La búsqueda de un fundamento unitario de la naturaleza se identifica con el origen mismo de la filosofía, que nació al mismo tiempo que la noción de arjé, sustancia básica o principio rector del cosmos. Dos milenios y medio después, la ciencia sigue persiguiendo el mismo objetivo.
En su contexto compiten dos enfoques de desigual aceptación, tradicionalmente mayor la del primero, aunque la tendencia puede estar cambiando: el disociativo y el integrativo, asimilables a las dos grandes apuestas metodológicas y ontológicas que son el reduccionismo y el emergentismo sistémico.
El camino reduccionista se guía por el principio de deconstrucción, y su fórmula predilecta es “nada más que”: la Tierra no es “nada más que” un agregado de materia, un ser vivo no es “nada más que” una peculiar combinación de moléculas, la conciencia no es “nada más que” actividad eléctrica cerebral, etc.
El principio único aparece así en la base elemental, considerada “simple”, de modo que, obviamente, el reduccionismo se identifica con el programa cartesiano llevado hasta sus últimas consecuencias. De alcanzar pleno éxito, su resultado final sería la unificación de la naturaleza en su nivel más básico, accesible a través de un proceso de deconstrucción de las entidades, cuya realidad intrínseca es puesta radicalmente en entredicho.
La metafísica que presupone el reduccionismo es de tipo monista y se resume en la formulación de que “sólo lo elemental es plenamente real”. Sin embargo, conduce paradójicamente al estallido de lo existente, puesto que todo se descompone en unidades o “partículas elementales”.
El camino sistémico parte de lo más elemental que se puede identificar (que, como advierte Edgar Morin, no tiene por qué ser simple, dado que podría encerrar una infinita complejidad que escapa al observador), lo cual se entiende como un nivel de realidad x, y de su tendencia a integrar niveles de realidad superiores (x+1, x+2,... x+n).
Ontolología fuerte
Dichos niveles no son menos reales por el hecho de estar formados por entidades de los niveles inferiores, sino que su estatus ontológico es igualmente fuerte, desde el momento que ninguna entidad, de cualquier nivel, está constituida exclusivamente por las unidades de los órdenes más básicos, sino que siempre es algo más (¡las dinámicas relacionales son constitutivas!), de modo que nunca puede, en rigor, decirse que algo (un sistema) “no es más que” el catálogo de sus elementos. El todo es más que la suma de sus partes. Surge una ontología pluralista que, no obstante, abre la puerta a una concepción integralista del universo.
Si la primera concepción se remonta a los atomistas griegos y tiene en Descartes su referente principal, la segunda cuenta con raíces aun más antiguas: Heráclito y, en cierto modo, todo el panorama de los “primeros filósofos”. Se rastrea su continuidad en Aristóteles (a quien se debe, justamente, el dictum “el todo es más que la suma de las partes”) y en el cosmo-organicismo estoico. Su última gran presencia histórica, en la Naturphilosophie romántica, precede a un largo eclipsamiento de siglo y medio, hasta que Ludwig von Bertalanffy (1901 – 1972) la recupera en la Teoría de Sistemas.
Pero es un hecho que, hasta muy recientemente, los científicos de la naturaleza han apostado fuerte por el reduccionismo, y ni siquiera han sido los únicos, ya que el afán reductor se apoderó también de los especialistas en ciencias humanas. No me parece exagerado decir que, durante bastante más de un siglo, “ser racional y científico” se ha identificado con “ser reduccionista”, y ello no dejaba de tener su lógica, puesto que todo comportamiento holístico parece presuponer un “acuerdo” entre las partes, o una conexión a distancia entre ellas. Aparte del éxito tecnológico del programa reduccionista, explicable por la facilidad de manipulación que otorga.
Teoría empírica
Pese al interés que siempre mostró von Bertalanffy por las nuevas teorías científicas y desarrollos tecnológicos que podían fundamentar la Teoría de Sistemas, ésta es esencialmente empírica: implica simplemente reconocer lo que se ofrece a nuestra vista, a saber, que “entidades integran entidades” (quarks o partículas, los átomos; átomos, las moléculas; moléculas, las células, etc.). De todas formas, este reconocimiento tiene su importancia, puesto que muchas veces reconocer lo evidente es dar un paso de gigante.
