Cuando las religiones nos privan de la felicidad. Este es el subtítulo de un interesante libro de Vitaly Malkin, un empresario ruso, humanista, filósofo, físico, banquero, “de origen judío que tiene conocimiento práctico de las tres religiones monoteístas principales y que busca que la gente evite caer en las ilusiones generadas por estas” (Ilusiones peligrosas. Indicios, Barcelona, 2018). Y con él, con el subtítulo, nos llega el mensaje que el autor pretende transmitir.
El contenido goza de una claridad expositiva propia de su formación profesional, aunque sus premisas no gozarán de aceptación general, ni, por supuesto, partiendo de ellas, las conclusiones a las que llega. Lo reconoce el propio autor: “Ofrezco al lector mi propia opinión clara y definida, lo invito a debatir conmigo hasta el final y con gratitud aceptaré cualquier valoración suya, sea esta de admiración u odio. Hasta sería desagradable para mí la ausencia de esta crítica”. No dice, eso sí, si aceptaría el sarcasmo que él utiliza con frecuencia, aunque su objetivo no sea ridiculizar y destruir, sino purificar y crear.
En definitiva, este libro “es un tipo de manual de instrucciones de cómo ‘liberarse’ de los pecados y evitar las tentaciones de pecar. Siguiendo sus consejos, podrán distinguir entre la vida espiritual elevada y la vida material pecadora. También les ayudará a conocer todas las ventajas del ascetismo, que es el rechazo voluntario de todos los deseos naturales y placeres, sobre todo el onanismo y el sexo y a hallar el camino más corto hacia la santidad”. Dicho todo ello, lógicamente, en un sentido irónico.
Para Malkin, las ilusiones peligrosas que aborda son quimeras y, con esta denominación, se refiere normalmente a ellas y de las que abomina. Entiende por quimeras “todas las ideologías, tradiciones y costumbres que no provienen de nuestra conciencia, experiencia individual o necesidad de sobrevivir en sociedad; sino que son todas aquellas ilusiones peligrosas que obstaculizan nuestra naturaleza, nuestra mente, libertad y felicidad”.
Y son peligrosas porque rechazan la evolución natural del hombre y la sociedad, silencian o corrigen el pasado, renuncian al presente como algo que no corresponde al ideal; contraponen lo vil corporal a lo supremo espiritual. Inculcan en el hombre la idea de que no es capaz de sobrevivir sin el control de un Ser supremo. Es evidente que habla de las religiones; y no será esta su única aportación, pues advierte de que esta obra es solo la primera de tres.
Razón y quimeras
El primer bloque del libro lo dedica a enfrentar razón y quimeras. Y parte de una premisa afirmada con rotundidad: la razón es la única manera de conocer el mundo; afirmación que precisa, desde luego, de matizaciones que, probablemente serían exigibles. También dictamina que lo que se opone a la razón es la fe, cuando es conocida otra postura que explica que esta, la fe, no se opone, sino que es distinta. Afirma que la fe es un estado mental caracterizado por la disposición a percibir una tesis como auténtica sin tener pruebas concretas, con base en la confianza, y que da por verdadero lo que no puede comprobarse. Lo cual, dicho así, sin dejar de ser cierto para no pocos filósofos, no es absolutamente tan apodíctico.
Es muy interesante el recorrido histórico que hace el autor sobre el papel de la razón a lo largo de los siglos, hasta que, en un momento dado, aparece el homo religiosus, que se impone al homo sapiens; un homo religiosus que aparece con el nacimiento del judaísmo y que cobró fuerza con el desarrollo del cristianismo y del islam. Y, con la firmeza que caracteriza su pensamiento, concluye que hoy en día, nada ha cambiado en la cuestión de razón vs fe, cuando una lectura de la abundante bibliografía sobre el particular muestra las transformaciones que ha habido, forzadas, precisamente, por ese empuje asombroso de la razón a lo largo del tiempo, especialmente tras la Ilustración.
Y llega a un punto crucial, el de la moral, cuando atribuye a las religiones el privar a los creyentes del derecho y la posibilidad de tomar decisiones morales, pues, siendo una criatura de Dios, no es libre, por lo que no es capaz de crear valores para sí y para los demás.
La razón en las religiones
Desgranar el papel de la razón en las religiones monoteístas es un objetivo que se marca el autor, en un esquema que repetirá en otras secciones de su obra.
Comienza con el judaísmo, de la que dice que “es la primera religión monoteísta que empezó a perseguir la razón simultáneamente a la práctica de adorar a un dios único”. Esto no supone que los judíos rechacen de plano la razón, sino que la emplean para el comentario y la exégesis de la Revelación y no para el conocimiento del mundo real; se trata de un medio de conocer a Dios, aunque a todas luces insuficiente. E ilustra su planteamiento refiriéndose a los principales pensadores como Saadia Gaon, Maimónides, Levi Ben Gershon, Yehudah Jalevi y otros varios a través de la historia.
Sin embargo, no considera que sea el judaísmo la religión que peor trata a la razón; ese papel se lo atribuye al cristianismo: “la lucha del cristianismo contra la razón ha sido la más intensa que haya librado una religión abrahámica, pues el suyo no es un monoteísmo ‘puro’, sino que está anclado entre el politeísmo pagano y el monoteísmo”. Afirma que esta religión rechaza la razón por tres motivos: 1) por su incapacidad para percibir el bien moral; 2) porque las pasiones humanas la afectan, haciéndole cometer errores; y 3) porque no ayuda al individuo a lograr la salvación, pues solo la fe le salva. Una curiosa trilogía para la que no aporta base suficiente, pero sí apoya en la interpretación de autores como Tertuliano, San Agustín, San Juan Crisóstomo, Bernardo de Claraval y otros, llegando, incluso a Ignacio de Loyola o Richard Dawkins. Y concluye: “el cristianismo actual no deja de atacar la razón”.
Por lo que se refiere al Islam, afirma que, en esta religión, la razón “es una noción exclusivamente religiosa. Dios se la otorgó al ser humano y, por lo tanto, sus actos se rigen por preceptos divinos. Si Dios ha creado al ser humano, también ha creado la razón”. Basándose en autores como Al-Farabi, Avicena, Ibn Arabi o Al-Ghazali, afirma que el conocimiento auténtico es únicamente el de la Revelación. Y tampoco concede espacio a una posible transformación en el pensamiento islámico, pues concluye que “hasta la fecha, la mayoría de los musulmanes sigue pensando lo mismo”; por lo menos, deja abierta una vía de escape con esa expresión “la mayoría”.
Propone Vitaly Malkin que el objeto de estas religiones es ver el rostro de Dios, una idea que es tan antigua como el mundo y cuya realización está vetada a los seguidores de las abrahámicas en esta vida; y, en un paso más, concede mayor rigor al judaísmo y al islam, que se oponen a cualquier representación de Dios y al advenimiento de un hombre-dios. Explica cómo para llegar a alcanzar esa visión beatífica es necesario limitar a la fuerza la sexualidad e, incluso, rechazar voluntariamente todos los placeres humanos, aspectos que no exigían las religiones paganas; eso sí, no parece recordar, por ejemplo, la virginidad exigida a las vestales romanas, sometidas a muy crueles castigos si la quebrantaban, hecho al que hará referencia más adelante, calificándolo de excepcional.
Las quimeras nos envenenan la vida, porque imponen a las personas normas morales y éticas y un estilo de vida que no se corresponden con el sentido común ni con la naturaleza humana; y afirma que “el individuo es permanentemente infeliz, ya que, por un lado, no puede satisfacer sus necesidades más básicas y, por otro, no está de acuerdo con los ideales quiméricos”. Lo que no deja de ser cierto si su premisa básica lo fuera, cosa que, evidentemente, no todos aceptan.
