluar las otras?
Si consideramos que el cristianismo es la religión verdadera podemos seleccionar algunas creencias básicas de su tradición (por ejemplo, la regla de oro del amor al enemigo o la afirmación de un Dios misericordioso que hace de las víctimas de la injusticia humana los destinatarios preferentes de su mensaje) para desde ahí evaluar otras religiones y establecer su validez. Pero este planteamiento está viciado en su origen, en cuanto que el presupuesto (que el cristianismo debe ofrecer criterios para evaluar la diversidad de creencias religiosas) es inaceptable para el que no profese esa religión.
Este nuevo enfoque tiene otras raíces filosóficas y teológicas. El monopolio exclusivista hacía muy difícil la convivencia pacífica entre distintos credos religiosos. Lessing intentó mitigarlo con su famosa teoría de los anillos dados por un padre a cada uno de sus hijos, simbolizando las tres religiones del libro. Todos pensaban tener la alianza auténtica y ser falsa la de los otros dos hermanos.
A su vez, cada uno de los monoteísmos bíblicos creía haber recibido de Dios el don preciado de la revelación verdadera, pero en el tiempo histórico ninguno podía imponerse a los otros con exclusividad, sino que deberían convivir pacíficamente, creyendo cada uno ser el único verdadero, pero reservando la verdad al veredicto de Dios al final de la historia. Se difería por tanto el problema de la verdad religiosa, remitida a la escatología, y se buscaba la paz entre las religiones en el “interim” histórico desde una tolerancia y respeto mutuo, a lo cual se añadía el afán de manifestar la fuerza de la propia creencia y su capacidad de generar buenas obras [8].
Este espíritu pragmático de tolerancia, respeto mutuo y llamada al testimonio colectivo responde muy bien a la mentalidad ilustrada. Como veremos es una de las dimensiones fundamentales que hay que mantener a la hora de proponer alternativas a los monoteísmos occidentales. Esta actitud fue también la que siguió el deísmo de la ilustración, distinguiendo entre una religión natural universal y las creencias positivas particulares de cada credo religioso.
Tras la crisis de la teología natural, sobre todo a partir de Hume y Kant, surgió el concepto ilustrado de “religión”, autónomo respecto de la positividad del cristianismo, y comenzó a desarrollarse una teología filosófica conocida como filosofía de la religión, desde una perspectiva racional y reflexiva. La idea de una religión natural y universal, contrapuesta a las positivas, tiene raíces muy antiguas, ya que remonta a tradiciones como las de Raimundo Lulio, Nicolás de Cusa y el pietismo alemán, pero se sistematiza en el siglo XIX bajo el influjo de Kant y su religión dentro de los límites de la razón [9].
Lessing y el deísmo están vinculados en un esfuerzo común. Se intentaba hacer compatible la creencia universal en un único Dios y la pluralidad de tradiciones religiosas, a las que se relativizaba y subordinaba a una religión natural más emparentada con el dios de los filósofos que con el de las religiones. El gran arquitecto u ordenador del mundo ha dejado sus huellas en la creación, lo cual hace posible un acceso natural a Dios desde las experiencias humanas, más allá de los canales de las religiones históricas concretas.
Modernamente, hay un eco de este planteamiento en la conocida teología de los cristianos anónimos. Se parte de que hay un existencial sobrenatural en todos los hombres. Es decir, se rechaza la distinción dualista neta entre lo natural y lo sobrenatural, para afirmar que todos los hombres se encuentran bajo la acción de Dios, aunque no siempre lo reconozcan [10]. En este sentido habría una dimensión religiosa en toda persona humana, sea o no creyente de una creencia particular. Se reivindicaría el Dios creador con el que todos tienen contacto, más allá de la revelación expresa particular de cada tradición religiosa.
Cristianos anónimos
Por otra parte, el cristianismo ofrecería los criterios últimos de la auténtica revelación divina, ya que sería el camino explícito de la revelación. Todos aquellos que se comportan de una manera afín al postulado cristiano de amor al prójimo, lucha por la justicia, solidaridad universal, etc., serían “cristianos anónimos”. Aunque no lo sepan ya habrían reconocido a Dios, que inspiraría esos comportamientos, aunque nunca hubieran oído hablar del cristianismo. Es decir, desde una perspectiva teológica, no se parte de una neutralidad epistemológica para hablar de Dios, sino que se asumen tópicos fundamentales de las creencias cristianas para hablar del Dios creador que se comunica a todos los hombres.
Esta propuesta remonta a la teología medieval, que hablaba de la naturaleza como la segunda Biblia y a la misma teología natural como acceso racional a Dios. En cuanto que el Dios cristiano es único y universal, se pone el acento en lo natural y en lo racional. Lo cristiano confesional sería una explicitación, potenciación y clarificación de lo que ya se da en el ámbito de la razón. Esta es la línea de Anselmo de Canterbury, que se propone mostrar la racionalidad de los misterios cristianos en su obra fundamental de teodicea, “Cur Deus homo”. Esta continuidad, pero también diferenciación, entre religión explícita y creencia natural y racional en Dios sería también integrable en la comprensión de Hegel.
La “religión natural” de la Ilustración se suple aquí por un cristianismo difuso y cósmico que se puede legitimar recurriendo a postulados internos de la propia tradición teológica. La propia tradición cristiana abriría el horizonte y favorecería el reconocimiento parcial de otras religiones: el logos divino se ha manifestado en Jesús, pero hay semillas del Verbo dispersas en toda la humanidad, como afirma el filósofo cristiano Justino en el siglo II. O se puede recurrir a la concepción trinitaria y afirmar que el Dios espíritu se da a todos los hombres, siendo la cristología la vía explícita desde la que se puede reconocer cómo actúa el Espíritu divino fuera del cristianismo. Por eso, se podrían aceptar elementos de salvación en otras religiones, sin que necesariamente se asumiera a éstas como mediaciones globales salvíficas o dar el paso a una valoración positiva, pero siempre parcial, de esas creencias [11].
La protesta de los miembros de otras religiones, o simplemente de los no creyentes que rechazarían ese parentesco inconsciente o anónimo con el cristianismo, se resolvería diciendo que esta es la hermenéutica cristiana, privilegiada y capaz de ver lo que otros no alcanzan por su superioridad como religión revelada que tiene la plenitud de la verdad. Desde el momento en que se tienen las claves auténticas de la existencia humana, manifestadas por Jesús, sería posible captar lo que otros viven y tienen, aunque ellos no lo reconozcan. Lógicamente, desde esta perspectiva, también otras religiones podrían hablar recíprocamente de los cristianos como “miembros anónimos”.
Incluso sería posible denominarlos ateos anónimos por parte de los no creyentes, resaltando los elementos comunes a unos y otros. Se impondría una interpretación, religiosa o no, contra la voluntad expresa de aquellos que reciben esta denominación, y se mantendría la unicidad de la religión, combinándola con la aceptación de otras formas de vida. Es una solución que facilita el ecumenismo y la paz religiosa, pero que difícilmente puede satisfacer a los que no participan de las claves hermenéuticas cristianas que se han erigido en criterios dirimentes.
Del pluralismo a un núcleo común
Ha habido autores que han asumido otro punto de partida, el teocentrismo. Han aceptado la validez y veracidad de todas las grandes tradiciones religiosas, que serían simétricas y equiparables. No habría un único camino para llegar a la divinidad, quizás tan plural como las religiones, sino diversas vías, que corresponden a la pluralidad de pueblos y de tradiciones. De lo fáctico, se pasa a una valoración inicialmente positiva de la pluralidad con lo cual se eliminan los peligros de una religión cerrada en sí misma, que se presenta como la única válida degradando a la otra.
La ventaja de esta segunda opción es que responde mejor a la pluralidad reinante y que exige una apertura a lo diferente. Posibilita también, el diálogo entre las religiones en lugar de alentar a los fundamentalismos y sectarismos propios de la universalidad exclusiva. Habría unidad y pluralidad de las religiones, cada una de ellas fragmentaria, reflejando el contraste entre la finitud humana y la infinitud divina.
Legitimidad e igualdad de las religiones
Se parte de una limitación y contingencia históricamente insuperables, asumiendo una postura inicial de neutralidad epistemológica. Lógicamente esta postura se desmarca del camino de la particularidad concreta que hemos encontrado en las posturas analizadas hasta ahora. El presupuesto es que todas son válidas e iguales, lo cual es un a priori indemostrado que, a su vez, remite a la idea de que todas las religiones son homologables. El punto de partida no es sólo la pluralidad histórica como un hecho, sino la evaluación epistemológica que propone legitimidad e igualdad entre todas.
