Imagen: Jesse-lee Lang. Fuente: PhotoXpress.
El ser humano siempre ha estado buscando su identidad y su lugar en el mundo. De entenderse en referencia a lo divino y trascendente (imagen e hijo de Dios), ha ido pasando a considerarse el dueño y señor de la creación (Renacimiento y Modernidad), para finalmente descubrirse como una especie más del proceso evolutivo (darwinismo).
El progresivo descentramiento de lo humano es evidente, pero no queda claro si este afincamiento en el barro de lo mundano significa el definitivo destronamiento ontológico y ético de los humanos, algo por lo que ciertos intelectuales del momento claman y se afanan, o simplemente la naturalización de nuestra realidad.
Esta discusión se ha solido situar alrededor de la idea de humanismo, postura que defendía la centralidad de lo humano, frente a múltiples tipos de posturas anti-humanistas, que han abogado por reducir al ser humano a una realidad más del universo.
Reformular la imagen del hombre
La otra cara de las reflexiones sobre el diálogo de las dos culturas se centra, como ya lo dijimos (en nuestro artículo de la primera semana de junio), en dilucidar si los avances de las ciencias, con el predominio (legítimo, según algunos) de la metodología científica sobre la humanística, no nos tiene que llevar a un cambio cualitativo de la imagen del ser humano y de su diferencia ontológica y ética respecto al resto de las demás realidades mundanas, según la premisa del humanismo tradicional.
La búsqueda permanente de identidad
El ser humano siempre ha estado buscando su identidad y su lugar en el mundo. De entenderse en referencia a lo divino y trascendente (imagen e hijo de Dios), ha ido pasando a considerarse el dueño y señor de la creación (Renacimiento y Modernidad), para finalmente descubrirse como una especie más del proceso evolutivo (darwinismo).
El progresivo descentramiento de lo humano es evidente, pero no queda claro si este afincamiento en el barro de lo mundano significa el definitivo destronamiento ontológico y ético de los humanos, algo por lo que ciertos intelectuales del momento claman y se afanan, o simplemente la naturalización de nuestra realidad. Está claro que las nuevas aportaciones científicas están suponiendo un importante acomodo de la imagen que teníamos de nosotros, pero ello no tiene por qué desembocar en la renuncia a nuestra singularidad ontológica y ética, así como suponer un cambio drástico de nuestro paradigma antropológico.
Esta discusión se ha solido situar alrededor de la idea de humanismo, postura que defendía la centralidad de lo humano, frente a múltiples tipos de posturas anti-humanistas, que han abogado por reducir al ser humano a una realidad más del universo. Ahora bien, en la actualidad, debido a la predominancia de la visión científica de la realidad, esta disputa sobre el humanismo está cobrando una actualidad y dirección un tanto diferentes, a la vez que llena de facetas de gran interés, en la medida en que esta disputa, suscitada en gran medida desde el ámbito de la ciencia, va íntimamente unida a la cuestión epistemológica de cómo conjugar y establecer una nueva alianza entre ciencias y humanidades.
Los avatares del humanismo
La palabra y el concepto de humanismo han sido manejados de formas muy diversas, pasando de ser una idea aceptada y prestigiosa, a ser criticada, unas veces por insuficiente, y otras, por incorrecta. Si durante la antigüedad y el medievo el ser humano se comprendía a sí mismo en relación a lo trascendente, a lo divino, el Renacimiento se presenta como el inicio de un viraje decisivo [1].
El humanismo clásico parte de que el hombre ocupa el centro de la realidad. Pero se trata de un término polisemántico, respecto al cual hay que distinguir de entrada, como indica M. Morey, entre el sentido histórico y el teórico/filosófico. En su sentido histórico, el humanismo es el movimiento cultural que surge en la Italia de la segunda mitad del siglo XIV, extendiéndose por toda Europa durante los siglos siguientes, constituyendo la base central de la cultura europea. La base de este movimiento es el cambio de la mira teocéntrica sobre la realidad, constitutiva de la edad antigua y medieval, por otra antropocéntrica.
Si hacemos referencia a la vertiente filosófica del humanismo, se define por la atribución al ser humano de una serie de valores y atributos que le confieren una especial dignidad y centralidad respecto al resto de las realidades mundanas. En concreto, se insiste en la igualdad y dignidad de los humanos, la confianza en la racionalidad humana para desentrañar todos los enigmas de la realidad, esperanza absoluta en el progreso humano, y confianza en que se podrá ir construyendo una sociedad democrática en la que todos los humanos serán tratados con igual dignidad y respeto a sus decisiones.
Claro que todas estas facetas del humanismo no surgieron de forma explícita en la época renacentista, sino que se fueron desenvolviendo y enriqueciendo en siglos posteriores, hasta llegar a nuestra época. El primer humanismo renacentista no supuso adoptar la centralidad de lo humano en conflicto con la cosmovisión religiosa, sino que la visión admirativa que se proyectaba sobre lo humano no estaba en conflicto con su condición de creatura de Dios. Basta que nos acerquemos a la lectura de cualquiera de los humanistas del Renacimiento, como es el caso ejemplar de Pico de la Mirándola [2], para que veamos que esto es así.
Eso no quita que la focalización preferente en el hombre y en lo mundano, se irá orientando poco a poco hacia una autosuficiencia del mundo, que traerá como consecuencia la idea de un Dios superfluo, casi innecesario, limitado tan sólo a poner en funcionamiento la extraordinaria maquinaria del universo (deísmo). La etapa final de esta deriva se consumará en el siglo XIX, cuando emerjan los denominados humanismos ateos, como expresión del giro antropocéntrico y crítico realizado sobre la filosofía hegeliana. Es el caso de Feuerbach, Nietzsche y Marx, y después Freud, para quienes la relación entre el hombre y Dios se da de forma conflictiva: la existencia de Dios se experimenta como un obstáculo para la dignidad y realización humana.
El progresivo descentramiento de lo humano es evidente, pero no queda claro si este afincamiento en el barro de lo mundano significa el definitivo destronamiento ontológico y ético de los humanos, algo por lo que ciertos intelectuales del momento claman y se afanan, o simplemente la naturalización de nuestra realidad.
Esta discusión se ha solido situar alrededor de la idea de humanismo, postura que defendía la centralidad de lo humano, frente a múltiples tipos de posturas anti-humanistas, que han abogado por reducir al ser humano a una realidad más del universo.
Reformular la imagen del hombre
La otra cara de las reflexiones sobre el diálogo de las dos culturas se centra, como ya lo dijimos (en nuestro artículo de la primera semana de junio), en dilucidar si los avances de las ciencias, con el predominio (legítimo, según algunos) de la metodología científica sobre la humanística, no nos tiene que llevar a un cambio cualitativo de la imagen del ser humano y de su diferencia ontológica y ética respecto al resto de las demás realidades mundanas, según la premisa del humanismo tradicional.
La búsqueda permanente de identidad
El ser humano siempre ha estado buscando su identidad y su lugar en el mundo. De entenderse en referencia a lo divino y trascendente (imagen e hijo de Dios), ha ido pasando a considerarse el dueño y señor de la creación (Renacimiento y Modernidad), para finalmente descubrirse como una especie más del proceso evolutivo (darwinismo).
El progresivo descentramiento de lo humano es evidente, pero no queda claro si este afincamiento en el barro de lo mundano significa el definitivo destronamiento ontológico y ético de los humanos, algo por lo que ciertos intelectuales del momento claman y se afanan, o simplemente la naturalización de nuestra realidad. Está claro que las nuevas aportaciones científicas están suponiendo un importante acomodo de la imagen que teníamos de nosotros, pero ello no tiene por qué desembocar en la renuncia a nuestra singularidad ontológica y ética, así como suponer un cambio drástico de nuestro paradigma antropológico.
Esta discusión se ha solido situar alrededor de la idea de humanismo, postura que defendía la centralidad de lo humano, frente a múltiples tipos de posturas anti-humanistas, que han abogado por reducir al ser humano a una realidad más del universo. Ahora bien, en la actualidad, debido a la predominancia de la visión científica de la realidad, esta disputa sobre el humanismo está cobrando una actualidad y dirección un tanto diferentes, a la vez que llena de facetas de gran interés, en la medida en que esta disputa, suscitada en gran medida desde el ámbito de la ciencia, va íntimamente unida a la cuestión epistemológica de cómo conjugar y establecer una nueva alianza entre ciencias y humanidades.
Los avatares del humanismo
La palabra y el concepto de humanismo han sido manejados de formas muy diversas, pasando de ser una idea aceptada y prestigiosa, a ser criticada, unas veces por insuficiente, y otras, por incorrecta. Si durante la antigüedad y el medievo el ser humano se comprendía a sí mismo en relación a lo trascendente, a lo divino, el Renacimiento se presenta como el inicio de un viraje decisivo [1].
El humanismo clásico parte de que el hombre ocupa el centro de la realidad. Pero se trata de un término polisemántico, respecto al cual hay que distinguir de entrada, como indica M. Morey, entre el sentido histórico y el teórico/filosófico. En su sentido histórico, el humanismo es el movimiento cultural que surge en la Italia de la segunda mitad del siglo XIV, extendiéndose por toda Europa durante los siglos siguientes, constituyendo la base central de la cultura europea. La base de este movimiento es el cambio de la mira teocéntrica sobre la realidad, constitutiva de la edad antigua y medieval, por otra antropocéntrica.
Si hacemos referencia a la vertiente filosófica del humanismo, se define por la atribución al ser humano de una serie de valores y atributos que le confieren una especial dignidad y centralidad respecto al resto de las realidades mundanas. En concreto, se insiste en la igualdad y dignidad de los humanos, la confianza en la racionalidad humana para desentrañar todos los enigmas de la realidad, esperanza absoluta en el progreso humano, y confianza en que se podrá ir construyendo una sociedad democrática en la que todos los humanos serán tratados con igual dignidad y respeto a sus decisiones.
