Big-Bang: el orgasmo de los dioses
amándose en la nada (Gioconda Belli)
¿Qué es el sentido existencial? Esta cuestión puede abordarse desde el punto de vista filosófico, religioso y científico. Esto es lo que haremos en el siguiente artículo: En primer lugar, abordaremos el tema “La filosofía y el sentido existencial”; en el segundo plantearemos la cuestión de “La religión y Dios: la transcendencia”; y en el tercero ofreceremos “La ciencia y la realidad inmanente”.
La intención es generar un diálogo de la filosofía con la religión y la ciencia, desde una perspectiva hermenéutica y antropológica de fondo. La filosofía nos abre el discurso del sentido existencial desde la razón o el sentido común (crítico). Desde esta perspectiva medial de la filosofía, la religión nos aparece proyectando la idea de una transcendencia radical, mientras que la ciencia plantea la idea de una inmanencia radicada.
La conclusión reclama postular una mediación entre inmanencia y trascendencia, simbolizadas respectivamente por el cuerpo y el alma, la materia y el espíritu, en el médium del hombre y de lo humano. Y ello precisamente frente a la deshumanización de la trascendencia por la inmanencia (inmanentismo), o bien de la inmanencia por la trascendencia (trascendentalismo). Pues la trascendencia sin inmanencia es abstracción, pero la inmanencia sin trascendencia es reducción. Veámoslo paso a paso.
Toda filosofía es una filosofía de la ambigüedad, propia de la existencia del hombre en este mundo, cuya desambiguación pertenece a dos tendencias extremas y a pesar de todo complementarias: la tendencia extrema de la religión, y la tendencia extrema de la ciencia. La primera presenta como solución a nuestra ambivalencia existencial una transcendencia esencial; la segunda presenta como solución una inmanencia radical.
La dialéctica del sentido es siempre para el hombre la dualéctica entre trascendencia e inmanencia: la trascendencia simboliza humanamente la libertad, la inmanencia simboliza cósmicamente la necesidad. La clave final del universo mundo no es entonces el azar y la necesidad, como piensa la ciencia desde J. Monod, sino la libertad y la necesidad. En donde la necesidad es la base o cierre categorial, y la libertad es la altura o apertura trascendental.
1. La filosofía y el sentido existencial
La filosofía es la conciencia crítica de la realidad, conciencia hermenéutica que se basa en nuestra razón común, equiparable a nuestro sentido común (crítico). La filosofía es conciencia interpretativa, razón o sentido crítico de lo real, validado en un diálogo intersubjetivo o interhumano, que alumbra la “verdad” mediante el consenso o consentimiento libre. El baremo inicial, medial y final de semejante ejercicio crítico es el lenguaje dialógico, propio de un “parlamento” realmente democrático, al servicio de la humanización del mundo frente a su inhumanización.
En filosofía no se puede hablar en consecuencia de verdad absoluta, sino de verdad relacional (y no meramente relativista). Tampoco se puede hablar de razón absoluta, sino de razón relacional (y no meramente relativista). Y es que la razón filosófica no es una razón pura o abstracta, sino impura, encarnada: la razón-sentido, la razón humana o humanada que plantea dialógicamente el sentido existencial, es decir, el sentido de nuestra existencia como coexistencia.
En la tradición de la llamada filosofía perenne, el sentido de la existencia es colocado clásicamente en el ser, entendido como el fundamento de seres y entes, a modo de sustancia o esencia de la existencia. Esta es la visión que procede de Parménides y Aristóteles, arriba a Tomás de Aquino y finalmente a Hegel y socios. Se trata de una visión racionalista y fundamentalista de carácter ontológico o metafísico. El último heredero será M. Heidegger, el cual empero realiza una autocrítica del ser como fundamento fundamentalista de los seres o entes, declarándolo más bien como fundamento sin fundamento, fundación simbólica o fondo surreal (Abgrund) de lo real, con lo que se acerca a la filosofía oriental del ser como tao (taoísmo).
Frente a la visión clásica fundamentalista y abstraccionista de la realidad en el ser, hay otra corriente más antropológica que interpreta el ser de los seres como eros (pulsión, conatus, voluntad). En el comienzo de esta revisión están Sócrates y Platón, y más tarde san Agustín y Nicolás de Cusa, Spinoza y Schopenhauer, Nietzsche y Max Scheler. Frente a la línea aristotélica del ser como fundamento racional de los seres, la línea platónica concibe ese ser de los seres no como razón sino como co-razón: razón dialógica o cordial, cuyo hilo conductor es el amor.
Es una visión existencial según la cual, el auténtico ser de lo real no es fundamento estático sino dinámico, no es meramente actual sino potencial, no es ser sino devenir, no es razón sino relación, no es meramente entitativo sino anímico o antropológico.
Sintomáticamente ha sido M. Heidegger quien ha servido de puente entre el aristotelismo y el platonismo, entre el ser como fundamento (racional) y el ser como fundación (relacional), ya que el ser heidggeriano ya no es el fundamento entitativo o racional (racioentitativo), sino fundación transracional. De este modo Heidegger no solo media entre el ser-ente de Aristóteles y el ser-eros de Platón, sino también con el ser-amor del cristianismo. Acaso por ello el ser heideggeriano no es el fundamento inconcuso del mundo, sino el que desfundamenta el mundo cósico o reificado, en nombre de un ser dinámico y abierto (extático).
A partir de aquí el sentido de la existencia se coloca en un ser que es y no es, un ser que es eros o amor, y que el propio Heidegger lo define como “donación” (es gibt). Un tal ser-eros ya no es la clausura de lo real o su definición o confinación, sino precisamente su apertura, ya que no se encierra en lo entitativo, sino que trasciende toda cosicidad. Ello redefine el ser como relacional, el cual se concibe como apertura radical a la otredad, así pues como “otración”. Una apertura que sin embargo conlleva el estigma de diluirse o perderse mortalmente a causa de su donación contingente.
En realidad, la literatura universal hasta S. Freud pone en relación eros y thánatos, el amor y la muerte, el ser y el no-ser. Heidegger lo expresa afirmando que el ser nada o flota en la nada. Ello es así porque junto a eros está anteros, junto al amor el desamor, junto a la apertura la disolución. Digamos que eros y el amor simbolizan la vida, mientras que anteros y el desamor simbolizan la muerte. Si el amor es la apertura radical al otro/otra, o sea, a la otredad radicada, la muerte es la apertura radical a la otredad radical. Así comparecen relacionalmente, juntos, amor y muerte, como ya cantó Leopardi, según el cual la muerte es el consorte de la suerte (la vida o el amor).
Así pues el sentido de la existencia estaría en el amor, el cual estaría a su vez ontológicamente condicionado por el desamor, lo mismo que la vida por la muerte y el sentido por el sinsentido y, en definitiva, la existencia por la dexistencia. De esta guisa el ser códice, dice al mismo tiempo no-ser, el amor codice desamor, el sentido codice sinsentido, la vida codice muerte: triunfa Heráclito coafirmando que el día codice la noche. Entramos así en la dialéctica del sentido y del sinsentido, en la dualéctica del ser y del no-ser, en la diléctica del amor y la muerte, o sea, en el amor de los contrarios. Pero el amor de los contrarios dice “ambivalencia”, aquella ambivalencia que C.G.Jung tematizó como la clave de nuestra existencia en este mundo, a la vez vividores y moridores, propia de quien ama la vida y, en consecuencia, la muerte.
