Lo que no tiene sentido no tiene valor:
no es digno de estima (Sócrates de Jenofonte).
Quisiera abrir la perspectiva del sentido humano en un momento cultural en el que el nihilismo ronda nuestro escenario y corroe nuestra visión del mundo. Pero sin sentido no se puede vivir (bien), así que el sentido simboliza el bien maltrecho por nuestras circunstancias.
En realidad, el hombre está tomando conciencia dolorosa y dolorida del mal, la negatividad y la muerte, por lo que el sentido está puesto en sospecha filosófica. Y, sin embargo, lo repetimos: el sentido es el pan nuestro de cada día, a veces un pan endurecido, pero sin el cual comprobamos el hambre radical que confiere la nada: o bien el agua nuestra de cada día, sin la cual comprobamos la sed insaciable que inocula el desierto, pero también en el otro extremo la vivencia de un sentido aguado por el sinsentido.
Definimos al hombre como hambre y sed de sentido desde su experiencia de finitud y contingencia en el mundo. Pues bien, para tratar esta cuestión crucial del sentido/sinsentido, exploraremos siquiera brevemente cuatro momentos significantes de nuestra cultura: la posición clásica de Sócrates en Jenofonte, la tradición sapiencial, la contraposición barroca de R. Burton en su monumental “Anatomía de la melancolía” y, finalmente, la posición (pos)moderna de Heidegger sobre caminos nietzscheanos. Finalizamos con una Conclusión moral y un Excurso poético-musical.
Primero (El Sócrates de Jenofonte)
Conocemos bien al Sócrates de Platón y su visión idealista del sentido humano trascendido por el sentido divino: en donde el sinsentido mundano queda superado por el sentido celeste, lo mismo que el mal por el bien, el error por la verdad y lo irracional por la razón. Conocemos bien esta visión clásica del Ser como fundamento positivo del mundo frente a toda negación o negatividad, lo que confiere un estatuto heroico al socratismo platónico, capaz de trascender la realidad por la idealidad. [1]
Conocemos bien al Sócrates platónico pero conocemos mal al Sócrates de Jenofonte, una figura mucho más cercana a nuestra actual mentalidad posmoderna de signo antiheroico.
En efecto, el Sócrates jenofontiano ya no es un héroe platónico sino un antihéroe, el cual es acusado de corromper a la juventud por no reconocer a los dioses o ideales oficiales de la ciudad política, introduciendo nuevos demonios, daímones o démones, es decir, númenes ambivalentes, instancias ya no olímpicas o luminosas sino oscuras y ambiguas, figuras intermedias entre lo divino y lo demoníaco cercanas al ámbito intermedio e intermediario de lo humano, precisamente situado entre el mundo celeste y el submundo terrestre, a medio camino entre la luz y la oscuridad de la caverna.
El símbolo de este nuevo demonismo socrático está simbolizado por el demon Eros, el diosecillo que dialectiza el cosmos y se concentra en el corazón humano, inaugurando así la eclosión de la interioridad anímica frente a la exterioridad pública. [2]
Jenofonte nos cuenta que Sócrates filosofaba específicamente sobre lo humano, al ubicarse mesurada o medialmente entre los dioses y los animales, coafirmando la virtud de la continencia, la libertad y la amistad. A este último respecto cabe aducir que el propio Sócrates se presenta como una especie de “alcahuete moral”, en el sentido de mediar o intermediar entre personas que sienten mutuo afecto.
Por eso este Sócrates procura a través del diálogo y la palabra terapéutica el bien humano, la utilidad existencial, el cuidado del alma, el amor basado en la afección del corazón, la proyección del valor concebido como lo digno de estima, la búsqueda erótica del sentido moral.
De ahí surge la diferencia entre el diálogo propiamente socrático y el diálogo platónico: el primero es un diálogo hermenéutico que sirve para articular interanímicamente, por unión de los ánimos, la realidad (enpragmáticamente, al unir la acción vital de los individuos), mientras que el segundo es un diálogo eidético (referido al mundo de las ideas platónico) que sirve para distinguir la realidad según el Ser de las ideas (teoréticamente).
“Lo que no tiene sentido no tiene valor”: esta es la máxima de la filosofía socrática fundada en la identificación del sentido con lo valioso, de modo que el sentido se define como valor y el sinsentido como disvalor. En el texto griego de Jenofonte el sentido propugnado por Sócrates es el sentido humano o existencial (frónesis), de modo que el sinsentido resulta inhumano y antiexistencial (a-frónesis). Por su parte, el valor es lo digno de estima (timon), de manera que el sinsentido es el disvalor o indigno de estima (a-timon). [3]
De esta guisa, el Sócrates de Jenofonte no opta platónicamente por lo supremo, divino y óptimo sino por lo medial, lo humano y lo bueno/bello (kalokagathía). El Sócrates jenofontiano no busca el ser o esencia ideal de lo real sino la realidad vital o existencial, el valor que valora lo valioso, el amor como estimación humana referida a lo amable como digno de ser amado (el bien-bello). De aquí que Sócrates afirme que los actos humanos dicen lo que el lenguaje no dice, fundando así un criterio netamente ético.
Segundo (La tradición sapiencial)
Hay toda una tradición sapiencial que trata de vislumbrar una cierta sabiduría de la existencia. Se trata de la gran tradición sentenciosa que tiene por figuras relevantes a Buda y Lao-Tsé, al Cohélet y Epicuro, a Plutarco y Epicteto, a Séneca y Marco Aurelio, y luego pasa a través del moralismo del Kempis por el humanismo de Montaigne y Gracián, Juan de la Cruz y Fray Luis de León, La Bruyère y La Rochefoucault, Renard y Rivarol, Emerson, Schopenhauer y Nietzsche, Heidegger y Wittgenstein, C. G. Jung y el Círculo Eranos, G. Steiner y H. Bloom, Unamuno, Remy de Gourmont y Cioran, entre tantos otros. Harold Bloom ha realizado un elenco más bien literario en su reciente obra “¿Dónde se encuentra la sabiduría?” [4]
La clave de la tradición sentenciosa de signo sapiencial está en una revisión del mundo de carácter transversal, oblicuo o diacrítico, de la realidad en su totalidad de experiencias. Nos las habemos con una cosmovisión radiográfica o espectral de lo real, que pone en evidencia la catadura de la realidad en su contingencia, finitud y labilidad.
Lo cual nos hace prudentes y precavidos, asuntivos y críticos, reflexivos y filtrativos de lo dado en la apariencia o inmediatez de lo real. A menudo comparece en este contexto un tono escéptico o pesimista propio del que ha experimentado el mundo hasta sus límites. Esta tradición senequista arriba hoy hasta el poeta cordobés Antonio Gala, quien proyecta en el amor el culmen del sentido zaherido y de la felicidad cuarteada, como afirma en su elegíaco Soneto de la Zubia:
Hoy he vuelto a la ciudad enamorada
donde un día los dioses me envidiaron.