Claro que todas estas facetas del humanismo no surgieron de forma explícita en la época renacentista, sino que se fueron desenvolviendo y enriqueciendo en siglos posteriores, hasta llegar a nuestra época. El primer humanismo renacentista no supuso adoptar la centralidad de lo humano en conflicto con la cosmovisión religiosa, sino que la visión admirativa que se proyectaba sobre lo humano no estaba en conflicto con su condición de creatura de Dios. Basta que nos acerquemos a la lectura de cualquiera de los humanistas del Renacimiento, como es el caso ejemplar de Pico de la Mirándola [2], para que veamos que esto es así.
Eso no quita que la focalización preferente en el hombre y en lo mundano, se irá orientando poco a poco hacia una autosuficiencia del mundo, que traerá como consecuencia la idea de un Dios superfluo, casi innecesario, limitado tan sólo a poner en funcionamiento la extraordinaria maquinaria del universo (deísmo). La etapa final de esta deriva se consumará en el siglo XIX, cuando emerjan los denominados humanismos ateos, como expresión del giro antropocéntrico y crítico realizado sobre la filosofía hegeliana. Es el caso de Feuerbach, Nietzsche y Marx, y después Freud, para quienes la relación entre el hombre y Dios se da de forma conflictiva: la existencia de Dios se experimenta como un obstáculo para la dignidad y realización humana.
Un abanico de anti-humanismos
Ahora bien, a pesar del carácter claramente antropocéntrico de la modernidad, el progresivo desarrollo de las ciencias, pero también de la filosofía, irá minando esta supuesta centralidad de lo humano en la cosmovisión contemporánea. Ya en fechas recientes empiezan a proliferar las críticas al humanismo y la presencia de múltiples teorías anti-humanistas, de muy diferente perfil y contenido, que constituyen un claro reflejo de la complejidad de lo humano y de la amplitud de perspectivas desde las que se puede y se ha intentado dar cuenta de su realidad.
Pero es fundamental distinguir entre dos grandes tipos de anti-humanismos: los reduccionistas (su pretensión es disolver lo humano en otra realidad mundana) y los críticos (su crítica al humanismo se realiza en función de una nueva visión de lo humano, sin pretender disolverlo en otra instancia extra-humana).
Los anti-humanismos reduccionistas
Se suele hacer referencia a las palabras de Freud respecto a los tres grandes golpes recibidos por la complacencia narcisista de los humanos a su pretensión de ser el centro del universo: la superación del heliocentrismo por el geocentrismo de la mano de Copérnico y Galileo; la teoría de la selección natural de Darwin, según la cual la especie humana es una más emergida del proceso evolutivo; y las tesis psicoanalíticas del propio Freud sobre el inconsciente, de tal forma que el yo consciente advierte que ni siquiera es dueño de su propia casa [3].
Hay también autores que hacen referencia a otros ataques al antropocentrismo [4], que habría que añadir a los tres señalados por Freud, como es el procedente del marxismo y del semiologismo. El marxismo nos hace ver que no es el hombre el que construye la historia con sus decisiones libres al margen de los condicionantes históricas, sino la lógica de los factores económicos; esto es, no son las ideas las que mueven y determinan la historia sino la lógica y los intereses económicos (materialismo histórico), imponiéndose siempre el nivel infraestructural sobre la superestructura cultural (política, derecho, moral, religión, etc.).
Aunque es importante señalar que dentro del marxismo conviven y se enfrentan la versión cientifista (el marxismo oficial de los países comunistas y el estructuralismo de L. Althusser) y la humanista (Lukácks, Bloch, Escuela de Frankfurt y otros muchos marxistas humanistas).
La corriente que se ha denominado anti-humanismo semiológico, desbanca al ser humano de su pretendida centralidad al entenderlo como un elemento más de las redes de sentido y evolución histórica que, según estos autores, componen la realidad. La articulación del sentido de la realidad dentro de las corrientes humanistas situaba al ser humano como el centro del acontecer histórico, siendo las circunstancias históricas meros estorbos que podían recortar y limitar sus decisiones, pero en absoluto detenerlas o disolver su sentido.
En cambio, para las propuestas anti-humanistas, sobre todo las estructuralistas, el desarrollo histórico y la configuración del sentido no se apoyan en los humanos como pivote central, sino más bien son las estructuras las que marcan el desarrollo de los acontecimientos. Y esto es así, tanto si nos referimos a las estructuras cosmológicas, genéticas, lingüísticas, inconscientes, como a las históricas, económicas, etc. El descentramiento de lo humano puede darse dentro de las estructuras profundas que conforman los entresijos culturares y míticos (Lévi-Strauss), en las epistemes histórico-culturales (Foucault), en las redes del inconsciente (Lacan), o en las relaciones económicas que empujan el devenir histórico (Althusser).
Aunque los anti-humanistas cientifistas de nuestra cultura más reciente, que reducen lo humano a sus mecanismos elementales, sean genéticos, biológicos, neuronales, psicológicos o sociológicos, no siempre se plantean de modo explícito la cuestión del sentido de la realidad ni las diversas dimensiones de lo lingüístico, sus carencias son siempre las mismas, en la medida en que reducen lo real a un conjunto de leyes fijas y objetivas que rigen el devenir del universo y de todas las realidades que lo componen.
Tal reduccionismo les impide conceder importancia a la autonomía de la subjetividad humana, única entidad en la que el universo se hace consciente de sí y es capaz de preguntarse y plantear sus diversas propuestas cobre el sentido de todo. De este modo se recae en la deficiencia más común de las propuestas cientifistas recientes: en elaborar, como denunciaba ya hace tiempo E. Morin, una ciencia sin conciencia [5].
Se persigue descubrir las leyes y estructuras extraordinarias con las que está conformado el universo, los seres vivos y los humanos, pero se es incapaz de maravillarse, como hacía Einstein, de que el propio universo sea inteligible, y de la maravilla e interrogantes que provoca la conciencia humana: el primero, dar cuenta de cómo una realidad como el cerebro, conformada por leyes biológicas, sea capaz de dar de sí unos procesos psíquicos con leyes tan diferentes; y la segunda, la imposibilidad de someter a una observación objetiva y de tercera persona a una realidad que se resiste a mostrarse desde una mirada externa y distante.
Los anti-humanismos críticos
Ahora bien, no podemos olvidar que, junto a los anti-humanismos cientifistas y reduccionistas, que pretenden disolver lo humano en otras instancias no humanas, reduciéndolo a ser un mecanismo similar al del resto de las realidades mundanas, aunque tengamos que aceptar su maravillosa complejidad, hay otras posturas, que también se han denominado anti-humanistas, por enfrentarse al humanismo tradicional, pero que no pretenden disolver lo humano sino transformarlo positivamente, esto es, reforzarlo y entenderlo en su más profunda identidad.
Es el caso de Heidegger, enfrentado al humanismo de cortos vuelos de la fenomenología de su maestro Husserl, como también a la nueva propuesta antropológica de M. Scheler, o al existencialismo de Sartre, para defender la centralidad del Ser frente a la del hombre (como ente concreto), de la ontología frente a la antropología. El da-sein (hombre) es para Heidegger el pastor del Ser, y sólo a la sombra del mismo es como cobran sentido todos los entes, también el ente humano (da-sein), aunque tenga éste una preeminencia óntica y ontológica sobre el resto de los entes, en la medida en que se da en él una esencial pre-compresión o apertura a la cuestión del Ser y del sentido [6]. Y lo mismo ocurre con el planteamiento de X. Zubiri, para quien el hombre hay que situarlo en el horizonte no del Ser sino de la Realidad, como animal de realidades, teniéndose que construir la antropología a la luz de la metafísica y la teoría de la realidad [7] .
De forma similar, para E. Lévinas, el descentramiento de lo humano tiene que hacerse desde la centralidad de la ética. El ser humano se define, según Lévinas, no tanto desde el ser, sino desde la responsabilidad hacia el otro, en la medida en que, desde el encuentro radical del cara-a-cara con el otro, accedemos los humanos a nuestra auténtica identidad, que no se articula desde el yo y desde su libertad autónoma (mi identidad no se advierte en que nadie puede suplirme en mis decisiones libres, como afirmaba Sartre), sino desde la responsabilidad hacia el otro (mi identidad se muestra en el hecho de que nadie me puede suplir en mi responsabilidad hacia el otro, y nunca puedo decir que he hecho bastante por él).
En ese hecho fundante del cara-a-cara es donde me descubro no como un yo irrepetible, sino más bien como alguien vertido al otro. Por eso, según Lévinas, “yo soy el otro”, soy rehén del otro, estoy troquelado en mi más radical esencia (en un tiempo antes del tiempo) para hacerme cargo del otro [8] [[8]]url:#_ftn8 .
Una última propuesta anti-humanista proviene del marxismo humanista de los integrantes de la Escuela de Frankfurt, entre los que resulta representativo M. Horkheimer y su polémica con M. Scheler, propugnando un modelo de ser humano que supere los escoramientos esencialistas de la Antropología filosófica de M. Scheler [9], se realice desde el horizonte socio-histórico crítico, y sepa de este modo conjugar las aportaciones de las ciencias y la dimensión subjetiva con la dimensión social, entendida de modo crítico del marxismo humanista [10].
Como puede verse, estas corrientes, denominadas como anti-humanistas por oponerse al humanismo clásico, individualista y antropocéntrico, no militan contra lo humano, sino contra modelos de comprensión del mismo, que consideran, con razón, insuficientes, puesto que no buscan disolver lo humano en otros ámbitos no humanos, sino más bien presentar lo humano desde la perspectiva y con la complejidad que consideran más adecuada y verdadera.
Ahora bien, a pesar del carácter claramente antropocéntrico de la modernidad, el progresivo desarrollo de las ciencias, pero también de la filosofía, irá minando esta supuesta centralidad de lo humano en la cosmovisión contemporánea. Ya en fechas recientes empiezan a proliferar las críticas al humanismo y la presencia de múltiples teorías anti-humanistas, de muy diferente perfil y contenido, que constituyen un claro reflejo de la complejidad de lo humano y de la amplitud de perspectivas desde las que se puede y se ha intentado dar cuenta de su realidad.