Como corresponde a un intelectual que se precie, Malkin reconoce que se le puede replicar que las religiones monoteístas actuales son distintas; reconoce su derecho a existir y hasta apoya la libertad de religión, aunque apoye más la libertad de no creer; en el fondo, su propósito es describir la lucha eterna entre la razón y la quimera y determinar nuestro lugar en ella.
El contenido goza de una claridad expositiva propia de su formación profesional, aunque sus premisas no gozarán de aceptación general, ni, por supuesto, partiendo de ellas, las conclusiones a las que llega. Lo reconoce el propio autor: “Ofrezco al lector mi propia opinión clara y definida, lo invito a debatir conmigo hasta el final y con gratitud aceptaré cualquier valoración suya, sea esta de admiración u odio. Hasta sería desagradable para mí la ausencia de esta crítica”. No dice, eso sí, si aceptaría el sarcasmo que él utiliza con frecuencia, aunque su objetivo no sea ridiculizar y destruir, sino purificar y crear.
En definitiva, este libro “es un tipo de manual de instrucciones de cómo ‘liberarse’ de los pecados y evitar las tentaciones de pecar. Siguiendo sus consejos, podrán distinguir entre la vida espiritual elevada y la vida material pecadora. También les ayudará a conocer todas las ventajas del ascetismo, que es el rechazo voluntario de todos los deseos naturales y placeres, sobre todo el onanismo y el sexo y a hallar el camino más corto hacia la santidad”. Dicho todo ello, lógicamente, en un sentido irónico.
Para Malkin, las ilusiones peligrosas que aborda son quimeras y, con esta denominación, se refiere normalmente a ellas y de las que abomina. Entiende por quimeras “todas las ideologías, tradiciones y costumbres que no provienen de nuestra conciencia, experiencia individual o necesidad de sobrevivir en sociedad; sino que son todas aquellas ilusiones peligrosas que obstaculizan nuestra naturaleza, nuestra mente, libertad y felicidad”.
Y son peligrosas porque rechazan la evolución natural del hombre y la sociedad, silencian o corrigen el pasado, renuncian al presente como algo que no corresponde al ideal; contraponen lo vil corporal a lo supremo espiritual. Inculcan en el hombre la idea de que no es capaz de sobrevivir sin el control de un Ser supremo. Es evidente que habla de las religiones; y no será esta su única aportación, pues advierte de que esta obra es solo la primera de tres.
Razón y quimeras
El primer bloque del libro lo dedica a enfrentar razón y quimeras. Y parte de una premisa afirmada con rotundidad: la razón es la única manera de conocer el mundo; afirmación que precisa, desde luego, de matizaciones que, probablemente serían exigibles. También dictamina que lo que se opone a la razón es la fe, cuando es conocida otra postura que explica que esta, la fe, no se opone, sino que es distinta. Afirma que la fe es un estado mental caracterizado por la disposición a percibir una tesis como auténtica sin tener pruebas concretas, con base en la confianza, y que da por verdadero lo que no puede comprobarse. Lo cual, dicho así, sin dejar de ser cierto para no pocos filósofos, no es absolutamente tan apodíctico.
Es muy interesante el recorrido histórico que hace el autor sobre el papel de la razón a lo largo de los siglos, hasta que, en un momento dado, aparece el homo religiosus, que se impone al homo sapiens; un homo religiosus que aparece con el nacimiento del judaísmo y que cobró fuerza con el desarrollo del cristianismo y del islam. Y, con la firmeza que caracteriza su pensamiento, concluye que hoy en día, nada ha cambiado en la cuestión de razón vs fe, cuando una lectura de la abundante bibliografía sobre el particular muestra las transformaciones que ha habido, forzadas, precisamente, por ese empuje asombroso de la razón a lo largo del tiempo, especialmente tras la Ilustración.
Y llega a un punto crucial, el de la moral, cuando atribuye a las religiones el privar a los creyentes del derecho y la posibilidad de tomar decisiones morales, pues, siendo una criatura de Dios, no es libre, por lo que no es capaz de crear valores para sí y para los demás.
La razón en las religiones
Desgranar el papel de la razón en las religiones monoteístas es un objetivo que se marca el autor, en un esquema que repetirá en otras secciones de su obra.
Comienza con el judaísmo, de la que dice que “es la primera religión monoteísta que empezó a perseguir la razón simultáneamente a la práctica de adorar a un dios único”. Esto no supone que los judíos rechacen de plano la razón, sino que la emplean para el comentario y la exégesis de la Revelación y no para el conocimiento del mundo real; se trata de un medio de conocer a Dios, aunque a todas luces insuficiente. E ilustra su planteamiento refiriéndose a los principales pensadores como Saadia Gaon, Maimónides, Levi Ben Gershon, Yehudah Jalevi y otros varios a través de la historia.
Sin embargo, no considera que sea el judaísmo la religión que peor trata a la razón; ese papel se lo atribuye al cristianismo: “la lucha del cristianismo contra la razón ha sido la más intensa que haya librado una religión abrahámica, pues el suyo no es un monoteísmo ‘puro’, sino que está anclado entre el politeísmo pagano y el monoteísmo”. Afirma que esta religión rechaza la razón por tres motivos: 1) por su incapacidad para percibir el bien moral; 2) porque las pasiones humanas la afectan, haciéndole cometer errores; y 3) porque no ayuda al individuo a lograr la salvación, pues solo la fe le salva. Una curiosa trilogía para la que no aporta base suficiente, pero sí apoya en la interpretación de autores como Tertuliano, San Agustín, San Juan Crisóstomo, Bernardo de Claraval y otros, llegando, incluso a Ignacio de Loyola o Richard Dawkins. Y concluye: “el cristianismo actual no deja de atacar la razón”.
Por lo que se refiere al Islam, afirma que, en esta religión, la razón “es una noción exclusivamente religiosa. Dios se la otorgó al ser humano y, por lo tanto, sus actos se rigen por preceptos divinos. Si Dios ha creado al ser humano, también ha creado la razón”. Basándose en autores como Al-Farabi, Avicena, Ibn Arabi o Al-Ghazali, afirma que el conocimiento auténtico es únicamente el de la Revelación. Y tampoco concede espacio a una posible transformación en el pensamiento islámico, pues concluye que “hasta la fecha, la mayoría de los musulmanes sigue pensando lo mismo”; por lo menos, deja abierta una vía de escape con esa expresión “la mayoría”.
Propone Vitaly Malkin que el objeto de estas religiones es ver el rostro de Dios, una idea que es tan antigua como el mundo y cuya realización está vetada a los seguidores de las abrahámicas en esta vida; y, en un paso más, concede mayor rigor al judaísmo y al islam, que se oponen a cualquier representación de Dios y al advenimiento de un hombre-dios. Explica cómo para llegar a alcanzar esa visión beatífica es necesario limitar a la fuerza la sexualidad e, incluso, rechazar voluntariamente todos los placeres humanos, aspectos que no exigían las religiones paganas; eso sí, no parece recordar, por ejemplo, la virginidad exigida a las vestales romanas, sometidas a muy crueles castigos si la quebrantaban, hecho al que hará referencia más adelante, calificándolo de excepcional.
Las quimeras nos envenenan la vida, porque imponen a las personas normas morales y éticas y un estilo de vida que no se corresponden con el sentido común ni con la naturaleza humana; y afirma que “el individuo es permanentemente infeliz, ya que, por un lado, no puede satisfacer sus necesidades más básicas y, por otro, no está de acuerdo con los ideales quiméricos”. Lo que no deja de ser cierto si su premisa básica lo fuera, cosa que, evidentemente, no todos aceptan.