No se puede fundamentar este presupuesto, ni desde un punto de vista teológico (ya que casi ninguna religión acepta ser igual a las demás desde sus propios presupuestos internos), ni filosófico, ya que no hay un lugar neutral y exento desde el que se puedan comparar y homologar tradiciones diferentes en su contenido, origen, y espacio temporalidad. Es una opción previa en la que, por un lado, se pretende una neutralidad valorativa y por otra, inevitablemente, se utilizan criterios de la propia cultura y tradición religiosa (mayoritariamente la cristiana) para hablar de las otras.
Desde la óptica cristiana también se ha asumido esa teología plural de las religiones. Habría que distinguir entre el teocentrismo y la mediación del judío Jesús. Se relativizaría el horizonte histórico y concreto cristiano, basado en una historia particular que perdería valor normativo y prescriptivo, en favor de los demás caminos de otras personalidades. Este modelo tiene distintas concreciones dentro del cristianismo: se puede asumir el carácter particular y relativo de Jesús, en cuanto mediación histórica finita, distinguiéndolo del Cristo resucitado que sería símbolo universal de la comunicación divina.
Es decir, se asume la historia jesuana como experiencia que lleva a Dios, pero se rechaza la interpretación dogmática posterior que establece el significado absoluto y universal de su historia. El cristocentrismo de la teología de las religiones quedaría desplazado por un teocentrismo que relativiza al primero.
De esta forma se mantiene el teocentrismo y se presupone que todas las religiones llevan a Dios, con lo que se cuestiona el valor absoluto de la mediación de Jesús. Jesús revelaría a la divinidad pero no agotaría su comunicación, con lo cual hace posible otros mediadores que no tienen por qué subordinarse a él [12].
De esta forma es posible hablar de sincretismo religioso y de complementariedad, de diálogo y de enriquecimiento mutuo. Se aceptaría un Dios universal que, inspiraría a personalidades de diferentes contextos socioculturales y de distintas épocas históricas. Se salva así la realidad universal divina y la pluralidad contingente de las religiones históricas, aunque se paga el precio de negar las pretensiones de absolutez y de universalidad de una creencia religiosa.
Sin embargo, si todo vale es que nada vale. La aceptación incondicionada de todas las religiones, no sólo como respetables en sí mismas, en cuanto que son caminos humanos para afirmar el sentido de la vida y buscar a Dios, sino con el mismo valor a priori en cuanto a verdad y validez, redunda en un descrédito de todas. Del relativismo se pasa fácilmente al escepticismo: no es que todas valgan, sino que ninguna es verdadera, exista Dios o no, ya que la igualdad entre ellas es la mejor prueba de que el problema religioso es insoluble, porque Dios no existe o porque no es accesible.
Las diferencias, contradicciones y luchas entre ellas sería la mejor prueba de que ahí no hay verdad alguna, sino mera pasionalidad afectiva. Entonces tendría razón el ateísmo, o por lo menos el agnosticismo, con lo que sería imposible identificarse con credo alguno (a no ser por motivos afectivos, tradicionales o de meras preferencias subjetivas). El teocentrismo pluralista facilitaría por tanto la indiferencia religiosa.
Desde un punto de vista filosófico este paradigma remite al sentimiento de dependencia de Schleiermacher. Pero, sobre todo, recuerda a la izquierda wittgensteiniana que asume la pluralidad de juegos lingüísticos y la validez de todas las creencias, a condición de negar su valor cognitivo y su pretensión de realidad. Las religiones serían meras metáforas simbólicas que expresan sentimientos e intuiciones, pero sin ninguna dimensión referencial, aunque tengan un significado comprensible, que viene dado por el uso que hacemos del lenguaje. El creer para comprender, defendido por la tradición escolástica, se complementaría con la neutralización cognitiva de la religión, reducida a mera confesión de fe que expresa la intencionalidad de sus adherentes.
La dimensión estética de la religión suple su pretensión de verdad. Aunque se le reconociera una dimensión ética, ésta deriva de la intencionalidad del creyente, no de la relación con Dios. Por eso, se pueden asumir todas las religiones, ya que se ha negado el valor proposicional y asertivo de cada credo. Se elimina el contenido semántico de las religiones y se vincula la religión a la poesía o al arte, en cuanto formas simbólicas que intentan expresar lo inexpresable (el misterio religioso, o lo místico, según la expresión de Wittgenstein). Las religiones dejarían de ser interlocutores válidos en cuanto que no tendrían pretensiones de verdad, por eso se las podría aceptar a todas por igual [13].
Pluralismo fenomenológico y unidad noumenal
La equiparación a priori entre pluralidad e igualdad genera no verdad. Por eso, algunos han buscado legitimar la pluralidad desde otra óptica. Para ello han recurrido a la distinción kantiana entre noumeno y fenómeno, el en-sí de la realidad (al que no llegamos) y el para-nosotros (síntesis fenomenológica), combinándola con el recurso de la teología negativa que relativiza todas las representaciones de Dios.
De esta manera podría ser posible hablar de un noumeno divino al que todos buscan, siendo las religiones fenomenologías distintas desde las que nos acercamos a la divinidad. Las manifestaciones de lo divino son recibidas y comprendidas desde categorías y conceptos inevitablemente impregnados por las diversas culturas. Por eso, ninguna religión podría defender la verdad última de su conceptualización, aunque todas se refieran a Dios.
La realidad divina no puede ser encerrada en ninguna experiencia religiosa, ni tampoco verificada en una tradición concreta, lo cual permite distinguir entre la representación religiosa, muchas veces cargada de simbolismo y mitología, y la realidad última a la que tiende [14]. Se asume, por tanto, que todas las religiones son caminos válidos para llegar a Dios, pero que todas sus representaciones específicas son limitadas, parciales y fragmentarias, porque no llegan a la realidad noumenal divina.
Habría un único Dios, al que tienden todas las religiones y una pluralidad de representaciones de él. La variedad de experiencias religiosas puede ser evaluada según su capacidad para centrarse en Dios, que es la realidad última, y superar el propio yo colectivo o personal. Lo importante no es la fenomenología religiosa sino su tendencia trascendente. Lo fenomenológico hay que evaluarlo de forma pragmática y en relación con los valores absolutos que derivan del Dios de las religiones. Este sería el criterio dirimente para juzgar las religiones, ético y espiritual al mismo tiempo, según J. Hick. Según Hick, la praxis salvífica sería el común denominador de todas las religiones y, por tanto, una auténtica respuesta a la realidad divina.
Por su parte, Knitter propugna una especie de teología de la liberación de las religiones, ya que todas pretenden una praxis salvífica liberadora del hombre. Habría así una corresponsabilidad ecuménica en la línea de una ética mundial, favorecida por las religiones, que sería la dimensión fenoménica más evaluable [15]. Se conjuga la pluralidad de caminos, la pretensión soteriológica de todas las religiones, y la importancia de la praxis ética, que sería la otra cara de la búsqueda de la trascendencia divina.
Lo que no fundamentan estas concepciones es por qué ese criterio, evidentemente congruente con las religiones proféticas, debería ser el principal. No otro cualquiera que no se centrara en la ética sino en otro aspecto de la experiencia religiosa, por ejemplo la mística como culmen de la unión entre la divinidad y la humanidad, o el concepto de salvación que es mucho más polisémico y más central que la praxis ética, o el vaciamiento del yo propio de las tradiciones budistas [16]. A la hora de elegir criterios pragmáticos, evaluadores de las creencias es inevitable apoyarse en el contenido sustancial de una tradición concreta, con lo cual, indirectamente, ya estamos privilegiando una creencia determinada.
La unidad por el consenso
Otra línea complementaria sería la vía del consenso. El dialogo religioso sería posible a partir de un acuerdo convergente, no tanto en torno a la concepción de la divinidad cuanto en relación con la praxis ética y salvífica. Resurgiría así en el plano teológico la teoría filosófica de la verdad por consenso, como opción alternativa a la verdad por correspondencia, ya que se niega por principio la correlación entre representación y realidad divina. Sería una vertiente teológica del pragmatismo consensual, que sólo sería posible si todas las religiones se refieren a la misma realidad trascendente (lo cual habría que admitir a priori) y si hay puntos comunes en las que todas coinciden (presuponiendo que son homologables y comparables). A partir de ahí se podría llegar a un acuerdo ecuménico acerca de los criterios evaluadores de cada creencia religiosa. Se podría establecer un consenso mínimo para todas, y acuerdos parciales de máximos para algunas, emparentadas entre sí.
Si realmente el amor y la compasión, que opera el descentramiento de sí en respuesta a la divinidad, fuera un eje vertebral de todas las religiones, aunque cada una la comprendiera a su manera, entonces sería posible hablar de un consenso común en todas las religiones y de un criterio de discernimiento enraízado en praxis religiosa. El problema, sin embargo, es que no todos aceptan un denominador común como criterio universal y mucho menos coinciden en uno concreto como principio evaluador [17].