Sus altas torres, que por mí brillaron,
pavesa son desmantelada.
De cuanto yo recuerdo, ya no hay nada;
plazas, calles, esquinas se borraron.
El mirto y el acanto me engañaron,
me engañó el corazón de la granada.
Cómo pudo callarse tan deprisa
su rumor de agua clara y fácil nido,
su canción de árbol alto y verde brisa.
Dónde pudo perderse tanto ruido,
tanto amor, tanto encanto, tanta risa,
tanta campana como se ha perdido. [5]
Quizás las dos corrientes más interesantes de esta tradición sapiencial sean el estoicismo y el epicureismo, a menudo enfrentados como si se tratara de posturas absolutamente contrarias. Pero en realidad son dos posiciones complementarias: en efecto, el estoicismo critica todo “exceso” en nombre de la sobriedad y el desapego, el desafecto y la resignación apática (apázeia); por su parte el epicureísmo critica todo “defecto” en nombre de cierto hedonismo humano, humanizado y humanizador dirigido por la serenidad (ataraxía).
Pero curiosamente en ambos casos se trata de buscar cierto punto medio o medial, afirmando la propia autarquía o independencia humana frente al mundo de las cosas reificadas (manifiestas en su realidad profunda), lo que finalmente significa asumir la materia y lo material, el cuerpo y lo corporal desde la perspectiva humana del alma, de acuerdo cierta confluencia estoico-epicúrea según la cual el placer humano comienza en el cuerpo pero se culmina en el alma. [6]
Este dualismo relativo o relacional, complementario, entre estoicismo y epicureismo vuelve a observarse en otros ámbitos filosóficos, como en la disputa entre Schopenhauer, estoico y apolíneo, y Nietzsche, epicúreo y dionisiano; en donde observamos que el primero se hace estoico e incluso búdico para vivir epicúrea y pasotamente, mientras que el segundo es epicúreo o afirmativo hasta el límite de asumir estoicamente el hado (amor fati).
En estas disputas entre los contrarios Aristóteles y otros han predicado/practicado el medio o mediación entre los extremos, así pues la búsqueda del sentido como felicidad armónica por cuanto armoniza los opuestos distensionalmente.
La felicidad como clásica “eudaimonía” significaría precisamente esa mediación o co-implicación de los contrarios, representada por la positivación de lo demónico, así como por la asunción filtrativa de la realidad, y finalmente por la aceptación crítica del propio destino, sin recaer en la extremosidad del heroísmo insensato contra nuestros límites ni en el extremo del pasivismo ilimitado o sin límites. [7]
no es digno de estima (Sócrates de Jenofonte).
Quisiera abrir la perspectiva del sentido humano en un momento cultural en el que el nihilismo ronda nuestro escenario y corroe nuestra visión del mundo. Pero sin sentido no se puede vivir (bien), así que el sentido simboliza el bien maltrecho por nuestras circunstancias.
En realidad, el hombre está tomando conciencia dolorosa y dolorida del mal, la negatividad y la muerte, por lo que el sentido está puesto en sospecha filosófica. Y, sin embargo, lo repetimos: el sentido es el pan nuestro de cada día, a veces un pan endurecido, pero sin el cual comprobamos el hambre radical que confiere la nada: o bien el agua nuestra de cada día, sin la cual comprobamos la sed insaciable que inocula el desierto, pero también en el otro extremo la vivencia de un sentido aguado por el sinsentido.
Definimos al hombre como hambre y sed de sentido desde su experiencia de finitud y contingencia en el mundo. Pues bien, para tratar esta cuestión crucial del sentido/sinsentido, exploraremos siquiera brevemente cuatro momentos significantes de nuestra cultura: la posición clásica de Sócrates en Jenofonte, la tradición sapiencial, la contraposición barroca de R. Burton en su monumental “Anatomía de la melancolía” y, finalmente, la posición (pos)moderna de Heidegger sobre caminos nietzscheanos. Finalizamos con una Conclusión moral y un Excurso poético-musical.
Primero (El Sócrates de Jenofonte)
Conocemos bien al Sócrates de Platón y su visión idealista del sentido humano trascendido por el sentido divino: en donde el sinsentido mundano queda superado por el sentido celeste, lo mismo que el mal por el bien, el error por la verdad y lo irracional por la razón. Conocemos bien esta visión clásica del Ser como fundamento positivo del mundo frente a toda negación o negatividad, lo que confiere un estatuto heroico al socratismo platónico, capaz de trascender la realidad por la idealidad. [1]
Conocemos bien al Sócrates platónico pero conocemos mal al Sócrates de Jenofonte, una figura mucho más cercana a nuestra actual mentalidad posmoderna de signo antiheroico.
En efecto, el Sócrates jenofontiano ya no es un héroe platónico sino un antihéroe, el cual es acusado de corromper a la juventud por no reconocer a los dioses o ideales oficiales de la ciudad política, introduciendo nuevos demonios, daímones o démones, es decir, númenes ambivalentes, instancias ya no olímpicas o luminosas sino oscuras y ambiguas, figuras intermedias entre lo divino y lo demoníaco cercanas al ámbito intermedio e intermediario de lo humano, precisamente situado entre el mundo celeste y el submundo terrestre, a medio camino entre la luz y la oscuridad de la caverna.
El símbolo de este nuevo demonismo socrático está simbolizado por el demon Eros, el diosecillo que dialectiza el cosmos y se concentra en el corazón humano, inaugurando así la eclosión de la interioridad anímica frente a la exterioridad pública. [2]
Jenofonte nos cuenta que Sócrates filosofaba específicamente sobre lo humano, al ubicarse mesurada o medialmente entre los dioses y los animales, coafirmando la virtud de la continencia, la libertad y la amistad. A este último respecto cabe aducir que el propio Sócrates se presenta como una especie de “alcahuete moral”, en el sentido de mediar o intermediar entre personas que sienten mutuo afecto.
Por eso este Sócrates procura a través del diálogo y la palabra terapéutica el bien humano, la utilidad existencial, el cuidado del alma, el amor basado en la afección del corazón, la proyección del valor concebido como lo digno de estima, la búsqueda erótica del sentido moral.
De ahí surge la diferencia entre el diálogo propiamente socrático y el diálogo platónico: el primero es un diálogo hermenéutico que sirve para articular interanímicamente, por unión de los ánimos, la realidad (enpragmáticamente, al unir la acción vital de los individuos), mientras que el segundo es un diálogo eidético (referido al mundo de las ideas platónico) que sirve para distinguir la realidad según el Ser de las ideas (teoréticamente).