Como corresponde a un intelectual que se precie, Malkin reconoce que se le puede replicar que las religiones monoteístas actuales son distintas; reconoce su derecho a existir y hasta apoya la libertad de religión, aunque apoye más la libertad de no creer; en el fondo, su propósito es describir la lucha eterna entre la razón y la quimera y determinar nuestro lugar en ella.
El problema del mal
En un segundo capítulo, Malkin nos enfrenta, de manera muy razonada, al punto más débil de cualquier religión: el problema del mal, de su existencia, que contradice a un posible dios benevolente.
Una manera de liberar a Dios de ese vejamen es atribuir el mal al diablo, sobre el que, históricamente, se han presentado cinco tesis: 1) El diablo no existe, solo existe una multitud de deidades y el bien y el mal provendrían de cualquiera de ellas; 2) El diablo existe, pero es mucho más débil que Dios; 3) Dios y el diablo existen con independencia uno del otro y su poder es más o menos similar; 4) Dios existe, pero el diablo es más poderoso, lo que conforma el satanismo; y 5) No existe ni Dios ni el diablo, solo el ser humano.
Y se detiene especialmente en el llamado satanismo contemporáneo, cuyas ideas esenciales son: a) La razón, sobre la que debe de basarse la vida; b) La carne, pues somos animales, de orden superior, sí, pero no por ello se puede perseguir su naturaleza; c) La religión, teniendo en cuenta que Dios no creó al hombre, sino que este inventó a Dios; d) La moral, cuya perfección puede alcanzar el hombre sin ayuda; y e) La sociedad, en la que la ley de la naturaleza dice que no todos somos iguales pese a la idea contraria propagada por los estados. En definitiva, el satanismo contemporáneo postula que una religión sana es la que está dirigida al interior y no al exterior del ser humano.
Al trabajo desplegado para exonerar a Dios de cualquier responsabilidad por el mal, se le denomina teodicea. Con ella, se pretendía probar que la existencia del mal en el mundo no contradice la existencia de Dios todopoderoso, que es el bien absoluto; y debe de desviar del mal la atención de los creyentes y dirigirla hacia el bien. Para ello, promueve algunas ideas generales tales como: 1) El mal es el resultado del libre albedrío otorgado al hombre y el castigo por sus pecados; 2) El mal es un instrumento necesario para perfeccionar al ser humano; y 3) El mal forma parte del plan divino y no le es dado al ser humano comprender su sentido. A partir de aquí, el autor realiza un profundo recorrido por las diferentes teodiceas, con especial atención a la que se da en el cristianismo y basándose, principalmente, en la historia bíblica de Job y, en nuestros días, con el horrible holocausto llevado a cabo en el pasado siglo XX, al que dedica varias páginas explicando las diferentes posturas de los judíos ante ese hecho, en la actualidad.
Se trata de un capítulo sumamente interesante, con planteamientos serios recorriendo la postura de filósofos y pensadores de todos los tiempos. Dedica Malkin varios párrafos a proporcionar su punto de vista, que razona impecablemente, aunque deja de lado muchos de los estudios que tratan de la muerte de la imagen de Dios, que es justamente la que él aborda en su obra; una imagen imposible de sostener, pero que no implica necesariamente la irracionalidad del creer.
Para ver el rostro de Dios es necesario atravesar el umbral de la muerte, por lo que, no sin gotas de ironía, Malkin titula uno de los capítulos Bienvenida muerte: ¡el primer paso al Paraíso. Y lo introduce con un castizo refrán que sintetiza muy bien su pensamiento: A burro muerto, la cebada al rabo.
Afirma con razón (que no falte la razón en este libro), que la muerte es mucho más importante que el nacimiento, ya que el recién nacido no tiene ni ha aportado nada, mientras que quien fallece deja su huella; y constata, también, que la muerte es siempre la de otro, puesto que el individuo no tiene, ni puede tener, la experiencia de su propia muerte en vida, y acompaña su reflexión con aportaciones de Derrida, Camus o Lamont.
Muerte e inmortalidad
Contra la muerte, se yergue el deseo de inmortalidad, cuya búsqueda ha sido una de las fuerzas motrices del desarrollo humano, “origen de doctrinas filosóficas y morales, una inspiración para la religión y la ciencia, un impulso al desarrollo del arte”. Y comenta las tres vías que la humanidad ha encontrado para alcanzar la inmortalidad: 1) Perpetuarse a través de los hijos o disolver la personalidad en el destino colectivo de la familia, tribu, pueblo o etnia; 2) Perpetuarse en la memoria de otras personas o dejar huella en la historia; y 3) Transformar el miedo a la muerte en una imagen de la existencia de ultratumba.
Hace el autor un recorrido histórico sobre la sociedad y sus muertos, muy interesante, aunque si bien sus conclusiones pueden ser válidas con carácter general, sin embargo hay casos particulares que las pueden contradecir; es el caso, por ejemplo, de su afirmación de que los cadáveres de los antepasados se inhumaban cerca de la ciudad, pero no dentro de las zonas residenciales, cuando en una de las ciudades más antiguas de la humanidad, Çatal Hüyük, lo hacían bajo la estancia principal de la vivienda, según recientes hipótesis. Pese a ello, este recorrido de Malkin a través de los tiempos constituye un excelente resumen de lo acontecido.
Reiterando su esquema de analizar un asunto en cada una de las tres religiones abrahámicas, el autor desciende a cada una de ellas para explicar el papel de la muerte. El judaísmo la percibe como el final natural de la vida y la trata con realismo, sin considerarla una tragedia y sin experimentar emociones especiales, algo que se puede explicar por el poco desarrollo de las nociones de la vida en el más allá. Eso sí: los cadáveres son impuros y fuente de impureza, algo extraño para lo que encuentra explicaciones en Lévinas.
Es la igualdad de todos ante la muerte el secreto que explica la increíble popularidad del Islam en el mundo. Y destaca cómo para el musulmán, las personas no deben anhelar la muerte, ya que la vida es un bien, pese a lo atractivo que pueda resultar el paraíso. La diana de sus dardos, sin embargo, la reserva para el cristianismo, para el cual la muerte es un rasgo muy importante ya que la convierte en algo deseable. Y hace afirmaciones un tanto discutibles, como, por ejemplo, cuando expone que hay billones de personas que no sirven a ningún Dios y no declaran la guerra a la vida, algo fuera de la realidad cuando la población mundial está en torno a los 7.500 millones de habitantes: habrá que suponer, lógicamente, que se trata de un lapsus calami, que, sin embargo, reiterará más adelante; no sería extraño suponer que puede haber algún problema de redacción, ya que, pese a lo claro de sus afirmaciones, ese número ha de referirse al de cristianos a lo largo de la historia.
Afirma: “El cristianismo es la religión de la muerte, un verdadero manual de mortificación, porque se basa en el desprecio a la vida, en la veneración de los muertos y en la idea de la recompensa póstuma”; “todos saben que el cristianismo percibe las enfermedades, el envejecimiento y la mortalidad del ser humano como el castigo merecido por el pecado original”; “prohíbe la destrucción de los cadáveres”; frases como éstas se encuentran en el texto. Es evidente que no reflejan una realidad única, en una religión con diferentes puntos de vista sobre estos como sobre tantos otros temas; algo que el autor, de forma general, invita a debatir con él, reconociendo que sus posturas pueden ser discutidas. En apoyo de su tesis, nos ofrece un retablo de ejemplos prácticos, bien acompañados de impactantes imágenes.