Siempre hay un círculo hermenéutico entre la aceptación de las creencias religiosas, como respuestas auténticas a la realidad divina y la utilización de sus enseñanzas morales, supuestamente concordantes con las doctrinas de las que derivan, como criterios que las legitimarían. Los contenidos prácticos de cada religión están vinculados a sus concepciones doctrinales y las diferencias teóricas repercuten en la praxis. Por eso, lo que en una religión es una praxis coherente y legitima, en otra puede ser rechazable y criticable. Es lo que ocurre de hecho cuando se comparan las religiones hoy existentes entre sí, incluidas las monoteístas.
Evidentemente, el problema permanece porque la dificultad está en la diversidad de interpretaciones o vías para llegar a Dios. ¿Cuál es la mejor y con qué criterios establecemos la validez o invalidez? Asumiendo como punto de partida la validez de la pluralidad de creencias existentes resulta difícil establecer criterios que permitan jerarquizar sin discriminar a priori en favor de alguna.
Es verdad que todas las creencias se presentan como verdaderas y que, al menos algunas de ellas, tienen pretensión de ser las únicas que tienen la verdad. Pero, ¿desde dónde podemos establecer la superioridad de una sobre las otras sin caer en una petitio principii, es decir, sin partir de los criterios de la religión que consideramos como válida para desde ellos evaluar las otras?
Si consideramos que el cristianismo es la religión verdadera podemos seleccionar algunas creencias básicas de su tradición (por ejemplo, la regla de oro del amor al enemigo o la afirmación de un Dios misericordioso que hace de las víctimas de la injusticia humana los destinatarios preferentes de su mensaje) para desde ahí evaluar otras religiones y establecer su validez. Pero este planteamiento está viciado en su origen, en cuanto que el presupuesto (que el cristianismo debe ofrecer criterios para evaluar la diversidad de creencias religiosas) es inaceptable para el que no profese esa religión.
¿Expresiones culturales de una misma vivencia?
Pero, sobre todo, ¿cómo podemos afirmar que las distintas representaciones de Dios en la diversidad de religiones se refieren a un mismo y único Dios? Más bien, tendríamos la impresión de una contraposición de dioses, que degeneraría en politeísmo, contra el planteamiento de las religiones monoteístas. Sería una postura afín con el pensamiento postmoderno y su revalorización de las diferencias, contrapuestas a las creencias fuertes y universalistas de la Ilustración. Mucho más si aceptamos que se trata de experiencias realmente diferentes y no expresiones culturales plurales de una misma vivencia.
Además, el planteamiento kantiano, referido al conocimiento empírico intramundano, se utilizaría para referirse a Dios, cuya realidad se vería desde la misma perspectiva que las realidades empíricas, con lo cual caeríamos en la ontoteología criticada por Heidegger. Así podríamos hablar de una realidad objetiva nouménica divina y de síntesis fenoménicas parciales, propias de cada religión.
El precio a pagar es la trascendencia divina, tan resaltada por la teología negativa, la cual enfatiza la diferencia ontológica y gnoseológica al tratar de Dios y de las realidades mundanas. No hay un lenguaje común para hablar de los entes intramundanos y de Dios, que no redunde en objetivación y aprehensión conceptual del segundo. Es inevitable que, de esta forma, se vulnere el carácter mistérico e inefable divino que enfatiza la teología negativa [18].
Por otra parte, si se acepta el carácter fenoménico de todas las religiones, y con ello su no verdad, y se parte de que el carácter noumenal de la divinidad impide llegar a ella, ¿cómo se puede valorar el grado mayor o menor de adecuación o de verdad de cada religión? La realidad divina siempre sería desconocida, en última instancia, lo cual favorecería el agnosticismo. La pluralidad fenomenológica no podría resolverse en relación con el mismo Dios, ya que su realidad noumenal se escapa. No se sostiene tampoco la unicidad y consistencia de cada religión, ya que no se muestra por qué habría que mantenerse el marco referencial de una creencia religiosa, sin abandonarlo, y abrirse a un diálogo con las otras sin desbordar, sin embargo, el marco de comprensión de que se parte [19].
Si además de subrayar el carácter heterogéneo de las religiones, se acentúa el carácter de inconmensurabilidad de unas respecto de otras, siguiendo algunas de las interpretaciones básicas de la teoría wittgenstiniana de los juegos lingüísticos [20], el problema es irresoluble. No hay un denominador común que pueda abarcar a todas las diferencias. Se trataría de alternativas excluyentes, porque no son compatibles.
Esta perspectiva, se podría confirmar aludiendo a la dificultad de dar una definición universal de religión, que fuera válida para todas. Se reforzaría además desde algunas tradiciones religiosas, como el budismo, en el que es muy difícil encontrar una referente similar al de Dios, de las religiones occidentales, e incluso se cuestiona si se trata de una verdadera creencia religiosa o no es más bien una concepción filosofía. No hay que olvidar, sin embargo, que el mismo cristianismo fue inicialmente calificado como una filosofía, rechazando que perteneciera el género de religión, por las otras creencias del imperio romano. Esto muestra la dificultad de compaginar tradiciones plurales y diferentes, y mucho menos de afirmar que se dirigen a una divinidad común.
Tensiones entre lo comunitario y lo universal
Cada religión presupone una experiencia humana de Dios, que no es una entidad externa y ultramundana, sino el fundamento trascendente de la inmanencia histórica. Es la intuición que encontramos repetidamente en una tradición filosófica y teológica que tiene en san Agustín, Nicolás de Cusa y Hegel representantes importantes. No hay que buscar a Dios fuera del hombre, sino profundizar en lo humano para buscarlo como referente último, arquetipo, fuente de inspiración y motivación, etc.
Por eso, cada religión muestra el camino experiencial que ha seguido una colectividad y hay una correlación entre la concepción del hombre y la de Dios, en la línea a la que apunta el Kant del “Opus postumum” y el mismo Feuerbach. El secreto de la religión es la antropología, no porque Dios no exista, sino porque la búsqueda y representación de Dios parte de las experiencias humanas. La afirmación de que en Dios nos movemos y somos apela a esa realidad última, que Agustín presenta como más íntima al hombre que su propia subjetividad personal, y que lleva a Hegel a afirmar que no podemos relacionarnos con Dios si no tenemos ya experiencia inmanente del Absoluto [21].
Las religiones ofrecen la experiencia religiosa de un fundador y de sus seguidores, con todas sus dependencias históricas y socioculturales, como punto de partida para hablar de Dios. Por eso, es inviable un sincretismo universalista abstracto. Si eliminamos las mediaciones históricas y sus contenidos sustanciales nos quedamos sin experiencias referenciales para hablar de Dios. La tensión entre particularidad histórica y pretensión de universalidad no puede resolverse a base de disolver el contenido sustancial de las tradiciones.
Por eso, el giro pragmático y trascendental de la filosofía propugnado por Apel y Habermas es inviable para abordar la pretensión de verdad de las religiones, ya que éstas ofrecen una forma de vida sustancial de la que no se puede abstraer para hablar de Dios. Como observó Hegel no es posible separar la idea del bien de la justicia, en contra del planteamiento kantiano, ni diferenciar entre lo esencial y accesorio de una experiencia religiosa, abstrayendo de su historia concreta. La jerarquización sólo es posible establecerla desde dentro de cada religión concreta, repitiendo así el círculo hermenéutico y la fusión de horizontes que propone Gadamer, aunque se tenga en cuenta la perspectiva reflexivo-crítica que representa Habermas [22].
La experiencia religiosa en una cultura concreta
No hay una perspectiva imparcial que evalúe (el “ojo de Dios”, del que habla la tradición analítica), ni es posible distinguir lo accesorio de lo esencial de cada religión desde una conciencia pura como pretende Husserl. La tensión entre las pretensiones universalistas de la religión, que afirma un único Dios, y la diversidad de creencias religiosas, tiene como trasfondo la actual discusión sociocultural y ética entre la tradición ilustrada, que defiende un planteamiento universalista, por ejemplo, desde el giro pragmático y procedimentalista que propugnan Apel y Habermas [23], y los comunitaristas, como Charles Taylor, que defienden los contenidos sustanciales de cada tradición particular como núcleo de la identidad personal y colectiva [24].
El procedimentalismo formalista ofrece conocimiento y verdad consensual aceptable por todos, mientras que las religiones ofrecen caminos de salvación y las monoteístas, al menos, tienen como referentes a las víctimas del pasado a las que promete verdad y justicia, y de las que no se puede abstraer [25] .