Filosóficamente, el sentido de la existencia comparece en su ambivalencia como una coafirmación de ser y eros, inmanencia y trascendencia, realidad y surrealidad, como podemos contemplarlo en el arquetipo o archisímbolo del amor. El cual es a la vez apertura y cierre, potencia e impotencia, donación y repliegue, heteroafirmación y autoafirmación, dar y recibir, acción y pasión, salida de sí o alteración y entrada en sí o ensimismamiento. En efecto, el amor es la vida o pro-creación, más la muerte siquiera incoada: muerte denomina el psicoanálisis al acto de amor como ofrenda oblativa. Si amar es propiamente dar la vida, dar la vida es impropiamente morir. En esta coimplicación de la vida y de la muerte, el amor cumple su sentido arquetipal como sentido existencial, un sentido sin duda esencialmente ambiguo o ambivalente, por cuanto basado en la dialéctica/dualéctica de los contrarios u opuestos.
Por lo demás, el propio Platón presenta el amor como deseo radical, una carencia siempre por llenar o rellenar, lo que le confiere un grado de insatisfacción permanente. La concepción de Spinoza sobre el deseo amoroso es más positivo que negativo, en cuanto potencia y no mera carencia, por lo cual se muestra como una auténtica satisfacción del ser, pero una satisfacción de carácter simbólico o surreal. Pues lo que el amor descubre y recubre es una desnudez, una desnudez propia que se trata de cubrir con la ajena y viceversa, la ajena con la propia.
Toda filosofía es una filosofía de la ambigüedad, propia de la existencia del hombre en este mundo, cuya desambiguación pertenece a dos tendencias extremas y a pesar de todo complementarias: la tendencia extrema de la religión, y la tendencia extrema de la ciencia. La primera presenta como solución a nuestra ambivalencia existencial una transcendencia esencial; la segunda presenta como solución una inmanencia radical. Veámoslo por partes.
amándose en la nada (Gioconda Belli)
¿Qué es el sentido existencial? Esta cuestión puede abordarse desde el punto de vista filosófico, religioso y científico. Esto es lo que haremos en el siguiente artículo: En primer lugar, abordaremos el tema “La filosofía y el sentido existencial”; en el segundo plantearemos la cuestión de “La religión y Dios: la transcendencia”; y en el tercero ofreceremos “La ciencia y la realidad inmanente”.
La intención es generar un diálogo de la filosofía con la religión y la ciencia, desde una perspectiva hermenéutica y antropológica de fondo. La filosofía nos abre el discurso del sentido existencial desde la razón o el sentido común (crítico). Desde esta perspectiva medial de la filosofía, la religión nos aparece proyectando la idea de una transcendencia radical, mientras que la ciencia plantea la idea de una inmanencia radicada.
La conclusión reclama postular una mediación entre inmanencia y trascendencia, simbolizadas respectivamente por el cuerpo y el alma, la materia y el espíritu, en el médium del hombre y de lo humano. Y ello precisamente frente a la deshumanización de la trascendencia por la inmanencia (inmanentismo), o bien de la inmanencia por la trascendencia (trascendentalismo). Pues la trascendencia sin inmanencia es abstracción, pero la inmanencia sin trascendencia es reducción. Veámoslo paso a paso.
Toda filosofía es una filosofía de la ambigüedad, propia de la existencia del hombre en este mundo, cuya desambiguación pertenece a dos tendencias extremas y a pesar de todo complementarias: la tendencia extrema de la religión, y la tendencia extrema de la ciencia. La primera presenta como solución a nuestra ambivalencia existencial una transcendencia esencial; la segunda presenta como solución una inmanencia radical.
La dialéctica del sentido es siempre para el hombre la dualéctica entre trascendencia e inmanencia: la trascendencia simboliza humanamente la libertad, la inmanencia simboliza cósmicamente la necesidad. La clave final del universo mundo no es entonces el azar y la necesidad, como piensa la ciencia desde J. Monod, sino la libertad y la necesidad. En donde la necesidad es la base o cierre categorial, y la libertad es la altura o apertura trascendental.
1. La filosofía y el sentido existencial
La filosofía es la conciencia crítica de la realidad, conciencia hermenéutica que se basa en nuestra razón común, equiparable a nuestro sentido común (crítico). La filosofía es conciencia interpretativa, razón o sentido crítico de lo real, validado en un diálogo intersubjetivo o interhumano, que alumbra la “verdad” mediante el consenso o consentimiento libre. El baremo inicial, medial y final de semejante ejercicio crítico es el lenguaje dialógico, propio de un “parlamento” realmente democrático, al servicio de la humanización del mundo frente a su inhumanización.
En filosofía no se puede hablar en consecuencia de verdad absoluta, sino de verdad relacional (y no meramente relativista). Tampoco se puede hablar de razón absoluta, sino de razón relacional (y no meramente relativista). Y es que la razón filosófica no es una razón pura o abstracta, sino impura, encarnada: la razón-sentido, la razón humana o humanada que plantea dialógicamente el sentido existencial, es decir, el sentido de nuestra existencia como coexistencia.
En la tradición de la llamada filosofía perenne, el sentido de la existencia es colocado clásicamente en el ser, entendido como el fundamento de seres y entes, a modo de sustancia o esencia de la existencia. Esta es la visión que procede de Parménides y Aristóteles, arriba a Tomás de Aquino y finalmente a Hegel y socios. Se trata de una visión racionalista y fundamentalista de carácter ontológico o metafísico. El último heredero será M. Heidegger, el cual empero realiza una autocrítica del ser como fundamento fundamentalista de los seres o entes, declarándolo más bien como fundamento sin fundamento, fundación simbólica o fondo surreal (Abgrund) de lo real, con lo que se acerca a la filosofía oriental del ser como tao (taoísmo).
Frente a la visión clásica fundamentalista y abstraccionista de la realidad en el ser, hay otra corriente más antropológica que interpreta el ser de los seres como eros (pulsión, conatus, voluntad). En el comienzo de esta revisión están Sócrates y Platón, y más tarde san Agustín y Nicolás de Cusa, Spinoza y Schopenhauer, Nietzsche y Max Scheler. Frente a la línea aristotélica del ser como fundamento racional de los seres, la línea platónica concibe ese ser de los seres no como razón sino como co-razón: razón dialógica o cordial, cuyo hilo conductor es el amor.
Es una visión existencial según la cual, el auténtico ser de lo real no es fundamento estático sino dinámico, no es meramente actual sino potencial, no es ser sino devenir, no es razón sino relación, no es meramente entitativo sino anímico o antropológico.
Sintomáticamente ha sido M. Heidegger quien ha servido de puente entre el aristotelismo y el platonismo, entre el ser como fundamento (racional) y el ser como fundación (relacional), ya que el ser heidggeriano ya no es el fundamento entitativo o racional (racioentitativo), sino fundación transracional. De este modo Heidegger no solo media entre el ser-ente de Aristóteles y el ser-eros de Platón, sino también con el ser-amor del cristianismo. Acaso por ello el ser heideggeriano no es el fundamento inconcuso del mundo, sino el que desfundamenta el mundo cósico o reificado, en nombre de un ser dinámico y abierto (extático).