Pero es fundamental distinguir entre dos grandes tipos de anti-humanismos: los reduccionistas (su pretensión es disolver lo humano en otra realidad mundana) y los críticos (su crítica al humanismo se realiza en función de una nueva visión de lo humano, sin pretender disolverlo en otra instancia extra-humana).
Los anti-humanismos reduccionistas
Se suele hacer referencia a las palabras de Freud respecto a los tres grandes golpes recibidos por la complacencia narcisista de los humanos a su pretensión de ser el centro del universo: la superación del heliocentrismo por el geocentrismo de la mano de Copérnico y Galileo; la teoría de la selección natural de Darwin, según la cual la especie humana es una más emergida del proceso evolutivo; y las tesis psicoanalíticas del propio Freud sobre el inconsciente, de tal forma que el yo consciente advierte que ni siquiera es dueño de su propia casa [3].
Hay también autores que hacen referencia a otros ataques al antropocentrismo [4], que habría que añadir a los tres señalados por Freud, como es el procedente del marxismo y del semiologismo. El marxismo nos hace ver que no es el hombre el que construye la historia con sus decisiones libres al margen de los condicionantes históricas, sino la lógica de los factores económicos; esto es, no son las ideas las que mueven y determinan la historia sino la lógica y los intereses económicos (materialismo histórico), imponiéndose siempre el nivel infraestructural sobre la superestructura cultural (política, derecho, moral, religión, etc.).
Aunque es importante señalar que dentro del marxismo conviven y se enfrentan la versión cientifista (el marxismo oficial de los países comunistas y el estructuralismo de L. Althusser) y la humanista (Lukácks, Bloch, Escuela de Frankfurt y otros muchos marxistas humanistas).
La corriente que se ha denominado anti-humanismo semiológico, desbanca al ser humano de su pretendida centralidad al entenderlo como un elemento más de las redes de sentido y evolución histórica que, según estos autores, componen la realidad. La articulación del sentido de la realidad dentro de las corrientes humanistas situaba al ser humano como el centro del acontecer histórico, siendo las circunstancias históricas meros estorbos que podían recortar y limitar sus decisiones, pero en absoluto detenerlas o disolver su sentido.
En cambio, para las propuestas anti-humanistas, sobre todo las estructuralistas, el desarrollo histórico y la configuración del sentido no se apoyan en los humanos como pivote central, sino más bien son las estructuras las que marcan el desarrollo de los acontecimientos. Y esto es así, tanto si nos referimos a las estructuras cosmológicas, genéticas, lingüísticas, inconscientes, como a las históricas, económicas, etc. El descentramiento de lo humano puede darse dentro de las estructuras profundas que conforman los entresijos culturares y míticos (Lévi-Strauss), en las epistemes histórico-culturales (Foucault), en las redes del inconsciente (Lacan), o en las relaciones económicas que empujan el devenir histórico (Althusser).
Aunque los anti-humanistas cientifistas de nuestra cultura más reciente, que reducen lo humano a sus mecanismos elementales, sean genéticos, biológicos, neuronales, psicológicos o sociológicos, no siempre se plantean de modo explícito la cuestión del sentido de la realidad ni las diversas dimensiones de lo lingüístico, sus carencias son siempre las mismas, en la medida en que reducen lo real a un conjunto de leyes fijas y objetivas que rigen el devenir del universo y de todas las realidades que lo componen.
Tal reduccionismo les impide conceder importancia a la autonomía de la subjetividad humana, única entidad en la que el universo se hace consciente de sí y es capaz de preguntarse y plantear sus diversas propuestas cobre el sentido de todo. De este modo se recae en la deficiencia más común de las propuestas cientifistas recientes: en elaborar, como denunciaba ya hace tiempo E. Morin, una ciencia sin conciencia [5].
Se persigue descubrir las leyes y estructuras extraordinarias con las que está conformado el universo, los seres vivos y los humanos, pero se es incapaz de maravillarse, como hacía Einstein, de que el propio universo sea inteligible, y de la maravilla e interrogantes que provoca la conciencia humana: el primero, dar cuenta de cómo una realidad como el cerebro, conformada por leyes biológicas, sea capaz de dar de sí unos procesos psíquicos con leyes tan diferentes; y la segunda, la imposibilidad de someter a una observación objetiva y de tercera persona a una realidad que se resiste a mostrarse desde una mirada externa y distante.
Los anti-humanismos críticos
Ahora bien, no podemos olvidar que, junto a los anti-humanismos cientifistas y reduccionistas, que pretenden disolver lo humano en otras instancias no humanas, reduciéndolo a ser un mecanismo similar al del resto de las realidades mundanas, aunque tengamos que aceptar su maravillosa complejidad, hay otras posturas, que también se han denominado anti-humanistas, por enfrentarse al humanismo tradicional, pero que no pretenden disolver lo humano sino transformarlo positivamente, esto es, reforzarlo y entenderlo en su más profunda identidad.
Es el caso de Heidegger, enfrentado al humanismo de cortos vuelos de la fenomenología de su maestro Husserl, como también a la nueva propuesta antropológica de M. Scheler, o al existencialismo de Sartre, para defender la centralidad del Ser frente a la del hombre (como ente concreto), de la ontología frente a la antropología. El da-sein (hombre) es para Heidegger el pastor del Ser, y sólo a la sombra del mismo es como cobran sentido todos los entes, también el ente humano (da-sein), aunque tenga éste una preeminencia óntica y ontológica sobre el resto de los entes, en la medida en que se da en él una esencial pre-compresión o apertura a la cuestión del Ser y del sentido [6]. Y lo mismo ocurre con el planteamiento de X. Zubiri, para quien el hombre hay que situarlo en el horizonte no del Ser sino de la Realidad, como animal de realidades, teniéndose que construir la antropología a la luz de la metafísica y la teoría de la realidad [7] .
De forma similar, para E. Lévinas, el descentramiento de lo humano tiene que hacerse desde la centralidad de la ética. El ser humano se define, según Lévinas, no tanto desde el ser, sino desde la responsabilidad hacia el otro, en la medida en que, desde el encuentro radical del cara-a-cara con el otro, accedemos los humanos a nuestra auténtica identidad, que no se articula desde el yo y desde su libertad autónoma (mi identidad no se advierte en que nadie puede suplirme en mis decisiones libres, como afirmaba Sartre), sino desde la responsabilidad hacia el otro (mi identidad se muestra en el hecho de que nadie me puede suplir en mi responsabilidad hacia el otro, y nunca puedo decir que he hecho bastante por él).
En ese hecho fundante del cara-a-cara es donde me descubro no como un yo irrepetible, sino más bien como alguien vertido al otro. Por eso, según Lévinas, “yo soy el otro”, soy rehén del otro, estoy troquelado en mi más radical esencia (en un tiempo antes del tiempo) para hacerme cargo del otro [8] [[8]]url:#_ftn8 .
Una última propuesta anti-humanista proviene del marxismo humanista de los integrantes de la Escuela de Frankfurt, entre los que resulta representativo M. Horkheimer y su polémica con M. Scheler, propugnando un modelo de ser humano que supere los escoramientos esencialistas de la Antropología filosófica de M. Scheler [9], se realice desde el horizonte socio-histórico crítico, y sepa de este modo conjugar las aportaciones de las ciencias y la dimensión subjetiva con la dimensión social, entendida de modo crítico del marxismo humanista [10].
Como puede verse, estas corrientes, denominadas como anti-humanistas por oponerse al humanismo clásico, individualista y antropocéntrico, no militan contra lo humano, sino contra modelos de comprensión del mismo, que consideran, con razón, insuficientes, puesto que no buscan disolver lo humano en otros ámbitos no humanos, sino más bien presentar lo humano desde la perspectiva y con la complejidad que consideran más adecuada y verdadera.
El Humano feliz (Happy Human) es un icono que se ha adoptado como símbolo internacional del humanismo secular. Fuente: Wikipedia.
¿Hacia un nuevo humanismo?
Es evidente que desde la segunda mitad del siglo XX, y más todavía en los inicios del XXI, las aportaciones de las diversas ciencias, tanto naturales como humanas, nos están mostrando datos y motivos más que suficientes como para ahondar en la condición problemática del ser humano y poner en cuestión la imagen que hasta ahora teníamos de nosotros mismos. Esta realidad es la que lleva a varios intelectuales, sobre todo del ámbito científico, a proponer un nuevo humanismo, tanto en la línea de lo que hemos denominado el humanismo epistemológico, como en la del humanismo antropológico.
La propuesta de J. Brockman [11]
En su libro, El nuevo humanismo y las fronteras de la ciencia, J. Brockman presenta un amplio grupo de trabajos de diferentes científicos (J. Diamond, S. Pinker, H. Cronin, M. Hauser, D. Dennett, R. Kurzweil, H. Moravec, A. Guth, Lee Smolin, M. Rees, etc.) que están ofreciéndonos un modo diferente de entender al ser humano desde la óptica de las ciencias, y no tanto desde las humanidades y la filosofía. Serían para Brockman los representantes actuales de ese nuevo humanismo.
Tales propuestas se hacen tanto desde el terreno de la genética, paleoantropología o la etología animal y humana, como también desde las neurociencias, las nuevas teorías de la mente y de la inteligencia artificial, como desde las nuevas aportaciones de la cosmología, que nos abren a la visión de un universo en constante evolución y cada vez más complejo. Todos estos saberes influyen de forma directa en su propia imagen, al tener que resituarse dentro de la nueva forma de entender el universo.
Todo esto está influyendo en presentar una idea del hombre en la que predomina la tendencia a reganar la idea de naturaleza humana, como núcleo de su ser y de su actuar, naturaleza conformada por un conjunto de leyes que nos muestran nuestra radical similitud con el resto de las realidades mundanas. De ahí que una tendencia cada vez más amplia dentro de las investigaciones antropológicas se oriente a buscar lo específico de lo humano en el terreno de lo biológico y genético.
Tras haberse dejado atrás las discusiones más extremas entre el determinismo genético y el ambiental, las discrepancias se sitúan ahora en cómo conjugar, en una estructura comportamental unitaria, lo genético con la influencia ambiental. Y dentro de lo ambiental, qué tipo de ambiente es el que más influye y de qué modo (el familiar, el escolar, el de los amigos, el de la sociedad, etc.) [12].