“Lo que no tiene sentido no tiene valor”: esta es la máxima de la filosofía socrática fundada en la identificación del sentido con lo valioso, de modo que el sentido se define como valor y el sinsentido como disvalor. En el texto griego de Jenofonte el sentido propugnado por Sócrates es el sentido humano o existencial (frónesis), de modo que el sinsentido resulta inhumano y antiexistencial (a-frónesis). Por su parte, el valor es lo digno de estima (timon), de manera que el sinsentido es el disvalor o indigno de estima (a-timon). [3]
De esta guisa, el Sócrates de Jenofonte no opta platónicamente por lo supremo, divino y óptimo sino por lo medial, lo humano y lo bueno/bello (kalokagathía). El Sócrates jenofontiano no busca el ser o esencia ideal de lo real sino la realidad vital o existencial, el valor que valora lo valioso, el amor como estimación humana referida a lo amable como digno de ser amado (el bien-bello). De aquí que Sócrates afirme que los actos humanos dicen lo que el lenguaje no dice, fundando así un criterio netamente ético.
Segundo (La tradición sapiencial)
Hay toda una tradición sapiencial que trata de vislumbrar una cierta sabiduría de la existencia. Se trata de la gran tradición sentenciosa que tiene por figuras relevantes a Buda y Lao-Tsé, al Cohélet y Epicuro, a Plutarco y Epicteto, a Séneca y Marco Aurelio, y luego pasa a través del moralismo del Kempis por el humanismo de Montaigne y Gracián, Juan de la Cruz y Fray Luis de León, La Bruyère y La Rochefoucault, Renard y Rivarol, Emerson, Schopenhauer y Nietzsche, Heidegger y Wittgenstein, C. G. Jung y el Círculo Eranos, G. Steiner y H. Bloom, Unamuno, Remy de Gourmont y Cioran, entre tantos otros. Harold Bloom ha realizado un elenco más bien literario en su reciente obra “¿Dónde se encuentra la sabiduría?” [4]
La clave de la tradición sentenciosa de signo sapiencial está en una revisión del mundo de carácter transversal, oblicuo o diacrítico, de la realidad en su totalidad de experiencias. Nos las habemos con una cosmovisión radiográfica o espectral de lo real, que pone en evidencia la catadura de la realidad en su contingencia, finitud y labilidad.
Lo cual nos hace prudentes y precavidos, asuntivos y críticos, reflexivos y filtrativos de lo dado en la apariencia o inmediatez de lo real. A menudo comparece en este contexto un tono escéptico o pesimista propio del que ha experimentado el mundo hasta sus límites. Esta tradición senequista arriba hoy hasta el poeta cordobés Antonio Gala, quien proyecta en el amor el culmen del sentido zaherido y de la felicidad cuarteada, como afirma en su elegíaco Soneto de la Zubia:
Hoy he vuelto a la ciudad enamorada
donde un día los dioses me envidiaron.
Sus altas torres, que por mí brillaron,
pavesa son desmantelada.
De cuanto yo recuerdo, ya no hay nada;
plazas, calles, esquinas se borraron.
El mirto y el acanto me engañaron,
me engañó el corazón de la granada.
Cómo pudo callarse tan deprisa
su rumor de agua clara y fácil nido,
su canción de árbol alto y verde brisa.
Dónde pudo perderse tanto ruido,
tanto amor, tanto encanto, tanta risa,
tanta campana como se ha perdido. [5]
Quizás las dos corrientes más interesantes de esta tradición sapiencial sean el estoicismo y el epicureismo, a menudo enfrentados como si se tratara de posturas absolutamente contrarias. Pero en realidad son dos posiciones complementarias: en efecto, el estoicismo critica todo “exceso” en nombre de la sobriedad y el desapego, el desafecto y la resignación apática (apázeia); por su parte el epicureísmo critica todo “defecto” en nombre de cierto hedonismo humano, humanizado y humanizador dirigido por la serenidad (ataraxía).
Pero curiosamente en ambos casos se trata de buscar cierto punto medio o medial, afirmando la propia autarquía o independencia humana frente al mundo de las cosas reificadas (manifiestas en su realidad profunda), lo que finalmente significa asumir la materia y lo material, el cuerpo y lo corporal desde la perspectiva humana del alma, de acuerdo cierta confluencia estoico-epicúrea según la cual el placer humano comienza en el cuerpo pero se culmina en el alma. [6]
Este dualismo relativo o relacional, complementario, entre estoicismo y epicureismo vuelve a observarse en otros ámbitos filosóficos, como en la disputa entre Schopenhauer, estoico y apolíneo, y Nietzsche, epicúreo y dionisiano; en donde observamos que el primero se hace estoico e incluso búdico para vivir epicúrea y pasotamente, mientras que el segundo es epicúreo o afirmativo hasta el límite de asumir estoicamente el hado (amor fati).
En estas disputas entre los contrarios Aristóteles y otros han predicado/practicado el medio o mediación entre los extremos, así pues la búsqueda del sentido como felicidad armónica por cuanto armoniza los opuestos distensionalmente.
La felicidad como clásica “eudaimonía” significaría precisamente esa mediación o co-implicación de los contrarios, representada por la positivación de lo demónico, así como por la asunción filtrativa de la realidad, y finalmente por la aceptación crítica del propio destino, sin recaer en la extremosidad del heroísmo insensato contra nuestros límites ni en el extremo del pasivismo ilimitado o sin límites. [7]
Tercero (Anatomía de la melancolía)
Volvámonos a Sócrates, el cual personifica la búsqueda del sentido como lo digno de estima, así pues como valor o digno de amor. Pero el sentido está atravesado de sinsentido, y el propio Sócrates lo sabe bien cuando advierte de no dejarse esclavizar por las pasiones, proponiendo otros valores y placeres que los meramente animales, corporales o materiales, al tiempo que asume un modo de vida estoizante capaz de rechazar lo blando para no sufrir lo duro, como avisaba Epicarmo.
Podríamos hablar de cierto apolinismo (ascetismo intelectual) en Sócrates, ya aducido por Nietzsche, pero matizando que se trata de un ascetismo contrapunteado epicúreamente por el amor de amistad e incluso dionisíacamente por su capacidad de beber o bailar. Sin embargo es cierto que la dialéctica socrática es un movimiento ascensional, por el cual el alma trata de enseñorearse del cuerpo clásicamente, en donde la visión de la realidad inmanente es sublimada por la “entrevisión”, que vislumbra y apunta la idealidad trascendente.
El contrapeso al ideal-realismo del Sócrates clásico lo ofrece el barroco Richard Burton quien, en su magna obra “Anatomía de la melancolía”, hace hincapié no en nuestra experiencia del bien sino del mal, no en nuestra vivencia de lo positivo sino de lo negativo, no en la convivencia armoniosa sino en la convivencia disarmoniosa. He aquí su demoledora visión crítica del mundo del hombre:
El mundo es un vasto caos, un manicomio, el teatro de la hipocresía,
una tienda de picardía y adulación, un aposento de villanías, la escuela del desvarío, una guerra donde quieras o no debes luchar y vencer o ser derrotado, en la que o matas o te matan.