A partir de aquí el sentido de la existencia se coloca en un ser que es y no es, un ser que es eros o amor, y que el propio Heidegger lo define como “donación” (es gibt). Un tal ser-eros ya no es la clausura de lo real o su definición o confinación, sino precisamente su apertura, ya que no se encierra en lo entitativo, sino que trasciende toda cosicidad. Ello redefine el ser como relacional, el cual se concibe como apertura radical a la otredad, así pues como “otración”. Una apertura que sin embargo conlleva el estigma de diluirse o perderse mortalmente a causa de su donación contingente.
En realidad, la literatura universal hasta S. Freud pone en relación eros y thánatos, el amor y la muerte, el ser y el no-ser. Heidegger lo expresa afirmando que el ser nada o flota en la nada. Ello es así porque junto a eros está anteros, junto al amor el desamor, junto a la apertura la disolución. Digamos que eros y el amor simbolizan la vida, mientras que anteros y el desamor simbolizan la muerte. Si el amor es la apertura radical al otro/otra, o sea, a la otredad radicada, la muerte es la apertura radical a la otredad radical. Así comparecen relacionalmente, juntos, amor y muerte, como ya cantó Leopardi, según el cual la muerte es el consorte de la suerte (la vida o el amor).
Así pues el sentido de la existencia estaría en el amor, el cual estaría a su vez ontológicamente condicionado por el desamor, lo mismo que la vida por la muerte y el sentido por el sinsentido y, en definitiva, la existencia por la dexistencia. De esta guisa el ser códice, dice al mismo tiempo no-ser, el amor codice desamor, el sentido codice sinsentido, la vida codice muerte: triunfa Heráclito coafirmando que el día codice la noche. Entramos así en la dialéctica del sentido y del sinsentido, en la dualéctica del ser y del no-ser, en la diléctica del amor y la muerte, o sea, en el amor de los contrarios. Pero el amor de los contrarios dice “ambivalencia”, aquella ambivalencia que C.G.Jung tematizó como la clave de nuestra existencia en este mundo, a la vez vividores y moridores, propia de quien ama la vida y, en consecuencia, la muerte.
Filosóficamente, el sentido de la existencia comparece en su ambivalencia como una coafirmación de ser y eros, inmanencia y trascendencia, realidad y surrealidad, como podemos contemplarlo en el arquetipo o archisímbolo del amor. El cual es a la vez apertura y cierre, potencia e impotencia, donación y repliegue, heteroafirmación y autoafirmación, dar y recibir, acción y pasión, salida de sí o alteración y entrada en sí o ensimismamiento. En efecto, el amor es la vida o pro-creación, más la muerte siquiera incoada: muerte denomina el psicoanálisis al acto de amor como ofrenda oblativa. Si amar es propiamente dar la vida, dar la vida es impropiamente morir. En esta coimplicación de la vida y de la muerte, el amor cumple su sentido arquetipal como sentido existencial, un sentido sin duda esencialmente ambiguo o ambivalente, por cuanto basado en la dialéctica/dualéctica de los contrarios u opuestos.
Por lo demás, el propio Platón presenta el amor como deseo radical, una carencia siempre por llenar o rellenar, lo que le confiere un grado de insatisfacción permanente. La concepción de Spinoza sobre el deseo amoroso es más positivo que negativo, en cuanto potencia y no mera carencia, por lo cual se muestra como una auténtica satisfacción del ser, pero una satisfacción de carácter simbólico o surreal. Pues lo que el amor descubre y recubre es una desnudez, una desnudez propia que se trata de cubrir con la ajena y viceversa, la ajena con la propia.
Toda filosofía es una filosofía de la ambigüedad, propia de la existencia del hombre en este mundo, cuya desambiguación pertenece a dos tendencias extremas y a pesar de todo complementarias: la tendencia extrema de la religión, y la tendencia extrema de la ciencia. La primera presenta como solución a nuestra ambivalencia existencial una transcendencia esencial; la segunda presenta como solución una inmanencia radical. Veámoslo por partes.
2. La religión: Dios y la trascendencia
La filosofía oscila y duda entre los contrarios, el sentido y el sinsentido, la vida y la muerte, el amor y el desamor. La duda es dual y la filosofía la resuelve en una dialéctica o dualéctica de contrarios conjuntados y de opuestos compuestos. Por su parte, la teología duda mucho menos que la filosofía, mientras que la propia religión convierte la duda en fe o creencia: el famoso salto kierkegaardiano no al vacío, sino al vacío relleno de sentido, desde las tinieblas hasta la luz, un salto que se ampara en la afirmación de una transcendencia real.
Lo subjetivo de la religión es la fe o fiducia, la esperanza radical, el/lo objetivo de la religión es la transcendencia de Dios o lo divino, lo sagrado o lo santo, el numen o lo numinoso. La transcendencia de Dios es la clave de bóveda de toda religión, por eso Dios puede denominarse el Absoluto, sea entendido como el totalmente Otro (K. Barth) o como el radicalmente heterogéneo (R. Otto). En ambos casos el Absoluto es el absuelto de toda inmanencia.
Y, sin embargo, esta transcendencia radical de Dios propia del monoteísmo más estricto, se relaja en el politeísmo de los muchos dioses o númenes, hasta quedar anegada en el panteísmo, en el que la transcendencia se inmanentiza mundanamente: aquí todas las cosas son parte de la divinidad como totalidad sustancial. Una posición más diferenciada la ofrece el animismo, según el cual Dios es el alma de mundo y la divinidad es el espíritu del universo.
Al final de este recorrido comparece intrigantemente el Budismo, como una especie de religión sin Dios, aunque el Dios reaparece como el silencio transcendente: vacío originario y final, nada nirvánica, ausencia radical de presencia entitativa, oquedad ontológica o concavidad de la convexidad mundana.
Ahora bien, la religión como dialéctica de transcendencia e inmanencia obtiene en el cristianismo su lugar especial o específico. El cristianismo parte de la transcendencia del Dios patriarcal del Antiguo Testamento, pero transmutado en un Dios de amor que se encarna en su Hijo y proyectado en su Espíritu en el mundo. Si la religión patriarcal del Antiguo Testamento transciende la vieja religiosidad matriarcal pagana (cananea), la religión del Nuevo Testamento inmanentiza la transcendencia patriarcal en una mediación fratriarcal de carácter igualitario o democrático. La encarnación de Dios es la encarnación de la transcendencia en la inmanencia de Jesús, el Hijo del Hombre, literalmente muerto y transliteralmente resucitado de entre los muertos.
De este modo (cristiano) el Dios como el totalmente Otro (transcendente) queda dialectizado como el no-Otro (inmanente), que es la expresión que usa al respecto Nicolás de Cusa. Dios es el Otro y el no-Otro, lo que nos conduce de nuevo a una visión ambivalente de la divinidad de carácter dialéctico o dualéctico, precisamente en cuanto “coincidencia de opuestos” (coincidentia oppositorum). Un tal Dios (cristiano) se manifiesta entonces como un Dios-cómplice, cómplice por su transcendencia respecto a la inmanencia y cómplice por su inmanencia respecto a la transcendencia.