Aunque algunos conceptos esenciales para la constitución de los sistemas verdaderos (holísticamente integrados), como los feedbacks o bucles de retroalimentación, fueron aportaciones de la cibernética, que suministra modelos muy interesantes, la explicación física del nacimiento espontáneo de sistemas integrados de orden superior al de los agregados iniciales de elementos (sistemas de orden x-1) la dio el crucial descubrimiento por Ilya Prigogine de las estructuras disipativas.
A partir de dicho hallazgo, y del desarrollo subsiguiente de la Termodinámica de procesos alejados del equilibrio, la Teoría de Sistemas dejó de ser “una especulación organicista basada en un conjunto de casualidades”, para convertirse en una teoría general del orden físico que cuenta con una sólida base.
El esquema básico es el siguiente: al crecer un flujo de energía libre (o, lo que es lo mismo, al incrementarse un cierto gradiente energético) que baña un sistema, éste se adapta modificando su estructura. Dicha modificación puede ser destructiva (desestructuración completa del sistema) o constructiva, y lo segundo supone frecuentemente el surgimiento de una nueva estructuración de menor entropía (o mayor neguentropía, lo que significa “menos probable por más ordenada”). La modificación estructural se orienta siempre a permitir una disipación más eficaz del flujo energético incidente.
Modelo generalizable
En un principio, las investigaciones de Prigogine se ciñeron a sistemas químicos cuyo equilibrio reactivo inicial se rompía más allá de un cierto umbral, pero tanto él como otros investigadores se dieron cuenta de que el modelo era generalizable: de algún modo, la realidad toda respondía a esta especie de ley de la reestructuración “lejos de las condiciones de equilibrio”, a esta ley –o dinámica física legimorfa– creadora de complejidad y de diversidad cualitativa. Todo un proceso ontogenético de complejificación creciente se ponía en marcha gracias a ella.
Este no es un artículo de divulgación científica, sino de filosofía de la naturaleza, lo cual significa que lo que aquí se intenta es captar las dimensiones humanamente significativas de un proceso natural científicamente establecido que se despliega en numerosos ámbitos y a múltiples escalas. Una de tales dimensiones es el semblante teleológico del proceso en su conjunto y de determinadas realidades a las que da nacimiento.
Convergencia de teleología y teleonomía
Es bien conocida la contraposición entre teleología y teleonomía: la primera, que presupone causación final, es tenida por no científica, mientras que la segunda (causación final meramente aparente) tiende a ser admitida.
Hay algo, sin embargo, en esta esquematización típicamente racionalista, que no acaba de encajar, porque toda apariencia de finalización implica que se da de hecho –en el ente o en el proceso– una finalización.
Es decir, que si bien el proceso general que hace surgir los niveles de creciente complejidad es teleonómico (plenamente explicable por una causalidad eficiente como la puesta en juego por las estructuras disipativas), el resultado sigue siendo... una complejidad holistizante, llena de “fines vitales”, que culmina en el ser humano. Esta paradoja es una manera de formular el principio antrópico, que supone la convergencia fáctica de teleonomía y teleología.
Pero hay más: el ser viviente experimenta esos fines vitales, teleonómicamente explicables, como fines existenciales genuinos. Goza al realizarlos y sufre con su falta de realización. El goce humano y el goce animal, salvadas todas las distancias, es asimilable a la realización de los fines vitales, desde los más básicos hasta los más sutiles. Esto lo ilustra perfectamente Abraham Maslow con su escala de necesidades.
El factor subjetivo
Paralelamente, el sufrimiento humano, al igual que el animal, es no poder realizar lo que demanda la naturaleza propia, y pienso que aquí Aristóteles no ha sido superado. A mi modo de ver, la subjetividad –es decir, la conciencia, aunque sea meramente sintiente– es lo que transforma lo teleonómico en teleológico: sólo hay auténtica finalidad para el ser subjetivo, y no hay ser subjetivo sin finalidad. Lo que “desde fuera” se aprecia como teleonómico, se vive “desde dentro” como teleológico. Es esto, sin duda, lo que quería decir Whitehead cuando hablaba del self enjoyment de los sucesos-entes.