Cierra el apartado con un resumen: “Todas las religiones monoteístas son religiones más de la muerte que de la vida. Transforman el miedo natural ante la muerte en una esperanza de inmortalidad en el mundo de más allá”. Y esto es así porque todas ellas se basan en tres postulados: 1) Nuestra existencia terrenal no tiene valor ni sentido, pues es solo un paso preparatorio para la vida eterna; 2) La muerte sí tiene un valor, un sentido y una predestinación que abre la puerta a la vida de ultratumba; y 3) La fe religiosa es buena porque da al individuo una comprensión de la vida y de la muerte.
Y cierra el tema exponiendo nítidamente su punto de vista: 1) El ser humano es único y libre; solo su vida terrenal tiene valor; no existen ni el alma ni la vida después de la muerte; 2) La glorificación de la muerte es un delito contra la humanidad, no es un bien, es el final de todo; y 3) No existe el Dios vigilante de las religiones, no hay esperanza de acercarse a él y ver su rostro. Y, entre otras conclusiones, destacamos estas dos: “Estoy dispuesto a apoyar sin vacilar la legitimidad de la pena de muerte para los asesinos terroristas y sus cómplices, incluso los más insignificantes. No dudo de que se pueda y hasta se debe desear la muerte para cualquier pedófilo degenerado que haya violado a un niño”.
El mal del sufrimiento
Una de las expresiones del mal es el sufrimiento. Y, curiosamente, según el autor, constituye este un valor nacido con las religiones monoteístas ya que, en la antigüedad, se trataba de algo a evitar. “La promoción de un solo dios a rango superior al de los demás cambió radicalmente las cosas. Tuvo lugar un giro desde el antropocentrismo, es decir, del hombre como tal, hacia el ‘ideocentrismo’”. Y eso, ¿por qué? Porque el fin último de la vida terrenal no era la felicidad de ultratumba, la gente no temía una condena después de la muerte; el placer era considerado un valor, pero al nuevo dios le gusta el sufrimiento, pues se trata del castigo justo por los pecados humanos y el modo más seguro de expiarlos.
El sufrimiento buscado tiene varias maneras de manifestarse y la principal, según Malkin, es rechazando los placeres de la carne, como irá explicando ampliamente en esta obra.
Descendiendo a las religiones abrahámicas, se analiza el papel del sufrimiento en ellas. Para el judaísmo, es un telón de fondo desprovisto de interés; lo percibe como algo inevitable y como un medio para el conocimiento y el crecimiento espiritual, una manera de acercase a Dios y tener la posibilidad de ver su rostro.
Y una vez más es el cristianismo el que sale peor parado en las comparaciones. Entiende el autor que la base de su doctrina es un culto al sufrimiento y a la muerte, no al amor, algo que contrasta fuertemente con la actitud de su fuente de inspiración, Jesús, cuya vida transcurrió eliminando el sufrimiento de cuantos se acercaban a él. Se basa Malkin en que la principal imagen cristiana es la de la pasión de Cristo, que se convirtió en el credo principal de su arte. Aquí incluye el autor algunas frases cuya verificación resulta difícil de justificar; por ejemplo, afirma que “Cristo sabía que era Dios y lo proclamaba con frecuencia”, una hipótesis que no se sostiene en una lectura de los evangelios. Y va más allá, cuando afirma que Cristo nunca reía por lo que su religión es de tristeza. “El catolicismo contemporáneo sostiene que el sufrimiento contribuye al progreso, ya que solo él proporciona al individuo la ‘esplendorosa belleza del bien’”, cuestión que probablemente cuente con muchos que no concuerden con ella.
Para Malkin, este planteamiento constituye una buena estrategia comercial para llenar las iglesias, manteniendo a sus fieles en un perenne estado de miedo y tensión, rodeándolos de limitaciones, desde la comida al sexo.
¿Dónde se encuentra el origen del culto cristiano al sufrimiento? Parte de la base de que el cristianismo es una religión de débiles y para débiles, para aquellos que por razones objetivas o subjetivas no son capaces de superar las dificultades. Piensa que los fuertes no tienen problemas con la moral y la espiritualidad, mientras que los débiles, no solo necesitan el alma, sino también líderes y profetas, al ser incapaces de crearse unos valores y una moral.
Incursión en el budismo
No olvida una breve incursión en el budismo, mencionando que en él la afección a los bienes materiales y la existencia de deseos ilusorios, en otras palabras, la aspiración a los placeres de la vida, son las causas del sufrimiento, un atributo de la vida y una característica del ser, pero donde no tiene nada que ver con el pecado. Pero, en definitiva, budismo y cristianismo están obsesionados con el sufrimiento. Sin embargo, en el Islam no existe el culto al sufrir, que se suele percibir como algo negativo, pero inevitable y un buen musulmán tiene que hacer todo lo posible para soportarlo con dignidad y firmeza.
La actitud cristiana hacia el sufrimiento se traduce en un gran combate contra los placeres, al ascetismo, actitud que comparte con otras culturas que rechazan las necesidades naturales, los placeres, el lujo, etc., y hace un recorrido histórico sobre la ascesis. Y de nuevo, salvo algún problema de redacción, vuelve a incidir en los billones de creyentes que sacrifican la calidad de su vida por la esperanza ilusoria de una recompensa tras la muerte. Analiza con detenimiento la pirámide de Maslow y se declara admirador de Epicuro, concluyendo que “no se puede prohibir nada. Nuestras necesidades individuales son diferentes, no existen normas universales. Cada uno tiene que definir sus límites sin ayuda de la sociedad”.
Describe y estudia la historia del ascetismo cristiano, reservado a los elegidos, ya que, según Malkin, el cristianismo “percibe la vida laica como un obstáculo en el camino de la salvación. […] Para un verdadero cristiano ya no hay nada más importante que purificar el alma extirpando de ella todo lo humano”. Y defiende su postura trayendo a colación los testimonios de Blaise Pascal y Sören Kierkgaard.
Desde este punto de vista, todo lo que se refiera al cuidado del cuerpo tiene importancia. Y Malkin hace un recorrido por aquellos aspectos que, a su juicio, han estado dominados por el cristianismo: la falta de higiene, la reprobación de vestidos llamativos y adornos, rechazo de los espectáculos y la risa, crítica de la gula y elogio del ayuno, prohibición de pensamientos pecaminosos, la condena de la riqueza y la de la pobreza, etc. Respecto a esta última, afirma: “Es imposible negar que el hecho de apostar por los pobres fuera una estrategia de marketing genial de la nueva religión. Siempre ha habido más pobres que ricos y siempre han sido más crédulos, lo que permitió una propagación tan rápida del cristianismo que se asemejaba a un incendio forestal”.
Estas posiciones eran muy difíciles de sostener, por lo que el cristianismo contemporáneo tuvo que bajar el tono con respecto a los placeres carnales, la soledad y los espectáculos. Desde un punto de vista histórico, no fueron las religiones del libro las primeras en descubrir la moderación y el ascetismo: ya el budismo lo hacía, pero no con la idea de aportar sufrimiento sino, justamente, para liberarse de él. En cuanto al judaísmo, esta religión considera que los placeres o al menos gran parte de ellos son enemigos de Dios, por lo que mantiene una actitud represiva hacia el cuerpo, aunque no todos dentro de ella sostengan idénticos criterios. Por su parte, en el Islam, al no existir el concepto de pecado original, no hay necesidad de merecer el perdón mediante el ascetismo, aunque la moderación se considera una virtud. Sea de ello lo que fuere, lo que sí concluye el autor es que el ascetismo no es un fenómeno universal y que tuvo su origen en el monoteísmo.