Rudolf Otto entrevió magistralmente esta ambivalencia propia de lo divino en general, y de la divinidad cristiana en particular, al definir la religión como una religión que religa los contrarios u opuestos coimplicativamente. La experiencia religiosa es la experiencia de lo divino o santo, del numen y su numinosidad, de modo que la experiencia religiosa es una experiencia numinosa. Ahora bien, lo numinoso o sagrado es a la vez lo fascinante y lo terrible, lo sublime y lo demónico, lo transcendente y lo inmanente. En el cristianismo lo fascinante se revela en la trasfiguración de Jesús en el Tabor, mientras que lo terrible se muestra en la crucifixión de Jesús en el Gólgota. Intrigantemente, la religión cristiana es asimismo la religión del amor, un amor también numinoso en cuanto fascinante y terrible, vida y muerte, transcendente e inmanente.
Por eso el caso del amor sexual resulta a la vez fascinante (tótem) y temible (tabú) a la vez. Pero también el amor divino, como dice Lutero, es a la vez fuego que alumbra y quema. Por eso el amor cristiano recorre la pasión, muerte y resurrección del Sentido, por cuanto alcanza la gloria a través de la pasión, el cénit a través del nadir, el cielo a través del infierno, la luz a través de las tinieblas. Por la cruz a la luz, reza el adagio cristiano (per crucem ad lucem): lo cual significa que lo luminoso solo se alcanza dialécticamente mediante lo numinoso y su esencial ambivalencia existencial.
El Dios-logos del cristianismo encuentra su contrapunto en el Dios-silencio del budismo, lo mismo que el Dios-uno del monoteísmo encuentra su complementario en el Dios-plural del politeísmo. El panteísmo que lo unifica todo entitativamente encuentra su trasfiguración en el animismo que también lo unifica todo anímica o espiritualmente. Ahora bien, a diferencia de la filosofía que arriba a la trascendencia del sujeto sobre el objeto, en la religión el propio sujeto es transcendido de acuerdo al dictum místico: yo soy Otro, tal y como se revela en la comunión eucarística, en la que nuestra autotrascendencia es transcendida religiosamente, de modo que trasciendo porque soy transcendido, amo porque soy amado, vivo porque soy vivido y muero porque soy muerto. La trascendencia filosófica es sólo una trascendencia simbólica, un trascender sin transcendencia, como la llamó E. Bloch; pero la transcendencia religiosa es una transcendencia real, en el sentido de arribar a la presencia real de que habla G. Steiner en su significativa obra “Presencias reales”.
La ambivalencia del sentido en la filosofía se trasciende pues simbólicamente, culturalmente, mientras que la ambivalencia en la religión se transciende realmente, cultualmente. Es verdad que el culto religioso visto desde fuera, filosóficamente, es también simbólico o cultural, pero vivido desde dentro es litúrgico y sacramental. Por eso la sutura filosófica de la muerte es la rememoración o memoria del muerto en el tiempo; mientras que la sutura religiosa de la muerte es la resurrección o resuscitación del difunto en el horizonte espacioso de la eternidad.
A pesar de estos antagonismos, la filosofía y la religión comparten una crítica o desfundamentación del mundo meramente entitativo o exterior a través del ser o de Dios, así como a través del eros humano o del amor divino. Veamos ahora por su parte cómo la ciencia plantea la cuestión del sentido existencial, que como ya sabemos es la cuestión de la inmanencia y la transcendencia.
La filosofía oscila y duda entre los contrarios, el sentido y el sinsentido, la vida y la muerte, el amor y el desamor. La duda es dual y la filosofía la resuelve en una dialéctica o dualéctica de contrarios conjuntados y de opuestos compuestos. Por su parte, la teología duda mucho menos que la filosofía, mientras que la propia religión convierte la duda en fe o creencia: el famoso salto kierkegaardiano no al vacío, sino al vacío relleno de sentido, desde las tinieblas hasta la luz, un salto que se ampara en la afirmación de una transcendencia real.
Lo subjetivo de la religión es la fe o fiducia, la esperanza radical, el/lo objetivo de la religión es la transcendencia de Dios o lo divino, lo sagrado o lo santo, el numen o lo numinoso. La transcendencia de Dios es la clave de bóveda de toda religión, por eso Dios puede denominarse el Absoluto, sea entendido como el totalmente Otro (K. Barth) o como el radicalmente heterogéneo (R. Otto). En ambos casos el Absoluto es el absuelto de toda inmanencia.
Y, sin embargo, esta transcendencia radical de Dios propia del monoteísmo más estricto, se relaja en el politeísmo de los muchos dioses o númenes, hasta quedar anegada en el panteísmo, en el que la transcendencia se inmanentiza mundanamente: aquí todas las cosas son parte de la divinidad como totalidad sustancial. Una posición más diferenciada la ofrece el animismo, según el cual Dios es el alma de mundo y la divinidad es el espíritu del universo.
Al final de este recorrido comparece intrigantemente el Budismo, como una especie de religión sin Dios, aunque el Dios reaparece como el silencio transcendente: vacío originario y final, nada nirvánica, ausencia radical de presencia entitativa, oquedad ontológica o concavidad de la convexidad mundana.
Ahora bien, la religión como dialéctica de transcendencia e inmanencia obtiene en el cristianismo su lugar especial o específico. El cristianismo parte de la transcendencia del Dios patriarcal del Antiguo Testamento, pero transmutado en un Dios de amor que se encarna en su Hijo y proyectado en su Espíritu en el mundo. Si la religión patriarcal del Antiguo Testamento transciende la vieja religiosidad matriarcal pagana (cananea), la religión del Nuevo Testamento inmanentiza la transcendencia patriarcal en una mediación fratriarcal de carácter igualitario o democrático. La encarnación de Dios es la encarnación de la transcendencia en la inmanencia de Jesús, el Hijo del Hombre, literalmente muerto y transliteralmente resucitado de entre los muertos.
De este modo (cristiano) el Dios como el totalmente Otro (transcendente) queda dialectizado como el no-Otro (inmanente), que es la expresión que usa al respecto Nicolás de Cusa. Dios es el Otro y el no-Otro, lo que nos conduce de nuevo a una visión ambivalente de la divinidad de carácter dialéctico o dualéctico, precisamente en cuanto “coincidencia de opuestos” (coincidentia oppositorum). Un tal Dios (cristiano) se manifiesta entonces como un Dios-cómplice, cómplice por su transcendencia respecto a la inmanencia y cómplice por su inmanencia respecto a la transcendencia.
Rudolf Otto entrevió magistralmente esta ambivalencia propia de lo divino en general, y de la divinidad cristiana en particular, al definir la religión como una religión que religa los contrarios u opuestos coimplicativamente. La experiencia religiosa es la experiencia de lo divino o santo, del numen y su numinosidad, de modo que la experiencia religiosa es una experiencia numinosa. Ahora bien, lo numinoso o sagrado es a la vez lo fascinante y lo terrible, lo sublime y lo demónico, lo transcendente y lo inmanente. En el cristianismo lo fascinante se revela en la trasfiguración de Jesús en el Tabor, mientras que lo terrible se muestra en la crucifixión de Jesús en el Gólgota. Intrigantemente, la religión cristiana es asimismo la religión del amor, un amor también numinoso en cuanto fascinante y terrible, vida y muerte, transcendente e inmanente.