Al hacer referencia a este gran pensador anglosajón atípico, tengo la sensación de no andar lejos del hard core, del meollo de la cuestión... ¿No es la religiosidad –toda religiosidad– reconocimiento de la centralidad del ser-conciencia (del “ser, igual al pensar” de la revelación de Parménides) a nivel del individuo y del cosmos? Es esta justamente, pienso yo, la gran intuición de Teilhard y, con él, de todos los místicos.
Aunque era preciso ser, además, un gran científico y escritor para poder expresarla, tal como él lo hace, por ejemplo, en el texto siguiente: el cosmos no podría ser interpretado como un polvo de elementos inconscientes sobre los que afloraría, incomprensiblemente, la Vida, como un accidente o un moho. Sino que es, fundamental y primeramente, vivo, y toda su historia no es, en el fondo, más que un inmenso proceso psíquico, la lenta pero progresiva unión de una conciencia difusa, escapando gradualmente a las condiciones “materiales” con que la oculta secundariamente un estado inicial de extrema pluralidad. Desde este punto de vista, el Hombre, en la Naturaleza, no es más que una zona de emersión en la que culmina y se revela, precisamente, esta evolución cósmica profunda.
Hacia la reunificación
Hay, en este texto, una sugerencia de enorme interés. Lo que claramente sugiere aquí Teilhard es que la flecha del universo apunta –a través de la conciencia del ser humano– hacia la superación de una “extrema pluralidad”, es decir, hacia la reunificación. No se trata, sin embargo, de una reunificación material, como sería el caso de darse un big crunch, un regreso al punto cosmogónico inicial, sino de una unificación a la vez sistémica y psíquica.
De algún modo, la definición progresiva del espíritu está ligada a la evolución sistémica general, que implica el paso de la “extrema pluralidad” de un universo de partículas, a la unidad de un cosmos integrado.
La teoría de Sistemas, hoy en auge cada vez mayor, se ha enfrentado, durante décadas, a un considerable rechazo. La palabra clave para explicarlo es “organicismo”. Toda concepción organicista era sospechosa de no ser científica, lo que demuestra hasta qué punto es cierto que el pensamiento científico se identificaba con el reduccionismo.
Enfoque sistémico
Pero las cosas han cambiado mucho, a mi modo de ver a partir de los descubrimientos y teorizaciones de Prigogine. El neoorganicismo, ahora denominado enfoque sistémico, gana puntos de día en día.
Ahí están, sin ir más lejos, las actuales ciencias de la Tierra, de la tectónica global (termodinámicamente fundamentada) a la cada vez más prestigiosa teoría geobiológica de Gaia. Tanto es así que, hace poco, un científico español respondió a la pregunta que públicamente se le formuló, de ¿qué es, en realidad, el universo?, con estas palabras: “Un gran proceso de autoorganización” (1).
Grandes son las consecuencias filosóficas de la asimilación de la teoría de Sistemas y del Principio Sistémico. La principal, a mi entender, es la transformación en tendencia objetiva de lo que antes no era más que una intuición romántica (2) y mística.
Por lo demás, el mecanicismo no desaparece, sino que se resitúa como un punto de vista válido en ámbitos limitados y desde determinadas perspectivas. Y lo mismo sucede con el reduccionismo, valioso, por lo demás, instrumentalmente. Tiene incluso consecuencias teológicas, porque ¿no aparece ese élan autoorganizativo cósmico, racionalmente explicable –y por eso mismo...–, como un aspecto del Logos?
A nadie podrá escapar la convergencia de formas de lo religioso –y de éstas con el trasfondo de la búsqueda científica– que es susceptible de promover la toma en consideración de estos puntos de vista. Pienso que en nuestro mundo está, hoy por hoy, demasiado presente el principio empedocliano de discordia y separación como para prescindir de algo capaz de crear conexiones y vínculos.
Artículo elaborado por José Luis San Miguel de Pablos, con ocasión de la sesión del seminario de la Cátedra CTR, el 16 de noviembre de 2007.
(1) Juan Pérez Mercader, en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla. Referencia dada por Ignacio Salazar Erenchun, profesor de Filosofía de la Naturaleza en la misma Facultad.