En un segundo capítulo, Malkin nos enfrenta, de manera muy razonada, al punto más débil de cualquier religión: el problema del mal, de su existencia, que contradice a un posible dios benevolente.
Una manera de liberar a Dios de ese vejamen es atribuir el mal al diablo, sobre el que, históricamente, se han presentado cinco tesis: 1) El diablo no existe, solo existe una multitud de deidades y el bien y el mal provendrían de cualquiera de ellas; 2) El diablo existe, pero es mucho más débil que Dios; 3) Dios y el diablo existen con independencia uno del otro y su poder es más o menos similar; 4) Dios existe, pero el diablo es más poderoso, lo que conforma el satanismo; y 5) No existe ni Dios ni el diablo, solo el ser humano.
Y se detiene especialmente en el llamado satanismo contemporáneo, cuyas ideas esenciales son: a) La razón, sobre la que debe de basarse la vida; b) La carne, pues somos animales, de orden superior, sí, pero no por ello se puede perseguir su naturaleza; c) La religión, teniendo en cuenta que Dios no creó al hombre, sino que este inventó a Dios; d) La moral, cuya perfección puede alcanzar el hombre sin ayuda; y e) La sociedad, en la que la ley de la naturaleza dice que no todos somos iguales pese a la idea contraria propagada por los estados. En definitiva, el satanismo contemporáneo postula que una religión sana es la que está dirigida al interior y no al exterior del ser humano.
Al trabajo desplegado para exonerar a Dios de cualquier responsabilidad por el mal, se le denomina teodicea. Con ella, se pretendía probar que la existencia del mal en el mundo no contradice la existencia de Dios todopoderoso, que es el bien absoluto; y debe de desviar del mal la atención de los creyentes y dirigirla hacia el bien. Para ello, promueve algunas ideas generales tales como: 1) El mal es el resultado del libre albedrío otorgado al hombre y el castigo por sus pecados; 2) El mal es un instrumento necesario para perfeccionar al ser humano; y 3) El mal forma parte del plan divino y no le es dado al ser humano comprender su sentido. A partir de aquí, el autor realiza un profundo recorrido por las diferentes teodiceas, con especial atención a la que se da en el cristianismo y basándose, principalmente, en la historia bíblica de Job y, en nuestros días, con el horrible holocausto llevado a cabo en el pasado siglo XX, al que dedica varias páginas explicando las diferentes posturas de los judíos ante ese hecho, en la actualidad.
Se trata de un capítulo sumamente interesante, con planteamientos serios recorriendo la postura de filósofos y pensadores de todos los tiempos. Dedica Malkin varios párrafos a proporcionar su punto de vista, que razona impecablemente, aunque deja de lado muchos de los estudios que tratan de la muerte de la imagen de Dios, que es justamente la que él aborda en su obra; una imagen imposible de sostener, pero que no implica necesariamente la irracionalidad del creer.
Para ver el rostro de Dios es necesario atravesar el umbral de la muerte, por lo que, no sin gotas de ironía, Malkin titula uno de los capítulos Bienvenida muerte: ¡el primer paso al Paraíso. Y lo introduce con un castizo refrán que sintetiza muy bien su pensamiento: A burro muerto, la cebada al rabo.
Afirma con razón (que no falte la razón en este libro), que la muerte es mucho más importante que el nacimiento, ya que el recién nacido no tiene ni ha aportado nada, mientras que quien fallece deja su huella; y constata, también, que la muerte es siempre la de otro, puesto que el individuo no tiene, ni puede tener, la experiencia de su propia muerte en vida, y acompaña su reflexión con aportaciones de Derrida, Camus o Lamont.
Muerte e inmortalidad
Contra la muerte, se yergue el deseo de inmortalidad, cuya búsqueda ha sido una de las fuerzas motrices del desarrollo humano, “origen de doctrinas filosóficas y morales, una inspiración para la religión y la ciencia, un impulso al desarrollo del arte”. Y comenta las tres vías que la humanidad ha encontrado para alcanzar la inmortalidad: 1) Perpetuarse a través de los hijos o disolver la personalidad en el destino colectivo de la familia, tribu, pueblo o etnia; 2) Perpetuarse en la memoria de otras personas o dejar huella en la historia; y 3) Transformar el miedo a la muerte en una imagen de la existencia de ultratumba.
Hace el autor un recorrido histórico sobre la sociedad y sus muertos, muy interesante, aunque si bien sus conclusiones pueden ser válidas con carácter general, sin embargo hay casos particulares que las pueden contradecir; es el caso, por ejemplo, de su afirmación de que los cadáveres de los antepasados se inhumaban cerca de la ciudad, pero no dentro de las zonas residenciales, cuando en una de las ciudades más antiguas de la humanidad, Çatal Hüyük, lo hacían bajo la estancia principal de la vivienda, según recientes hipótesis. Pese a ello, este recorrido de Malkin a través de los tiempos constituye un excelente resumen de lo acontecido.
Reiterando su esquema de analizar un asunto en cada una de las tres religiones abrahámicas, el autor desciende a cada una de ellas para explicar el papel de la muerte. El judaísmo la percibe como el final natural de la vida y la trata con realismo, sin considerarla una tragedia y sin experimentar emociones especiales, algo que se puede explicar por el poco desarrollo de las nociones de la vida en el más allá. Eso sí: los cadáveres son impuros y fuente de impureza, algo extraño para lo que encuentra explicaciones en Lévinas.
Es la igualdad de todos ante la muerte el secreto que explica la increíble popularidad del Islam en el mundo. Y destaca cómo para el musulmán, las personas no deben anhelar la muerte, ya que la vida es un bien, pese a lo atractivo que pueda resultar el paraíso. La diana de sus dardos, sin embargo, la reserva para el cristianismo, para el cual la muerte es un rasgo muy importante ya que la convierte en algo deseable. Y hace afirmaciones un tanto discutibles, como, por ejemplo, cuando expone que hay billones de personas que no sirven a ningún Dios y no declaran la guerra a la vida, algo fuera de la realidad cuando la población mundial está en torno a los 7.500 millones de habitantes: habrá que suponer, lógicamente, que se trata de un lapsus calami, que, sin embargo, reiterará más adelante; no sería extraño suponer que puede haber algún problema de redacción, ya que, pese a lo claro de sus afirmaciones, ese número ha de referirse al de cristianos a lo largo de la historia.
Afirma: “El cristianismo es la religión de la muerte, un verdadero manual de mortificación, porque se basa en el desprecio a la vida, en la veneración de los muertos y en la idea de la recompensa póstuma”; “todos saben que el cristianismo percibe las enfermedades, el envejecimiento y la mortalidad del ser humano como el castigo merecido por el pecado original”; “prohíbe la destrucción de los cadáveres”; frases como éstas se encuentran en el texto. Es evidente que no reflejan una realidad única, en una religión con diferentes puntos de vista sobre estos como sobre tantos otros temas; algo que el autor, de forma general, invita a debatir con él, reconociendo que sus posturas pueden ser discutidas. En apoyo de su tesis, nos ofrece un retablo de ejemplos prácticos, bien acompañados de impactantes imágenes.
Cierra el apartado con un resumen: “Todas las religiones monoteístas son religiones más de la muerte que de la vida. Transforman el miedo natural ante la muerte en una esperanza de inmortalidad en el mundo de más allá”. Y esto es así porque todas ellas se basan en tres postulados: 1) Nuestra existencia terrenal no tiene valor ni sentido, pues es solo un paso preparatorio para la vida eterna; 2) La muerte sí tiene un valor, un sentido y una predestinación que abre la puerta a la vida de ultratumba; y 3) La fe religiosa es buena porque da al individuo una comprensión de la vida y de la muerte.