Mientras les sea provechoso, se aman
o se pueden beneficiar mutuamente, pero cuando no se pueden esperar más
ventajas, como hacen con un perro viejo, lo cuelgan o le disparan. Nuestro summum bonum es el interés, y la diosa a la que adoramos la Reina Moneda, a la que ofrecemos a diario sacrificios, por la que se nos ensalza, humilla, eleva, estima, la única guía de nuestras acciones.
No tienen importancia la virtud, la sabiduría, el valor, el conocimiento, la honestidad, la religión ni cualquier cualidad, sólo el dinero, la grandeza, el cargo, el honor, la autoridad, por eso se admira a los hombres por lo que parecen, no como son, sino como parecen ser. [8]
Resulta muy instructiva la comparación entre este R. Burton y nuestro B. Gracián: ambos son clérigos, anglicano y católico, ambos son barrocos y pesimistas. He aquí la posición escéptica de Gracián:
Todo cuanto hay se burla del miserable hombre; el mundo le engaña, la vida le miente, la fortuna le burla, la salud le falta, la edad se pasa, el mal se da priesa, el bien se le ausenta, los años huyen, los contentos no llegan, el tiempo vuela, la vida se acaba, la muerte le coge, la sepultura le traga, la tierra le cubre, la pudrición le deshace, el olvido le aniquila, y el que ayer fue hombre hoy es polvo y mañana nada. [9]
La actualidad de semejante diatriba crítica del mundo del hombre resalta suficientemente, aunque en la actualidad hemos pasado de describir negativamente el mundo humano a describir negativamente también el mundo no humano, así pues el universo mundo. Un cierto “gnosticismo” se filtra en los escritos negativistas de J.P. Sartre y Cioran, de Nietzsche y S. Freud, de C.G. Jung y S. Weil. En todos ellos y muchos más ya no es sólo el ámbito humano sino el mundano o cósmico el puesto en cuestión: la naturaleza misma reaparece como madre y madrastra, origen de vida y muerte, destino cruel de toda creatura.
En esta línea negativista aunque matizada se sitúa el poeta ruso contemporáneo Y. Yevtushenko, quien en su poema “Mentiras” plantea el precio de la felicidad:
(Mentiras)
Mentir a los jóvenes es malo,
Demostrarles que las mentiras son ciertas es malo.
Decirles
que Dios está en su cielo
y que todo está bien en el mundo
es malo.
Saben a qué te refieres.
También ellos son personas.
Cuéntales las dificultades
incontables,
y hazles ver
no sólo
lo que será
sino ver
con claridad
el presente.
Diles que encontrarán obstáculos,
que hay tristeza,
duros momentos.
Al diablo con todo.
Quien nunca conoció
El precio de la felicidad
no será feliz.
No condones ningún error
que admitas,
se repetirá
multiplicado por cien
y después
nuestros discípulos
nos condenarán
por lo que nosotros hayamos condonado. [10]
En este poema se nos plantea crudamente el precio de la felicidad: mas el precio de la felicidad es la infelicidad, como el precio de la vida es la muerte, el precio del ser el no-ser, el precio del sentido el sinsentido y el precio del amor el desamor.
Busquemos ahora finalmente cierta apertura de sentido, cierta salida a semejante encerrona, en la filosofía simbólica de M. Heidegger.
Volvámonos a Sócrates, el cual personifica la búsqueda del sentido como lo digno de estima, así pues como valor o digno de amor. Pero el sentido está atravesado de sinsentido, y el propio Sócrates lo sabe bien cuando advierte de no dejarse esclavizar por las pasiones, proponiendo otros valores y placeres que los meramente animales, corporales o materiales, al tiempo que asume un modo de vida estoizante capaz de rechazar lo blando para no sufrir lo duro, como avisaba Epicarmo.
Podríamos hablar de cierto apolinismo (ascetismo intelectual) en Sócrates, ya aducido por Nietzsche, pero matizando que se trata de un ascetismo contrapunteado epicúreamente por el amor de amistad e incluso dionisíacamente por su capacidad de beber o bailar. Sin embargo es cierto que la dialéctica socrática es un movimiento ascensional, por el cual el alma trata de enseñorearse del cuerpo clásicamente, en donde la visión de la realidad inmanente es sublimada por la “entrevisión”, que vislumbra y apunta la idealidad trascendente.
El contrapeso al ideal-realismo del Sócrates clásico lo ofrece el barroco Richard Burton quien, en su magna obra “Anatomía de la melancolía”, hace hincapié no en nuestra experiencia del bien sino del mal, no en nuestra vivencia de lo positivo sino de lo negativo, no en la convivencia armoniosa sino en la convivencia disarmoniosa. He aquí su demoledora visión crítica del mundo del hombre:
El mundo es un vasto caos, un manicomio, el teatro de la hipocresía,
una tienda de picardía y adulación, un aposento de villanías, la escuela del desvarío, una guerra donde quieras o no debes luchar y vencer o ser derrotado, en la que o matas o te matan.
Mientras les sea provechoso, se aman
o se pueden beneficiar mutuamente, pero cuando no se pueden esperar más
ventajas, como hacen con un perro viejo, lo cuelgan o le disparan. Nuestro summum bonum es el interés, y la diosa a la que adoramos la Reina Moneda, a la que ofrecemos a diario sacrificios, por la que se nos ensalza, humilla, eleva, estima, la única guía de nuestras acciones.
No tienen importancia la virtud, la sabiduría, el valor, el conocimiento, la honestidad, la religión ni cualquier cualidad, sólo el dinero, la grandeza, el cargo, el honor, la autoridad, por eso se admira a los hombres por lo que parecen, no como son, sino como parecen ser. [8]
Resulta muy instructiva la comparación entre este R. Burton y nuestro B. Gracián: ambos son clérigos, anglicano y católico, ambos son barrocos y pesimistas. He aquí la posición escéptica de Gracián:
Todo cuanto hay se burla del miserable hombre; el mundo le engaña, la vida le miente, la fortuna le burla, la salud le falta, la edad se pasa, el mal se da priesa, el bien se le ausenta, los años huyen, los contentos no llegan, el tiempo vuela, la vida se acaba, la muerte le coge, la sepultura le traga, la tierra le cubre, la pudrición le deshace, el olvido le aniquila, y el que ayer fue hombre hoy es polvo y mañana nada. [9]
La actualidad de semejante diatriba crítica del mundo del hombre resalta suficientemente, aunque en la actualidad hemos pasado de describir negativamente el mundo humano a describir negativamente también el mundo no humano, así pues el universo mundo. Un cierto “gnosticismo” se filtra en los escritos negativistas de J.P. Sartre y Cioran, de Nietzsche y S. Freud, de C.G. Jung y S. Weil. En todos ellos y muchos más ya no es sólo el ámbito humano sino el mundano o cósmico el puesto en cuestión: la naturaleza misma reaparece como madre y madrastra, origen de vida y muerte, destino cruel de toda creatura.