Desde la época de los griegos, hallar lo específico de lo humano equivalía a dar cuenta de su naturaleza. Pero con la toma de conciencia de nuestra condición histórica y abierta, se llegó desde posturas historicistas y vitalistas a la constatación de que el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene historia (Ortega). Pero el avance de las ciencias biológicas y la dimensión innata de muchos comportamientos, descubiertos desde la etología, se vuelve de nuevo a la búsqueda e insistencia en la naturaleza humana [13].
El problema está en que no parece tener sentido utilizar el concepto de naturaleza, que de por sí supone referirnos a un conjunto de rasgos específicos que definen una realidad [14], cuando en realidad, desde una postura más adecuada (el hombre como naturaleza abierta, tanto desde los avances de la epigenética como desde la plasticidad cerebral), se trata tan sólo de un aspecto de la realidad humana que hay que conjugar con un comportamiento abierto y variable. De ahí la contradicción, a nuestro entender, en la que caen algunos de estos autores.
Un ejemplo de ello es Helena Cronin (uno de los autores presentes en el libro de Brockman), quien afirma que, por un lado, “es indudable que la naturaleza humana está fijada: es universal e inalterable, común a cada ser que nace, todo a lo largo de la historia de nuestra especie”; pero, por otro lado, “la conducta humana que esa naturaleza genera es infinitamente variable y diversa. Después de todo, unas leyes fijas pueden originar una interminable gama de resultados” [15]. Da la impresión de que, para este tipo de concepción antropológica, el ser humano es como un mecano, compuesto por dos realidades bien diferenciadas, unidas sí, pero de forma extrínseca: una de ellas (la dimensión biológica, la supuesta naturaleza) fija y común a todos los humanos, y la otra, el comportamiento, abierto y maleable.
A la vista de ello, ¿tiene sentido apelar a una naturaleza humana? Porque, según las palabras de H. Cronin, parece deducirse que el comportamiento no pertenecería a la naturaleza humana, y, por tanto, la conclusión más lógica es no reducir lo específico de lo humano (su naturaleza, si queremos seguir utilizando este concepto) a un conjunto de rasgos biológico-genéticos, sino verlo como una estructura unitaria, compuesta tanto por notas biológico-genéticas, como psíquico-comportamentales, influidas a su vez por entramados sociales.
Pero estos tres aspectos no son facetas o módulos fijos y rígidos, sino dinamismos entrelazados, que se retroalimentan continuamente. Precisamente lo específico de la realidad humana es que su biología ha evolucionado de tal forma que la rigidez del comportamiento propio de las diferentes especies animales, se ha ido ampliando en los animales superiores, hasta abrirse de tal forma en los humanos que las potencialidades biológicas han dado de sí y han hecho emerger al género humana, conformado por individuos inmaduros y de comportamiento maleable, según mostraron los planteamientos de A. Gehlen [16].
La plasticidad de nuestra estructura comportamental, que se anticipa en gran medida en los animales superiores, en el caso de los humanos conlleva los ingredientes de autoconsciencia y libertad. Afirmar esto no supone caer en el mito de la tabla rasa, o determinismo ambiental (el obsesivo enemigo de S. Pinker), sino simplemente en no entender la dotación biológico-genética como un módulo cerrado y fijo, sino como una parte integrante de la estructura esencial de los humanos, que conjuga de forma específica lo genético, lo psíquico y lo social, desde la autonomía de un yo autoconsciente y libre.
Volvemos a encontrar en la propuesta de Brockman sobre el nuevo humanismo las mismas limitaciones que en su propuesta sobre la tercera cultura, en la medida en que la búsqueda de una nueva imagen del hombre no consiste para él más que en sustituir los puntos de vista antropológicos de las humanidades y de la filosofía por el punto de vista de los científicos, la mayoría de ellos impregnados por el reduccionismo cientifista.
Se trata, por tanto, más que de diálogo, de una sustitución de la complejidad a la hora de estudiar lo específico de lo humano por una reducción a la perspectiva científica. No es de extrañar que muchos se sientan molestos ante este simplista imperialismo antropológico y epistemológico, como puede verse en las aportaciones que diferentes autores presentan en el Epílogo del libro. Por de pronto, es curioso que Brockman no haga casi en ningún momento referencia, en el Prólogo de su libro, a la línea más abierta que Salvador Pániker propone en su Introducción.
Pániker propone un nuevo humanismo que sea fruto de la hibridación entre ciencias y humanidades, viendo como vía de recuperación de esta complementariedad de saberes el recurso a la sabiduría de los antiguos, aunque eso no suponga que la ciencia tenga que aceptar o abrirse a la mística.
Pero sí ve Pániker que la ciencia actual está reencantando en cierto modo el mundo actual, propiciándolo para la vivencia trascendente, en la medida en que la ciencia proporciona en la actualidad las mejores metáforas para acceder al mundo de los místicos, de forma que Pániker advierte ahí la posibilidad de una cierta complementariedad, siendo el lazo de unión la idea de infinito.
Siendo la postura de Pániker tan lejana, por abierta, de la de Brockman, llama la atención que se incluya ese texto de Pániker en el libro, para después no hacer sobre él ninguna referencia ni comentario [17]. Por otro lado, en un artículo de 1991, titulado El nacimiento de la nueva cultura, Brockman señalaba que no es suficiente la cultura humanista, existiendo un claro peligro de endogamia por parte de los humanistas, por lo que hay que añadir las aportaciones de la ciencia.
Pero doce años después, ve que las cosas han cambiado significativamente, en la medida en que la cultura tradicional de los intelectuales ha cambiado, advirtiéndose el inicio de lo que denomina, como hemos visto más arriba, la tercera cultura, sobre todo por parte de intelectuales provenientes de las ciencias empíricas, que están ocupando el lugar hegemónico que antes ocupaban los intelectuales tradicionales del ámbito de las humanidades.
Como hemos apuntado más arriba, en el Epílogo final hay muchos autores que se muestran muy críticos con la propuesta de Brockman, insistiendo sobre todo en su sobrevaloración de la ciencia, y en el peligro de creer que en este punto sólo se dan dos posturas extremas: el fundamentalismo religioso y el cientifismo reduccionista. El psicólogo N. Humphrey critica el escoramiento de Brockman hacia las ciencias, defendiendo las aportaciones de las humanidades y advirtiendo que no hay una relación directa entre progreso científico y felicidad humana, como ya advirtieron otros muchos intelectuales anteriormente (Russell y Monod, entre ellos).
Otros, como John Horgan y M. D. Hauser, llegan incluso a considerar que el análisis de Brockman es superficial y nada serio, puesto que parte de una dicotomía fácil: los científicos, atentos a lo real, y los humanistas, al margen de ello. La ciencia tiene sus límites y las humanidades, sus virtudes.
Steven Johson entiende que la batalla por el diálogo entre ciencias y humanidades ya está ganada en la actualidad, pero el puente que se tiene que establecer entre ambas culturas tiene que transitarse en ambas direcciones. Y, por último, Jaron Lanier entiende que los científicos tienen que aprender todavía a tratar cosas sustanciales y con más sensibilidad. No comparte el optimismo sobre la divulgación científica, porque según él le falta sensibilidad, por lo que la denominada tercera cultura tiene todavía que madurar mucho, en la medida en que los científicos tiene que aprender a enfrentarse a las preguntas existenciales, para las que no hay respuestas.
Como puede verse, en medio de todo lo dicho, y a pesar del título del libro, nos quedamos sin saber en qué consiste la propuesta y el perfil del nuevo humanismo, a no ser un conjunto de vaguedades y contenidos que hay que adivinar, pero que apenas se mantienen implícitos. Se limita a presentar, a través de varios autores, una serie de aportaciones de las ciencias sobre el hombre, pero no hay ningún esfuerzo por presentar una propuesta teórica y un tanto sistemática sobre ese nuevo humanismo. Y, como indica Fr. Fernández Buey, cuando se pasa, en el caso de alguno de los diversos autores representativos, de la temática técnica a las consideraciones de ámbito socio-ético, “lo que se dice produce sonrojo (al menos el mismo sonrojo que dicen sentir los científicos y tecnólogos que aquí escriben cuando oyen hablar a licenciados en humanidades, modernistas o posmodernistas, de temas de su especialidad)” [18].
Así, cuando hablan sobre arte, marxismo y otros temas humanísticos o filosóficos, no pasan de enunciar trivialidades impropias de su nivel intelectual, lo que viene a mostrar algo que ya se ha señalado: no sólo los humanistas tienen que acercarse a la temática científica, sino también al revés.
Es evidente que desde la segunda mitad del siglo XX, y más todavía en los inicios del XXI, las aportaciones de las diversas ciencias, tanto naturales como humanas, nos están mostrando datos y motivos más que suficientes como para ahondar en la condición problemática del ser humano y poner en cuestión la imagen que hasta ahora teníamos de nosotros mismos. Esta realidad es la que lleva a varios intelectuales, sobre todo del ámbito científico, a proponer un nuevo humanismo, tanto en la línea de lo que hemos denominado el humanismo epistemológico, como en la del humanismo antropológico.
La propuesta de J. Brockman [11]
En su libro, El nuevo humanismo y las fronteras de la ciencia, J. Brockman presenta un amplio grupo de trabajos de diferentes científicos (J. Diamond, S. Pinker, H. Cronin, M. Hauser, D. Dennett, R. Kurzweil, H. Moravec, A. Guth, Lee Smolin, M. Rees, etc.) que están ofreciéndonos un modo diferente de entender al ser humano desde la óptica de las ciencias, y no tanto desde las humanidades y la filosofía. Serían para Brockman los representantes actuales de ese nuevo humanismo.
Tales propuestas se hacen tanto desde el terreno de la genética, paleoantropología o la etología animal y humana, como también desde las neurociencias, las nuevas teorías de la mente y de la inteligencia artificial, como desde las nuevas aportaciones de la cosmología, que nos abren a la visión de un universo en constante evolución y cada vez más complejo. Todos estos saberes influyen de forma directa en su propia imagen, al tener que resituarse dentro de la nueva forma de entender el universo.