Y cierra el tema exponiendo nítidamente su punto de vista: 1) El ser humano es único y libre; solo su vida terrenal tiene valor; no existen ni el alma ni la vida después de la muerte; 2) La glorificación de la muerte es un delito contra la humanidad, no es un bien, es el final de todo; y 3) No existe el Dios vigilante de las religiones, no hay esperanza de acercarse a él y ver su rostro. Y, entre otras conclusiones, destacamos estas dos: “Estoy dispuesto a apoyar sin vacilar la legitimidad de la pena de muerte para los asesinos terroristas y sus cómplices, incluso los más insignificantes. No dudo de que se pueda y hasta se debe desear la muerte para cualquier pedófilo degenerado que haya violado a un niño”.
El mal del sufrimiento
Una de las expresiones del mal es el sufrimiento. Y, curiosamente, según el autor, constituye este un valor nacido con las religiones monoteístas ya que, en la antigüedad, se trataba de algo a evitar. “La promoción de un solo dios a rango superior al de los demás cambió radicalmente las cosas. Tuvo lugar un giro desde el antropocentrismo, es decir, del hombre como tal, hacia el ‘ideocentrismo’”. Y eso, ¿por qué? Porque el fin último de la vida terrenal no era la felicidad de ultratumba, la gente no temía una condena después de la muerte; el placer era considerado un valor, pero al nuevo dios le gusta el sufrimiento, pues se trata del castigo justo por los pecados humanos y el modo más seguro de expiarlos.
El sufrimiento buscado tiene varias maneras de manifestarse y la principal, según Malkin, es rechazando los placeres de la carne, como irá explicando ampliamente en esta obra.
Descendiendo a las religiones abrahámicas, se analiza el papel del sufrimiento en ellas. Para el judaísmo, es un telón de fondo desprovisto de interés; lo percibe como algo inevitable y como un medio para el conocimiento y el crecimiento espiritual, una manera de acercase a Dios y tener la posibilidad de ver su rostro.
Y una vez más es el cristianismo el que sale peor parado en las comparaciones. Entiende el autor que la base de su doctrina es un culto al sufrimiento y a la muerte, no al amor, algo que contrasta fuertemente con la actitud de su fuente de inspiración, Jesús, cuya vida transcurrió eliminando el sufrimiento de cuantos se acercaban a él. Se basa Malkin en que la principal imagen cristiana es la de la pasión de Cristo, que se convirtió en el credo principal de su arte. Aquí incluye el autor algunas frases cuya verificación resulta difícil de justificar; por ejemplo, afirma que “Cristo sabía que era Dios y lo proclamaba con frecuencia”, una hipótesis que no se sostiene en una lectura de los evangelios. Y va más allá, cuando afirma que Cristo nunca reía por lo que su religión es de tristeza. “El catolicismo contemporáneo sostiene que el sufrimiento contribuye al progreso, ya que solo él proporciona al individuo la ‘esplendorosa belleza del bien’”, cuestión que probablemente cuente con muchos que no concuerden con ella.
Para Malkin, este planteamiento constituye una buena estrategia comercial para llenar las iglesias, manteniendo a sus fieles en un perenne estado de miedo y tensión, rodeándolos de limitaciones, desde la comida al sexo.
¿Dónde se encuentra el origen del culto cristiano al sufrimiento? Parte de la base de que el cristianismo es una religión de débiles y para débiles, para aquellos que por razones objetivas o subjetivas no son capaces de superar las dificultades. Piensa que los fuertes no tienen problemas con la moral y la espiritualidad, mientras que los débiles, no solo necesitan el alma, sino también líderes y profetas, al ser incapaces de crearse unos valores y una moral.
Incursión en el budismo
No olvida una breve incursión en el budismo, mencionando que en él la afección a los bienes materiales y la existencia de deseos ilusorios, en otras palabras, la aspiración a los placeres de la vida, son las causas del sufrimiento, un atributo de la vida y una característica del ser, pero donde no tiene nada que ver con el pecado. Pero, en definitiva, budismo y cristianismo están obsesionados con el sufrimiento. Sin embargo, en el Islam no existe el culto al sufrir, que se suele percibir como algo negativo, pero inevitable y un buen musulmán tiene que hacer todo lo posible para soportarlo con dignidad y firmeza.
La actitud cristiana hacia el sufrimiento se traduce en un gran combate contra los placeres, al ascetismo, actitud que comparte con otras culturas que rechazan las necesidades naturales, los placeres, el lujo, etc., y hace un recorrido histórico sobre la ascesis. Y de nuevo, salvo algún problema de redacción, vuelve a incidir en los billones de creyentes que sacrifican la calidad de su vida por la esperanza ilusoria de una recompensa tras la muerte. Analiza con detenimiento la pirámide de Maslow y se declara admirador de Epicuro, concluyendo que “no se puede prohibir nada. Nuestras necesidades individuales son diferentes, no existen normas universales. Cada uno tiene que definir sus límites sin ayuda de la sociedad”.
Describe y estudia la historia del ascetismo cristiano, reservado a los elegidos, ya que, según Malkin, el cristianismo “percibe la vida laica como un obstáculo en el camino de la salvación. […] Para un verdadero cristiano ya no hay nada más importante que purificar el alma extirpando de ella todo lo humano”. Y defiende su postura trayendo a colación los testimonios de Blaise Pascal y Sören Kierkgaard.
Desde este punto de vista, todo lo que se refiera al cuidado del cuerpo tiene importancia. Y Malkin hace un recorrido por aquellos aspectos que, a su juicio, han estado dominados por el cristianismo: la falta de higiene, la reprobación de vestidos llamativos y adornos, rechazo de los espectáculos y la risa, crítica de la gula y elogio del ayuno, prohibición de pensamientos pecaminosos, la condena de la riqueza y la de la pobreza, etc. Respecto a esta última, afirma: “Es imposible negar que el hecho de apostar por los pobres fuera una estrategia de marketing genial de la nueva religión. Siempre ha habido más pobres que ricos y siempre han sido más crédulos, lo que permitió una propagación tan rápida del cristianismo que se asemejaba a un incendio forestal”.
Estas posiciones eran muy difíciles de sostener, por lo que el cristianismo contemporáneo tuvo que bajar el tono con respecto a los placeres carnales, la soledad y los espectáculos. Desde un punto de vista histórico, no fueron las religiones del libro las primeras en descubrir la moderación y el ascetismo: ya el budismo lo hacía, pero no con la idea de aportar sufrimiento sino, justamente, para liberarse de él. En cuanto al judaísmo, esta religión considera que los placeres o al menos gran parte de ellos son enemigos de Dios, por lo que mantiene una actitud represiva hacia el cuerpo, aunque no todos dentro de ella sostengan idénticos criterios. Por su parte, en el Islam, al no existir el concepto de pecado original, no hay necesidad de merecer el perdón mediante el ascetismo, aunque la moderación se considera una virtud. Sea de ello lo que fuere, lo que sí concluye el autor es que el ascetismo no es un fenómeno universal y que tuvo su origen en el monoteísmo.
El sexo, principal enemigo
Y si se habla de placeres, no podía faltar un extenso capítulo dedicado al placer sexual, al que califica como el peor enemigo de Dios. Hace Malkin un recorrido histórico sobre este particular, arrancando de los tiempos en que se le consideraba algo normal y la aparición de prendas destinadas a ocultar los genitales, recorriendo China, el hinduismo, la cultura japonesa, etc.; unanimidad sí ha existido siempre por lo que se refiere a la represión de las relaciones incestuosas.