Esas religiones parten del mundo de la vida y remiten a él, viendo la verdad como algo que está por hacer en la historia, con un interés práctico y soteriológico, en contra de una pretendida verdad neutral e imparcial, asumible por todos. Por eso, no hay un punto de vista universal ni absoluto que pueda dirimir en la pluralidad de religiones. No hay tampoco ninguna experiencia religiosa concreta que pueda ofrecer constatación empírica de que realmente se ha llegado a Dios. Dios no es alcanzable de forma directa e inmediata en una experiencia humana que se podría imponer a todos. Ninguna experiencia, por apodíctica y segura que aparezca al creyente, se escapa de la contingencia y finitud de lo humano. Siempre sería interpretación subjetiva y autorreferencial, que puede servir de testimonio e interpelación a otros, pero nunca sería prueba irrefutable.
Los condicionamientos de la historia son insuperables y la experiencia del Dios trascendente y absoluto, caso de que exista, se da siempre humanamente, a través de la mediación subjetiva personal y colectiva, sin que haya un en sí divino al margen de la creencia que asiente y acepta su presencia. Tiene razón Kant al afirmar la finitud humana, la importancia de la idea de Dios y la necesidad práctica de postularlo, pero eso no equivale a demostrar objetivamente que Dios existe.
Es lo que también subraya Hegel desde una razón que no puede abandonar el mundo de lo sensible para llegar a lo infinito, aunque luego derive en una hermenéutica en la que el hombre es un momento de la autoconciencia divina. Toda experiencia histórica es ambivalente, da que pensar pero exige ser evaluada e interpretada. Esto ocurre a todas las religiones.
Junto a la interpretación creyente siempre es posible la increyente, tanto atea como agnóstica. El mundo habla de Dios al creyente, le plantea la pregunta por su ser y constitución, y remite desde su contingencia a una realidad fundante y original. Por eso las pruebas tradicionales de la existencia de Dios sólo son conclusivas para el creyente, pero no se imponen al que rechaza la existencia de esa realidad fontanal y fundante de sentido, a la que los monoteísmos llaman Dios. Y cada religión que afirma una comunicación directa e inmediata de la divinidad remite a una vivencia concreta que exige el asentimiento o el rechazo pero que no se impone por sí misma.
Por eso, las religiones hablan de Dios como misterio y remiten a epifanías e hierofanías históricas y contingentes, que sólo pueden ser signos e indicios para el que se encuentra confrontado con ellas desde fuera. Todas las imágenes de Dios son construcciones humanas, aunque sean inspiradas por la divinidad. El conflicto de interpretaciones es inevitable, aunque eso no significa que todas tengan el mismo valor, plausibilidad y capacidad de persuasión.
El camino a Dios, por tanto, no es la abstracción de lo sustancial comunitario, para obtener una visión de Dios aceptable a todas las religiones y reducida a un mínimo formal y trascendental. Esa síntesis abstracta, aparte de ser fácticamente irrealizable, dadas las diferencias fundamentales que hay entre las religiones y la imposibilidad de una definición que las abarque a todas, sería además inútil.
Por su extrema idealidad y grado de abstracción no serviría para decidir los problemas internos de cada religión. Sólo se puede deliberar sobre ellos dentro de la propia tradición concreta. Por eso el camino de la neutralidad, del consenso o de la abstracción no es válido. La universalidad sólo es posible desde cada tradición sustancial particular. Sólo desde dentro de la experiencia religiosa es posible diferenciar. Estamos abocados a una hermenéutica que parte de una tradición concreta y que no puede hacerse al margen de ella.
Hay que partir, por tanto, de cada creencia religiosa y desde ella interpretar a las otras. Es inevitable que esa hermenéutica del otro esté condicionada por la propia experiencia. Si Dios existe y se comunica, lo hace respetando los condicionamientos socioculturales. Cualquier manifestación de la divinidad la percibe un cristiano desde los símbolos y conceptos de su cultura religiosa, mientras que un musulmán, y mucho más un hindú, la interpretaría desde sus propios esquemas de comprensión.
Por eso, no hay posibilidad de desarraigarse de la propia religión al analizar y comprender las otras. La verdad que podamos encontrar en otra visión diferente tiene siempre un contenido autorreferencial, desde el que establecemos jerarquías, divergencias y puntos comunes. Por tanto, la teología de las religiones tiene que partir siempre de las confesiones concretas, no de una abstracción de todas ellas.
Pero, sobre todo, ¿cómo podemos afirmar que las distintas representaciones de Dios en la diversidad de religiones se refieren a un mismo y único Dios? Más bien, tendríamos la impresión de una contraposición de dioses, que degeneraría en politeísmo, contra el planteamiento de las religiones monoteístas. Sería una postura afín con el pensamiento postmoderno y su revalorización de las diferencias, contrapuestas a las creencias fuertes y universalistas de la Ilustración. Mucho más si aceptamos que se trata de experiencias realmente diferentes y no expresiones culturales plurales de una misma vivencia.
Además, el planteamiento kantiano, referido al conocimiento empírico intramundano, se utilizaría para referirse a Dios, cuya realidad se vería desde la misma perspectiva que las realidades empíricas, con lo cual caeríamos en la ontoteología criticada por Heidegger. Así podríamos hablar de una realidad objetiva nouménica divina y de síntesis fenoménicas parciales, propias de cada religión.
El precio a pagar es la trascendencia divina, tan resaltada por la teología negativa, la cual enfatiza la diferencia ontológica y gnoseológica al tratar de Dios y de las realidades mundanas. No hay un lenguaje común para hablar de los entes intramundanos y de Dios, que no redunde en objetivación y aprehensión conceptual del segundo. Es inevitable que, de esta forma, se vulnere el carácter mistérico e inefable divino que enfatiza la teología negativa [18].
Por otra parte, si se acepta el carácter fenoménico de todas las religiones, y con ello su no verdad, y se parte de que el carácter noumenal de la divinidad impide llegar a ella, ¿cómo se puede valorar el grado mayor o menor de adecuación o de verdad de cada religión? La realidad divina siempre sería desconocida, en última instancia, lo cual favorecería el agnosticismo. La pluralidad fenomenológica no podría resolverse en relación con el mismo Dios, ya que su realidad noumenal se escapa. No se sostiene tampoco la unicidad y consistencia de cada religión, ya que no se muestra por qué habría que mantenerse el marco referencial de una creencia religiosa, sin abandonarlo, y abrirse a un diálogo con las otras sin desbordar, sin embargo, el marco de comprensión de que se parte [19].
Si además de subrayar el carácter heterogéneo de las religiones, se acentúa el carácter de inconmensurabilidad de unas respecto de otras, siguiendo algunas de las interpretaciones básicas de la teoría wittgenstiniana de los juegos lingüísticos [20], el problema es irresoluble. No hay un denominador común que pueda abarcar a todas las diferencias. Se trataría de alternativas excluyentes, porque no son compatibles.
Esta perspectiva, se podría confirmar aludiendo a la dificultad de dar una definición universal de religión, que fuera válida para todas. Se reforzaría además desde algunas tradiciones religiosas, como el budismo, en el que es muy difícil encontrar una referente similar al de Dios, de las religiones occidentales, e incluso se cuestiona si se trata de una verdadera creencia religiosa o no es más bien una concepción filosofía. No hay que olvidar, sin embargo, que el mismo cristianismo fue inicialmente calificado como una filosofía, rechazando que perteneciera el género de religión, por las otras creencias del imperio romano. Esto muestra la dificultad de compaginar tradiciones plurales y diferentes, y mucho menos de afirmar que se dirigen a una divinidad común.
Tensiones entre lo comunitario y lo universal
Cada religión presupone una experiencia humana de Dios, que no es una entidad externa y ultramundana, sino el fundamento trascendente de la inmanencia histórica. Es la intuición que encontramos repetidamente en una tradición filosófica y teológica que tiene en san Agustín, Nicolás de Cusa y Hegel representantes importantes. No hay que buscar a Dios fuera del hombre, sino profundizar en lo humano para buscarlo como referente último, arquetipo, fuente de inspiración y motivación, etc.
Por eso, cada religión muestra el camino experiencial que ha seguido una colectividad y hay una correlación entre la concepción del hombre y la de Dios, en la línea a la que apunta el Kant del “Opus postumum” y el mismo Feuerbach. El secreto de la religión es la antropología, no porque Dios no exista, sino porque la búsqueda y representación de Dios parte de las experiencias humanas. La afirmación de que en Dios nos movemos y somos apela a esa realidad última, que Agustín presenta como más íntima al hombre que su propia subjetividad personal, y que lleva a Hegel a afirmar que no podemos relacionarnos con Dios si no tenemos ya experiencia inmanente del Absoluto [21].
