A partir de los años sesenta del pasado siglo, muchos estudios partieron de la idea de que la visión evolucionista era la clave para interpretar nuestra verdadera naturaleza. Fueron las obras de Desmond Morris, El Mono Desnudo (1967) y El zoo humano las que rompieron los moldes establecidos. Más tarde llegó Edward O. Wilson (con su "Sociobiología una Nueva Síntesis", de 1975, y con "Sobre la Naturaleza Humana" (1979) y otros), y Richard Dawkins (El gen egoísta, las bases biológicas de nuestra conducta (1976), El fenotipo extendido (1982), El Relojero ciego (1986) y otros) los que produjeron una verdadera explosión de teorías sobre la naturaleza humana basadas en el darwinismo.
Wilson intentaba explicar cualquier aspecto humano (agresión, sexo, altruismo, religión…) desde la supervivencia de la especie. El ser humano sería una especie particular de animal que habría evolucionado a partir de otras. Como los aspectos fisiológicos son contiguos al resto de los animales nuestras pautas de conducta también lo serían. La conciencia de la libertad o el libre albedrío no serían más que puras ilusiones y la ética, por tanto, debería pasar de los filósofos a las manos de los biólogos.
Según el profesor Juan Jesús Cañete Olmedo, un heredero de Wilson fue Richard Dawkins, quien ha intentado reducir la cultura a esquemas darwinistas. Para ello, creó el neologismo “memes” con el que designaba las unidades de transmisión cultural o entidades autorreplicativas que se propagaban mediante un proceso de imitación sería por decirlo vulgarmente los genes de la cultura. Nuestra naturaleza biológica se constituiría a partir de la información genética articulada en genes y la cultura por la información acumulada en nuestra memoria y captada por imitación, por enseñanza y que se articularía en “memes”. Se trataría de una auténtica darwinización de la cultura. Este sería el fundamento para defender la tesis de la continuidad entre el animal y el hombre y para propiciar la búsqueda de una protocultura en otras especies zoológicas. La clave sería dejar abierto de tal modo el concepto cultura que pudiese abarcar a determinados fenómenos que se observan en los mamíferos superiores.
Los excesos de la sociobiología
La sociobiología fue una reacción ante las tesis ambientalistas pero terminó cayendo en múltiples excesos. No solo el hombre era devuelto al redil de la animalidad sino que era visto como una especie de saco de “genes” o “memes” que lo determinaban todo. Las críticas ante este atroz reduccionismo de los herederos de Galton o Spencer no se hicieron esperar, sin embargo, a principios de los noventa la psicología evolutiva americana volvió a aplicar nuestros conocimientos biológicos a la explicación de la conducta humana. Podríamos definir este intento como la cara lavada de la sociobiología eliminando los excesos de científicos como Wilson o Dawkins. Más moderados partirían de que las conductas están en parte preprogramadas en los genes.
Los seres humanos, como el resto de las especies animales, tendríamos una facilidad innata para aprender determinadas cosas y establecer determinadas pautas de conducta. Cultura y naturaleza humana serían producto de la evolución biológica. La mente humana sería un mecanismo evolucionado y complejo que se ha venido construyendo y ajustando en respuesta a las presiones selectivas que nuestra especie ha tenido que afrontar durante la evolución. Steven Pinker, autor entre otras obras de La Tabla Rasa (2002), y uno de los principales representantes de la psicología evolutiva, llegará a señalar que la cultura descansa en la circuitería neuronal que realiza los procesos que llamamos aprender. Aquí se habla abiertamente de naturaleza humana, pero no olvidemos, la naturaleza ha perdido toda connotación ontológica. Naturaleza es simplemente el aspecto biológico del hombre, aquello heredado producto de nuestros genes. El reduccionismo biologicista sigue siendo evidente.
Como ha sostenido recientemente Pablo Rodríguez Palenzuela en La lógica del Titiritero (Madrid, 2006), el planteamiento dicotómico entre genes y medio ambiente está viciado de antemano. Obviamente muchas de nuestras características humanas son producto de la evolución, pero ni los genes ni la educación (cultura) pueden tener un protagonismo absoluto, tenemos que huir tanto de la biofobia como de la biofilia. Los genes serían como “propiedades disposicionales” de los individuos, necesitados de ciertas condiciones del entorno para expresarse, lo mismo que la solubilidad del azúcar necesita del agua para manifestarse.
El ser humano tiene libertad, precisamente por tenerla, y no estar totalmente gobernado por lo biológico, es un ser moral. Gozamos además de una destreza lingüística exclusiva. Somos capaces de realizar proyectos previamente reflexionados. Nos abrimos a la contemplación y podemos recrear el mundo en nuestro interior. Todo esto y mucho más nos habla de una especial condición que nos diferencia del resto de los animales de modo cualitativo. ¿Pero qué ocurre cuando inclinamos la balanza, cuando no evitamos la “Caribdis” de la biofilia?
El mejor ejemplo lo tenemos en nuestra casa. Veamos la obra reciente de Jesús Mosterín, La naturaleza humana (2006). Mosterín, siguiendo el modelo de Steve Pinker, propone defender la existencia de la naturaleza humana acudiendo a la genética, las ciencias cognitivas y la psicología evolutiva. Su conclusión es que somos una especie entre las especies animales, lo que nos hace humanos como a los chimpancés lo que los hace chimpancés es el ADN. La naturaleza, tanto la humana como la de cualquier ser vivo, es lo que está determinado ya al nacer, la totalidad de los caracteres anclados en el genoma humano.
“Cultura – segús Mosterín - es lo aprendido, la diferencia entre ambas es el método de transmisión, genético-natural en una y por aprendizaje social en otra”. La diferencia sería entre lo congénito y lo adquirido, entre los genes y los memes, entre lo almacenado en el genoma o lo almacenado en el órgano de la cultura, que es el cerebro. Obviamente lo primero serían los genes, ellos determinarían el hecho de que seamos libres y posibilitarían dar respuesta a los problemas inéditos que van surgiendo.
Aparte de la contradicción lógica (determinar la libertad), es interesante reseñar que desde estos presupuestos se extraen formas de organización óptima: el liberalismo individualista sería la forma político-social que mejor casaría con nuestra genética. También da una cálida bienvenida a las formas de eugenesia liberal, para que nos entendamos: elegir hijos a la carta, según él no habría razones convincentes contra estas prácticas dado que somos productos imperfectos de la evolución biológica. Los planteamientos de Mosterín se expresan muy bien un su artículo El debate sobre la Naturaleza Humana, que fue publicado en 2004.