Todo esto está influyendo en presentar una idea del hombre en la que predomina la tendencia a reganar la idea de naturaleza humana, como núcleo de su ser y de su actuar, naturaleza conformada por un conjunto de leyes que nos muestran nuestra radical similitud con el resto de las realidades mundanas. De ahí que una tendencia cada vez más amplia dentro de las investigaciones antropológicas se oriente a buscar lo específico de lo humano en el terreno de lo biológico y genético.
Tras haberse dejado atrás las discusiones más extremas entre el determinismo genético y el ambiental, las discrepancias se sitúan ahora en cómo conjugar, en una estructura comportamental unitaria, lo genético con la influencia ambiental. Y dentro de lo ambiental, qué tipo de ambiente es el que más influye y de qué modo (el familiar, el escolar, el de los amigos, el de la sociedad, etc.) [12].
Desde la época de los griegos, hallar lo específico de lo humano equivalía a dar cuenta de su naturaleza. Pero con la toma de conciencia de nuestra condición histórica y abierta, se llegó desde posturas historicistas y vitalistas a la constatación de que el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene historia (Ortega). Pero el avance de las ciencias biológicas y la dimensión innata de muchos comportamientos, descubiertos desde la etología, se vuelve de nuevo a la búsqueda e insistencia en la naturaleza humana [13].
El problema está en que no parece tener sentido utilizar el concepto de naturaleza, que de por sí supone referirnos a un conjunto de rasgos específicos que definen una realidad [14], cuando en realidad, desde una postura más adecuada (el hombre como naturaleza abierta, tanto desde los avances de la epigenética como desde la plasticidad cerebral), se trata tan sólo de un aspecto de la realidad humana que hay que conjugar con un comportamiento abierto y variable. De ahí la contradicción, a nuestro entender, en la que caen algunos de estos autores.
Un ejemplo de ello es Helena Cronin (uno de los autores presentes en el libro de Brockman), quien afirma que, por un lado, “es indudable que la naturaleza humana está fijada: es universal e inalterable, común a cada ser que nace, todo a lo largo de la historia de nuestra especie”; pero, por otro lado, “la conducta humana que esa naturaleza genera es infinitamente variable y diversa. Después de todo, unas leyes fijas pueden originar una interminable gama de resultados” [15]. Da la impresión de que, para este tipo de concepción antropológica, el ser humano es como un mecano, compuesto por dos realidades bien diferenciadas, unidas sí, pero de forma extrínseca: una de ellas (la dimensión biológica, la supuesta naturaleza) fija y común a todos los humanos, y la otra, el comportamiento, abierto y maleable.
A la vista de ello, ¿tiene sentido apelar a una naturaleza humana? Porque, según las palabras de H. Cronin, parece deducirse que el comportamiento no pertenecería a la naturaleza humana, y, por tanto, la conclusión más lógica es no reducir lo específico de lo humano (su naturaleza, si queremos seguir utilizando este concepto) a un conjunto de rasgos biológico-genéticos, sino verlo como una estructura unitaria, compuesta tanto por notas biológico-genéticas, como psíquico-comportamentales, influidas a su vez por entramados sociales.
Pero estos tres aspectos no son facetas o módulos fijos y rígidos, sino dinamismos entrelazados, que se retroalimentan continuamente. Precisamente lo específico de la realidad humana es que su biología ha evolucionado de tal forma que la rigidez del comportamiento propio de las diferentes especies animales, se ha ido ampliando en los animales superiores, hasta abrirse de tal forma en los humanos que las potencialidades biológicas han dado de sí y han hecho emerger al género humana, conformado por individuos inmaduros y de comportamiento maleable, según mostraron los planteamientos de A. Gehlen [16].
La plasticidad de nuestra estructura comportamental, que se anticipa en gran medida en los animales superiores, en el caso de los humanos conlleva los ingredientes de autoconsciencia y libertad. Afirmar esto no supone caer en el mito de la tabla rasa, o determinismo ambiental (el obsesivo enemigo de S. Pinker), sino simplemente en no entender la dotación biológico-genética como un módulo cerrado y fijo, sino como una parte integrante de la estructura esencial de los humanos, que conjuga de forma específica lo genético, lo psíquico y lo social, desde la autonomía de un yo autoconsciente y libre.
Volvemos a encontrar en la propuesta de Brockman sobre el nuevo humanismo las mismas limitaciones que en su propuesta sobre la tercera cultura, en la medida en que la búsqueda de una nueva imagen del hombre no consiste para él más que en sustituir los puntos de vista antropológicos de las humanidades y de la filosofía por el punto de vista de los científicos, la mayoría de ellos impregnados por el reduccionismo cientifista.
Se trata, por tanto, más que de diálogo, de una sustitución de la complejidad a la hora de estudiar lo específico de lo humano por una reducción a la perspectiva científica. No es de extrañar que muchos se sientan molestos ante este simplista imperialismo antropológico y epistemológico, como puede verse en las aportaciones que diferentes autores presentan en el Epílogo del libro. Por de pronto, es curioso que Brockman no haga casi en ningún momento referencia, en el Prólogo de su libro, a la línea más abierta que Salvador Pániker propone en su Introducción.
Pániker propone un nuevo humanismo que sea fruto de la hibridación entre ciencias y humanidades, viendo como vía de recuperación de esta complementariedad de saberes el recurso a la sabiduría de los antiguos, aunque eso no suponga que la ciencia tenga que aceptar o abrirse a la mística.
Pero sí ve Pániker que la ciencia actual está reencantando en cierto modo el mundo actual, propiciándolo para la vivencia trascendente, en la medida en que la ciencia proporciona en la actualidad las mejores metáforas para acceder al mundo de los místicos, de forma que Pániker advierte ahí la posibilidad de una cierta complementariedad, siendo el lazo de unión la idea de infinito.
Siendo la postura de Pániker tan lejana, por abierta, de la de Brockman, llama la atención que se incluya ese texto de Pániker en el libro, para después no hacer sobre él ninguna referencia ni comentario [17]. Por otro lado, en un artículo de 1991, titulado El nacimiento de la nueva cultura, Brockman señalaba que no es suficiente la cultura humanista, existiendo un claro peligro de endogamia por parte de los humanistas, por lo que hay que añadir las aportaciones de la ciencia.
Pero doce años después, ve que las cosas han cambiado significativamente, en la medida en que la cultura tradicional de los intelectuales ha cambiado, advirtiéndose el inicio de lo que denomina, como hemos visto más arriba, la tercera cultura, sobre todo por parte de intelectuales provenientes de las ciencias empíricas, que están ocupando el lugar hegemónico que antes ocupaban los intelectuales tradicionales del ámbito de las humanidades.
Como hemos apuntado más arriba, en el Epílogo final hay muchos autores que se muestran muy críticos con la propuesta de Brockman, insistiendo sobre todo en su sobrevaloración de la ciencia, y en el peligro de creer que en este punto sólo se dan dos posturas extremas: el fundamentalismo religioso y el cientifismo reduccionista. El psicólogo N. Humphrey critica el escoramiento de Brockman hacia las ciencias, defendiendo las aportaciones de las humanidades y advirtiendo que no hay una relación directa entre progreso científico y felicidad humana, como ya advirtieron otros muchos intelectuales anteriormente (Russell y Monod, entre ellos).
Otros, como John Horgan y M. D. Hauser, llegan incluso a considerar que el análisis de Brockman es superficial y nada serio, puesto que parte de una dicotomía fácil: los científicos, atentos a lo real, y los humanistas, al margen de ello. La ciencia tiene sus límites y las humanidades, sus virtudes.
Steven Johson entiende que la batalla por el diálogo entre ciencias y humanidades ya está ganada en la actualidad, pero el puente que se tiene que establecer entre ambas culturas tiene que transitarse en ambas direcciones. Y, por último, Jaron Lanier entiende que los científicos tienen que aprender todavía a tratar cosas sustanciales y con más sensibilidad. No comparte el optimismo sobre la divulgación científica, porque según él le falta sensibilidad, por lo que la denominada tercera cultura tiene todavía que madurar mucho, en la medida en que los científicos tiene que aprender a enfrentarse a las preguntas existenciales, para las que no hay respuestas.
Como puede verse, en medio de todo lo dicho, y a pesar del título del libro, nos quedamos sin saber en qué consiste la propuesta y el perfil del nuevo humanismo, a no ser un conjunto de vaguedades y contenidos que hay que adivinar, pero que apenas se mantienen implícitos. Se limita a presentar, a través de varios autores, una serie de aportaciones de las ciencias sobre el hombre, pero no hay ningún esfuerzo por presentar una propuesta teórica y un tanto sistemática sobre ese nuevo humanismo. Y, como indica Fr. Fernández Buey, cuando se pasa, en el caso de alguno de los diversos autores representativos, de la temática técnica a las consideraciones de ámbito socio-ético, “lo que se dice produce sonrojo (al menos el mismo sonrojo que dicen sentir los científicos y tecnólogos que aquí escriben cuando oyen hablar a licenciados en humanidades, modernistas o posmodernistas, de temas de su especialidad)” [18].
Así, cuando hablan sobre arte, marxismo y otros temas humanísticos o filosóficos, no pasan de enunciar trivialidades impropias de su nivel intelectual, lo que viene a mostrar algo que ya se ha señalado: no sólo los humanistas tienen que acercarse a la temática científica, sino también al revés.
El filósofo Paul Ricoeur. Fuente: Wikipedia.
La conjunción de una estructura triádica
A la vista de todo lo dicho, parece evidente que en la situación actual de un no suficiente conocimiento mutuo entre las dos culturas, quizás el problema no esté en ese desconocimiento o indiferencia en sí, sino más bien en resolver la cuestión de cómo conjugar en un horizonte unificado los enfoques científicos y los humanísticos.
Por eso he indicado más arriba que no está muy claro que las dificultades vengan tanto del diálogo o complementariedad entre ciencia y filosofía, sino más bien de la confluencia entre las diversas interpretaciones de los datos científicos, o más bien de la dificultad de establecer una articulación fructífera entre diferentes filosofía, o entre racionalidades diversas.