En esta línea negativista aunque matizada se sitúa el poeta ruso contemporáneo Y. Yevtushenko, quien en su poema “Mentiras” plantea el precio de la felicidad:
(Mentiras)
Mentir a los jóvenes es malo,
Demostrarles que las mentiras son ciertas es malo.
Decirles
que Dios está en su cielo
y que todo está bien en el mundo
es malo.
Saben a qué te refieres.
También ellos son personas.
Cuéntales las dificultades
incontables,
y hazles ver
no sólo
lo que será
sino ver
con claridad
el presente.
Diles que encontrarán obstáculos,
que hay tristeza,
duros momentos.
Al diablo con todo.
Quien nunca conoció
El precio de la felicidad
no será feliz.
No condones ningún error
que admitas,
se repetirá
multiplicado por cien
y después
nuestros discípulos
nos condenarán
por lo que nosotros hayamos condonado. [10]
En este poema se nos plantea crudamente el precio de la felicidad: mas el precio de la felicidad es la infelicidad, como el precio de la vida es la muerte, el precio del ser el no-ser, el precio del sentido el sinsentido y el precio del amor el desamor.
Busquemos ahora finalmente cierta apertura de sentido, cierta salida a semejante encerrona, en la filosofía simbólica de M. Heidegger.
Cuarto (Heidegger y el ser-sentido)
Nuestro último referente es M. Heidegger, el filósofo y teólogo que ha tematizado el sentido radical del mundo del hombre en la noción capital del ser. Mas, ¿cómo interpretar el ambivalente ser heideggeriano? Ambivalentemente sin duda, ya que simboliza a la vez lo positivo y lo negativo, la apertura y lo destinal, el destino ciego, la pujanza transpersonal e impersonal, el espíritu oscuro.
El ingenio filosófico de Heidegger está en haber amalgamado en el ser el cruce de los contrarios a modo de cruz o crucifixión de los opuestos. A partir de la Carta sobre el humanismo podríamos hablar del ser heideggeriano como de un amor crucificado, ya que el ser se define como “Ver-mögen”: potencia de querer o querencia. [11]
La dialéctica del ser en Heidegger comparece claramente si sobreponemos textos heideggerianos de épocas diversas. Así, mientras que en obra Beiträge/Aportes a la filosofía (1938) el autor germano define el ser como el abismo (Abgrund), en su posterior discurso Die Armut/La pobreza (1945) redefine el ser como lo sublime: la relación sublime (erhabene Beziehung).
Los comentaristas se desconciertan al ver definido el ser como lo sublime y el abismo, sin percatarse que así se expresa la co-implicación de los contrarios. Pero desconocen también que lo sublime es la sublimación de lo subliminal, así pues la asunción radical del abismo: recuérdese aquí cómo la experiencia más alta –la mística- es la experiencia más abismática o abisal, lo mismo que la experiencia del ser resulta inseparable de la coexperiencia de la nada. Por eso puede decir Heidegger:
Lo alto de esa altura de lo sublime es en sí la profundidad. Pues bien,
la relación del ser con nuestra esencia es el centro, el medio que está en todas partes como el centro de un círculo cuya periferia no está en ninguna. [12]
Cabría entonces concebir el ser heideggeriano como un daimon o demon ambivalente, o sea, como un dios menor (der gott), al que el propio Heidegger ha hecho referencia traduciendo así el daimon heraclíteo, o bien proyectándolo como nuestra única esperanza de salvación en este mundo.
Ahora bien, el ser como daimon o dios menor simboliza el destino radicalmente ambiguo del mundo humano así como del universo, por cuanto presidido por una divinidad contingente o contingenciada, encarnada o humanada, a modo de “trascendencia inmanente” (tal y como comparece paradigmáticamente en el propio cristianismo).
Precisamente a partir de G. Vattimo, el joven maestro Santiago Zabala habla de los vestigios del Ser como remanente: el cual es por una parte lo que nos sobra o excede y por otra parte lo que nos falta o requiere, el excessus y el recessus, las sobras del ser como restos o residuos: una paradoja que está en el propio título de su fina obra The Remains of Being, cuya traducción expresa al mismo tiempo lo que queda del ser y los restos del ser, lo que permanece y lo residual, en una palabra, la presencia y la ausencia, la presencia ausente o la ausencia presente. [13]
Pienso que por esta vía heideggeriana cabe abrir el sentido sin desechar el sinsentido, antes bien asumiéndolo como contingenciación de dicho presunto sentido en un mundo de circunstancias precarias: nunca ya más la conciencia ilusoria y presuntuosa de poseer el ser como en un pasado idealista.
Un tal sentido así contingenciado por el sinsentido no es un sentido inconcuso sino un sentido simbólico: el sentido que reflota en la nada, el sentido que se abre a través del oscuro túnel del sinsentido. Un sentido que cuenta con el sin sentido y que desde él se construye.
Pues bien, a partir de esta posición posheideggeriana cabría proponer una metodología hermenéutica (interpretadora) del sentido considerado no como algo cósico o literal sino como algo simbólico, humano o proyectado. Esto significa que el sentido no es algo dado sino que hay que sonsacarlo o auscultarlo, ya que comparece entre lo más oculto u ocultado. El sentido debe construirse sacándolo de la oscuridad.
Conclusión moral
Una tal metodología hermenéutica del sentido podría sernos útil en nuestra confrontación con el dolor que oculta todo sentido o con la muerte que oculta toda vida, pero también en nuestro afrontamiento de textos oscuros o sin sentido aparente: tales nos resultan hoy los textos religiosos o eclesiásticos que tomados literalmente conducen al fundamentalismo (islámico o católico, político o cultural), pero que tomados simbólicamente pueden aportar un cierto sentido de dirección moral.
Tal sería el caso del magisterio moral de las Iglesias, cuyas directrices deberían señalar actitudes fundamentales y no fundamentalistas del hombre ante la vida y la muerte, así como ante las fuentes de la vida y el debido respeto a su sacralidad tradicional.
Se trata entonces de proponer una moral de actitudes y no de meros actos reificados (entendidos como cosas fijas e inalterables), una moral personalista abierta al otro y no una moral conceptual encerrada en sí misma, una moral del sentido humano contextual y no una moral del mero significado entitativo descontextualizado o abstracto, así pues una moral del ser (existencial) y no una moral del ente (antiexistencial): una moral acuática y no pétrea o petrificada. [14]
La clave de bóveda de una tal moral del ser es que la vida oculta la muerte y la muerte la vida, como el sentido oculta el sinsentido y el sinsentido el sentido. De donde se deduce una revisión correlativizadora de la vida y de la muerte, el bien y el mal, el sentido y el sinsentido.