Por eso el caso del amor sexual resulta a la vez fascinante (tótem) y temible (tabú) a la vez. Pero también el amor divino, como dice Lutero, es a la vez fuego que alumbra y quema. Por eso el amor cristiano recorre la pasión, muerte y resurrección del Sentido, por cuanto alcanza la gloria a través de la pasión, el cénit a través del nadir, el cielo a través del infierno, la luz a través de las tinieblas. Por la cruz a la luz, reza el adagio cristiano (per crucem ad lucem): lo cual significa que lo luminoso solo se alcanza dialécticamente mediante lo numinoso y su esencial ambivalencia existencial.
El Dios-logos del cristianismo encuentra su contrapunto en el Dios-silencio del budismo, lo mismo que el Dios-uno del monoteísmo encuentra su complementario en el Dios-plural del politeísmo. El panteísmo que lo unifica todo entitativamente encuentra su trasfiguración en el animismo que también lo unifica todo anímica o espiritualmente. Ahora bien, a diferencia de la filosofía que arriba a la trascendencia del sujeto sobre el objeto, en la religión el propio sujeto es transcendido de acuerdo al dictum místico: yo soy Otro, tal y como se revela en la comunión eucarística, en la que nuestra autotrascendencia es transcendida religiosamente, de modo que trasciendo porque soy transcendido, amo porque soy amado, vivo porque soy vivido y muero porque soy muerto. La trascendencia filosófica es sólo una trascendencia simbólica, un trascender sin transcendencia, como la llamó E. Bloch; pero la transcendencia religiosa es una transcendencia real, en el sentido de arribar a la presencia real de que habla G. Steiner en su significativa obra “Presencias reales”.
La ambivalencia del sentido en la filosofía se trasciende pues simbólicamente, culturalmente, mientras que la ambivalencia en la religión se transciende realmente, cultualmente. Es verdad que el culto religioso visto desde fuera, filosóficamente, es también simbólico o cultural, pero vivido desde dentro es litúrgico y sacramental. Por eso la sutura filosófica de la muerte es la rememoración o memoria del muerto en el tiempo; mientras que la sutura religiosa de la muerte es la resurrección o resuscitación del difunto en el horizonte espacioso de la eternidad.
A pesar de estos antagonismos, la filosofía y la religión comparten una crítica o desfundamentación del mundo meramente entitativo o exterior a través del ser o de Dios, así como a través del eros humano o del amor divino. Veamos ahora por su parte cómo la ciencia plantea la cuestión del sentido existencial, que como ya sabemos es la cuestión de la inmanencia y la transcendencia.
3. La ciencia y la realidad inmanente
Hemos definido filosóficamente el sentido existencial como apertura trascendental (subjetiva o simbólica), mientras que el sentido teológico se muestra como apertura transcendental (objetiva o real). Por su parte, el sentido científico se presenta como sentido inmanente. Incluso el término sentido es reemplazado en la ciencia por el término significado, el cual adquiere una denotación empírica y una connotación racional.
La ciencia no estudia el sentido como significación simbólica o axiológica, humana, sino el sentido reducido al significado funcional de la realidad (autónoma). Con ello la ciencia plantea no el conocimiento del sentido (existencial), sino el conocimiento del funcionamiento de la realidad.
La ciencia intenta la racionalización de lo real a través de una matematización de las relaciones observables, como dice E. Cassirer, lo que implica una reducción de las variables a su función o funcionamiento. Por eso la ciencia utiliza la razón técnico-instrumental, capaz de racionalizar lo empírico mediante la definición de las realidades en su realidad extraída y abstraída. De este modo todas las aguas se reducen a su composición química como H2O.
Obviamente el peligro de la ciencia es el reduccionismo de todas las aguas al agua, así como del agua a sus meros componentes materiales.
Con ello se rebaja el sentido o significación al significado funcional, el para qué o fin al cómo o medio, la trascendencia a pura o impura inmanencia. Mientras que el reduccionismo se plantee a nivel metodológico, la ciencia está en todo su derecho de acotación funcional de un objeto: el problema surge cuando dicho reduccionismo metodológico se convierte en ideológico, de modo que el significado cósico elimina el sentido humano, el medio se convierte en fin y el funcionamiento se autoproclama como clave existencial.
La ciencia tiene el derecho de afirmar la realidad en su inmanencia frente a toda inmiscuencia de la trascendencia humana (y no digamos de la transcendencia divina), siempre que no erija su método de inmanencia en ideología inmanentista. Así autolimitada, la ciencia accede al conocimiento empírico-racional de lo real, o sea, al funcionamiento de la realidad. De este modo, la biología contemporánea puede describir y entender la vida como auténtico “motus ab intra”, es decir, como automovimiento evolutivo, cuya característica es la asimilación, el metabolismo y la reproducción, basada en la autoformación o autocreación (autopoiesis) y el autoperfeccionamiento.
Los problemas comienzan cuando algunos científicos como R. Dawkins y socios pasan de la afirmación inmanente de la vida al inmanentismo ideológico, declarando el mundo de la vida como un mundo cerrado y autosuficiente, lo cual contrasta con el propio evolucionismo abierto de la biología contemporánea de orientación darwinista. Como afirman Popper y Eccles desde su dualismo interaccionista, el peligro de semejante cientificismo es reducir la realidad inmaterial, como es la mente, a la realidad material, como es el cerebro, reduciendo así toda trascendencia a inmanencia.
Lo mismo ocurre en el caso de la física contemporánea. La actual teoría del Big-Bang afirma la explosión de la materia primordial condensada en un punto cero o vacío oscilante. El origen del universo se piensa a partir de esa nada, pero esa nada no es nada sino una nada energética, dinámica y potencial, una especie de nada simbólica y no nihilista. El conflicto surge cuando algunos científicos como el último S. Hawking y socios afirman el origen del universo a partir de la nada nihilista, interpretando ahora esa nada virtual como nada absoluta. Lo cual es recaer en el fundamentalismo de la inmanencia ideológica, por cuanto reconvierte la nada simbólica en nada real.
A partir de semejante reduccionismo, la realidad inmanente del universo se muestra como autosuficiente, tanto en su aspecto físico como vital o existencial. Toda trascendencia o transcendencia queda reducida a inmanencia, la cual aparece como un límite ilimitado e irrebasable, o sea, sin bordes ni apertura. Con ello estos científicos convierten la inmanencia metodológica en inmanentismo ideológico, al tiempo que el cierre categorial propio de la ciencia se eleva a cierre trascendental o transcendental (ocupando así una posición paradójicamente filosófica o pseudoreligiosa).
Sin embargo, esta cerrazón inmanente de la ciencia, en su racioempirismo positivista y materialista, encuentra un límite en la implicación del observador en el objeto observado, hasta el punto de que el sujeto se inmiscuye y condiciona subrepticiamente la observación objetiva del objeto, con lo cual se cuela la trascendencia del observador en la inmanencia del experimento científico.