Está claro que la reflexión antropológica tiene que abrirse a las aportaciones científicas. Eso nadie lo duda. En la actualidad es evidente que no se puede hablar de lo humano al margen de las ciencias, ni fuera del paradigma evolutivo de la selección natural darwinista, con todas las consecuencias que eso implica.
Pero no podemos caer ni en reducirnos a los datos científicos, ni en absolutizar una sola de las parcelas de las ciencias (la exageración de las tendencias, que denunciaba Bergson), sino que tenemos que conjugar adecuadamente las aportaciones de todas. Pero no al modo de un mosaico, con parcelas separadas por fronteras bien definidas, sino desde un modelo sistémico que sepa conjugar la unidad con la interacción flexible entre sus partes.
Y esta tarea parece evidente que le corresponde a la racionalidad filosófica, o más bien, a las diferentes propuestas filosóficas, que se apoyan inevitablemente en un horizonte metafísico previo, así como de su correspondiente imagen o ideal antropológico. Es el problema que trata de analizar y resolver lo que se denomina el estatuto crítico-ideológico de la Antropología filosófica [19].
Ahora bien, a la hora de proponer el enfoque filosófico desde el que dar sentido a los datos que nos aportan las ciencias, la propuesta más interesante y completa es la que trata de conjugar tres ingredientes que conforman nuestro mundo: el sujeto humano, el mundo en el que está y del que forma parte, y el entramado del lenguaje cultural, que es la mediación que se interpone entre el sujeto humano y la realidad mundana.
Esto es, la articulación del sentido de la realidad y de lo humano es el resultado de conjugar estos tres elementos o dimensiones de la realidad, que coinciden con las tres dimensiones del lenguaje, como lo indicaba Ch. Morris: la dimensión sintáctica, la semántica y la pragmática.
En definitiva, las reglas sintácticas que conforman la estructura lingüística, los contendidos semánticos que son el resultado de los acuerdos entre los sujetos, y las interacciones pragmáticas que se realizan entre los hablantes de un colectivo social. Estas tres dimensiones del lenguaje coinciden con las tres facetas que conforman lo humano, puesto que es el resultado de su inserción en la naturaleza (su corporalidad está sometida a las mismas leyes que el resto de los entes del mundo; es la dimensión sintáctica), junto con su dimensión subjetiva, semántica, y su dimensión social, pragmática.
Reducir lo humano a cualquiera de esas tres dimensiones, significa mutilar lo humano, no acertar a dar cuenta de su profunda complejidad. Los reduccionismos cientifistas se quedan sólo con la dimensión objetiva, mostrada por las investigaciones científicas. Los humanismos individualistas de la tradición filosófica se hacen fuertes en la dimensión racional y mental del individuo, con su capacidad semántica y significativa sobre la realidad, pero con olvido de su inserción en la dimensión natural y social. De ahí sus limitaciones, tanto en la dimensión epistemológica como antropológica.
Uno de los autores que mejor han sabido articular el sentido de lo humano desde estas tres dimensiones, así como de advertir las limitaciones de los diversos planteamientos antropológicos y filosóficos que reducen la realidad y lo humano a una de estas tres facetas o dimensiones, ha sido P. Ricoeur [20], atento como ninguno a la compleja situación filosófica de nuestro tiempo, inserta inevitablemente en un complicado conflicto de interpretaciones.
La articulación del sentido de la realidad se configura, según Ricoeur, desde la interrelación, diálogo y complementariedad de tres aprioris básicos: el objetivo, el subjetivo y el interpersonal o social, siendo un error y una deficiencia epistemológica y ontológica reducir la comprensión del mundo y del ser humano a tan sólo uno de ellos, bien sean las leyes científicas, las introspecciones subjetivas o los dinamismos culturales.
Estos tres aprioris coinciden con las tres dimensiones del lenguaje, como hemos indicado: el semántico, el sintáctico y el pragmático. Esto es, la articulación del sentido no es obra exclusiva del sujeto (como pretenden ciertas teorías como la fenomenología y el existencialismo), ni sólo de la realidad objetiva (como pretende el cientifismo reduccionista), ni sólo de la dimensión social (en la línea del conductismo y de los determinismos ambientalistas), sino el resultado de la confluencia y complementariedad de las tres dimensiones o aprioris.
Si los fenomenólogos y los existencialistas, sobre todo Sartre, habían situado exageradamente el centro de la articulación del sentido en el sujeto individualista, los estructuralistas y materialistas reduccionistas se sitúan también exageradamente en el extremo opuesto, situando el centro del sentido en la realidad objetiva, en su sintaxis sistémica. Para Ricoeur, el sentido surge de la articulación e interrelación de las tres dimensiones ya indicadas. Es cierto que la realidad objetiva posee sus propias leyes y su racionalidad autónoma, leyes que el sujeto capta, pero no impone ni crea, por lo que no se da isomorfía (estructuras racionales idénticas) entre el objeto y el sujeto.
La percepción de la realidad es siempre limitada. Captamos sólo parte de lo real; lo real es más de lo que percibimos (como dice Popper, el ser humano, en su empeño por captar la realidad, es como el pescador que sólo capta algunos peces, ciertos aspectos de su contenido, pero la mayor parte se escapa por los agujeros de la red [21] ), superándose el principio idealista (pensar igual a ser) que ha conformado la historia clásica de la filosofía. De la misma forma, el sujeto utiliza un lenguaje, una lógica, en la captación de la realidad que no es de ningún individuo concreto, sino un producto social, resultado de un largo proceso histórico. Este a priori cultural es como un inmenso laboratorio en el que las sociedades humanas ensayan, a través del tiempo y el espacio, sus códigos y su semántica específica sobre el trasfondo de una matriz universal, en la que el sujeto capta el sentido de modo más o menos personal.
Por tanto, en la articulación del sentido se interrelacionan tres aprioris ya indicados: el subjetivo, el objetivo y el cultural. Junto al poder significante del sujeto humano hay que situar el poder significante del sistema cultural vigente. Así, se da en el lenguaje humano una semiótica objetiva, otra semiótica socio-cultural, que hace de mediación, y una semiótica subjetiva. Pretender quedarse con una sola, como hacen los estructuralistas y cientifistas, amparándose en un supuesto isomorfismo entre todo lo real, es un claro empobrecimiento del lenguaje. El lenguaje no aparece ni como fundamento, ni como objeto, sino como un medio entre el sujeto, el mundo y los otros sujetos. Por tanto, la significación brota de la conjunción de los aprioris subjetivo y objetivo, mediados por el ámbito socio-cultural.
En definitiva, el lenguaje es siempre lenguaje de algo o sobre algo, esto es, referencia a un objeto (mundo) del que se habla; lenguaje de alguien (expresión de un significado o mensaje); pero no se trata de una actitud solipsista, sino de un lenguaje de alguien para alguien (dimensión pragmática, interpersonal). La consideración del contexto social resulta imprescindible en un sistema lingüístico, lo que viene a significar que, por un lado, se trata de un instrumento de comunicación entre sujetos, y, por otro, que el instrumento lingüístico tiene una historia, y se va transformando con los usos y las vicisitudes históricas del grupo cultural. Así, el lenguaje es obra del hombre, de los sujetos, y va cambiando progresivamente. El lenguaje, entendido correctamente, no puede prescindir de los sujetos ni de su dimensión social.
Así, la proclamada muerte del hombre y del sujeto por los estructuralistas (e implícitamente por los cientifistas) se reduce a una abusiva reducción abstractiva del lenguaje a la sintaxis, a las leyes de las realidad objetiva, olvidándose de los otros dos pilares de la articulación del sentido, el sujeto y su contexto interpersonal y social.
Por un nuevo humanismo incluyente
En definitiva, el problema que la distancia y falta de diálogo de consenso entre el enfoque científico y el humanístico y filosófico nos lleva a la cuestión de la articulación del sentido y al problema epistemológico de aclararnos sobre las tareas que le corresponde a cada ámbito del saber. Parece evidente que la realidad se nos muestra con una complejidad mayor de la que sospechábamos, necesitándose para dar cuenta de la totalidad de la misma tanto el enfoque científico, como el humanístico, filosófico y teológico.
Está claro que la racionalidad humana, que comenzó formando una unidad originaria, se ha ido inevitablemente separando y difractando, hasta conformar una compleja estructura que no resulta siempre fácil unificar o conjugar de modo pacífico y satisfactorio. Pero está claro que el desarrollo evolutivo de la historia del universo nos ha mostrado, desde el panorama unitario desde el que lo vemos en la actualidad, que de la realidad material ha emergido la vida en nuestro planeta, y la vida inteligente en el caso de los humanos, inteligencia que se ha ido conformando en la compleja red de lo social y cultural. De ahí que lo humano tengamos que entenderlo como una estructura en la que confluye la dimensión natural, la subjetiva y la social.
En ápocas anteriores, la definición de lo humano recaía en su racionalidad subjetiva, predominando la filosofía introspectiva y la teología entre el reino de los saberes. Y también es cierto que, en los últimos siglos, ha sido la ciencia la que nos ha ido mostrando lo mundano y material de nuestra condición, poniéndonos pie a tierra y desengañándonos de imágenes angélicas desde las que nos definíamos antaño.
Es evidente, por tanto, que la gran aportación de la racionalidad científica nos está mostrando de forma incontestable que es imprescindible tener en cuenta, a la hora de dar cuenta de lo humano, de lo que hemos llamado el a priori objetivo, esto es, las leyes de la naturaleza de la que formamos parte. Pero también es cierto que no acertamos a dar cuenta de la complejidad de lo humano si prescindimos de nuestra subjetividad autoconsciente y libre, o la reducimos a ser un mero epifenómeno, o un factor meramente isomórfico de la realidad física y biológica.
La dimensión subjetiva de lo humano es un dato incontestable, que no se puede negar simplemente porque la racionalidad científica encuentra dificultades a la hora de dar cuenta de ella. Y además, junto a la dimensión objetiva y subjetiva, no podemos olvidar tampoco la social y cultural, aspecto olvidado por el humanismo clásico, exaltando lo individual para olvidarse de su dimensión social, aspecto este no complementario y secundario, sino esencial.