Una revisión tragicómica del mundo cuya consecuencia práctica consiste en saber correlativizar los contrarios, así como en saberlos conjugar acuáticamente: sea ondulantemente como quiere Montaigne sea ladeadamente como quiere Gracián y, en definitiva, dualécticamente: co-implicadoramente.
El poeta Victor Hugo expresó la experiencia de los contrarios como vivencia correlativizadora que se abre a su vaciado simbólico-real en la ultratumba:
He sabido subir, también bajar;
en mis cielos he visto albas y noches,
sé de la púrpura y de la ceniza
que me conviene más.
He conocido los ardores profundos,
he conocido los amores sombríos;
he visto huir las alas y las ondas,
los vientos y los días.
Mis vestidos están hechos jirones,
nada ya me queda en la conciencia:
ábrete sepultura.
(Llamando a una puerta) [15]
Excurso poético
Hay un precioso film de Charles Chaplin cuyo título –Candilejas- evoca ya una exquisita música que vertebra toda la película tránsfugamente. Su letra preciosista narra la historia romántico-trágica de un amor presente y emergente, el mismo amor demergente o decadente (ausente) y finalmente el amor remergente o sublimado, presente y ausente al mismo tiempo.
Nos las habemos con un amor simbólico-real que se encarna en el tiempo y, tras su vivencia, se reencarna en ese trastiempo que llamamos eternidad: paso del instante-ahora al ahora-estante, paso del amor físico o corporal al amor metafísico o anímico, asunción del sinsentido transfigurado en sentido: vida atravesada por la muerte, existencia traspasada por la dexistencia, proyección revertida en introyección, realidad traspuesta por la imaginación:
Candilejas (Chaplin-Parsons)
Nadie te ha querido como yo,
nadie te ha ofrecido tanto amor:
nadie te ha enseñado de la vida más que yo,
nadie mi amor buscó tu amor con más amor.
Una tarde te llegaste a mí
como primavera en mi jardín:
a la luz de candilejas yo me enamoré,
era tu amor tal como yo lo imaginé.
Cada vez que te miraba no podía ver
en tu mirar que tanto amor iba a perder.
Y hoy te vas de mí para olvidar,
qué será de ti y a dónde irás.
Y aunque sé que nunca volverás
yo te esperaré una eternidad.
Y si alguna vez te acuerdas y quieres volver,
aquí estaré, aquí mi amor, igual que ayer.
Aquí no se trata del eterno retorno de lo mismo tomado literalmente a lo Nietzsche, ya que el mismo amor es el mismo y diferente, el mismo trasfundido, el amor que asume el desamor. Se trata del eterno retorno de lo mismo diferenciado, del retorno eterno del amor a través del tiempo y su sublimación anímica: la encarnación del amor en el tiempo finito y su redención humana abierta al infinito.
Nuestro último referente es M. Heidegger, el filósofo y teólogo que ha tematizado el sentido radical del mundo del hombre en la noción capital del ser. Mas, ¿cómo interpretar el ambivalente ser heideggeriano? Ambivalentemente sin duda, ya que simboliza a la vez lo positivo y lo negativo, la apertura y lo destinal, el destino ciego, la pujanza transpersonal e impersonal, el espíritu oscuro.
El ingenio filosófico de Heidegger está en haber amalgamado en el ser el cruce de los contrarios a modo de cruz o crucifixión de los opuestos. A partir de la Carta sobre el humanismo podríamos hablar del ser heideggeriano como de un amor crucificado, ya que el ser se define como “Ver-mögen”: potencia de querer o querencia. [11]
La dialéctica del ser en Heidegger comparece claramente si sobreponemos textos heideggerianos de épocas diversas. Así, mientras que en obra Beiträge/Aportes a la filosofía (1938) el autor germano define el ser como el abismo (Abgrund), en su posterior discurso Die Armut/La pobreza (1945) redefine el ser como lo sublime: la relación sublime (erhabene Beziehung).
Los comentaristas se desconciertan al ver definido el ser como lo sublime y el abismo, sin percatarse que así se expresa la co-implicación de los contrarios. Pero desconocen también que lo sublime es la sublimación de lo subliminal, así pues la asunción radical del abismo: recuérdese aquí cómo la experiencia más alta –la mística- es la experiencia más abismática o abisal, lo mismo que la experiencia del ser resulta inseparable de la coexperiencia de la nada. Por eso puede decir Heidegger:
Lo alto de esa altura de lo sublime es en sí la profundidad. Pues bien,
la relación del ser con nuestra esencia es el centro, el medio que está en todas partes como el centro de un círculo cuya periferia no está en ninguna. [12]
Cabría entonces concebir el ser heideggeriano como un daimon o demon ambivalente, o sea, como un dios menor (der gott), al que el propio Heidegger ha hecho referencia traduciendo así el daimon heraclíteo, o bien proyectándolo como nuestra única esperanza de salvación en este mundo.
Ahora bien, el ser como daimon o dios menor simboliza el destino radicalmente ambiguo del mundo humano así como del universo, por cuanto presidido por una divinidad contingente o contingenciada, encarnada o humanada, a modo de “trascendencia inmanente” (tal y como comparece paradigmáticamente en el propio cristianismo).
Precisamente a partir de G. Vattimo, el joven maestro Santiago Zabala habla de los vestigios del Ser como remanente: el cual es por una parte lo que nos sobra o excede y por otra parte lo que nos falta o requiere, el excessus y el recessus, las sobras del ser como restos o residuos: una paradoja que está en el propio título de su fina obra The Remains of Being, cuya traducción expresa al mismo tiempo lo que queda del ser y los restos del ser, lo que permanece y lo residual, en una palabra, la presencia y la ausencia, la presencia ausente o la ausencia presente. [13]
Pienso que por esta vía heideggeriana cabe abrir el sentido sin desechar el sinsentido, antes bien asumiéndolo como contingenciación de dicho presunto sentido en un mundo de circunstancias precarias: nunca ya más la conciencia ilusoria y presuntuosa de poseer el ser como en un pasado idealista.
Un tal sentido así contingenciado por el sinsentido no es un sentido inconcuso sino un sentido simbólico: el sentido que reflota en la nada, el sentido que se abre a través del oscuro túnel del sinsentido. Un sentido que cuenta con el sin sentido y que desde él se construye.
Pues bien, a partir de esta posición posheideggeriana cabría proponer una metodología hermenéutica (interpretadora) del sentido considerado no como algo cósico o literal sino como algo simbólico, humano o proyectado. Esto significa que el sentido no es algo dado sino que hay que sonsacarlo o auscultarlo, ya que comparece entre lo más oculto u ocultado. El sentido debe construirse sacándolo de la oscuridad.