Habría que añadir que desde los criterios de Jesús Mosterín tampoco hay razones convincentes que cuestionasen una eugenesia determinada por cuestiones políticas. ¿Cómo quedaría la ética? La ética se determinaría por una especie de consideraciones estadísticas (algo así como una de ética de consensos de mayorías). Hechas las anteriores apreciaciones no sorprende su apoyo a proyectos como los del “Gran Simio”, en los que se pretende atribuir el estatuto de persona a ciertos animales superiores. Permítaseme la ironía, ¿también se le puede aplicar la eugenesia liberal a los chimpancés o esto es inmoral?
Al final de "La naturaleza humana", Mosterín nos ofrece un poco de religiosidad panteístico-mística, mezcla de Spinoza y Hegel, veámoslo: "Somos partes del Universo, pero no partes cualquiera, somos (o podemos llegar a ser) partes conscientes del Universo y, por tanto, partes de la conciencia cósmica… (conciencia divina, si así se quiere)… Nuestros pensamientos son chispas divinas, chispas de la conciencia cósmica… cada vez que pensamos en el Universo y nos unimos mentalmente con él, nuestro cerebro se convierte en el lugar geométrico en que el Universo se piensa a sí mismo" (páginas 216, 220).
Pero después de estos efluvios a lo “New Age” no nos engañemos porque para él en el día que tengamos en DVD toda la información sobre nuestro genoma, tendremos en nuestras manos el fiel espejo de nuestra naturaleza individual (página 151). Por mucha pseudomística y mala prosa poética que le queramos poner, la píldora inhumanista es evidente, eso sí, ¡vivan los animales! (1988).
Wilson intentaba explicar cualquier aspecto humano (agresión, sexo, altruismo, religión…) desde la supervivencia de la especie. El ser humano sería una especie particular de animal que habría evolucionado a partir de otras. Como los aspectos fisiológicos son contiguos al resto de los animales nuestras pautas de conducta también lo serían. La conciencia de la libertad o el libre albedrío no serían más que puras ilusiones y la ética, por tanto, debería pasar de los filósofos a las manos de los biólogos.
Según el profesor Juan Jesús Cañete Olmedo, un heredero de Wilson fue Richard Dawkins, quien ha intentado reducir la cultura a esquemas darwinistas. Para ello, creó el neologismo “memes” con el que designaba las unidades de transmisión cultural o entidades autorreplicativas que se propagaban mediante un proceso de imitación sería por decirlo vulgarmente los genes de la cultura. Nuestra naturaleza biológica se constituiría a partir de la información genética articulada en genes y la cultura por la información acumulada en nuestra memoria y captada por imitación, por enseñanza y que se articularía en “memes”. Se trataría de una auténtica darwinización de la cultura. Este sería el fundamento para defender la tesis de la continuidad entre el animal y el hombre y para propiciar la búsqueda de una protocultura en otras especies zoológicas. La clave sería dejar abierto de tal modo el concepto cultura que pudiese abarcar a determinados fenómenos que se observan en los mamíferos superiores.
Los excesos de la sociobiología
La sociobiología fue una reacción ante las tesis ambientalistas pero terminó cayendo en múltiples excesos. No solo el hombre era devuelto al redil de la animalidad sino que era visto como una especie de saco de “genes” o “memes” que lo determinaban todo. Las críticas ante este atroz reduccionismo de los herederos de Galton o Spencer no se hicieron esperar, sin embargo, a principios de los noventa la psicología evolutiva americana volvió a aplicar nuestros conocimientos biológicos a la explicación de la conducta humana. Podríamos definir este intento como la cara lavada de la sociobiología eliminando los excesos de científicos como Wilson o Dawkins. Más moderados partirían de que las conductas están en parte preprogramadas en los genes.
Los seres humanos, como el resto de las especies animales, tendríamos una facilidad innata para aprender determinadas cosas y establecer determinadas pautas de conducta. Cultura y naturaleza humana serían producto de la evolución biológica. La mente humana sería un mecanismo evolucionado y complejo que se ha venido construyendo y ajustando en respuesta a las presiones selectivas que nuestra especie ha tenido que afrontar durante la evolución. Steven Pinker, autor entre otras obras de La Tabla Rasa (2002), y uno de los principales representantes de la psicología evolutiva, llegará a señalar que la cultura descansa en la circuitería neuronal que realiza los procesos que llamamos aprender. Aquí se habla abiertamente de naturaleza humana, pero no olvidemos, la naturaleza ha perdido toda connotación ontológica. Naturaleza es simplemente el aspecto biológico del hombre, aquello heredado producto de nuestros genes. El reduccionismo biologicista sigue siendo evidente.
Como ha sostenido recientemente Pablo Rodríguez Palenzuela en La lógica del Titiritero (Madrid, 2006), el planteamiento dicotómico entre genes y medio ambiente está viciado de antemano. Obviamente muchas de nuestras características humanas son producto de la evolución, pero ni los genes ni la educación (cultura) pueden tener un protagonismo absoluto, tenemos que huir tanto de la biofobia como de la biofilia. Los genes serían como “propiedades disposicionales” de los individuos, necesitados de ciertas condiciones del entorno para expresarse, lo mismo que la solubilidad del azúcar necesita del agua para manifestarse.
El ser humano tiene libertad, precisamente por tenerla, y no estar totalmente gobernado por lo biológico, es un ser moral. Gozamos además de una destreza lingüística exclusiva. Somos capaces de realizar proyectos previamente reflexionados. Nos abrimos a la contemplación y podemos recrear el mundo en nuestro interior. Todo esto y mucho más nos habla de una especial condición que nos diferencia del resto de los animales de modo cualitativo. ¿Pero qué ocurre cuando inclinamos la balanza, cuando no evitamos la “Caribdis” de la biofilia?