Las religiones ofrecen la experiencia religiosa de un fundador y de sus seguidores, con todas sus dependencias históricas y socioculturales, como punto de partida para hablar de Dios. Por eso, es inviable un sincretismo universalista abstracto. Si eliminamos las mediaciones históricas y sus contenidos sustanciales nos quedamos sin experiencias referenciales para hablar de Dios. La tensión entre particularidad histórica y pretensión de universalidad no puede resolverse a base de disolver el contenido sustancial de las tradiciones.
Por eso, el giro pragmático y trascendental de la filosofía propugnado por Apel y Habermas es inviable para abordar la pretensión de verdad de las religiones, ya que éstas ofrecen una forma de vida sustancial de la que no se puede abstraer para hablar de Dios. Como observó Hegel no es posible separar la idea del bien de la justicia, en contra del planteamiento kantiano, ni diferenciar entre lo esencial y accesorio de una experiencia religiosa, abstrayendo de su historia concreta. La jerarquización sólo es posible establecerla desde dentro de cada religión concreta, repitiendo así el círculo hermenéutico y la fusión de horizontes que propone Gadamer, aunque se tenga en cuenta la perspectiva reflexivo-crítica que representa Habermas [22].
La experiencia religiosa en una cultura concreta
No hay una perspectiva imparcial que evalúe (el “ojo de Dios”, del que habla la tradición analítica), ni es posible distinguir lo accesorio de lo esencial de cada religión desde una conciencia pura como pretende Husserl. La tensión entre las pretensiones universalistas de la religión, que afirma un único Dios, y la diversidad de creencias religiosas, tiene como trasfondo la actual discusión sociocultural y ética entre la tradición ilustrada, que defiende un planteamiento universalista, por ejemplo, desde el giro pragmático y procedimentalista que propugnan Apel y Habermas [23], y los comunitaristas, como Charles Taylor, que defienden los contenidos sustanciales de cada tradición particular como núcleo de la identidad personal y colectiva [24].
El procedimentalismo formalista ofrece conocimiento y verdad consensual aceptable por todos, mientras que las religiones ofrecen caminos de salvación y las monoteístas, al menos, tienen como referentes a las víctimas del pasado a las que promete verdad y justicia, y de las que no se puede abstraer [25] .
Esas religiones parten del mundo de la vida y remiten a él, viendo la verdad como algo que está por hacer en la historia, con un interés práctico y soteriológico, en contra de una pretendida verdad neutral e imparcial, asumible por todos. Por eso, no hay un punto de vista universal ni absoluto que pueda dirimir en la pluralidad de religiones. No hay tampoco ninguna experiencia religiosa concreta que pueda ofrecer constatación empírica de que realmente se ha llegado a Dios. Dios no es alcanzable de forma directa e inmediata en una experiencia humana que se podría imponer a todos. Ninguna experiencia, por apodíctica y segura que aparezca al creyente, se escapa de la contingencia y finitud de lo humano. Siempre sería interpretación subjetiva y autorreferencial, que puede servir de testimonio e interpelación a otros, pero nunca sería prueba irrefutable.
Los condicionamientos de la historia son insuperables y la experiencia del Dios trascendente y absoluto, caso de que exista, se da siempre humanamente, a través de la mediación subjetiva personal y colectiva, sin que haya un en sí divino al margen de la creencia que asiente y acepta su presencia. Tiene razón Kant al afirmar la finitud humana, la importancia de la idea de Dios y la necesidad práctica de postularlo, pero eso no equivale a demostrar objetivamente que Dios existe.
Es lo que también subraya Hegel desde una razón que no puede abandonar el mundo de lo sensible para llegar a lo infinito, aunque luego derive en una hermenéutica en la que el hombre es un momento de la autoconciencia divina. Toda experiencia histórica es ambivalente, da que pensar pero exige ser evaluada e interpretada. Esto ocurre a todas las religiones.
Junto a la interpretación creyente siempre es posible la increyente, tanto atea como agnóstica. El mundo habla de Dios al creyente, le plantea la pregunta por su ser y constitución, y remite desde su contingencia a una realidad fundante y original. Por eso las pruebas tradicionales de la existencia de Dios sólo son conclusivas para el creyente, pero no se imponen al que rechaza la existencia de esa realidad fontanal y fundante de sentido, a la que los monoteísmos llaman Dios. Y cada religión que afirma una comunicación directa e inmediata de la divinidad remite a una vivencia concreta que exige el asentimiento o el rechazo pero que no se impone por sí misma.
Por eso, las religiones hablan de Dios como misterio y remiten a epifanías e hierofanías históricas y contingentes, que sólo pueden ser signos e indicios para el que se encuentra confrontado con ellas desde fuera. Todas las imágenes de Dios son construcciones humanas, aunque sean inspiradas por la divinidad. El conflicto de interpretaciones es inevitable, aunque eso no significa que todas tengan el mismo valor, plausibilidad y capacidad de persuasión.
El camino a Dios, por tanto, no es la abstracción de lo sustancial comunitario, para obtener una visión de Dios aceptable a todas las religiones y reducida a un mínimo formal y trascendental. Esa síntesis abstracta, aparte de ser fácticamente irrealizable, dadas las diferencias fundamentales que hay entre las religiones y la imposibilidad de una definición que las abarque a todas, sería además inútil.
Por su extrema idealidad y grado de abstracción no serviría para decidir los problemas internos de cada religión. Sólo se puede deliberar sobre ellos dentro de la propia tradición concreta. Por eso el camino de la neutralidad, del consenso o de la abstracción no es válido. La universalidad sólo es posible desde cada tradición sustancial particular. Sólo desde dentro de la experiencia religiosa es posible diferenciar. Estamos abocados a una hermenéutica que parte de una tradición concreta y que no puede hacerse al margen de ella.
Hay que partir, por tanto, de cada creencia religiosa y desde ella interpretar a las otras. Es inevitable que esa hermenéutica del otro esté condicionada por la propia experiencia. Si Dios existe y se comunica, lo hace respetando los condicionamientos socioculturales. Cualquier manifestación de la divinidad la percibe un cristiano desde los símbolos y conceptos de su cultura religiosa, mientras que un musulmán, y mucho más un hindú, la interpretaría desde sus propios esquemas de comprensión.
Por eso, no hay posibilidad de desarraigarse de la propia religión al analizar y comprender las otras. La verdad que podamos encontrar en otra visión diferente tiene siempre un contenido autorreferencial, desde el que establecemos jerarquías, divergencias y puntos comunes. Por tanto, la teología de las religiones tiene que partir siempre de las confesiones concretas, no de una abstracción de todas ellas.
Foto: Costarico. PhotoXpress.
La universalidad de las religiones
¿Cómo llegar entonces a hacer posibles las pretensiones de universalidad? ¿Cómo pasar de una religión particular a una universal, que quiere ser válida para todos los hombres? Desde una tradición particular, la única universalidad posible es la de la apertura multicultural, que llega a una creencia abierta y no dogmática, es decir, cerrada en sí misma. Se puede reconocer en las otras religiones caminos de búsqueda de Dios desde el ser humano, que se pregunta y busca. Esta antropología podría establecerse como base común para todas las religiones. Los monoteísmos podrían integrar en esos datos antropológicos su propia concepción teológica del Dios creador, su teología natural y su percepción de lo sobrenatural como inscrito en la misma naturaleza e historia.
En este sentido se puede hablar de un reconocimiento no sólo fáctico de las otras religiones, en cuanto que están ahí, sino también moral. Hay que respetar el derecho de los seres humanos, como individuos y colectividades, a buscar la verdad y se puede asumir, sin menoscabo de la propia tradición, que todas las religiones son caminos hacia Dios. Desde los monoteísmos se puede también admitir que hay un encuentro plural con la divinidad, en cuanto han sido modos históricos de alcanzarla, aunque a la hora de establecer la verdad de esas experiencias colectivas sea inevitable el enjuiciamiento desde la referencia a la propia tradición. Las posibles concordancias las establece cada creyente, al captar la sintonía de otras creencias con la propia. A partir de ahí sería posible establecer círculos de parentesco y de diálogo de las grandes religiones entre sí, mucho más cuando ha habido interacción y mutua influencia entre ellas.
Pero hay que ir más allá, ya que el potencial universal de una tradición concreta tiene que mostrarse históricamente. Si una religión afirma ser el camino mejor y más válido para encontrarse con Dios, aunque haya múltiples vías de acceso, tiene que mostrarlo por su capacidad para inculturarse en contextos y momentos históricos diferentes. Tiene que ver su propia identidad como algo abierto y dinámico, en constante evolución e interacción, lo cual le permite modificar su propio credo a partir de otras contribuciones que le vienen de fuera.
Si una religión dice que es la que Dios ha elegido para toda la humanidad, y que por ello es verdadera y universal, tiene que mostrarlo en la teoría y en la práctica. Cuanto más capacidad tenga para absorber e integrar elementos extraños, sin por ello perder su propia identidad, como unidad multicultural, más testimonia su potencial universal. La identidad se muestra también en la capacidad para evolucionar y permanecer ella misma, a pesar de los cambios.