El individuo necesita para llegar a ser un yo, una persona irrepetible, no sólo de su base y dimensión natural, genético-cerebral, sino también de su entramado familiar y social. El niño aprende poco a poco desde que nace a ser persona. Sólo en el crisol de lo interhumano puede el yo reconocerse como tal y aprender a ser persona, en su concreción y en su dignidad.
Las pretensiones del cientifismo reduccionista, que invade nuestro tiempo con cada vez mayores pretensiones de predominio hegemónico, tiene que aprender a reconocer sus errores y sus limitaciones. El predominio de la denominada tercera cultura, si con ello se pretende conformar una cultura bajo el dominio dictatorial de la racionalidad científica, tiene el peligro de caer en una progresiva robotización de lo humano, que le puede llevar a quedar sometido al servicio de los intereses económicos y políticos de una minoría, que no busca más que reducir lo humano a mecanismos robóticos y acríticos. Al menos es fundamental ser conscientes de estas posibles derivas alienantes e inhumanizadoras.
Sólo una cultura que respete la complejidad de la realidad, y, por tanto, la necesidad de ser estudiada desde el amplio abanico de saberes, entre los que la racionalidad de lo fáctico se subordine a la dimensión de sentido (filosofía y teología), y que entienda que la búsqueda de la identidad de lo humano tiene que hacerse desde la confluencia de las aportaciones científicas iluminadas desde la perspectiva de sentido que aporta la filosofía, podrá considerarse humana y humanizadora, y merecer la confianza de los humanos.
A la vista de todo lo dicho, parece evidente que en la situación actual de un no suficiente conocimiento mutuo entre las dos culturas, quizás el problema no esté en ese desconocimiento o indiferencia en sí, sino más bien en resolver la cuestión de cómo conjugar en un horizonte unificado los enfoques científicos y los humanísticos.
Por eso he indicado más arriba que no está muy claro que las dificultades vengan tanto del diálogo o complementariedad entre ciencia y filosofía, sino más bien de la confluencia entre las diversas interpretaciones de los datos científicos, o más bien de la dificultad de establecer una articulación fructífera entre diferentes filosofía, o entre racionalidades diversas.
Está claro que la reflexión antropológica tiene que abrirse a las aportaciones científicas. Eso nadie lo duda. En la actualidad es evidente que no se puede hablar de lo humano al margen de las ciencias, ni fuera del paradigma evolutivo de la selección natural darwinista, con todas las consecuencias que eso implica.
Pero no podemos caer ni en reducirnos a los datos científicos, ni en absolutizar una sola de las parcelas de las ciencias (la exageración de las tendencias, que denunciaba Bergson), sino que tenemos que conjugar adecuadamente las aportaciones de todas. Pero no al modo de un mosaico, con parcelas separadas por fronteras bien definidas, sino desde un modelo sistémico que sepa conjugar la unidad con la interacción flexible entre sus partes.
Y esta tarea parece evidente que le corresponde a la racionalidad filosófica, o más bien, a las diferentes propuestas filosóficas, que se apoyan inevitablemente en un horizonte metafísico previo, así como de su correspondiente imagen o ideal antropológico. Es el problema que trata de analizar y resolver lo que se denomina el estatuto crítico-ideológico de la Antropología filosófica [19].
Ahora bien, a la hora de proponer el enfoque filosófico desde el que dar sentido a los datos que nos aportan las ciencias, la propuesta más interesante y completa es la que trata de conjugar tres ingredientes que conforman nuestro mundo: el sujeto humano, el mundo en el que está y del que forma parte, y el entramado del lenguaje cultural, que es la mediación que se interpone entre el sujeto humano y la realidad mundana.
Esto es, la articulación del sentido de la realidad y de lo humano es el resultado de conjugar estos tres elementos o dimensiones de la realidad, que coinciden con las tres dimensiones del lenguaje, como lo indicaba Ch. Morris: la dimensión sintáctica, la semántica y la pragmática.
En definitiva, las reglas sintácticas que conforman la estructura lingüística, los contendidos semánticos que son el resultado de los acuerdos entre los sujetos, y las interacciones pragmáticas que se realizan entre los hablantes de un colectivo social. Estas tres dimensiones del lenguaje coinciden con las tres facetas que conforman lo humano, puesto que es el resultado de su inserción en la naturaleza (su corporalidad está sometida a las mismas leyes que el resto de los entes del mundo; es la dimensión sintáctica), junto con su dimensión subjetiva, semántica, y su dimensión social, pragmática.
Reducir lo humano a cualquiera de esas tres dimensiones, significa mutilar lo humano, no acertar a dar cuenta de su profunda complejidad. Los reduccionismos cientifistas se quedan sólo con la dimensión objetiva, mostrada por las investigaciones científicas. Los humanismos individualistas de la tradición filosófica se hacen fuertes en la dimensión racional y mental del individuo, con su capacidad semántica y significativa sobre la realidad, pero con olvido de su inserción en la dimensión natural y social. De ahí sus limitaciones, tanto en la dimensión epistemológica como antropológica.
Uno de los autores que mejor han sabido articular el sentido de lo humano desde estas tres dimensiones, así como de advertir las limitaciones de los diversos planteamientos antropológicos y filosóficos que reducen la realidad y lo humano a una de estas tres facetas o dimensiones, ha sido P. Ricoeur [20], atento como ninguno a la compleja situación filosófica de nuestro tiempo, inserta inevitablemente en un complicado conflicto de interpretaciones.
La articulación del sentido de la realidad se configura, según Ricoeur, desde la interrelación, diálogo y complementariedad de tres aprioris básicos: el objetivo, el subjetivo y el interpersonal o social, siendo un error y una deficiencia epistemológica y ontológica reducir la comprensión del mundo y del ser humano a tan sólo uno de ellos, bien sean las leyes científicas, las introspecciones subjetivas o los dinamismos culturales.
Estos tres aprioris coinciden con las tres dimensiones del lenguaje, como hemos indicado: el semántico, el sintáctico y el pragmático. Esto es, la articulación del sentido no es obra exclusiva del sujeto (como pretenden ciertas teorías como la fenomenología y el existencialismo), ni sólo de la realidad objetiva (como pretende el cientifismo reduccionista), ni sólo de la dimensión social (en la línea del conductismo y de los determinismos ambientalistas), sino el resultado de la confluencia y complementariedad de las tres dimensiones o aprioris.
Si los fenomenólogos y los existencialistas, sobre todo Sartre, habían situado exageradamente el centro de la articulación del sentido en el sujeto individualista, los estructuralistas y materialistas reduccionistas se sitúan también exageradamente en el extremo opuesto, situando el centro del sentido en la realidad objetiva, en su sintaxis sistémica. Para Ricoeur, el sentido surge de la articulación e interrelación de las tres dimensiones ya indicadas. Es cierto que la realidad objetiva posee sus propias leyes y su racionalidad autónoma, leyes que el sujeto capta, pero no impone ni crea, por lo que no se da isomorfía (estructuras racionales idénticas) entre el objeto y el sujeto.
La percepción de la realidad es siempre limitada. Captamos sólo parte de lo real; lo real es más de lo que percibimos (como dice Popper, el ser humano, en su empeño por captar la realidad, es como el pescador que sólo capta algunos peces, ciertos aspectos de su contenido, pero la mayor parte se escapa por los agujeros de la red [21] ), superándose el principio idealista (pensar igual a ser) que ha conformado la historia clásica de la filosofía. De la misma forma, el sujeto utiliza un lenguaje, una lógica, en la captación de la realidad que no es de ningún individuo concreto, sino un producto social, resultado de un largo proceso histórico. Este a priori cultural es como un inmenso laboratorio en el que las sociedades humanas ensayan, a través del tiempo y el espacio, sus códigos y su semántica específica sobre el trasfondo de una matriz universal, en la que el sujeto capta el sentido de modo más o menos personal.
Por tanto, en la articulación del sentido se interrelacionan tres aprioris ya indicados: el subjetivo, el objetivo y el cultural. Junto al poder significante del sujeto humano hay que situar el poder significante del sistema cultural vigente. Así, se da en el lenguaje humano una semiótica objetiva, otra semiótica socio-cultural, que hace de mediación, y una semiótica subjetiva. Pretender quedarse con una sola, como hacen los estructuralistas y cientifistas, amparándose en un supuesto isomorfismo entre todo lo real, es un claro empobrecimiento del lenguaje. El lenguaje no aparece ni como fundamento, ni como objeto, sino como un medio entre el sujeto, el mundo y los otros sujetos. Por tanto, la significación brota de la conjunción de los aprioris subjetivo y objetivo, mediados por el ámbito socio-cultural.
En definitiva, el lenguaje es siempre lenguaje de algo o sobre algo, esto es, referencia a un objeto (mundo) del que se habla; lenguaje de alguien (expresión de un significado o mensaje); pero no se trata de una actitud solipsista, sino de un lenguaje de alguien para alguien (dimensión pragmática, interpersonal). La consideración del contexto social resulta imprescindible en un sistema lingüístico, lo que viene a significar que, por un lado, se trata de un instrumento de comunicación entre sujetos, y, por otro, que el instrumento lingüístico tiene una historia, y se va transformando con los usos y las vicisitudes históricas del grupo cultural. Así, el lenguaje es obra del hombre, de los sujetos, y va cambiando progresivamente. El lenguaje, entendido correctamente, no puede prescindir de los sujetos ni de su dimensión social.
Así, la proclamada muerte del hombre y del sujeto por los estructuralistas (e implícitamente por los cientifistas) se reduce a una abusiva reducción abstractiva del lenguaje a la sintaxis, a las leyes de las realidad objetiva, olvidándose de los otros dos pilares de la articulación del sentido, el sujeto y su contexto interpersonal y social.