Por si esto fuera poco, la ciencia inmanente tiene que habérselas con que las entidades físicas están atravesadas de fuerzas cuasi metafísicas, de modo que la materia es energética, mientras que la realidad corpuscular se desdobla en surrealidad ondulatoria. La realidad física aparece como realidad virtual en el límite, ya que el ser de la realidad se basa en el famoso vacío cuántico que, como adujimos, no es nada sino una nada potencial.
A todo ello hay que añadir finalmente que la propia conciencia inmanente de la realidad por parte de la ciencia llega a sustantivizar lo accidental, esencializando lo existencial y divinizando lo demónico. En efecto, la vieja divinidad de la causalidad clásica queda hoy aparcada, y en su lugar se yergue la casualidad del mero azar físico y la espontaneidad vital. Según el emergentismo científico, la vida emerge de lo no-vivo por una serie de accidentes, casualidades y azares, lo cual conecta la vida a una especie de realización mágica: paradójica y contradictoria con la racionalidad científica.
Si el peligro religioso consiste en negar la inmanencia y renegar de la realidad inmanente del mundo y de la vida, el peligro de la ciencia está en renegar de toda trascendencia y transcendencia. Mas ya Einstein afirmaba que la religión sin la ciencia es ciega, pero la ciencia sin la religión es coja.
De este modo, la ciencia está en su derecho de inmanencia siempre que no recaiga en el inmanentismo como ideología dogmática; por su parte, la religión está en su derecho de transcendencia siempre que no recaiga en el transcendentalismo o sobrenaturalismo impuesto, ya que la religión no es ciencia, sino una fe o creencia libremente asumida como apertura radical por sus cultivadores. En ambos casos, la filosofía como racionalidad humana medial marca la coafirmación de la inmanencia científica y de la apertura tanto trascendental (humana) como en su caso límite divina.
Hemos definido filosóficamente el sentido existencial como apertura trascendental (subjetiva o simbólica), mientras que el sentido teológico se muestra como apertura transcendental (objetiva o real). Por su parte, el sentido científico se presenta como sentido inmanente. Incluso el término sentido es reemplazado en la ciencia por el término significado, el cual adquiere una denotación empírica y una connotación racional.
La ciencia no estudia el sentido como significación simbólica o axiológica, humana, sino el sentido reducido al significado funcional de la realidad (autónoma). Con ello la ciencia plantea no el conocimiento del sentido (existencial), sino el conocimiento del funcionamiento de la realidad.
La ciencia intenta la racionalización de lo real a través de una matematización de las relaciones observables, como dice E. Cassirer, lo que implica una reducción de las variables a su función o funcionamiento. Por eso la ciencia utiliza la razón técnico-instrumental, capaz de racionalizar lo empírico mediante la definición de las realidades en su realidad extraída y abstraída. De este modo todas las aguas se reducen a su composición química como H2O.
Obviamente el peligro de la ciencia es el reduccionismo de todas las aguas al agua, así como del agua a sus meros componentes materiales.
Con ello se rebaja el sentido o significación al significado funcional, el para qué o fin al cómo o medio, la trascendencia a pura o impura inmanencia. Mientras que el reduccionismo se plantee a nivel metodológico, la ciencia está en todo su derecho de acotación funcional de un objeto: el problema surge cuando dicho reduccionismo metodológico se convierte en ideológico, de modo que el significado cósico elimina el sentido humano, el medio se convierte en fin y el funcionamiento se autoproclama como clave existencial.
La ciencia tiene el derecho de afirmar la realidad en su inmanencia frente a toda inmiscuencia de la trascendencia humana (y no digamos de la transcendencia divina), siempre que no erija su método de inmanencia en ideología inmanentista. Así autolimitada, la ciencia accede al conocimiento empírico-racional de lo real, o sea, al funcionamiento de la realidad. De este modo, la biología contemporánea puede describir y entender la vida como auténtico “motus ab intra”, es decir, como automovimiento evolutivo, cuya característica es la asimilación, el metabolismo y la reproducción, basada en la autoformación o autocreación (autopoiesis) y el autoperfeccionamiento.
Los problemas comienzan cuando algunos científicos como R. Dawkins y socios pasan de la afirmación inmanente de la vida al inmanentismo ideológico, declarando el mundo de la vida como un mundo cerrado y autosuficiente, lo cual contrasta con el propio evolucionismo abierto de la biología contemporánea de orientación darwinista. Como afirman Popper y Eccles desde su dualismo interaccionista, el peligro de semejante cientificismo es reducir la realidad inmaterial, como es la mente, a la realidad material, como es el cerebro, reduciendo así toda trascendencia a inmanencia.
Lo mismo ocurre en el caso de la física contemporánea. La actual teoría del Big-Bang afirma la explosión de la materia primordial condensada en un punto cero o vacío oscilante. El origen del universo se piensa a partir de esa nada, pero esa nada no es nada sino una nada energética, dinámica y potencial, una especie de nada simbólica y no nihilista. El conflicto surge cuando algunos científicos como el último S. Hawking y socios afirman el origen del universo a partir de la nada nihilista, interpretando ahora esa nada virtual como nada absoluta. Lo cual es recaer en el fundamentalismo de la inmanencia ideológica, por cuanto reconvierte la nada simbólica en nada real.
A partir de semejante reduccionismo, la realidad inmanente del universo se muestra como autosuficiente, tanto en su aspecto físico como vital o existencial. Toda trascendencia o transcendencia queda reducida a inmanencia, la cual aparece como un límite ilimitado e irrebasable, o sea, sin bordes ni apertura. Con ello estos científicos convierten la inmanencia metodológica en inmanentismo ideológico, al tiempo que el cierre categorial propio de la ciencia se eleva a cierre trascendental o transcendental (ocupando así una posición paradójicamente filosófica o pseudoreligiosa).
Sin embargo, esta cerrazón inmanente de la ciencia, en su racioempirismo positivista y materialista, encuentra un límite en la implicación del observador en el objeto observado, hasta el punto de que el sujeto se inmiscuye y condiciona subrepticiamente la observación objetiva del objeto, con lo cual se cuela la trascendencia del observador en la inmanencia del experimento científico.
Por si esto fuera poco, la ciencia inmanente tiene que habérselas con que las entidades físicas están atravesadas de fuerzas cuasi metafísicas, de modo que la materia es energética, mientras que la realidad corpuscular se desdobla en surrealidad ondulatoria. La realidad física aparece como realidad virtual en el límite, ya que el ser de la realidad se basa en el famoso vacío cuántico que, como adujimos, no es nada sino una nada potencial.
A todo ello hay que añadir finalmente que la propia conciencia inmanente de la realidad por parte de la ciencia llega a sustantivizar lo accidental, esencializando lo existencial y divinizando lo demónico. En efecto, la vieja divinidad de la causalidad clásica queda hoy aparcada, y en su lugar se yergue la casualidad del mero azar físico y la espontaneidad vital. Según el emergentismo científico, la vida emerge de lo no-vivo por una serie de accidentes, casualidades y azares, lo cual conecta la vida a una especie de realización mágica: paradójica y contradictoria con la racionalidad científica.