La apertura, la capacidad de diálogo, la autocrítica, la capacidad de crecer y de enriquecerse son las que hacen de ella particularidad abierta, que es la forma de universalidad de cada contingencia histórica. De ahí, la importancia del testimonio que es lo que arrastra y convence. La identidad religiosa no es algo estático, sino que es procesual y dinámica.
Al universalizarse una religión se hace más capaz de asumir formas plurales, adecuadas a los distintos grupos y zonas en las que pervive. La unidad de una tradición religiosa no viene dada por la uniformidad, sino por la comunión en la pluralidad, que lleva consigo diferencias e incluso conflictos, que sólo pueden resolverse desde una afirmación abierta de la propia identidad, contra la tentación de un esencialismo atemporal, a histórico y estático.
La evolución y la capacidad para conservar una identidad en el cambio es un signo de apertura, de crecimiento y de universalidad. Además, la historia nos recuerda el potencial conflictivo y la violencia desencadenada en nombre de las religiones. Esto obliga a cada religión a recordar su historia, a mantener abierta la demanda de justicia de las víctimas y a vigilar su presente y futuro para que no resurjan de nuevo los fanatismos e integrismos del pasado.
En ellos fácticamente se negaba la universidad de la religión y del Dios a quien invocaban, ya que la apelación a Dios se pagaba con la aniquilación, a veces física, de los increyentes y disidentes del propio credo, supuestamente universalista. La praxis particular, intolerancia con los no creyentes, se contraponía a las pretensiones teóricas de testimoniar su universalidad. La pretensión universal de una religión debe validarse en su capacidad para hacerse cargo de la libertad de los herejes e increyentes, a los que tiene que convencer con su testimonio, o queda desmentida en la facticidad histórica.
Cada religión que se abre a lo universal se enriquece, asimila e integra aportaciones de otras creencias, en la misma medida en que se ofrece a éstas como alternativa y como invitación. En esta línea iba la propuesta de Lessing de una convivencia pacífica entre los monoteísmos bíblicos y, al mismo tiempo, una llamada al testimonio. La fecundidad histórica de una tradición se muestra por su capacidad de iluminar y potenciar ámbitos socioculturales distintos de aquel en el que se ha originado.
Esto es lo que hace que haya religiones mundiales y que otras no superen el carácter de lo local o nacional, con lo que su pretensión de verdad para todos los hombres es puesta en entredicho por su misma realidad histórica y sociocultural. Por eso, el ecumenismo, el diálogo, la capacidad de interacción y la contribución al enriquecimiento de otras religiones son marcas de creencias abiertas y con vocación planetaria. En el fondo es una de las dimensiones y significados del concepto de catolicidad que pretende el cristianismo.
Ante la pluralidad de creencias no hay ninguna certeza de que la propia es la válida. Lo cual implica aceptar la contingencia, en la forma de asumir dudas, preguntas y cuestionamientos internos y externos. Se trata de una convicción de verdad que puede subsistir incluso con problemas no resueltos y aporías. La duda aquí no sería un signo de falta de fe, sino al contrario, una muestra del carácter genuino, abierto y no dogmático, de ésta. No es posible conocer todas las otras tradiciones religiosas y mucho menos evaluar su potencial de verdad. Basta con la convicción de la validez del propio camino, que se va confirmando en la praxis experiencial de la vida y que se va afianzando como interpretación fecunda de la vida que genera valor y sentido.
Es coyuntural el haber nacido y crecido en un determinado contexto sociocultural y religioso, no lo es crecer en universalidad y apertura respecto a otras religiones, sin perder la convicción de estar en un camino verdadero que lleva a Dios e ilumina la vida. También hay que asumir la posible conversión a otra religión distinta, que en un momento determinado aparece como más fiable, es decir, más posibilitadora de experiencias religiosas plausibles y creíbles. La validez y plausibilidad del cristianismo no estriba en que pueda remitirse a un evento objetivo que todos deberían asumir y aceptar, como sería el postulado de la resurrección, sino en una comprensión, que se basa en la vida y muerte de Jesús, y que se ofrece como horizonte de sentido que puede motivar y clarificar a todos los hombres.
De este modo, cada religión es una hipótesis global que explica el mundo, inspira, motiva, y canaliza las búsquedas humanas [25]. Si la propia comunidad de pertenencia resulta convincente, motivadora y cada vez más verdadera, en cuanto que se va afianzando a partir de la praxis vital, no hay motivo para abandonarla mientras que no se conozca otra alternativa más válida, y aunque haya certeza de sus contradicciones, limitaciones y aporías. Las particularidades abiertas son las formas de realizar la universalidad en la contingencia histórica, pero cada una conserva siempre su condición de creencia finita, contingente y limitada. Si la pregunta por Dios es última y universal, las respuestas son siempre penúltimas y fragmentarias. Por eso, se emprende un camino y se remite la confirmación al final de la historia, en la línea a la que apuntan las escatologías de los monoteísmos.
Conclusión: el reto de los derechos humanos
No se espera que haya un progreso religioso en la línea de la dialéctica hegeliana, ni que la evolución lleve por sí misma a lo superior, sino que se reflexiona sobre la propia creencia de forma crítica, reflexiva e histórica, aceptando las aporías, contradicciones, limitaciones y páginas negras de la religión a la que se pertenece.
Por eso, las dudas y las preguntas sin respuesta, o al menos con soluciones parciales, que dejan insatisfecho, no son el signo de una inmadurez religiosa, sino que pueden testimoniar su vitalidad, apertura y capacidad de crecimiento. A partir de ahí, es posible el diálogo, el ecumenismo, la valoración e incluso el aprendizaje de otras religiones. Si, por el contrario, fuera cerrada en sí misma, incapaz de asimilar nada, de evolucionar y de aprender, se podría impugnar la pretensión de verdad universal que tenga, ya que sería desmentida por los hechos.
Este es el reto de los monoteísmos, y en concreto del cristianismo, como religión con pretensión universal y absoluta [27]. Tiene que interpelar a las otras religiones desde su propio camino histórico y vivencial, ofrecer su interpretación del hombre y del mundo y mostrar, en la práctica, su fecundidad y convergencia con los derechos humanos y la dignidad personal. Al mismo tiempo tiene que beber en las fuentes experienciales de su historia a la hora de evaluar los fenómenos religiosos, dentro y fuera de él. Esto le exige apego a la tradición, en la línea de Gadamer y de los comunitarismos, y crítica reflexiva y selectiva de ella, como afirma Habermas, desde su tendencia a la universalidad. Nunca puede superar el círculo hermenéutico de evaluar y autojuzgarse desde sus propios criterios específicos, ya que la dialéctica de pretensiones de universalidad y concreción particular es insuperable. Esa tensión debe ser fecunda obligando a la evolución y apertura, así como a rechazar las tentaciones fundamentalistas e integristas que amenazan a todas las religiones.
¿Cómo llegar entonces a hacer posibles las pretensiones de universalidad? ¿Cómo pasar de una religión particular a una universal, que quiere ser válida para todos los hombres? Desde una tradición particular, la única universalidad posible es la de la apertura multicultural, que llega a una creencia abierta y no dogmática, es decir, cerrada en sí misma. Se puede reconocer en las otras religiones caminos de búsqueda de Dios desde el ser humano, que se pregunta y busca. Esta antropología podría establecerse como base común para todas las religiones. Los monoteísmos podrían integrar en esos datos antropológicos su propia concepción teológica del Dios creador, su teología natural y su percepción de lo sobrenatural como inscrito en la misma naturaleza e historia.
En este sentido se puede hablar de un reconocimiento no sólo fáctico de las otras religiones, en cuanto que están ahí, sino también moral. Hay que respetar el derecho de los seres humanos, como individuos y colectividades, a buscar la verdad y se puede asumir, sin menoscabo de la propia tradición, que todas las religiones son caminos hacia Dios. Desde los monoteísmos se puede también admitir que hay un encuentro plural con la divinidad, en cuanto han sido modos históricos de alcanzarla, aunque a la hora de establecer la verdad de esas experiencias colectivas sea inevitable el enjuiciamiento desde la referencia a la propia tradición. Las posibles concordancias las establece cada creyente, al captar la sintonía de otras creencias con la propia. A partir de ahí sería posible establecer círculos de parentesco y de diálogo de las grandes religiones entre sí, mucho más cuando ha habido interacción y mutua influencia entre ellas.