(2) “Intuición romántica” incluso en sentido literal, puesto que el carácter orgánico, efectivo o tendencial, del cosmos era uno de los leitmotivs de la Filosofía de la Naturaleza del Romanticismo.
En su contexto compiten dos enfoques de desigual aceptación, tradicionalmente mayor la del primero, aunque la tendencia puede estar cambiando: el disociativo y el integrativo, asimilables a las dos grandes apuestas metodológicas y ontológicas que son el reduccionismo y el emergentismo sistémico.
El camino reduccionista se guía por el principio de deconstrucción, y su fórmula predilecta es “nada más que”: la Tierra no es “nada más que” un agregado de materia, un ser vivo no es “nada más que” una peculiar combinación de moléculas, la conciencia no es “nada más que” actividad eléctrica cerebral, etc.
El principio único aparece así en la base elemental, considerada “simple”, de modo que, obviamente, el reduccionismo se identifica con el programa cartesiano llevado hasta sus últimas consecuencias. De alcanzar pleno éxito, su resultado final sería la unificación de la naturaleza en su nivel más básico, accesible a través de un proceso de deconstrucción de las entidades, cuya realidad intrínseca es puesta radicalmente en entredicho.
La metafísica que presupone el reduccionismo es de tipo monista y se resume en la formulación de que “sólo lo elemental es plenamente real”. Sin embargo, conduce paradójicamente al estallido de lo existente, puesto que todo se descompone en unidades o “partículas elementales”.
El camino sistémico parte de lo más elemental que se puede identificar (que, como advierte Edgar Morin, no tiene por qué ser simple, dado que podría encerrar una infinita complejidad que escapa al observador), lo cual se entiende como un nivel de realidad x, y de su tendencia a integrar niveles de realidad superiores (x+1, x+2,... x+n).
Ontolología fuerte
Dichos niveles no son menos reales por el hecho de estar formados por entidades de los niveles inferiores, sino que su estatus ontológico es igualmente fuerte, desde el momento que ninguna entidad, de cualquier nivel, está constituida exclusivamente por las unidades de los órdenes más básicos, sino que siempre es algo más (¡las dinámicas relacionales son constitutivas!), de modo que nunca puede, en rigor, decirse que algo (un sistema) “no es más que” el catálogo de sus elementos. El todo es más que la suma de sus partes. Surge una ontología pluralista que, no obstante, abre la puerta a una concepción integralista del universo.
Si la primera concepción se remonta a los atomistas griegos y tiene en Descartes su referente principal, la segunda cuenta con raíces aun más antiguas: Heráclito y, en cierto modo, todo el panorama de los “primeros filósofos”. Se rastrea su continuidad en Aristóteles (a quien se debe, justamente, el dictum “el todo es más que la suma de las partes”) y en el cosmo-organicismo estoico. Su última gran presencia histórica, en la Naturphilosophie romántica, precede a un largo eclipsamiento de siglo y medio, hasta que Ludwig von Bertalanffy (1901 – 1972) la recupera en la Teoría de Sistemas.
Pero es un hecho que, hasta muy recientemente, los científicos de la naturaleza han apostado fuerte por el reduccionismo, y ni siquiera han sido los únicos, ya que el afán reductor se apoderó también de los especialistas en ciencias humanas. No me parece exagerado decir que, durante bastante más de un siglo, “ser racional y científico” se ha identificado con “ser reduccionista”, y ello no dejaba de tener su lógica, puesto que todo comportamiento holístico parece presuponer un “acuerdo” entre las partes, o una conexión a distancia entre ellas. Aparte del éxito tecnológico del programa reduccionista, explicable por la facilidad de manipulación que otorga.
Teoría empírica
Pese al interés que siempre mostró von Bertalanffy por las nuevas teorías científicas y desarrollos tecnológicos que podían fundamentar la Teoría de Sistemas, ésta es esencialmente empírica: implica simplemente reconocer lo que se ofrece a nuestra vista, a saber, que “entidades integran entidades” (quarks o partículas, los átomos; átomos, las moléculas; moléculas, las células, etc.). De todas formas, este reconocimiento tiene su importancia, puesto que muchas veces reconocer lo evidente es dar un paso de gigante.