El mejor ejemplo lo tenemos en nuestra casa. Veamos la obra reciente de Jesús Mosterín, La naturaleza humana (2006). Mosterín, siguiendo el modelo de Steve Pinker, propone defender la existencia de la naturaleza humana acudiendo a la genética, las ciencias cognitivas y la psicología evolutiva. Su conclusión es que somos una especie entre las especies animales, lo que nos hace humanos como a los chimpancés lo que los hace chimpancés es el ADN. La naturaleza, tanto la humana como la de cualquier ser vivo, es lo que está determinado ya al nacer, la totalidad de los caracteres anclados en el genoma humano.
“Cultura – segús Mosterín - es lo aprendido, la diferencia entre ambas es el método de transmisión, genético-natural en una y por aprendizaje social en otra”. La diferencia sería entre lo congénito y lo adquirido, entre los genes y los memes, entre lo almacenado en el genoma o lo almacenado en el órgano de la cultura, que es el cerebro. Obviamente lo primero serían los genes, ellos determinarían el hecho de que seamos libres y posibilitarían dar respuesta a los problemas inéditos que van surgiendo.
Aparte de la contradicción lógica (determinar la libertad), es interesante reseñar que desde estos presupuestos se extraen formas de organización óptima: el liberalismo individualista sería la forma político-social que mejor casaría con nuestra genética. También da una cálida bienvenida a las formas de eugenesia liberal, para que nos entendamos: elegir hijos a la carta, según él no habría razones convincentes contra estas prácticas dado que somos productos imperfectos de la evolución biológica. Los planteamientos de Mosterín se expresan muy bien un su artículo El debate sobre la Naturaleza Humana, que fue publicado en 2004.
Habría que añadir que desde los criterios de Jesús Mosterín tampoco hay razones convincentes que cuestionasen una eugenesia determinada por cuestiones políticas. ¿Cómo quedaría la ética? La ética se determinaría por una especie de consideraciones estadísticas (algo así como una de ética de consensos de mayorías). Hechas las anteriores apreciaciones no sorprende su apoyo a proyectos como los del “Gran Simio”, en los que se pretende atribuir el estatuto de persona a ciertos animales superiores. Permítaseme la ironía, ¿también se le puede aplicar la eugenesia liberal a los chimpancés o esto es inmoral?
Al final de "La naturaleza humana", Mosterín nos ofrece un poco de religiosidad panteístico-mística, mezcla de Spinoza y Hegel, veámoslo: "Somos partes del Universo, pero no partes cualquiera, somos (o podemos llegar a ser) partes conscientes del Universo y, por tanto, partes de la conciencia cósmica… (conciencia divina, si así se quiere)… Nuestros pensamientos son chispas divinas, chispas de la conciencia cósmica… cada vez que pensamos en el Universo y nos unimos mentalmente con él, nuestro cerebro se convierte en el lugar geométrico en que el Universo se piensa a sí mismo" (páginas 216, 220).
Pero después de estos efluvios a lo “New Age” no nos engañemos porque para él en el día que tengamos en DVD toda la información sobre nuestro genoma, tendremos en nuestras manos el fiel espejo de nuestra naturaleza individual (página 151). Por mucha pseudomística y mala prosa poética que le queramos poner, la píldora inhumanista es evidente, eso sí, ¡vivan los animales! (1988).
La tela de araña: ¿el reduccionismo o el dualismo?
Dentro de la comunidad científica, filosófica y teológica, los autores se alineaban en dos campos aparentemente opuestos y excluyentes: el campo del reduccionismo biologicista y el campo de los diversos dualismos.
Frente a los reduccionismos, los dualismos antropológicos sostienen (desde los tiempos de Descartes) que en el ser humano existe un factor material y otro espiritual. La res extensa y la res cogitans cartesiana (heredera de un platonismo encubierto) dominó una gran zona de la filosofía y de la teología. Los teólogos se aferraron a esta distinción para salvar la exigencia teológica de la inmoralidad de un principio ínsito en cada ser humano al que llamaron el alma. La defensa a ultranza del alma inmortal, insuflada por Dios desde el momento de la concepción, ha formado parte del imaginario teológico del magisterio eclesiástico.
Los partidarios del reduccionismo suelen aparecer como materialistas y ateos. Y en el campo de las ciencias y de la filosofía parecen llevarse hoy al público tras ellos, y aprovechan (como es el caso de Dawkins) para atacar a las religiones como dañinas.
Por otra parte, los partidarios de los dualismos, con frecuencia gente religiosa, tienen una postura beligerante ante los reduccionismos. Ambos han hecho bastante difícil el diálogo y ha sido más frecuente la descalificación mutua que el intento de concordia.
La posible alternativa
En filosofía siempre han existido posturas superadoras de este aparente conflicto irresoluble entre reduccionismo y dualismo. Las soluciones dialécticas, llamadas luego emergentistas, parecen mostrar un camino de entendimiento entre ambos.
No se habla de un emergentismo sino de muchos, como ha mostrado el profesor Carlos Beorlegui, Catedrático de Filosofía de la Universidad de Deusto. Y no todos los emergentismos parecen satisfacer de igual modo la necesidad de buscar una explicación a la condición humana.
Recientemente, el mismo Beorlegui acaba de publicar un libro que sistematiza y pone al día todos los datos, añadiendo un intento de síntesis que puede satisfacer los deseos de los científicos, de los filósofos y de los teólogos. Este libro lleva por título La singularidad de la especie humana. De la hominización a la humanización. [Publicaciones de la Universidad de Deusto, Bilbao, 2011, Serie Filosofía, volumen 38, 541 páginas].
Gran parte de las reflexiones que los científicos hacen sobre la condición humana tienen, en nuestra opinión, un sesgo excesivo hacia posiciones reduccionistas. La llamada antropología científica, siguiendo los dictados de Darwin y sus seguidores, pretende mostrar que la autorreflexión sobre el ser humano se agota dentro del marco de las ciencias de la vida. La pregunta que se suelen hacer es: ¿en qué nos parecemos a los animales?
El desarrollo de la etología y de la neurología ha ahondado en las respuestas biologicistas como han mostrado muchos antropólogos. Sin embargo, la moderna antropología filosófica ha trocado la pregunta por la siguiente: “¿En qué nos diferenciamos de los animales?”. La pregunta por la “diferencia” remite inmediatamente a la búsqueda de los elementos que marcan la singularidad humana. Lo “humano irreductible” de que habla Imanol Zubero. Recuperamos el viejo debate de la antropología cultural sobre el etnocentrismo y el relativismo cultural y las posibilidades de una alternativa a ambas posturas.