Pero hay que ir más allá, ya que el potencial universal de una tradición concreta tiene que mostrarse históricamente. Si una religión afirma ser el camino mejor y más válido para encontrarse con Dios, aunque haya múltiples vías de acceso, tiene que mostrarlo por su capacidad para inculturarse en contextos y momentos históricos diferentes. Tiene que ver su propia identidad como algo abierto y dinámico, en constante evolución e interacción, lo cual le permite modificar su propio credo a partir de otras contribuciones que le vienen de fuera.
Si una religión dice que es la que Dios ha elegido para toda la humanidad, y que por ello es verdadera y universal, tiene que mostrarlo en la teoría y en la práctica. Cuanto más capacidad tenga para absorber e integrar elementos extraños, sin por ello perder su propia identidad, como unidad multicultural, más testimonia su potencial universal. La identidad se muestra también en la capacidad para evolucionar y permanecer ella misma, a pesar de los cambios.
La apertura, la capacidad de diálogo, la autocrítica, la capacidad de crecer y de enriquecerse son las que hacen de ella particularidad abierta, que es la forma de universalidad de cada contingencia histórica. De ahí, la importancia del testimonio que es lo que arrastra y convence. La identidad religiosa no es algo estático, sino que es procesual y dinámica.
Al universalizarse una religión se hace más capaz de asumir formas plurales, adecuadas a los distintos grupos y zonas en las que pervive. La unidad de una tradición religiosa no viene dada por la uniformidad, sino por la comunión en la pluralidad, que lleva consigo diferencias e incluso conflictos, que sólo pueden resolverse desde una afirmación abierta de la propia identidad, contra la tentación de un esencialismo atemporal, a histórico y estático.
La evolución y la capacidad para conservar una identidad en el cambio es un signo de apertura, de crecimiento y de universalidad. Además, la historia nos recuerda el potencial conflictivo y la violencia desencadenada en nombre de las religiones. Esto obliga a cada religión a recordar su historia, a mantener abierta la demanda de justicia de las víctimas y a vigilar su presente y futuro para que no resurjan de nuevo los fanatismos e integrismos del pasado.
En ellos fácticamente se negaba la universidad de la religión y del Dios a quien invocaban, ya que la apelación a Dios se pagaba con la aniquilación, a veces física, de los increyentes y disidentes del propio credo, supuestamente universalista. La praxis particular, intolerancia con los no creyentes, se contraponía a las pretensiones teóricas de testimoniar su universalidad. La pretensión universal de una religión debe validarse en su capacidad para hacerse cargo de la libertad de los herejes e increyentes, a los que tiene que convencer con su testimonio, o queda desmentida en la facticidad histórica.
Cada religión que se abre a lo universal se enriquece, asimila e integra aportaciones de otras creencias, en la misma medida en que se ofrece a éstas como alternativa y como invitación. En esta línea iba la propuesta de Lessing de una convivencia pacífica entre los monoteísmos bíblicos y, al mismo tiempo, una llamada al testimonio. La fecundidad histórica de una tradición se muestra por su capacidad de iluminar y potenciar ámbitos socioculturales distintos de aquel en el que se ha originado.
Esto es lo que hace que haya religiones mundiales y que otras no superen el carácter de lo local o nacional, con lo que su pretensión de verdad para todos los hombres es puesta en entredicho por su misma realidad histórica y sociocultural. Por eso, el ecumenismo, el diálogo, la capacidad de interacción y la contribución al enriquecimiento de otras religiones son marcas de creencias abiertas y con vocación planetaria. En el fondo es una de las dimensiones y significados del concepto de catolicidad que pretende el cristianismo.
Ante la pluralidad de creencias no hay ninguna certeza de que la propia es la válida. Lo cual implica aceptar la contingencia, en la forma de asumir dudas, preguntas y cuestionamientos internos y externos. Se trata de una convicción de verdad que puede subsistir incluso con problemas no resueltos y aporías. La duda aquí no sería un signo de falta de fe, sino al contrario, una muestra del carácter genuino, abierto y no dogmático, de ésta. No es posible conocer todas las otras tradiciones religiosas y mucho menos evaluar su potencial de verdad. Basta con la convicción de la validez del propio camino, que se va confirmando en la praxis experiencial de la vida y que se va afianzando como interpretación fecunda de la vida que genera valor y sentido.
Es coyuntural el haber nacido y crecido en un determinado contexto sociocultural y religioso, no lo es crecer en universalidad y apertura respecto a otras religiones, sin perder la convicción de estar en un camino verdadero que lleva a Dios e ilumina la vida. También hay que asumir la posible conversión a otra religión distinta, que en un momento determinado aparece como más fiable, es decir, más posibilitadora de experiencias religiosas plausibles y creíbles. La validez y plausibilidad del cristianismo no estriba en que pueda remitirse a un evento objetivo que todos deberían asumir y aceptar, como sería el postulado de la resurrección, sino en una comprensión, que se basa en la vida y muerte de Jesús, y que se ofrece como horizonte de sentido que puede motivar y clarificar a todos los hombres.
De este modo, cada religión es una hipótesis global que explica el mundo, inspira, motiva, y canaliza las búsquedas humanas [25]. Si la propia comunidad de pertenencia resulta convincente, motivadora y cada vez más verdadera, en cuanto que se va afianzando a partir de la praxis vital, no hay motivo para abandonarla mientras que no se conozca otra alternativa más válida, y aunque haya certeza de sus contradicciones, limitaciones y aporías. Las particularidades abiertas son las formas de realizar la universalidad en la contingencia histórica, pero cada una conserva siempre su condición de creencia finita, contingente y limitada. Si la pregunta por Dios es última y universal, las respuestas son siempre penúltimas y fragmentarias. Por eso, se emprende un camino y se remite la confirmación al final de la historia, en la línea a la que apuntan las escatologías de los monoteísmos.
Conclusión: el reto de los derechos humanos
No se espera que haya un progreso religioso en la línea de la dialéctica hegeliana, ni que la evolución lleve por sí misma a lo superior, sino que se reflexiona sobre la propia creencia de forma crítica, reflexiva e histórica, aceptando las aporías, contradicciones, limitaciones y páginas negras de la religión a la que se pertenece.
Por eso, las dudas y las preguntas sin respuesta, o al menos con soluciones parciales, que dejan insatisfecho, no son el signo de una inmadurez religiosa, sino que pueden testimoniar su vitalidad, apertura y capacidad de crecimiento. A partir de ahí, es posible el diálogo, el ecumenismo, la valoración e incluso el aprendizaje de otras religiones. Si, por el contrario, fuera cerrada en sí misma, incapaz de asimilar nada, de evolucionar y de aprender, se podría impugnar la pretensión de verdad universal que tenga, ya que sería desmentida por los hechos.
Este es el reto de los monoteísmos, y en concreto del cristianismo, como religión con pretensión universal y absoluta [27]. Tiene que interpelar a las otras religiones desde su propio camino histórico y vivencial, ofrecer su interpretación del hombre y del mundo y mostrar, en la práctica, su fecundidad y convergencia con los derechos humanos y la dignidad personal. Al mismo tiempo tiene que beber en las fuentes experienciales de su historia a la hora de evaluar los fenómenos religiosos, dentro y fuera de él. Esto le exige apego a la tradición, en la línea de Gadamer y de los comunitarismos, y crítica reflexiva y selectiva de ella, como afirma Habermas, desde su tendencia a la universalidad. Nunca puede superar el círculo hermenéutico de evaluar y autojuzgarse desde sus propios criterios específicos, ya que la dialéctica de pretensiones de universalidad y concreción particular es insuperable. Esa tensión debe ser fecunda obligando a la evolución y apertura, así como a rechazar las tentaciones fundamentalistas e integristas que amenazan a todas las religiones.
Notas:
1. Hay más de cincuenta definiciones distintas de lo que es religión y no se ha encontrado ninguna satisfactoria que pueda ser aplicada universalmente y abarque todas las religiones existentes. Las definiciones sustancialistas tropiezan con la dificultad de precisar lo que es sagrado, divino o religioso y las funcionales dependen de los criterios pragmáticos y utilitaristas que se seleccionen. Cfr. J.M. Castro Cabero, “Sobre las definiciones de religión”: Ciencia tomista 123 (1996), 575-84; H. von Stietencron, “Der Begriff der Religion in der Religionswissenschaft”, en W. Kerber (ed.), Der Begriff der Religion. Munich, 1993, 111-58.
1. Hay más de cincuenta definiciones distintas de lo que es religión y no se ha encontrado ninguna satisfactoria que pueda ser aplicada universalmente y abarque todas las religiones existentes. Las definiciones sustancialistas tropiezan con la dificultad de precisar lo que es sagrado, divino o religioso y las funcionales dependen de los criterios pragmáticos y utilitaristas que se seleccionen. Cfr. J.M. Castro Cabero, “Sobre las definiciones de religión”: Ciencia tomista 123 (1996), 575-84; H. von Stietencron, “Der Begriff der Religion in der Religionswissenschaft”, en W. Kerber (ed.), Der Begriff der Religion. Munich, 1993, 111-58.