Aunque algunos conceptos esenciales para la constitución de los sistemas verdaderos (holísticamente integrados), como los feedbacks o bucles de retroalimentación, fueron aportaciones de la cibernética, que suministra modelos muy interesantes, la explicación física del nacimiento espontáneo de sistemas integrados de orden superior al de los agregados iniciales de elementos (sistemas de orden x-1) la dio el crucial descubrimiento por Ilya Prigogine de las estructuras disipativas.
A partir de dicho hallazgo, y del desarrollo subsiguiente de la Termodinámica de procesos alejados del equilibrio, la Teoría de Sistemas dejó de ser “una especulación organicista basada en un conjunto de casualidades”, para convertirse en una teoría general del orden físico que cuenta con una sólida base.
El esquema básico es el siguiente: al crecer un flujo de energía libre (o, lo que es lo mismo, al incrementarse un cierto gradiente energético) que baña un sistema, éste se adapta modificando su estructura. Dicha modificación puede ser destructiva (desestructuración completa del sistema) o constructiva, y lo segundo supone frecuentemente el surgimiento de una nueva estructuración de menor entropía (o mayor neguentropía, lo que significa “menos probable por más ordenada”). La modificación estructural se orienta siempre a permitir una disipación más eficaz del flujo energético incidente.
Modelo generalizable
En un principio, las investigaciones de Prigogine se ciñeron a sistemas químicos cuyo equilibrio reactivo inicial se rompía más allá de un cierto umbral, pero tanto él como otros investigadores se dieron cuenta de que el modelo era generalizable: de algún modo, la realidad toda respondía a esta especie de ley de la reestructuración “lejos de las condiciones de equilibrio”, a esta ley –o dinámica física legimorfa– creadora de complejidad y de diversidad cualitativa. Todo un proceso ontogenético de complejificación creciente se ponía en marcha gracias a ella.
Este no es un artículo de divulgación científica, sino de filosofía de la naturaleza, lo cual significa que lo que aquí se intenta es captar las dimensiones humanamente significativas de un proceso natural científicamente establecido que se despliega en numerosos ámbitos y a múltiples escalas. Una de tales dimensiones es el semblante teleológico del proceso en su conjunto y de determinadas realidades a las que da nacimiento.
Convergencia de teleología y teleonomía
Es bien conocida la contraposición entre teleología y teleonomía: la primera, que presupone causación final, es tenida por no científica, mientras que la segunda (causación final meramente aparente) tiende a ser admitida.
Hay algo, sin embargo, en esta esquematización típicamente racionalista, que no acaba de encajar, porque toda apariencia de finalización implica que se da de hecho –en el ente o en el proceso– una finalización.
Es decir, que si bien el proceso general que hace surgir los niveles de creciente complejidad es teleonómico (plenamente explicable por una causalidad eficiente como la puesta en juego por las estructuras disipativas), el resultado sigue siendo... una complejidad holistizante, llena de “fines vitales”, que culmina en el ser humano. Esta paradoja es una manera de formular el principio antrópico, que supone la convergencia fáctica de teleonomía y teleología.
Pero hay más: el ser viviente experimenta esos fines vitales, teleonómicamente explicables, como fines existenciales genuinos. Goza al realizarlos y sufre con su falta de realización. El goce humano y el goce animal, salvadas todas las distancias, es asimilable a la realización de los fines vitales, desde los más básicos hasta los más sutiles. Esto lo ilustra perfectamente Abraham Maslow con su escala de necesidades.
El factor subjetivo
Paralelamente, el sufrimiento humano, al igual que el animal, es no poder realizar lo que demanda la naturaleza propia, y pienso que aquí Aristóteles no ha sido superado. A mi modo de ver, la subjetividad –es decir, la conciencia, aunque sea meramente sintiente– es lo que transforma lo teleonómico en teleológico: sólo hay auténtica finalidad para el ser subjetivo, y no hay ser subjetivo sin finalidad. Lo que “desde fuera” se aprecia como teleonómico, se vive “desde dentro” como teleológico. Es esto, sin duda, lo que quería decir Whitehead cuando hablaba del self enjoyment de los sucesos-entes.