Como afirma Beorlegui en el prólogo del libro que comentamos (página 21): “Estas pretensiones biologistas y reduccionistas representaban un desafío demasiado fuerte como para que no se pudiera pasar por alto. Se ponía en cuestión no solo la legitimidad de la dimensión trascendente de nuestra especie, sino también cualquier tesis antropocéntrica que exigiera de forma inevitable la pertinencia del enfoque filosófico en el estudio del hombre. Se nos planteaban como consecuencia una serie de cuestiones fundamentales por resolver. ¿Son suficientes las aportaciones de las diferentes ciencias de lo humano para dar cuenta total de su peculiaridad y su especificidad? ¿No parece que de ese modo sólo nos quedamos con un amplio abanico de datos sobre las diversas dimensiones que conforman su enorme riqueza de perspectivas? ¿No parece que la propia naturaleza de la pregunta que más nos interesa, el ser y el sentido de lo humano, como mirada unitaria y totalizante que supera lo meramente fáctico, escapa a las pretensiones y posibilidades de lo científico?”.
Desde esta perspectiva epistemológica, un programa completo de Antropología filosófica debiera – en opinión de Beorlegui – comprender tres partes fundamentales: “Una primera, dedicada a labores de fundamentación teórica y encargada de delimitar lo que se suele denominar el estatuto epistemológico de la materia en cuestión; una segunda, de tipo histórico, encaminada a presentar el surgimiento de esta disciplina en su etapa moderna, de la mano de quien se suele considerar el iniciador de la moderna Antropología filosófica, Max Scheler, junto con otros autores de su misma línea, como Plessner y Gehlen, empeñados todos ellos en estudiar de un modo renovado la singularidad y especificidad de lo humano, distinguiendo entre el modo de hablar del ser humano propio, por un lado, de la filosofía del hombre y de las antropologías científicas, y el de la Antropología filosófica, por otro; y la tercera parte se tendría que centrar en el estudio de las múltiples dimensiones existenciales de la realidad humana. Las dos primeras partes de este amplio programa estaban ya presentadas en mi libro Antropología filosófica. Nosotros: urdimbre solidaria y responsable. Quedaba pendiente, por tanto, para un segundo volumen todo el desarrollo de la tercera parte” (página 22).
La Antropología filosófica, como espacio de encuentro
La publicación en 1928 del ensayo El puesto del hombre en el Cosmos de Max Scheler, suele ser considerada como el manifiesto de fundación de la Antropología Filosófica, una nueva disciplina que se emancipa de la antigua filosofía de la condición humana.
En los currículos universitarios españoles no ha sido fácil su introducción. Tal vez pesaba mucho la crítica demoledora que Heidegger hace a Scheler en Kant y el problema de la Metafísica (1929) y las críticas de Ortega y Gasset a los esencialismos de la Antropología filosófica.
La vieja pregunta de Martin Buber (“¿Qué es el hombre?”, 1941) no había tenido respuestas en español. En 1945 se edita el estudio de Cassirer, en 1976 se publicó la traducción de Gevaert; y las de Coreth y la de Gehlen, en 1980. Pero hasta el final del siglo XX no tuvimos una reflexión filosófica sobre el ser humano basada en los datos de las antropologías positivas (Zubiri, 1986, Lorite, 1992; Carlos París, 1994; Masiá, 1997; Laín Entralgo, 1999 y otros más).
Y ya en el siglo XXI, Jonas, 2000; Choza, 2002; Masiá, 2005; Amengual, 2007; Lydia Feito (edit.), 2007; Castro Nogueira, 2008; Prieto López, 2008; San Martín, 2009; Manuel Soler, 2009; Adela Cortina, 2009; Damasio, 2010; Gazzaniga, 2010, Sequeiros, 2011 y otros más).
En 1999, Beorlegui publicó en la colección Deusto su Antropología Filosófica. Nosotros: urdimbre solidaria y responsable (la tercera edición es de 2009). Llega ahora lo que él mismo considera la segunda parte de la anterior: La singularidad de la especie humana. De la hominización a la humanización.
La tarea que Beorlegui tiene por delante, ante este panorama, es la presentación de una Antropología filosófica (en la línea que le corresponde a una reflexión radical sobre lo específico de lo humano) que no puede ser otra que acoger y examinar las diferentes aportaciones que las múltiples ciencias (naturales y humanas) nos van ofreciendo sobre la condición humana, para después reflexionar sobre ellas desde un enfoque filosófico crítico.
Delimitar fronteras epistemológicas entre la ciencia, la filosofía y la religión
El autor desea delimitar desde un principio los ámbitos científicos, filosóficos e ideológicos de esta tarea. “Uno de los errores más extendidos en muchas publicaciones sobre estos temas consiste precisamente en no hacer una buena distinción entre el nivel científico y el filosófico, e intentar sacar conclusiones incorrectas y radicales tanto de la teoría de la selección natural en su conjunto, como de determinadas aportaciones parciales a una ciencia determinada. Pero tan ilegítimo es, como tendremos ocasión de ver, el cientifismo naturalista, que niega la pertinencia de la filosofía en beneficio exclusivo de la ciencia, sin advertir que esas mismas afirmaciones son filosóficas y no científicas, como el fundamentalismo religioso, incapaz también de distinguir entre ciencia y filosofía/teología, descartando dogmáticamente cualquier afirmación de la ciencia cuando no concuerdan con una verdad religiosa deducida de una lectura acrítica de su libro sagrado” (páginas 24-25)
Precisamente, el título del libro por el que al final se ha decantado Beorlegui (y consta directamente que ha consultado a muchas personas), tras no pocas vacilaciones, es La singularidad de la especie humana. De la hominización a la humanización. Hace referencia a la radical condición y ambivalencia biológica y cultural de nuestra especie. “Lo que nos ha hecho humanos es tanto un proceso de evolución que nos entronca con el resto de las especies vivas (hominización), como también el salto al mundo de la cultura, como consecuencia de la emergencia de un sistema cualitativamente nuevo de vivir, el específico de la especie humana, que nos ha permitido desprendernos de los automatismos biológicos para hacernos cargo de nuestra vida e ir conformándola a través de nuestras decisiones libres (humanización)”.