Por un nuevo humanismo incluyente
En definitiva, el problema que la distancia y falta de diálogo de consenso entre el enfoque científico y el humanístico y filosófico nos lleva a la cuestión de la articulación del sentido y al problema epistemológico de aclararnos sobre las tareas que le corresponde a cada ámbito del saber. Parece evidente que la realidad se nos muestra con una complejidad mayor de la que sospechábamos, necesitándose para dar cuenta de la totalidad de la misma tanto el enfoque científico, como el humanístico, filosófico y teológico.
Está claro que la racionalidad humana, que comenzó formando una unidad originaria, se ha ido inevitablemente separando y difractando, hasta conformar una compleja estructura que no resulta siempre fácil unificar o conjugar de modo pacífico y satisfactorio. Pero está claro que el desarrollo evolutivo de la historia del universo nos ha mostrado, desde el panorama unitario desde el que lo vemos en la actualidad, que de la realidad material ha emergido la vida en nuestro planeta, y la vida inteligente en el caso de los humanos, inteligencia que se ha ido conformando en la compleja red de lo social y cultural. De ahí que lo humano tengamos que entenderlo como una estructura en la que confluye la dimensión natural, la subjetiva y la social.
En ápocas anteriores, la definición de lo humano recaía en su racionalidad subjetiva, predominando la filosofía introspectiva y la teología entre el reino de los saberes. Y también es cierto que, en los últimos siglos, ha sido la ciencia la que nos ha ido mostrando lo mundano y material de nuestra condición, poniéndonos pie a tierra y desengañándonos de imágenes angélicas desde las que nos definíamos antaño.
Es evidente, por tanto, que la gran aportación de la racionalidad científica nos está mostrando de forma incontestable que es imprescindible tener en cuenta, a la hora de dar cuenta de lo humano, de lo que hemos llamado el a priori objetivo, esto es, las leyes de la naturaleza de la que formamos parte. Pero también es cierto que no acertamos a dar cuenta de la complejidad de lo humano si prescindimos de nuestra subjetividad autoconsciente y libre, o la reducimos a ser un mero epifenómeno, o un factor meramente isomórfico de la realidad física y biológica.
La dimensión subjetiva de lo humano es un dato incontestable, que no se puede negar simplemente porque la racionalidad científica encuentra dificultades a la hora de dar cuenta de ella. Y además, junto a la dimensión objetiva y subjetiva, no podemos olvidar tampoco la social y cultural, aspecto olvidado por el humanismo clásico, exaltando lo individual para olvidarse de su dimensión social, aspecto este no complementario y secundario, sino esencial.
El individuo necesita para llegar a ser un yo, una persona irrepetible, no sólo de su base y dimensión natural, genético-cerebral, sino también de su entramado familiar y social. El niño aprende poco a poco desde que nace a ser persona. Sólo en el crisol de lo interhumano puede el yo reconocerse como tal y aprender a ser persona, en su concreción y en su dignidad.
Las pretensiones del cientifismo reduccionista, que invade nuestro tiempo con cada vez mayores pretensiones de predominio hegemónico, tiene que aprender a reconocer sus errores y sus limitaciones. El predominio de la denominada tercera cultura, si con ello se pretende conformar una cultura bajo el dominio dictatorial de la racionalidad científica, tiene el peligro de caer en una progresiva robotización de lo humano, que le puede llevar a quedar sometido al servicio de los intereses económicos y políticos de una minoría, que no busca más que reducir lo humano a mecanismos robóticos y acríticos. Al menos es fundamental ser conscientes de estas posibles derivas alienantes e inhumanizadoras.
Sólo una cultura que respete la complejidad de la realidad, y, por tanto, la necesidad de ser estudiada desde el amplio abanico de saberes, entre los que la racionalidad de lo fáctico se subordine a la dimensión de sentido (filosofía y teología), y que entienda que la búsqueda de la identidad de lo humano tiene que hacerse desde la confluencia de las aportaciones científicas iluminadas desde la perspectiva de sentido que aporta la filosofía, podrá considerarse humana y humanizadora, y merecer la confianza de los humanos.
Notas:
[1] Cfr. GRASSI, E., La filosofía del humanismo, Barcelona, Anthropos, 1996; MOREY, M., El hombre como argumento, Barcelona, Anthropos, 1997 ; AMENGUAL, G., Modernidad y crisis del sujeto, Madrid, Caparrós, 1998; SAVATER, F., Humanismo impenitente, Barcelona, Anagrama, 1990.
[2] PICO DE LA MIRÁNDOLA, De la dignidad del hombre, Madrid, Editora Nacional, 1984 (edic. de L. Martínez Gómez); PERES DE OLIVA, Fernán, Diálogo de la dignidad del hombre, Madrid, Editora Nacional, 1982 (ed. De Mª L. Cerrón Puga); SANTIDRIÁN, P.R. (ed.), Humanismo y Renacimiento, Madrid, Alianza, 1993.
[1] Cfr. GRASSI, E., La filosofía del humanismo, Barcelona, Anthropos, 1996; MOREY, M., El hombre como argumento, Barcelona, Anthropos, 1997 ; AMENGUAL, G., Modernidad y crisis del sujeto, Madrid, Caparrós, 1998; SAVATER, F., Humanismo impenitente, Barcelona, Anagrama, 1990.
[2] PICO DE LA MIRÁNDOLA, De la dignidad del hombre, Madrid, Editora Nacional, 1984 (edic. de L. Martínez Gómez); PERES DE OLIVA, Fernán, Diálogo de la dignidad del hombre, Madrid, Editora Nacional, 1982 (ed. De Mª L. Cerrón Puga); SANTIDRIÁN, P.R. (ed.), Humanismo y Renacimiento, Madrid, Alianza, 1993.
[3] Cfr. FREUD, S., “Una dificultad del psicoanálisis”, en Obras completas, vol. VII, Madrid, 1974.
[4] Cfr. AMENGUAL, G., Modernidad y crisis del sujeto, o.c., pp. 38-39.
[5] Cfr. MORIN, Edgar, Ciencia sin conciencia, Barcelona, Anthropos, 1984.
[6] Cfr. HEIDEGGER, M., Ser y tiempo, México, FCE, 1971; Id., Kant y el problema de la metafísica, México, FCE, 1954; Id., Carta sobre el humanismo, Madrid, Taurus, 1959.
[7] Cfr. ZUBIRI, X., El hombre y Dios, Madrid, Alianza, 1984; Id., Sobre el hombre, Madrid, Alianza, 1986.
[8] Cfr. LEVINAS, E., El humanismo del otro hombre, México, Siglo XXI, 1974; Id., Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Salamanca, Sígueme, 1977; BOERLEGUI, C., "El pensamiento ético-antropológico de E. Lévinas. Su fecundidad y sus insuficiencias", Letras de Deusto, 28 (1998), nº 78, 143-172.
[9] Cfr. SCHELER, Max, El puesto del hombre en el cosmos, Buenos Aires, Losada, 1976.
[10] Cfr. HORKHEIMER, M., “Observaciones sobre la Antropología filosófica”, en Teoría Crítica, I, Buenos Aires, Amorrortu, 1974, pp. 50-75.
[11] Cfr. BROCKMAN, J. (ed.), El nuevo humanismo y las fronteras de la ciencia, Barcelona, Kairós, 2007 (introducción de Salvador Pániker).
[12] Cfr. PLOMIN, R. y otros, Genética de la conducta, Barcelona, Ariel, 2002; KAGAN, Jerome, El temperamento y su trama. Cómo los genes, la cultura, el tiempo y el azar inciden en nuestra personalidad, Buenos Aires, Katz Editores, 2011; HARRIS, Judith R., No hay dos iguales. Individualidad humana y naturaleza humana, Madrid, Edit. Funambulista, 2015.
[13] Cfr. PINKER, Steven, La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana, Barcelona, Paidós, 2003; CASTRO NOGUEIRA, Laureano, Luis y Miguel A., ¿Quién teme a la naturaleza humana?, Madrid, Tecnos, 2008; CASTRO NOGUEIRA, Luis y Miguel A./MORALES NAVARRO, Julián, Ciencias sociales y naturaleza humana, Madrid, Tecnos, 2013.
[14] Cfr. BEORLEGUI, C., “A vueltas con la naturaleza humana”, en ARREGUI, Jorge V. (ed.), Debate sobre las Antropologías, Thémata. Revista de Filosofía, 2005, nº 35, pp. 139-150.
[15] CRONIN, Helena, “La verdad sobre la naturaleza humana”, en BROCKMAN, John (ed.), El nuevo humanismo y las fronteras de la ciencia, Barcelona, Kairós, 2007, pp. 89-102; 89. Algunos otros capítulos de este libro, se orientan en la misma dirección de recuperar la idea de una naturaleza humana de carácter biológico y genético, como es el caso de S. Pinker (“Interpretación biológica de la naturaleza humana”), pp. 67-88.
[16] Cfr. GEHLEN, A., El hombre, Salamanca, Sígueme, 1980.
[17] Como hace ver F. Fernández Buey, o.c., p. 218, el texto de Pániker se publicó en La Vanguardia, dentro del Suplemento Culturas, en 2015, nº 169, pp. 2-4, y sin más se ha introducido en el libro de Brockman como un cuerpo extraño.
[18] FERNÁNDEZ BUEY, Fr., o.c., p. 231.
[19] Cfr. BEORLEGUI, C., Antropología filosófica, o.c., cap. 5, “El estatuto crítico-ideológico de la Antropología filosófica”.
[20] Cfr. RICOEUR, P., Freud, una interpretación de la cultura. Ensayo de hermenéutica, 3 vols., México Siglo XXI, 1965; Id., El conflicto de las interpretaciones, Buenos Aires, Megalópolis, 1969; RUBIO CARRACEDO, J., La ética y el hombre, Barcelona, Anthropos, 1987; Id., “El sujeto y la topología estructural de significantes”, Anthropologica (Barcelona), 1977, nº 4-5, pp. 41-56; AMENGUAL, G., Modernidad y crisis del sujeto”, Barcelona, Caparrós, 1998.
[21] Cfr. POPPER, K.O., La lógica de la investigación científica, o.c.
Artículo elaborado por Carlos Beorlegui, Catedrático de Antropología. Universidad de Deusto, Bilbao. Colaborador de Tendencias21 de las Religiones.