A partir de aquí, y basándose en la descripción que hace el Génesis de la caída de Adán y Eva, construye su teoría, según la cual se trató de un pecado sexual, atribuyendo a la figura de la serpiente un simbolismo fálico, y dando origen al pecado original. Un pecado que tiene diferentes interpretaciones en cada una de las tres grandes religiones.
Para el judaísmo se trata de un pecado de curiosidad y soberbia; en el cristianismo, “la maléfica manzana del Paraíso se transformó de símbolo del conocimiento transgresor en símbolo de contactos sexuales ilícitos”, mientras que en el Islam la expulsión del Paraíso no es tan importante como en las otros dos religiones. En cualquier caso, existe un evidente odio del cristianismo hacia la sexualidad, similar al que se da en el judaísmo, aunque este último no tenga apariencia de ello. Por su parte, el Islam reconoce la sexualidad como un atributo principal de la vida humana que agrada a Alá y participa de la realización de su designio.
Una vez más, es el cristianismo el punto de referencia del autor para tratar el asunto. Afirma que la actitud de los cristianos hacia la sexualidad es la más negativa y aun hoy sostienen que la fuente de todos los problemas humanos es el pecado original, que no olvidemos fue de carácter sexual. En este punto, se hace especial hincapié en el tema de la concepción virginal, tanto de María como de Jesús, hecho que no considera nada novedoso; más bien, lo estima una copia de tradiciones como las de Buda, Krisna, Kunti, Isis, Maya, etc.
Y nos da el autor su opinión personal, diciendo que la doctrina de la concepción virginal: 1. “está dirigida contra la vida como tal y por eso es amoral y antihumana por su nombre y su sentido”; 2. “está tan arraigada en nuestra civilización que ha conseguido envenenar la vida sexual de una cantidad enorme de personas al implantarles en su subconsciente la idea de la pecaminosidad de su propia carne”; 3. “si analizamos sus logros, es la doctrina religiosa más poderosa de todas”; y 4. “es la doctrina religiosa más improbable, cuya aceptación significa el rechazo completo y definitivo de la propia razón”. De ahí que, al tratar del matrimonio cristiano ejemplar, diga que es asexual.
Finalmente, explica por qué el sexo es el peor enemigo de Dios, primero, porque la lucha contra la sexualidad permite a la religión demostrar su fuerza y, segundo, porque el placer sexual es poco compatible con la fe devota en Dios, un Dios asexual único que envidia la sexualidad de sus creyentes.
Siguiendo un razonamiento lógico, quienes se destacan en el cumplimiento de sus deberes cristianos son los santos. Para Malkin, la atracción por la santidad es exclusiva de la gente débil y atormentada por pasiones insatisfechas y el sentimiento de su propia imperfección; se trata de seres especiales que viven aislados de la muchedumbre y nunca se mezclan con el resto de la gente.
Esto es así en el cristianismo, puesto que tanto el judaísmo como el Islam no han mostrado su entusiasmo particular por la santidad; para el primero, la santidad responde a la esencia interior de Dios, que es santo porque es distinto de todo y se halla por encima de todos; para el segundo, que no cuenta con una doctrina específica sobre la santidad, todos los que creen en Alá son santos en cierto grado.
¿Cómo convertirse en un santo cristiano? Una condición necesaria es la elección de Dios de una persona concreta a la que se le concede el don de la gracia divina; y una condición suficiente sería que el candidato a santo debe probar a la Iglesia su capacidad de usar el don divino recibido para purificar el cuerpo y el alma luchando contra los deseos pecaminosos, en especial, contra el deseo sexual, y para adquirir la virtud heroica.
Tentaciones y onanismo
Partiendo de aquí, Malkin hace un análisis de las tentaciones, utilizando, sobre todo, las de San Antonio, presentadas en forma de mujer, deteniéndose en el celibato clerical, al que atribuye graves deformaciones psíquicas y desviaciones sexuales, con especial énfasis en la pederastia; no podía faltar la referencia a la castración, tanto quirúrgica como química.
He aquí dos párrafos de este apartado: “La santidad religiosa es una concepción ficticia e inhumana. La única santidad segura es la naturaleza humana. Ningún sistema social, ninguna doctrina filosófica o religiosa tiene derecho a atentar sin castigo contra el orden natural de las cosas. […] Mi tarea es presentar a la santidad vestida con una bata de andar por casa y sin maquillajes, y enseñar que es mucho más peligrosa de lo que parecía a primera vista y que puede llevar con facilidad a la sociedad a una catástrofe cultural y social”. Y un último apunte: nueva problema de redacción, pues habla de los siete billones de habitantes del planeta.
Un largo apunte final se extiende por las últimas páginas del libro, dedicado al onanismo. Es un extenso recorrido histórico sobre el particular. Solo indicar que el autor concluye que su represión por el cristianismo ilustra su actitud negativa hacia los placeres en general y hacia la sexualidad humana en particular; es el apogeo del deseo de subordinar y humillar a cada persona llenándola del sentimiento de cometer un pecado imperdonable y la culpa ante Dios que no es posible expiar.
Y hay un epílogo. Hay que pagar mucho por el cuento quimérico de la vida eterna en el Reino de Dios, del que nadie ha vuelto y que no tiene prueba alguna. Para mantener este cuento, la religión destruyó la armonía interna del hombre con su entorno, dividiéndolo en dos partes incompatibles: el alma y el cuerpo. También obligó a negarse muchos placeres naturales sustituyéndolos por el gasto absurdo de un precioso tiempo en la adoración diaria de Dios. Y cierra el consejo de Malkin: “Satisfagan todos sus deseos naturales sin hacer caso a dogmas religiosos o a la moral social, porque ya bastan las numerosos prohibiciones que recopila con tanto cariño el Código Penal”.
Estamos, pues, ante un libro interesante. Es de destacar el valor histórico de la obra; cada uno de sus capítulos dedica páginas a hacer un recorrido a través de los siglos sobre la aparición de las quimeras que analiza, haciendo especial hincapié en que es la llegada del monoteísmo la que marca un punto de inflexión en la sociedad y en la humanidad, con enormes consecuencias que se extienden hasta la actualidad. Muchas horas de lectura, muchas obras consultadas, respaldan sus hipótesis. Quizás se echa en falta en la bibliografía y en autores citados la presencia de obras más actuales que reflejan posturas que difieren de las conclusiones de Vitaly Malkin.
No hay que negarle que su ensayo ha sabido tocar con acierto los puntos débiles de las religiones: el problema del mal, la trascendencia, el sentido de la vida,... En el fondo se trata del plurisecular debate entre ciencia y fe. Desde su planteamiento puramente inmanente no se puede pedir un mayor análisis de la espiritualidad; tampoco es el objetivo que se marca su autor.
Pero es evidente que, desde este otro prisma, pueden surgir quienes difieran de sus conclusiones. Un ejemplo: el autor se refiere a la felicidad como si de un concepto biunívoco se tratara; si así fuera, su razonamiento y exposición serían irrebatibles; pero hay testimonios de quienes se consideran felices, y muy felices, con un planteamiento vital muy distinto al de Malkin.
Su manera de tratar con ironía no exenta de sarcasmo las ideas que se alejan de sus personales planteamientos, desde luego hacen resaltar por el contraste lo que pretende explicar el autor; pero no es raro que lleve a un reduccionismo y simplificación que impiden las posibles matizaciones.