Dentro de la comunidad científica, filosófica y teológica, los autores se alineaban en dos campos aparentemente opuestos y excluyentes: el campo del reduccionismo biologicista y el campo de los diversos dualismos.
Frente a los reduccionismos, los dualismos antropológicos sostienen (desde los tiempos de Descartes) que en el ser humano existe un factor material y otro espiritual. La res extensa y la res cogitans cartesiana (heredera de un platonismo encubierto) dominó una gran zona de la filosofía y de la teología. Los teólogos se aferraron a esta distinción para salvar la exigencia teológica de la inmoralidad de un principio ínsito en cada ser humano al que llamaron el alma. La defensa a ultranza del alma inmortal, insuflada por Dios desde el momento de la concepción, ha formado parte del imaginario teológico del magisterio eclesiástico.
Los partidarios del reduccionismo suelen aparecer como materialistas y ateos. Y en el campo de las ciencias y de la filosofía parecen llevarse hoy al público tras ellos, y aprovechan (como es el caso de Dawkins) para atacar a las religiones como dañinas.
Por otra parte, los partidarios de los dualismos, con frecuencia gente religiosa, tienen una postura beligerante ante los reduccionismos. Ambos han hecho bastante difícil el diálogo y ha sido más frecuente la descalificación mutua que el intento de concordia.
La posible alternativa
En filosofía siempre han existido posturas superadoras de este aparente conflicto irresoluble entre reduccionismo y dualismo. Las soluciones dialécticas, llamadas luego emergentistas, parecen mostrar un camino de entendimiento entre ambos.
No se habla de un emergentismo sino de muchos, como ha mostrado el profesor Carlos Beorlegui, Catedrático de Filosofía de la Universidad de Deusto. Y no todos los emergentismos parecen satisfacer de igual modo la necesidad de buscar una explicación a la condición humana.
Recientemente, el mismo Beorlegui acaba de publicar un libro que sistematiza y pone al día todos los datos, añadiendo un intento de síntesis que puede satisfacer los deseos de los científicos, de los filósofos y de los teólogos. Este libro lleva por título La singularidad de la especie humana. De la hominización a la humanización. [Publicaciones de la Universidad de Deusto, Bilbao, 2011, Serie Filosofía, volumen 38, 541 páginas].
Gran parte de las reflexiones que los científicos hacen sobre la condición humana tienen, en nuestra opinión, un sesgo excesivo hacia posiciones reduccionistas. La llamada antropología científica, siguiendo los dictados de Darwin y sus seguidores, pretende mostrar que la autorreflexión sobre el ser humano se agota dentro del marco de las ciencias de la vida. La pregunta que se suelen hacer es: ¿en qué nos parecemos a los animales?
El desarrollo de la etología y de la neurología ha ahondado en las respuestas biologicistas como han mostrado muchos antropólogos. Sin embargo, la moderna antropología filosófica ha trocado la pregunta por la siguiente: “¿En qué nos diferenciamos de los animales?”. La pregunta por la “diferencia” remite inmediatamente a la búsqueda de los elementos que marcan la singularidad humana. Lo “humano irreductible” de que habla Imanol Zubero. Recuperamos el viejo debate de la antropología cultural sobre el etnocentrismo y el relativismo cultural y las posibilidades de una alternativa a ambas posturas.
Como afirma Beorlegui en el prólogo del libro que comentamos (página 21): “Estas pretensiones biologistas y reduccionistas representaban un desafío demasiado fuerte como para que no se pudiera pasar por alto. Se ponía en cuestión no solo la legitimidad de la dimensión trascendente de nuestra especie, sino también cualquier tesis antropocéntrica que exigiera de forma inevitable la pertinencia del enfoque filosófico en el estudio del hombre. Se nos planteaban como consecuencia una serie de cuestiones fundamentales por resolver. ¿Son suficientes las aportaciones de las diferentes ciencias de lo humano para dar cuenta total de su peculiaridad y su especificidad? ¿No parece que de ese modo sólo nos quedamos con un amplio abanico de datos sobre las diversas dimensiones que conforman su enorme riqueza de perspectivas? ¿No parece que la propia naturaleza de la pregunta que más nos interesa, el ser y el sentido de lo humano, como mirada unitaria y totalizante que supera lo meramente fáctico, escapa a las pretensiones y posibilidades de lo científico?”.
Desde esta perspectiva epistemológica, un programa completo de Antropología filosófica debiera – en opinión de Beorlegui – comprender tres partes fundamentales: “Una primera, dedicada a labores de fundamentación teórica y encargada de delimitar lo que se suele denominar el estatuto epistemológico de la materia en cuestión; una segunda, de tipo histórico, encaminada a presentar el surgimiento de esta disciplina en su etapa moderna, de la mano de quien se suele considerar el iniciador de la moderna Antropología filosófica, Max Scheler, junto con otros autores de su misma línea, como Plessner y Gehlen, empeñados todos ellos en estudiar de un modo renovado la singularidad y especificidad de lo humano, distinguiendo entre el modo de hablar del ser humano propio, por un lado, de la filosofía del hombre y de las antropologías científicas, y el de la Antropología filosófica, por otro; y la tercera parte se tendría que centrar en el estudio de las múltiples dimensiones existenciales de la realidad humana. Las dos primeras partes de este amplio programa estaban ya presentadas en mi libro Antropología filosófica. Nosotros: urdimbre solidaria y responsable. Quedaba pendiente, por tanto, para un segundo volumen todo el desarrollo de la tercera parte” (página 22).
La Antropología filosófica, como espacio de encuentro
La publicación en 1928 del ensayo El puesto del hombre en el Cosmos de Max Scheler, suele ser considerada como el manifiesto de fundación de la Antropología Filosófica, una nueva disciplina que se emancipa de la antigua filosofía de la condición humana.
En los currículos universitarios españoles no ha sido fácil su introducción. Tal vez pesaba mucho la crítica demoledora que Heidegger hace a Scheler en Kant y el problema de la Metafísica (1929) y las críticas de Ortega y Gasset a los esencialismos de la Antropología filosófica.
