La caída de la Modernidad empezó en Auschwitz y se aceleró con la caída del Muro de Berlín. El Homo ya piensa poco. Goza, sobrevive, malvive o muere en un mundo injusto y muy desigual que carece de sentido. El estado general por el que atraviesa hoy la humanidad y su casa, esto es la Tierra, es de agotamiento. Estamos al final de algo que afecta al Homo Sapiens y a Gaia.
Gracias a las dificultades de la vida nuestra especie ha alcanzado el cerebro más grande de los mamíferos. Una combinación de entornos difíciles y procesos culturales causó la expansión del encéfalo humano. La cooperación y la competencia entre grupos no han aumentado el tamaño del cerebro, sino que lo han disminuido.
Asistimos a una revolución asimétrica de proporciones colosales que apunta a una gran conmoción, a una puntuación de la especie humana. Tan sólo el conocimiento tecno-científico podrá rescatar lo rescatable y hacer emerger una nueva humanidad necesariamente muy diferente de la actual: la posthumanidad.
La muerte de la muerte es el atrevido título de un libro que promete revolucionar el mundo de las ideas sobre la posibilidad de alargar la vida hasta límites insospechados. Plantea que la ciencia puede convertir la fatalidad de la muerte en una opción. Una apuesta no exenta de polémica, bien documentada en investigaciones e iniciativas, que está alumbrando una nueva industria.
Lo mismo que una partícula elemental ensaya todos los caminos posibles, especies y sociedades hacen lo mismo. La evolución biológica es una onda retardada: los cambios del organismo van detrás de los cambios del medio. La historia social es –puede ser- una onda avanzada: el individuo se adelanta a los cambios del medio. Los dispositivos de aprendizaje permiten colapsar las ondas en sus puntos improbables: alargar, por ejemplo, la vida de una partícula, un organismo o un individuo.
Los sociólogos y psicólogos que se pretenden científicos (los “cuantivistas”) toman la física como ciencia modelo. Lo malo es que toman como modelo la física de Newton, sin tener en cuenta las revoluciones relativista y cuántica. Pero, al final (y gracias a los sociólogos “cualitativistas”), estas dos revoluciones están sacudiendo la sociología y la psicología porque distorsionan la relación entre sujeto y objeto.
Durante mucho tiempo tema trasnochado, el nacionalismo ha resurgido recientemente mostrándonos su faz más detestable. Se pierde en la búsqueda de los orígenes de la conciencia nacional, que puede ser auténtica, imaginaria o manipulada. Y aunque es un valor seguro la preservación de las especies culturales, no se puede admitir sin más cualquier reivindicación nacionalista. Por Blas Lara (*)
El nacionalismo es más una cuestión de sentimientos que de cerebro y la biología lo explica: todavía tenemos genes que fueron seleccionados para la vida en pequeños grupos. Además, nos guiamos por el pensamiento rápido, aunque fue el pensamiento lento el que permitió logros intelectuales como la Teoría de Números, la Mecánica Cuántica o la Teoría de la Evolución. Y al que debemos recurrir para entender y resolver los nacionalismos.
La persona, al ser medida exclusivamente o principalmente en función de sus parámetros fisiológicos, queda violentamente, metafísicamente truncada. Pero esa es hoy la regla práctica habitual que rige en la medicina, en la universidad y en la empresa. Es imprescindible inventar una nueva filosofía de la vida y del envejecimiento. Una filosofía sobre la que basarse para poder imaginar e instaurar nuevas instituciones sociales.
No sabemos cómo ha surgido la espiritualidad y la religión en el ser humano, pero suponemos que esa experiencia empieza con el chamanismo y con los estados alterados de conciencia provocados por enteógenos. Esta costumbre, copiada de los animales, activó el cerebro emocional y nos condujo al éxtasis y a la percepción de la segunda realidad. El chamanismo se pudo originar en el tiempo de los neandertales, si bien la religión podría haber surgido hace unos 40.000 o 50.000 años. Por Francisco J. Rubia.