Si el peligro religioso consiste en negar la inmanencia y renegar de la realidad inmanente del mundo y de la vida, el peligro de la ciencia está en renegar de toda trascendencia y transcendencia. Mas ya Einstein afirmaba que la religión sin la ciencia es ciega, pero la ciencia sin la religión es coja.
De este modo, la ciencia está en su derecho de inmanencia siempre que no recaiga en el inmanentismo como ideología dogmática; por su parte, la religión está en su derecho de transcendencia siempre que no recaiga en el transcendentalismo o sobrenaturalismo impuesto, ya que la religión no es ciencia, sino una fe o creencia libremente asumida como apertura radical por sus cultivadores. En ambos casos, la filosofía como racionalidad humana medial marca la coafirmación de la inmanencia científica y de la apertura tanto trascendental (humana) como en su caso límite divina.
Conclusiones: Trascendencia e inmanencia
En la filosofía el sentido existencial aparece como el ser de los seres, el cual se revela como eros dialéctico y finalmente se simboliza como amor antropológico. Ser, eros y amor dicen apertura trascendental, una apertura que no se cierra ni en el caso límite de la muerte, la cual dice apertura radical a la otredad radical.
En la religión el sentido existencial aparece no ya como trascendencia simbólica, sino como transcendencia real, encarnada por el Dios radicalmente Otro y al mismo tiempo radicado, de modo que la transcendencia se inmanentiza a través de la encarnación, tal y como comparece específicamente en el cristianismo. También aquí Dios dice amor (transcendente), un amor cuya afirmación empero es negación, autoaniquilación o vaciamiento (como dice san Pablo).
En la ciencia el sentido existencial aparece como pura/impura inmanencia, en cuanto afirmación de la realidad inmanente en sus propias dimensiones intrascendentes, de acuerdo al imperativo científico del cierre categorial, a menudo reconvertido ideológicamente en cierre trascendental. Sin embargo este cierre categorial es metodológico y no ideológico, por ello no puede evitarse que la inmanencia científica se abra a la trascendencia que va de la materia a la vida, así como a la transcendencia que va de la vida a la conciencia espiritual. El irrecusable término clásico/tradicional del “alma” significa en este contexto la trascendencia interior o intratrascendencia de toda inmanencia, así como la apertura radical a la otredad.
De este modo coafirmamos al mismo tiempo la realidad inmanente y la surrealidad trascendente, simbolizada por el ser, el alma y el amor que la inhabita. El principio antropotópico o antropológico, o sea, la presencia del hombre en el cosmos es la presencia de la conciencia anímica o espiritual, que trasciende toda inmanencia materialista de signo reduccionista. El sentido existencial se afirma entonces como inmanencia y trascendencia, cierre y apertura, realidad y conciencia de la realidad. Ello nos conduce a una visión ambivalente del sentido, el cual encarna la experiencia de la realidad-límite, sagrada o numinosa: a la vez divina o fascinante y demónica o terrible, poder transcendente e (im)potencia inmanente, positividad y negatividad.
Esta visión hermenéutica del sentido atravesado por el sinsentido y la muerte, pero no aniquilada por ellos, revierte en la coimplicación de los contrarios. Aquí se vislumbra la clave del enigma de nuestro universo, en su doble aspecto cósmico y humano. La dialéctica del sentido es la dualéctica entre trascendencia e inmanencia: la trascendencia simboliza humanamente la libertad, la inmanencia simboliza cósmicamente la necesidad. La clave final del universo mundo no es entonces el azar y la necesidad, como piensa la ciencia desde J. Monod, sino la libertad y la necesidad. En donde la necesidad es la base o cierre categorial, y la libertad es la altura o apertura trascendental.
Colofón: Dialéctica del sentido
Al finalizar nuestro recorrido podemos concluir dialécticamente que la afirmación del sentido es la asunción de su negación, así como la negación del sentido es la asunción de su afirmación. El sentido asume el sinsentido, y el sinsentido asume el sentido: esta es la dialéctica que recorre el ser y la nada, el amor y el dolor, la vida y la muerte.
Se trata de una dialéctica filosófica, pero que reaparece en la religión como dialéctica del Dios transcendente e inmanente, potente e impotente, vivo y muerto. Como afirmó D. Bonhoeffer en situación límite, ser religioso (cristiano) significa ser hombre, es decir, ser humano: lo cual es como decir que ser transcendente es ser inmanente.
Finalmente, la propia ciencia contemporánea ofrece una versión dialéctica de la inmanencia que investiga objetivamente, así como de la trascendencia del sujeto que se le cuela en la investigación subrepticiamente. Incluso la ciencia tiene que mantener una apertura no solo trascendental propia del sujeto, sino incluso transcendental o cuasi religiosa, apertura radical, si no quiere recaer en un inmanentismo divinizado o en un reduccionismo dogmático. Por eso Einstein no proyectaba un Dios absoluto, pero sí una divinidad relacional al modo spinoziano.
Cuando S. Hawking afirma que el universo se crea creando, está repitiendo sin acaso saberlo la vieja definición del Dios que se crea creando, según la formulación de Escoto Erígena. De esta guisa, la autocreación del mundo en la ciencia se muestra como cuasi divina, por lo que remite a una especie de creación divina o transcendente siquiera inmanente o inmanentizada. Pues la cuestión radical no es el ente sino el ser, no es la realidad cósica o bruta meramente inmanente, sino el hecho trascendental de ser, como afirmaron al unísono Wittgenstein y Heidegger. La cuestión es la creación y no la mera producción, el amor anímico o espiritual y no la mera procreación material.
Concluimos pues coafirmando hermenéuticamente la necesidad de cultivar la apertura y el cierre, la trascendencia y la inmanencia. Como afirmó el viejo Chesterton, para comer necesitamos a la vez abrir y cerrar la boca, recibir y manipular. Sin embargo, diferimos en la preferencia por el cerrar propia del viejo escritor anglo-católico, y propugnamos la apertura como más importante que la clausura.
Esta importancia se muestra bien en el respirar como acto vital por excelencia, en el que inspirar y espirar son exigidos simultáneamente para sobrevivir. Pero uno piensa que la inspiración o abrimiento existencial es aún más importante que la espiración o vaciamiento, ya que como su propio nombre indica el inspirar inspira vida, mientras que el espirar nos acerca real y simbólicamente a la expiración mortal: la cual es sin duda la expiación de nuestra existencia en este mundo.
En la filosofía el sentido existencial aparece como el ser de los seres, el cual se revela como eros dialéctico y finalmente se simboliza como amor antropológico. Ser, eros y amor dicen apertura trascendental, una apertura que no se cierra ni en el caso límite de la muerte, la cual dice apertura radical a la otredad radical.
En la religión el sentido existencial aparece no ya como trascendencia simbólica, sino como transcendencia real, encarnada por el Dios radicalmente Otro y al mismo tiempo radicado, de modo que la transcendencia se inmanentiza a través de la encarnación, tal y como comparece específicamente en el cristianismo. También aquí Dios dice amor (transcendente), un amor cuya afirmación empero es negación, autoaniquilación o vaciamiento (como dice san Pablo).