La vieja pregunta de Martin Buber (“¿Qué es el hombre?”, 1941) no había tenido respuestas en español. En 1945 se edita el estudio de Cassirer, en 1976 se publicó la traducción de Gevaert; y las de Coreth y la de Gehlen, en 1980. Pero hasta el final del siglo XX no tuvimos una reflexión filosófica sobre el ser humano basada en los datos de las antropologías positivas (Zubiri, 1986, Lorite, 1992; Carlos París, 1994; Masiá, 1997; Laín Entralgo, 1999 y otros más).
Y ya en el siglo XXI, Jonas, 2000; Choza, 2002; Masiá, 2005; Amengual, 2007; Lydia Feito (edit.), 2007; Castro Nogueira, 2008; Prieto López, 2008; San Martín, 2009; Manuel Soler, 2009; Adela Cortina, 2009; Damasio, 2010; Gazzaniga, 2010, Sequeiros, 2011 y otros más).
En 1999, Beorlegui publicó en la colección Deusto su Antropología Filosófica. Nosotros: urdimbre solidaria y responsable (la tercera edición es de 2009). Llega ahora lo que él mismo considera la segunda parte de la anterior: La singularidad de la especie humana. De la hominización a la humanización.
La tarea que Beorlegui tiene por delante, ante este panorama, es la presentación de una Antropología filosófica (en la línea que le corresponde a una reflexión radical sobre lo específico de lo humano) que no puede ser otra que acoger y examinar las diferentes aportaciones que las múltiples ciencias (naturales y humanas) nos van ofreciendo sobre la condición humana, para después reflexionar sobre ellas desde un enfoque filosófico crítico.
Delimitar fronteras epistemológicas entre la ciencia, la filosofía y la religión
El autor desea delimitar desde un principio los ámbitos científicos, filosóficos e ideológicos de esta tarea. “Uno de los errores más extendidos en muchas publicaciones sobre estos temas consiste precisamente en no hacer una buena distinción entre el nivel científico y el filosófico, e intentar sacar conclusiones incorrectas y radicales tanto de la teoría de la selección natural en su conjunto, como de determinadas aportaciones parciales a una ciencia determinada. Pero tan ilegítimo es, como tendremos ocasión de ver, el cientifismo naturalista, que niega la pertinencia de la filosofía en beneficio exclusivo de la ciencia, sin advertir que esas mismas afirmaciones son filosóficas y no científicas, como el fundamentalismo religioso, incapaz también de distinguir entre ciencia y filosofía/teología, descartando dogmáticamente cualquier afirmación de la ciencia cuando no concuerdan con una verdad religiosa deducida de una lectura acrítica de su libro sagrado” (páginas 24-25)
Precisamente, el título del libro por el que al final se ha decantado Beorlegui (y consta directamente que ha consultado a muchas personas), tras no pocas vacilaciones, es La singularidad de la especie humana. De la hominización a la humanización. Hace referencia a la radical condición y ambivalencia biológica y cultural de nuestra especie. “Lo que nos ha hecho humanos es tanto un proceso de evolución que nos entronca con el resto de las especies vivas (hominización), como también el salto al mundo de la cultura, como consecuencia de la emergencia de un sistema cualitativamente nuevo de vivir, el específico de la especie humana, que nos ha permitido desprendernos de los automatismos biológicos para hacernos cargo de nuestra vida e ir conformándola a través de nuestras decisiones libres (humanización)”.
Carlos Beorlegui. Fuente: Universidad de Deusto.
Una tesis humanista que se presente a discusión en la comunidad científica
La tesis que atraviesa este estudio es humanista: entender el ser humano en radical continuidad con el mundo de la biosfera, al mismo tiempo que situado en un nivel singular que lo distingue cualitativamente del resto.
El estudio se ha estructurado en nueve capítulos. En el primer capítulo se presenta y describe el cambio profundo que se produce en la imagen de los humanos como consecuencia de la teoría de la selección natural de Darwin. Se pretende aquí poner un marco a la especie humana dentro de la problemática de la teoría de la evolución clásica, de su síntesis posterior con los avances de la genética, y servir de acercamiento básico a la reflexión filosófica sobre estos puntos.
Pero la teoría darwinista tuvo pronto detractores. Por eso, en el segundo capítulo se recogen algunas de las críticas científicas, filosóficas y teológicas que se han ido vertiendo sobre la teoría de la selección natural darwinista, incluyendo las críticas por parte de los seguidores del llamado Diseño Inteligente.
Los capítulos tercero a quinto tienen una cierta unidad conceptual. Los antropólogos denominan antropogénesis a la descripción y explicación del proceso que lleva de la hominización (el paso biológico dentro de los Primates, hasta el género Homo) a la humanización (la emergencia del nivel de cultura en los Homínidos hasta culminar en el ser humano).
El capítulo tercero (páginas 131-196) describe el proceso de evolución de la especie humana desde el punto de vista filogenético. En este punto, el autor echa mano a los datos de la paleoantropología y de la biología molecular. No trata de exponer un tratado con los últimos descubrimientos, sino dar al lector los resultados de las investigaciones de los expertos, con sus luces y sus sombras. Tal vez la aportación más importante estriba en diferenciar las conclusiones que están asumidas por toda la comunidad científica y las interpretaciones objeto de debate.
El capítulo cuarto (páginas 197-262), aborda las transformaciones genéticas y morfológicas y la cuestión espinosa del sentido (azar, finalidad y contingencia) de la evolución humana. Ciencia y filosofía de reencuentran y los debates interdisciplinares se hacen más necesarios. La frontera clave entre lo humano y lo no humano está en la genética, esto es, el salto mutacional de 24 pares de cromosomas que caracteriza a los póngidos, a los 23 pares que constituye la dotación cromosómica humana. Y la consecuencia de ello es el desarrollo espectacular del cerebro, la postura erguida, la mano prensil y las transformaciones faciales. Las implicaciones filosóficas y teológicas son claras pero metodológicamente no deben mezclarse los planos. Como en otras ocasiones, el tratamiento interdisciplinar es esencial.
La antropogénesis se completa y se enriquece en el ser humano con el proceso humanización. ¿Cómo y cuando los homínidos llegaron a ser humanos? De acuerdo con el método científico, el momento en que el Homo se desgaja de los australopithecos está definido por una serie de caracteres morfológicos y anatómicos que permiten la emergencia de las cualidades mentales, como la autoconciencia, la capacidad simbólica e imaginativa a un nivel considerable, así como de un aumento significativo de la capacidad de construir y manejar herramientas con intencionalidad. De ese modo, emerge el mundo de la cultura, que en opinión del autor, es más que un comportamiento biológico complejo.