Conclusión moral
Una tal metodología hermenéutica del sentido podría sernos útil en nuestra confrontación con el dolor que oculta todo sentido o con la muerte que oculta toda vida, pero también en nuestro afrontamiento de textos oscuros o sin sentido aparente: tales nos resultan hoy los textos religiosos o eclesiásticos que tomados literalmente conducen al fundamentalismo (islámico o católico, político o cultural), pero que tomados simbólicamente pueden aportar un cierto sentido de dirección moral.
Tal sería el caso del magisterio moral de las Iglesias, cuyas directrices deberían señalar actitudes fundamentales y no fundamentalistas del hombre ante la vida y la muerte, así como ante las fuentes de la vida y el debido respeto a su sacralidad tradicional.
Se trata entonces de proponer una moral de actitudes y no de meros actos reificados (entendidos como cosas fijas e inalterables), una moral personalista abierta al otro y no una moral conceptual encerrada en sí misma, una moral del sentido humano contextual y no una moral del mero significado entitativo descontextualizado o abstracto, así pues una moral del ser (existencial) y no una moral del ente (antiexistencial): una moral acuática y no pétrea o petrificada. [14]
La clave de bóveda de una tal moral del ser es que la vida oculta la muerte y la muerte la vida, como el sentido oculta el sinsentido y el sinsentido el sentido. De donde se deduce una revisión correlativizadora de la vida y de la muerte, el bien y el mal, el sentido y el sinsentido.
Una revisión tragicómica del mundo cuya consecuencia práctica consiste en saber correlativizar los contrarios, así como en saberlos conjugar acuáticamente: sea ondulantemente como quiere Montaigne sea ladeadamente como quiere Gracián y, en definitiva, dualécticamente: co-implicadoramente.
El poeta Victor Hugo expresó la experiencia de los contrarios como vivencia correlativizadora que se abre a su vaciado simbólico-real en la ultratumba:
He sabido subir, también bajar;
en mis cielos he visto albas y noches,
sé de la púrpura y de la ceniza
que me conviene más.
He conocido los ardores profundos,
he conocido los amores sombríos;
he visto huir las alas y las ondas,
los vientos y los días.
Mis vestidos están hechos jirones,
nada ya me queda en la conciencia:
ábrete sepultura.
(Llamando a una puerta) [15]
Excurso poético
Hay un precioso film de Charles Chaplin cuyo título –Candilejas- evoca ya una exquisita música que vertebra toda la película tránsfugamente. Su letra preciosista narra la historia romántico-trágica de un amor presente y emergente, el mismo amor demergente o decadente (ausente) y finalmente el amor remergente o sublimado, presente y ausente al mismo tiempo.
Nos las habemos con un amor simbólico-real que se encarna en el tiempo y, tras su vivencia, se reencarna en ese trastiempo que llamamos eternidad: paso del instante-ahora al ahora-estante, paso del amor físico o corporal al amor metafísico o anímico, asunción del sinsentido transfigurado en sentido: vida atravesada por la muerte, existencia traspasada por la dexistencia, proyección revertida en introyección, realidad traspuesta por la imaginación:
Candilejas (Chaplin-Parsons)
Nadie te ha querido como yo,
nadie te ha ofrecido tanto amor:
nadie te ha enseñado de la vida más que yo,
nadie mi amor buscó tu amor con más amor.
Una tarde te llegaste a mí
como primavera en mi jardín:
a la luz de candilejas yo me enamoré,
era tu amor tal como yo lo imaginé.
Cada vez que te miraba no podía ver
en tu mirar que tanto amor iba a perder.
Y hoy te vas de mí para olvidar,
qué será de ti y a dónde irás.
Y aunque sé que nunca volverás
yo te esperaré una eternidad.
Y si alguna vez te acuerdas y quieres volver,
aquí estaré, aquí mi amor, igual que ayer.
Aquí no se trata del eterno retorno de lo mismo tomado literalmente a lo Nietzsche, ya que el mismo amor es el mismo y diferente, el mismo trasfundido, el amor que asume el desamor. Se trata del eterno retorno de lo mismo diferenciado, del retorno eterno del amor a través del tiempo y su sublimación anímica: la encarnación del amor en el tiempo finito y su redención humana abierta al infinito.
Notas:
[1] Ver Platón, Obras Completas, Aguilar, Madrid 1990.
[2] La divisa socrática en Jenofonte es “honrar lo demónico”, es decir, lo religioso o religante, lo sagrado o numinoso. Precisamente ha sido Heidegger el que ha proseguido esta honra de lo demónico en su veneración cuasi fechitista del ser como daimon/demon de lo real. (Por cierto, resulta sintomático de ese Sócrates no olímpico el que se apropie en su discurso de una expresión típica de las mujeres: “por Juno” (la diosa lunar protectora de las féminas).
[3] Véase la magnífica edición biblingüe de Jenofonte por nuestro J.D.García Bacca, Recuerdos de Sócrates/Banquete/Apología, UNAM, México 1994.- Sócrates habla de “frónesis”, que podemos traducir como sentido afectivo contextual: en este segundo Sócrates de Jenofonte –después de Platón- el sentido se define por el uso práctico, así como en el segundo Wittgenstein de las Investigaciones –después del Tractatus- el sentido se define por el uso pragmático.
[4] H. Bloom, ¿Dónde se encuentra la sabiduría?, Taurus, Madrid 2005.
[5] Antonio Gala, Poemas de amor, Planeta DeAgostino, Barcelona 1999.
[6] Al respecto Epicuro, edición de Carlos García Gual, Alianza, Madrid 2002, “Carta a Meneceo”.
[7] Sobre el tema de la felicidad, ver André Comte-Sponville, La felicidad desesperadamente, Paidós, Barcelona 2001, así como Luc Ferry, ¿Qué es una vida realizada?, Paidós, Barcelona 2003.
[8] Véase R. Burton, Anatomía de la melancolía, Asociación española de Neuropsiquiatría, Madrid 2002.
[9] Baltasar Gracián, El Criticón, Aguilar, Madrid 1960.
[10] Yevgeny Yevtushenko, en:M. Esselman y E. Ash, Al diablo con el amor, Punto de lectura, Barcelona 2002. Hemos revisado levemente la versión española por motivos conceptuales, traduciendo “condonar” en lugar de “perdonar”.
[11] Véase M. Heidegger, Carta sobre el humanismo, así como Besinnung/Meditación, Editorial Biblos, Buenos Aires 2006.
[12] M. Heidegger, La pobreza, Amorrortu, Buenos Aires 2006, pág. 103 y 104. Sobre la experiencia abismática ver J.A. Valente, La experiencia abisal, Gutenberg, Madrid 2004.