En la ciencia el sentido existencial aparece como pura/impura inmanencia, en cuanto afirmación de la realidad inmanente en sus propias dimensiones intrascendentes, de acuerdo al imperativo científico del cierre categorial, a menudo reconvertido ideológicamente en cierre trascendental. Sin embargo este cierre categorial es metodológico y no ideológico, por ello no puede evitarse que la inmanencia científica se abra a la trascendencia que va de la materia a la vida, así como a la transcendencia que va de la vida a la conciencia espiritual. El irrecusable término clásico/tradicional del “alma” significa en este contexto la trascendencia interior o intratrascendencia de toda inmanencia, así como la apertura radical a la otredad.
De este modo coafirmamos al mismo tiempo la realidad inmanente y la surrealidad trascendente, simbolizada por el ser, el alma y el amor que la inhabita. El principio antropotópico o antropológico, o sea, la presencia del hombre en el cosmos es la presencia de la conciencia anímica o espiritual, que trasciende toda inmanencia materialista de signo reduccionista. El sentido existencial se afirma entonces como inmanencia y trascendencia, cierre y apertura, realidad y conciencia de la realidad. Ello nos conduce a una visión ambivalente del sentido, el cual encarna la experiencia de la realidad-límite, sagrada o numinosa: a la vez divina o fascinante y demónica o terrible, poder transcendente e (im)potencia inmanente, positividad y negatividad.
Esta visión hermenéutica del sentido atravesado por el sinsentido y la muerte, pero no aniquilada por ellos, revierte en la coimplicación de los contrarios. Aquí se vislumbra la clave del enigma de nuestro universo, en su doble aspecto cósmico y humano. La dialéctica del sentido es la dualéctica entre trascendencia e inmanencia: la trascendencia simboliza humanamente la libertad, la inmanencia simboliza cósmicamente la necesidad. La clave final del universo mundo no es entonces el azar y la necesidad, como piensa la ciencia desde J. Monod, sino la libertad y la necesidad. En donde la necesidad es la base o cierre categorial, y la libertad es la altura o apertura trascendental.
Colofón: Dialéctica del sentido
Al finalizar nuestro recorrido podemos concluir dialécticamente que la afirmación del sentido es la asunción de su negación, así como la negación del sentido es la asunción de su afirmación. El sentido asume el sinsentido, y el sinsentido asume el sentido: esta es la dialéctica que recorre el ser y la nada, el amor y el dolor, la vida y la muerte.
Se trata de una dialéctica filosófica, pero que reaparece en la religión como dialéctica del Dios transcendente e inmanente, potente e impotente, vivo y muerto. Como afirmó D. Bonhoeffer en situación límite, ser religioso (cristiano) significa ser hombre, es decir, ser humano: lo cual es como decir que ser transcendente es ser inmanente.
Finalmente, la propia ciencia contemporánea ofrece una versión dialéctica de la inmanencia que investiga objetivamente, así como de la trascendencia del sujeto que se le cuela en la investigación subrepticiamente. Incluso la ciencia tiene que mantener una apertura no solo trascendental propia del sujeto, sino incluso transcendental o cuasi religiosa, apertura radical, si no quiere recaer en un inmanentismo divinizado o en un reduccionismo dogmático. Por eso Einstein no proyectaba un Dios absoluto, pero sí una divinidad relacional al modo spinoziano.
Cuando S. Hawking afirma que el universo se crea creando, está repitiendo sin acaso saberlo la vieja definición del Dios que se crea creando, según la formulación de Escoto Erígena. De esta guisa, la autocreación del mundo en la ciencia se muestra como cuasi divina, por lo que remite a una especie de creación divina o transcendente siquiera inmanente o inmanentizada. Pues la cuestión radical no es el ente sino el ser, no es la realidad cósica o bruta meramente inmanente, sino el hecho trascendental de ser, como afirmaron al unísono Wittgenstein y Heidegger. La cuestión es la creación y no la mera producción, el amor anímico o espiritual y no la mera procreación material.
Concluimos pues coafirmando hermenéuticamente la necesidad de cultivar la apertura y el cierre, la trascendencia y la inmanencia. Como afirmó el viejo Chesterton, para comer necesitamos a la vez abrir y cerrar la boca, recibir y manipular. Sin embargo, diferimos en la preferencia por el cerrar propia del viejo escritor anglo-católico, y propugnamos la apertura como más importante que la clausura.
Esta importancia se muestra bien en el respirar como acto vital por excelencia, en el que inspirar y espirar son exigidos simultáneamente para sobrevivir. Pero uno piensa que la inspiración o abrimiento existencial es aún más importante que la espiración o vaciamiento, ya que como su propio nombre indica el inspirar inspira vida, mientras que el espirar nos acerca real y simbólicamente a la expiración mortal: la cual es sin duda la expiación de nuestra existencia en este mundo.
Bibliografía mínima:
---Sócrates-Platón (El Banquete).
---Aristóteles (Metafísica).
---Escoto Erígena (Periphyseon-Sobre la naturaleza).
---B. Spinoza (Ética).
---M. Heidegger (Carta sobre el humanismo).
---L. Wittgenstein (Obra completa, edición de I. Reguera).
---M. Eliade (Tratado de historia de las religiones).
---R. Otto (Lo santo).
---C.G. Jung (Mysterium coniunctionis)
---S. Hawking (Historia del tiempo, así como El gran Diseño).
---R. Dawkins (El espejismo de Dios).
---K. Popper y J. Eccles (El yo y su cerebro).
---J. Monod (El azar y la necesidad).
---E. Cassirer (Filosofía de las formas simbólicas).
---G. Durand (Las imaginación simbólica).
---E. Trias (Filosofía del límite).
---M. Beuchot (Hermenéutica de la encrucijada).
---A. Ortiz-Osés (Metafísica del sentido, así como Amor y sentido).
---En la red pueden consultarse al respecto: mis artículos en Tendencias21 (Tendencias21 de las Religiones), así como el Blog Fratría (Religión Digital).
---Sócrates-Platón (El Banquete).
---Aristóteles (Metafísica).
---Escoto Erígena (Periphyseon-Sobre la naturaleza).
---B. Spinoza (Ética).
---M. Heidegger (Carta sobre el humanismo).
---L. Wittgenstein (Obra completa, edición de I. Reguera).
---M. Eliade (Tratado de historia de las religiones).
---R. Otto (Lo santo).
---C.G. Jung (Mysterium coniunctionis)
---S. Hawking (Historia del tiempo, así como El gran Diseño).
---R. Dawkins (El espejismo de Dios).
---K. Popper y J. Eccles (El yo y su cerebro).
---J. Monod (El azar y la necesidad).
---E. Cassirer (Filosofía de las formas simbólicas).
---G. Durand (Las imaginación simbólica).
---E. Trias (Filosofía del límite).
---M. Beuchot (Hermenéutica de la encrucijada).
---A. Ortiz-Osés (Metafísica del sentido, así como Amor y sentido).
---En la red pueden consultarse al respecto: mis artículos en Tendencias21 (Tendencias21 de las Religiones), así como el Blog Fratría (Religión Digital).
Artículo elaborado por Andrés Ortiz-Osés, Universidad de Deusto, Bilbao, y colaborador de Tendencias21 de las Religiones.