El capítulo sexto tiene en sí mismo una autonomía que el autor justifica razonablemente, aunque algunos antropólogos preferirían incluirlo dentro del tercero. Beorlegui trata aquí de la dimensión ontogenética del ser humano, los procesos que se suceden desde la concepción hasta la madurez del individuo. Desde algunos puntos de vista, ontogenia y filogenia, desarrollo y descendencia evolutiva, son aspectos de un mismo proceso (el evo-devo, de la biología evolutiva), y por ello algunos preferirían tratarlos juntos ya que son procesos complementarios y profundamente imbricados. Tal vez por motivos pedagógicos el autor ha preferido separarlos, decisión que respetamos. El enfoque ontogenético tiene implicaciones morales, legales y religiosas que en la actualidad centran los debates sobre el estatuto ontológico y ético del embrión humano. Esta cuestión no solo es relevante en el entorno académico, sino que también lo es en el entorno legal y social.
¿Se puede justificar la singularidad humana?
Los capítulos séptimo a noveno centran su reflexión en resaltar la singularidad del ser humano. En el capítulo séptimo se desarrolla la polémica actual sobre el antropocentrismo y el reduccionismo biológico. ¿Es totalmente singular el ser humano o debe abordarse como un ser vivo más? La ciencia y la filosofía tienen mucho que aportar a un problema interdisciplinar abierto.
En el capítulo octavo se acomete la reflexión en el ser humano de sus dos dimensiones esenciales: la biológica y la cultural. Se presentan las cuatro posturas básicas que sobre esta temática se dan en la actualidad: el naturalismo biológico, el biologismo, el culturalismo dualista y el culturalismo estructurista. Desde una visión abierta y respetuosa a todas las posturas, el autor considera como más consistente y más de acuerdo con los datos de las ciencias biológicas y humanas, la que entiende que biología y cultura no son dos aspectos extrínsecos, sino que “se hallan conformando en el ser humano una estructura única, en la que la cultura se une a la biología, pero reordenándola y absorbiéndola desde el nivel de lo psíquico”. Por tanto, ni la cultura está subordinada a la biología, ni constituye una dimensión tan independiente y autónoma de ella como defiende un cierto tipo de culturalismo dualista. “La especie humana constituye una estructura bio-cultural, que se manifiesta en su ser y en su actuar, siendo nuestra sensibilidad inteligente y nuestra intelección sentiente” (página 28). Una interpretación cercana, como se puede ver, a la filosofía de Zubiri, que no excluye otras posibles explicaciones cercanas a la teoría de sistemas.
El capítulo noveno y último (“Continuidad y ruptura: la especie singular”, páginas 493-510) se presenta como un resumen conclusivo. En él se exponen las conclusiones que se deducen del conjunto de las reflexiones filosóficas del estudio. Con modestia, el autor concluye que los rasgos biológicos y de comportamiento que las ciencias nos aportan sobre la especie humana, suministran apoyo suficiente para defender la singularidad del ser humano dentro del proceso evolutivo.
“Frente a quienes concluyen que las tesis darvinianas habrían demostrado que las tesis humanistas y antropocéntricas han quedado obsoletas, entendemos que los datos científicos, si se interpretan adecuadamente, constituyen un apoyo necesario y suficiente para seguir manteniendo la diferencia cualitativa del ser humano frente al resto de las especies vivas” (página 28).
Conclusiones presentadas con modestia
El propio Beorlegui reconoce que este estudio tan ambicioso no puede aspirar a ser ni totalmente original, ni contener hasta el último dato de cada una de las disciplinas antropológicas sobre las que reflexiona. “Hemos tratado únicamente de aportar los elementos fundamentales para realizar una síntesis suficiente sustentadora de la tesis filosófica que estamos defendiendo sobre la específica y singular constitución esencial de la especie humana” (página 29).
¿Qué es el ser humano?, se preguntaba Inmanuel Kant a finales del siglo XVIII. La pregunta sigue abierta: ¿en qué nos diferenciamos de los animales? ¿Cómo hemos llegado a ser humanos? Son muchos los modelos explicativos vigentes en la actualidad. El autor está abierto a cuantas matizaciones sean necesarias y a dar razón de sus conclusiones. El talante de estas páginas es un ejemplo de apertura al diálogo y a tender puentes con cualquier postura razonable sobre el ser humano.
Una extensa y actualizada bibliografía (40 páginas, y unas 1200 entradas) cierra estas páginas. En ella los lectores pueden encontrar referencias muy diversas (sobre todo en castellano) para seguir reflexionando sobre el misterio insondable de quiénes somos nosotros, los humanos. Los únicos animales capaces de preguntarnos por nosotros mismos.
La tesis que atraviesa este estudio es humanista: entender el ser humano en radical continuidad con el mundo de la biosfera, al mismo tiempo que situado en un nivel singular que lo distingue cualitativamente del resto.
El estudio se ha estructurado en nueve capítulos. En el primer capítulo se presenta y describe el cambio profundo que se produce en la imagen de los humanos como consecuencia de la teoría de la selección natural de Darwin. Se pretende aquí poner un marco a la especie humana dentro de la problemática de la teoría de la evolución clásica, de su síntesis posterior con los avances de la genética, y servir de acercamiento básico a la reflexión filosófica sobre estos puntos.
Pero la teoría darwinista tuvo pronto detractores. Por eso, en el segundo capítulo se recogen algunas de las críticas científicas, filosóficas y teológicas que se han ido vertiendo sobre la teoría de la selección natural darwinista, incluyendo las críticas por parte de los seguidores del llamado Diseño Inteligente.
Los capítulos tercero a quinto tienen una cierta unidad conceptual. Los antropólogos denominan antropogénesis a la descripción y explicación del proceso que lleva de la hominización (el paso biológico dentro de los Primates, hasta el género Homo) a la humanización (la emergencia del nivel de cultura en los Homínidos hasta culminar en el ser humano).
El capítulo tercero (páginas 131-196) describe el proceso de evolución de la especie humana desde el punto de vista filogenético. En este punto, el autor echa mano a los datos de la paleoantropología y de la biología molecular. No trata de exponer un tratado con los últimos descubrimientos, sino dar al lector los resultados de las investigaciones de los expertos, con sus luces y sus sombras. Tal vez la aportación más importante estriba en diferenciar las conclusiones que están asumidas por toda la comunidad científica y las interpretaciones objeto de debate.