2. F. Sullivan ¿Hay salvación fuera de la Iglesia?. Bilbao, 1999; H. Rikhof, “The Necessity of Church. An Exploration”: Archivio di Filosofia 44 (1986), 481-500. Sullivan analiza el sentido de este eslogan a lo largo del cristianismo. Lo que durante los primeros siglos fue considerado como una advertencia para herejes y cismáticos, se convirtió luego en un pronunciamiento dogmático referido a judíos, musulmanes y de otras religiones.
3. K. Barth, Kirchliche Dogmatik I/2. Zurich, 41948, 324-56.
4. P. Schineller, “Christ and the Church: a Spectrum of Views”: TS 37 (1976) 545-66;.
5. Se trataría de religiones legítimas, que en un contexto histórico-cultural determinado permiten acceder a Dios y estarían en su plan de salvación. K. Rahner, “Das Christentum und die nicht christlichen Religionen”: Schriften zur Theologie V. Einsiedeln, 1962, 136-58; “Jesus Christus in den nicht christlichen Religionen”: Schriftez zur Theologie XII. Einsiedeln, 1975, 370-83; Curso fundamental sobre la fe. Barcelona, 1979, 364-74.
6. Esta es la postura que propugna H. Kessler, “Pluralistische Religionstheologie und Christologie. Thesen und Fragen”; en R. Schwager (ed.), Christus allein?. Friburgo, 1996, 158-73.
7. El análisis histórico tampoco favorecería esa valoración del cristianismo como religión absoluta. Las verdades contingentes de la historia se opondrían a la pretensión de absolutez del cristianismo. Cfr.,E. Troeltsch, Oeuvres; Histoire des religions et destin de la théologie. Ginebra, 1996, 65-68.
8. G. E. Lessing, Natán el sabio. Madrid, 1985, III,7, 420-560.
9. Remito al estudio de K. Feiereis, “Die Religion -ein Hauptthema der deutschen Aufklärung”, en G. Wieland (ed.), Religion als Gegenstand der Philosophie. Paderborn, 1997, 71-102. También, A. Torres Queiruga, La constitución moderna de la razón religiosa. Estella, 1992, 149-222.
10. K. Rahner, “Anonymes Christentum und Missionauftrag der Kirche”: Schriften zur Theologie IX. Einsiedeln, 1970, 498-518; “Der Auftrag des Schriftstellers und das christliche Dasein”: Schriften zur Tehologie VII. Einsiedeln, 1966, 386-94; “Atheismus und implizites Christentum”:Schriften zur Tehologie VIII. Einsiedeln, 1967,187-211.
11. W. Hollenweger, “L’Éxperience de l’Ésprit dans l’Église et hors de l’Église”, en L’Éxperience de Dieu et le Saint Esprit. París, 1985, 193-210; H. de Lubac, Paradoxe et mystère de l’Église. París, 1967, 120-63; Y. Congar, Essais oecuméniques. París, 1984, 271-96; G.Thils, L’Aprés Vatican II un nouvel Age de l’Eglise?. Lovaina, 1985, 48-65.
12. R. Bernhardt, Horizontüberschreitung. Gütersloh, 1991, 9-30; R. Panikkar, “The Jordan, the Tiber and the Ganges: Three Kairological Moments of Christic Self Consciousnes”, en J.Hick (ed.), The Myth of Christian Uniquesness. Nueva York, 1987, 89-116; The Cosmotheandric Experience. Nueva York 1993; “A Christofany for our Times”. TD 39 (1992), 3-22. Panikkar defiende la heterogeneidad no conmensurable de las distintas religiones, lo cual excluye jerarquizar o gradualizar entre ellas
13. D.M. Hick, Language, persons and Belief. Nueva York, 1967; D. Z. Philips, “Fe religiosa y juegos de lenguaje”, en B. Mitchell (ed.), Creencia y racionalidad. Barcelona, 1992, 189-218; Th. McPherson, “Religion as the inexpressible”, en A. Flew-A. MacIntyre (eds.), New Essays in philosophical Theology. Londres, 1995,131-43.
14. John Hick, Problems of Religious Pluralism. Londres, 1985, 28-45; An Interpretation of Religion. Londres, 1989, 233-98; “Jesus and the World Religions”, en J. Hick (Ed.), The myth of God Incarnate. Filadelfia, 1977, 167-85; P. Schmidt-Leukel, “Der Inmanenzgedanke in der Theologie der Religionen”: MthZ 41 (1990) 43-71; “Religiöse Vielfalt als theologisches Problem”, en R. Schwager (ed.), Christus allein? Der Streit um die pluralistische Religionstheologie. Friburgo, 1996, 11-49.
15. J. Hick, The Rainbow of Faiths. Londres, 1995, 76-79; P.F. Knitter, No other Name?. Nueva York 1985; “La teología de las religiones en el pensamiento católico”. Concilium 22 (1986), 123-34; “Interreligious Dialogue and the Unity of Humanity”: Dharma 17 (1992), 282-87; One Earth, many Religions. Nueva York, 1995; Jesus and the other Names. Nueva York 1996; “Religion und Befreiung. Soteriozentrismus als Antwort an die Kritiker”, en R. Bernhardt (ed.), Horizontüberschreitung. Gütersloh, 1991, 203-19; R. Ficker, “In Zentrum nicht und nicht allein. Von der Notwendigkeit einer pluralistischen Religionstheologie”, en Horizontüberschreitung, 220-37.
16. W. Pfüller, “Zur Behebung einiger Schwierigkeiten der pluralistischen Religionstheologie”: MthZ 49 (1998), 335-55; P. Schmidt-Leukel, “Was will die pluralistische Religionstheologie?”: MthZ 49 (1998), 307-34.
17. Una excelente crítica a la teología pluralista de las religiones, y más en concreto a las posturas de Knitter y Hick es la que ofrecen G.L. Müller, “Eerkentnistheoretische Grundprobleme einer Theologie der Religionen”: Forum Katholische Theologie 15 (1999) 161-79; G. Gäde, Viele religionen-ein Wort Gottes. Gütersloh, 1998.
18. Así lo han subrayado algunos autores. Cfr., G. Gäde, Viele Religionen-ein Wort Gottes. Einspruch gegen John Hicks pluralistische Religionstheologie. Gütersloh, 1998; “Gott und das Ding an sich. Zur theologische Eerkenntnislehre John Hicks”: ThPh 73 (1998), 46-69; E. Arens, “Perspektiven und Problematik pluralistischer Christologie”: MthZ 46 (19995), 329-43.
19. A. Kreiner, “Die Erfahrung religiöser Vielfalt. Zur gegenwärtigen Diskussion einer Theologie der Religionen”, en A. Kreiner (ed.), Religiöse Erfahrung und theologische Reflexion. Paderborn, 1986, 323-36; W. Pannenberg, “Religious Pluralism and conflicting Truth claims”, en G.D’ Costa (ed.), Christian Uniqueness Reconsidered. Nueva York, 1996, 96-106; C.E. Braaten, “The problem of the Absoluteness of Christianity”. Interpretation 40 (1986), 341-53.
20. L. Wittgenstein, Philosophische Untersuchungen. Francfort, 1969, 18; 108;203;208.
P. Winch, Ciencia social y filosofía. Buenos Aires, 1972.
P. Winch, Ciencia social y filosofía. Buenos Aires, 1972.
21. Remito a la excelente visión sintética que ofrece M. Cabada Castro, El Dios que da que pensar. Madrid, 1999.
22. El conflicto entre Gadamer y Habermas ha sido recogido en el volumen colectivo Hermeneutik und Ideologiekritik. Francfort, 1975.
23. J. Habermas, Identidades nacionales y postnacionales. Madrid, 1989; La necesidad de revisión de la izquierda. Madrid 1991; Escritos sobre moralidad y eticidad. Barcelona, 1991.
24. Ch. Taylor, Fuentes del yo. Barcelona, 1996; Argumentos filosóficos. Barcelona, 1997, 293-334; La ética de la autenticidad. Barcelona 1994,11-34; 77-88. La diferencia de perspectivas entre Habermas y Taylor se refleja en el volumen colectivo, Ch. Taylor (ed.), El multiculturalismo. México, 1993.
25. Remito a las excelentes sugerencias que ofrece J.B. Metz, Por una cultura de la memoria. Barcelona, 1999, 112-26.
26. Esta es la línea que he seguido en Dios en las tradiciones filosóficas II. Madrid, 1986, 248-80.
27. Remito a mi estudio El monoteísmo ante el reto de las religiones. Santander, 1997.