Y si se habla de placeres, no podía faltar un extenso capítulo dedicado al placer sexual, al que califica como el peor enemigo de Dios. Hace Malkin un recorrido histórico sobre este particular, arrancando de los tiempos en que se le consideraba algo normal y la aparición de prendas destinadas a ocultar los genitales, recorriendo China, el hinduismo, la cultura japonesa, etc.; unanimidad sí ha existido siempre por lo que se refiere a la represión de las relaciones incestuosas.
A partir de aquí, y basándose en la descripción que hace el Génesis de la caída de Adán y Eva, construye su teoría, según la cual se trató de un pecado sexual, atribuyendo a la figura de la serpiente un simbolismo fálico, y dando origen al pecado original. Un pecado que tiene diferentes interpretaciones en cada una de las tres grandes religiones.
Para el judaísmo se trata de un pecado de curiosidad y soberbia; en el cristianismo, “la maléfica manzana del Paraíso se transformó de símbolo del conocimiento transgresor en símbolo de contactos sexuales ilícitos”, mientras que en el Islam la expulsión del Paraíso no es tan importante como en las otros dos religiones. En cualquier caso, existe un evidente odio del cristianismo hacia la sexualidad, similar al que se da en el judaísmo, aunque este último no tenga apariencia de ello. Por su parte, el Islam reconoce la sexualidad como un atributo principal de la vida humana que agrada a Alá y participa de la realización de su designio.
Una vez más, es el cristianismo el punto de referencia del autor para tratar el asunto. Afirma que la actitud de los cristianos hacia la sexualidad es la más negativa y aun hoy sostienen que la fuente de todos los problemas humanos es el pecado original, que no olvidemos fue de carácter sexual. En este punto, se hace especial hincapié en el tema de la concepción virginal, tanto de María como de Jesús, hecho que no considera nada novedoso; más bien, lo estima una copia de tradiciones como las de Buda, Krisna, Kunti, Isis, Maya, etc.
Y nos da el autor su opinión personal, diciendo que la doctrina de la concepción virginal: 1. “está dirigida contra la vida como tal y por eso es amoral y antihumana por su nombre y su sentido”; 2. “está tan arraigada en nuestra civilización que ha conseguido envenenar la vida sexual de una cantidad enorme de personas al implantarles en su subconsciente la idea de la pecaminosidad de su propia carne”; 3. “si analizamos sus logros, es la doctrina religiosa más poderosa de todas”; y 4. “es la doctrina religiosa más improbable, cuya aceptación significa el rechazo completo y definitivo de la propia razón”. De ahí que, al tratar del matrimonio cristiano ejemplar, diga que es asexual.
Finalmente, explica por qué el sexo es el peor enemigo de Dios, primero, porque la lucha contra la sexualidad permite a la religión demostrar su fuerza y, segundo, porque el placer sexual es poco compatible con la fe devota en Dios, un Dios asexual único que envidia la sexualidad de sus creyentes.
Siguiendo un razonamiento lógico, quienes se destacan en el cumplimiento de sus deberes cristianos son los santos. Para Malkin, la atracción por la santidad es exclusiva de la gente débil y atormentada por pasiones insatisfechas y el sentimiento de su propia imperfección; se trata de seres especiales que viven aislados de la muchedumbre y nunca se mezclan con el resto de la gente.
Esto es así en el cristianismo, puesto que tanto el judaísmo como el Islam no han mostrado su entusiasmo particular por la santidad; para el primero, la santidad responde a la esencia interior de Dios, que es santo porque es distinto de todo y se halla por encima de todos; para el segundo, que no cuenta con una doctrina específica sobre la santidad, todos los que creen en Alá son santos en cierto grado.
¿Cómo convertirse en un santo cristiano? Una condición necesaria es la elección de Dios de una persona concreta a la que se le concede el don de la gracia divina; y una condición suficiente sería que el candidato a santo debe probar a la Iglesia su capacidad de usar el don divino recibido para purificar el cuerpo y el alma luchando contra los deseos pecaminosos, en especial, contra el deseo sexual, y para adquirir la virtud heroica.
Tentaciones y onanismo
Partiendo de aquí, Malkin hace un análisis de las tentaciones, utilizando, sobre todo, las de San Antonio, presentadas en forma de mujer, deteniéndose en el celibato clerical, al que atribuye graves deformaciones psíquicas y desviaciones sexuales, con especial énfasis en la pederastia; no podía faltar la referencia a la castración, tanto quirúrgica como química.
He aquí dos párrafos de este apartado: “La santidad religiosa es una concepción ficticia e inhumana. La única santidad segura es la naturaleza humana. Ningún sistema social, ninguna doctrina filosófica o religiosa tiene derecho a atentar sin castigo contra el orden natural de las cosas. […] Mi tarea es presentar a la santidad vestida con una bata de andar por casa y sin maquillajes, y enseñar que es mucho más peligrosa de lo que parecía a primera vista y que puede llevar con facilidad a la sociedad a una catástrofe cultural y social”. Y un último apunte: nueva problema de redacción, pues habla de los siete billones de habitantes del planeta.
Un largo apunte final se extiende por las últimas páginas del libro, dedicado al onanismo. Es un extenso recorrido histórico sobre el particular. Solo indicar que el autor concluye que su represión por el cristianismo ilustra su actitud negativa hacia los placeres en general y hacia la sexualidad humana en particular; es el apogeo del deseo de subordinar y humillar a cada persona llenándola del sentimiento de cometer un pecado imperdonable y la culpa ante Dios que no es posible expiar.
Y hay un epílogo. Hay que pagar mucho por el cuento quimérico de la vida eterna en el Reino de Dios, del que nadie ha vuelto y que no tiene prueba alguna. Para mantener este cuento, la religión destruyó la armonía interna del hombre con su entorno, dividiéndolo en dos partes incompatibles: el alma y el cuerpo. También obligó a negarse muchos placeres naturales sustituyéndolos por el gasto absurdo de un precioso tiempo en la adoración diaria de Dios. Y cierra el consejo de Malkin: “Satisfagan todos sus deseos naturales sin hacer caso a dogmas religiosos o a la moral social, porque ya bastan las numerosos prohibiciones que recopila con tanto cariño el Código Penal”.
Estamos, pues, ante un libro interesante. Es de destacar el valor histórico de la obra; cada uno de sus capítulos dedica páginas a hacer un recorrido a través de los siglos sobre la aparición de las quimeras que analiza, haciendo especial hincapié en que es la llegada del monoteísmo la que marca un punto de inflexión en la sociedad y en la humanidad, con enormes consecuencias que se extienden hasta la actualidad. Muchas horas de lectura, muchas obras consultadas, respaldan sus hipótesis. Quizás se echa en falta en la bibliografía y en autores citados la presencia de obras más actuales que reflejan posturas que difieren de las conclusiones de Vitaly Malkin.
No hay que negarle que su ensayo ha sabido tocar con acierto los puntos débiles de las religiones: el problema del mal, la trascendencia, el sentido de la vida,... En el fondo se trata del plurisecular debate entre ciencia y fe. Desde su planteamiento puramente inmanente no se puede pedir un mayor análisis de la espiritualidad; tampoco es el objetivo que se marca su autor.
Pero es evidente que, desde este otro prisma, pueden surgir quienes difieran de sus conclusiones. Un ejemplo: el autor se refiere a la felicidad como si de un concepto biunívoco se tratara; si así fuera, su razonamiento y exposición serían irrebatibles; pero hay testimonios de quienes se consideran felices, y muy felices, con un planteamiento vital muy distinto al de Malkin.
Su manera de tratar con ironía no exenta de sarcasmo las ideas que se alejan de sus personales planteamientos, desde luego hacen resaltar por el contraste lo que pretende explicar el autor; pero no es raro que lleve a un reduccionismo y simplificación que impiden las posibles matizaciones.