Al hacer referencia a este gran pensador anglosajón atípico, tengo la sensación de no andar lejos del hard core, del meollo de la cuestión... ¿No es la religiosidad –toda religiosidad– reconocimiento de la centralidad del ser-conciencia (del “ser, igual al pensar” de la revelación de Parménides) a nivel del individuo y del cosmos? Es esta justamente, pienso yo, la gran intuición de Teilhard y, con él, de todos los místicos.
Aunque era preciso ser, además, un gran científico y escritor para poder expresarla, tal como él lo hace, por ejemplo, en el texto siguiente: el cosmos no podría ser interpretado como un polvo de elementos inconscientes sobre los que afloraría, incomprensiblemente, la Vida, como un accidente o un moho. Sino que es, fundamental y primeramente, vivo, y toda su historia no es, en el fondo, más que un inmenso proceso psíquico, la lenta pero progresiva unión de una conciencia difusa, escapando gradualmente a las condiciones “materiales” con que la oculta secundariamente un estado inicial de extrema pluralidad. Desde este punto de vista, el Hombre, en la Naturaleza, no es más que una zona de emersión en la que culmina y se revela, precisamente, esta evolución cósmica profunda.
Hacia la reunificación
Hay, en este texto, una sugerencia de enorme interés. Lo que claramente sugiere aquí Teilhard es que la flecha del universo apunta –a través de la conciencia del ser humano– hacia la superación de una “extrema pluralidad”, es decir, hacia la reunificación. No se trata, sin embargo, de una reunificación material, como sería el caso de darse un big crunch, un regreso al punto cosmogónico inicial, sino de una unificación a la vez sistémica y psíquica.
De algún modo, la definición progresiva del espíritu está ligada a la evolución sistémica general, que implica el paso de la “extrema pluralidad” de un universo de partículas, a la unidad de un cosmos integrado.
La teoría de Sistemas, hoy en auge cada vez mayor, se ha enfrentado, durante décadas, a un considerable rechazo. La palabra clave para explicarlo es “organicismo”. Toda concepción organicista era sospechosa de no ser científica, lo que demuestra hasta qué punto es cierto que el pensamiento científico se identificaba con el reduccionismo.
Enfoque sistémico
Pero las cosas han cambiado mucho, a mi modo de ver a partir de los descubrimientos y teorizaciones de Prigogine. El neoorganicismo, ahora denominado enfoque sistémico, gana puntos de día en día.
Ahí están, sin ir más lejos, las actuales ciencias de la Tierra, de la tectónica global (termodinámicamente fundamentada) a la cada vez más prestigiosa teoría geobiológica de Gaia. Tanto es así que, hace poco, un científico español respondió a la pregunta que públicamente se le formuló, de ¿qué es, en realidad, el universo?, con estas palabras: “Un gran proceso de autoorganización” (1).
Grandes son las consecuencias filosóficas de la asimilación de la teoría de Sistemas y del Principio Sistémico. La principal, a mi entender, es la transformación en tendencia objetiva de lo que antes no era más que una intuición romántica (2) y mística.
Por lo demás, el mecanicismo no desaparece, sino que se resitúa como un punto de vista válido en ámbitos limitados y desde determinadas perspectivas. Y lo mismo sucede con el reduccionismo, valioso, por lo demás, instrumentalmente. Tiene incluso consecuencias teológicas, porque ¿no aparece ese élan autoorganizativo cósmico, racionalmente explicable –y por eso mismo...–, como un aspecto del Logos?
A nadie podrá escapar la convergencia de formas de lo religioso –y de éstas con el trasfondo de la búsqueda científica– que es susceptible de promover la toma en consideración de estos puntos de vista. Pienso que en nuestro mundo está, hoy por hoy, demasiado presente el principio empedocliano de discordia y separación como para prescindir de algo capaz de crear conexiones y vínculos.
Artículo elaborado por José Luis San Miguel de Pablos, con ocasión de la sesión del seminario de la Cátedra CTR, el 16 de noviembre de 2007.
(1) Juan Pérez Mercader, en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla. Referencia dada por Ignacio Salazar Erenchun, profesor de Filosofía de la Naturaleza en la misma Facultad.
(2) “Intuición romántica” incluso en sentido literal, puesto que el carácter orgánico, efectivo o tendencial, del cosmos era uno de los leitmotivs de la Filosofía de la Naturaleza del Romanticismo.