El capítulo cuarto (páginas 197-262), aborda las transformaciones genéticas y morfológicas y la cuestión espinosa del sentido (azar, finalidad y contingencia) de la evolución humana. Ciencia y filosofía de reencuentran y los debates interdisciplinares se hacen más necesarios. La frontera clave entre lo humano y lo no humano está en la genética, esto es, el salto mutacional de 24 pares de cromosomas que caracteriza a los póngidos, a los 23 pares que constituye la dotación cromosómica humana. Y la consecuencia de ello es el desarrollo espectacular del cerebro, la postura erguida, la mano prensil y las transformaciones faciales. Las implicaciones filosóficas y teológicas son claras pero metodológicamente no deben mezclarse los planos. Como en otras ocasiones, el tratamiento interdisciplinar es esencial.
La antropogénesis se completa y se enriquece en el ser humano con el proceso humanización. ¿Cómo y cuando los homínidos llegaron a ser humanos? De acuerdo con el método científico, el momento en que el Homo se desgaja de los australopithecos está definido por una serie de caracteres morfológicos y anatómicos que permiten la emergencia de las cualidades mentales, como la autoconciencia, la capacidad simbólica e imaginativa a un nivel considerable, así como de un aumento significativo de la capacidad de construir y manejar herramientas con intencionalidad. De ese modo, emerge el mundo de la cultura, que en opinión del autor, es más que un comportamiento biológico complejo.
El capítulo sexto tiene en sí mismo una autonomía que el autor justifica razonablemente, aunque algunos antropólogos preferirían incluirlo dentro del tercero. Beorlegui trata aquí de la dimensión ontogenética del ser humano, los procesos que se suceden desde la concepción hasta la madurez del individuo. Desde algunos puntos de vista, ontogenia y filogenia, desarrollo y descendencia evolutiva, son aspectos de un mismo proceso (el evo-devo, de la biología evolutiva), y por ello algunos preferirían tratarlos juntos ya que son procesos complementarios y profundamente imbricados. Tal vez por motivos pedagógicos el autor ha preferido separarlos, decisión que respetamos. El enfoque ontogenético tiene implicaciones morales, legales y religiosas que en la actualidad centran los debates sobre el estatuto ontológico y ético del embrión humano. Esta cuestión no solo es relevante en el entorno académico, sino que también lo es en el entorno legal y social.
¿Se puede justificar la singularidad humana?
Los capítulos séptimo a noveno centran su reflexión en resaltar la singularidad del ser humano. En el capítulo séptimo se desarrolla la polémica actual sobre el antropocentrismo y el reduccionismo biológico. ¿Es totalmente singular el ser humano o debe abordarse como un ser vivo más? La ciencia y la filosofía tienen mucho que aportar a un problema interdisciplinar abierto.
En el capítulo octavo se acomete la reflexión en el ser humano de sus dos dimensiones esenciales: la biológica y la cultural. Se presentan las cuatro posturas básicas que sobre esta temática se dan en la actualidad: el naturalismo biológico, el biologismo, el culturalismo dualista y el culturalismo estructurista. Desde una visión abierta y respetuosa a todas las posturas, el autor considera como más consistente y más de acuerdo con los datos de las ciencias biológicas y humanas, la que entiende que biología y cultura no son dos aspectos extrínsecos, sino que “se hallan conformando en el ser humano una estructura única, en la que la cultura se une a la biología, pero reordenándola y absorbiéndola desde el nivel de lo psíquico”. Por tanto, ni la cultura está subordinada a la biología, ni constituye una dimensión tan independiente y autónoma de ella como defiende un cierto tipo de culturalismo dualista. “La especie humana constituye una estructura bio-cultural, que se manifiesta en su ser y en su actuar, siendo nuestra sensibilidad inteligente y nuestra intelección sentiente” (página 28). Una interpretación cercana, como se puede ver, a la filosofía de Zubiri, que no excluye otras posibles explicaciones cercanas a la teoría de sistemas.
El capítulo noveno y último (“Continuidad y ruptura: la especie singular”, páginas 493-510) se presenta como un resumen conclusivo. En él se exponen las conclusiones que se deducen del conjunto de las reflexiones filosóficas del estudio. Con modestia, el autor concluye que los rasgos biológicos y de comportamiento que las ciencias nos aportan sobre la especie humana, suministran apoyo suficiente para defender la singularidad del ser humano dentro del proceso evolutivo.
“Frente a quienes concluyen que las tesis darvinianas habrían demostrado que las tesis humanistas y antropocéntricas han quedado obsoletas, entendemos que los datos científicos, si se interpretan adecuadamente, constituyen un apoyo necesario y suficiente para seguir manteniendo la diferencia cualitativa del ser humano frente al resto de las especies vivas” (página 28).
Conclusiones presentadas con modestia
El propio Beorlegui reconoce que este estudio tan ambicioso no puede aspirar a ser ni totalmente original, ni contener hasta el último dato de cada una de las disciplinas antropológicas sobre las que reflexiona. “Hemos tratado únicamente de aportar los elementos fundamentales para realizar una síntesis suficiente sustentadora de la tesis filosófica que estamos defendiendo sobre la específica y singular constitución esencial de la especie humana” (página 29).
¿Qué es el ser humano?, se preguntaba Inmanuel Kant a finales del siglo XVIII. La pregunta sigue abierta: ¿en qué nos diferenciamos de los animales? ¿Cómo hemos llegado a ser humanos? Son muchos los modelos explicativos vigentes en la actualidad. El autor está abierto a cuantas matizaciones sean necesarias y a dar razón de sus conclusiones. El talante de estas páginas es un ejemplo de apertura al diálogo y a tender puentes con cualquier postura razonable sobre el ser humano.
Una extensa y actualizada bibliografía (40 páginas, y unas 1200 entradas) cierra estas páginas. En ella los lectores pueden encontrar referencias muy diversas (sobre todo en castellano) para seguir reflexionando sobre el misterio insondable de quiénes somos nosotros, los humanos. Los únicos animales capaces de preguntarnos por nosotros mismos.