[13] Al respecto Santiago Zabala, The Remains of Being, Columbia University Press, 2008.
[14] Para el trasfondo de la cuestión ver G. Vattimo, A.Ortiz-Osés, S. Zabala y otros, El sentido de la existencia, Universidad Deusto, Bilbao 2007.
[15] Victor Hugo, Antología íntima, edición de Rafael García de Mesa, Universidad de Córdoba, 2002.
Bibliografía:
---Biblia de Jerusalén, Desclée, Bilbao 2002.
---Platón, Obras Completas, Aguilar, Madrid 1990.
---Jenofonte, Recuerdos de Sócrates, edición de J.D.García Bacca, UNAM, México 1994.
---Epicuro, Textos introducidos y editados por C. García Gual, Alianza, Madrid 2002.
---Epicteto (Disertaciones), Marco Aurelio (Meditaciones), Michel de Montaigne (Ensayos), La Bruyére (Los caracteres), Cioran (La caída en el tiempo).
---Robert Burton, Anatomía de la melancolía, Asociación española de Neuropsiquiatría, Madrid 2002.
---Baltasar Gracián, Obras Completas, Aguilar, Madrid 1960.
---Federico Nietzsche, Werke, Neske, Múnich 1967.
---Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, Austral, Madrid 1990.
---Martin Heidegger, Meditación, Biblos, Buenos Aires 2006; idem, La pobreza, Amorrortu, Buenos Aires 2006.
---C.G.Jung y el Círculo Eranos, en: Suplementos Anthropos, nº 42, 1994.
---Harold Bloom, ¿Dónde se encuentra la sabiduría?, Taurus, Madrid 2005.
---José Ángel Valente, La experiencia abisal, Gutenberg, Madrid 2004.
---Santiago Zabala, The Remains of Being, Columbia University Press, 2008.
---G. Vattimo, A. Ortiz-Osés, S. Zabala y otros, El sentido de la existencia, Universidad Deusto, Bilbao 2007.
---Victor Hugo, Antología íntima, edición de R. Gracía de Mesa, Universidad de Córdoba, 2002.
---Lao-Tsé y otros, Diccionario de la existencia, Anthropos, Barcelona 2006.
---Andrés Ortiz-Osés, Sabiduría de la vida, Prames, Zaragoza 2007; idem, Amor y humor, Rolde, Zaragoza 2007.
[1] Ver Platón, Obras Completas, Aguilar, Madrid 1990.
[2] La divisa socrática en Jenofonte es “honrar lo demónico”, es decir, lo religioso o religante, lo sagrado o numinoso. Precisamente ha sido Heidegger el que ha proseguido esta honra de lo demónico en su veneración cuasi fechitista del ser como daimon/demon de lo real. (Por cierto, resulta sintomático de ese Sócrates no olímpico el que se apropie en su discurso de una expresión típica de las mujeres: “por Juno” (la diosa lunar protectora de las féminas).
[3] Véase la magnífica edición biblingüe de Jenofonte por nuestro J.D.García Bacca, Recuerdos de Sócrates/Banquete/Apología, UNAM, México 1994.- Sócrates habla de “frónesis”, que podemos traducir como sentido afectivo contextual: en este segundo Sócrates de Jenofonte –después de Platón- el sentido se define por el uso práctico, así como en el segundo Wittgenstein de las Investigaciones –después del Tractatus- el sentido se define por el uso pragmático.
[4] H. Bloom, ¿Dónde se encuentra la sabiduría?, Taurus, Madrid 2005.
[5] Antonio Gala, Poemas de amor, Planeta DeAgostino, Barcelona 1999.
[6] Al respecto Epicuro, edición de Carlos García Gual, Alianza, Madrid 2002, “Carta a Meneceo”.
[7] Sobre el tema de la felicidad, ver André Comte-Sponville, La felicidad desesperadamente, Paidós, Barcelona 2001, así como Luc Ferry, ¿Qué es una vida realizada?, Paidós, Barcelona 2003.
[8] Véase R. Burton, Anatomía de la melancolía, Asociación española de Neuropsiquiatría, Madrid 2002.
[9] Baltasar Gracián, El Criticón, Aguilar, Madrid 1960.
[10] Yevgeny Yevtushenko, en:M. Esselman y E. Ash, Al diablo con el amor, Punto de lectura, Barcelona 2002. Hemos revisado levemente la versión española por motivos conceptuales, traduciendo “condonar” en lugar de “perdonar”.
[11] Véase M. Heidegger, Carta sobre el humanismo, así como Besinnung/Meditación, Editorial Biblos, Buenos Aires 2006.
[12] M. Heidegger, La pobreza, Amorrortu, Buenos Aires 2006, pág. 103 y 104. Sobre la experiencia abismática ver J.A. Valente, La experiencia abisal, Gutenberg, Madrid 2004.
[13] Al respecto Santiago Zabala, The Remains of Being, Columbia University Press, 2008.
[14] Para el trasfondo de la cuestión ver G. Vattimo, A.Ortiz-Osés, S. Zabala y otros, El sentido de la existencia, Universidad Deusto, Bilbao 2007.
[15] Victor Hugo, Antología íntima, edición de Rafael García de Mesa, Universidad de Córdoba, 2002.
Bibliografía:
---Biblia de Jerusalén, Desclée, Bilbao 2002.
---Platón, Obras Completas, Aguilar, Madrid 1990.
---Jenofonte, Recuerdos de Sócrates, edición de J.D.García Bacca, UNAM, México 1994.
---Epicuro, Textos introducidos y editados por C. García Gual, Alianza, Madrid 2002.
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---Robert Burton, Anatomía de la melancolía, Asociación española de Neuropsiquiatría, Madrid 2002.
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---C.G.Jung y el Círculo Eranos, en: Suplementos Anthropos, nº 42, 1994.
---Harold Bloom, ¿Dónde se encuentra la sabiduría?, Taurus, Madrid 2005.
---José Ángel Valente, La experiencia abisal, Gutenberg, Madrid 2004.
---Santiago Zabala, The Remains of Being, Columbia University Press, 2008.
---G. Vattimo, A. Ortiz-Osés, S. Zabala y otros, El sentido de la existencia, Universidad Deusto, Bilbao 2007.
---Victor Hugo, Antología íntima, edición de R. Gracía de Mesa, Universidad de Córdoba, 2002.
---Lao-Tsé y otros, Diccionario de la existencia, Anthropos, Barcelona 2006.
---Andrés Ortiz-Osés, Sabiduría de la vida, Prames, Zaragoza 2007; idem, Amor y humor, Rolde, Zaragoza 2007.
Artículo elaborado por Andrés Ortiz Osés, Catedrático de Antropología en la Universidad de Deusto, Bilbao, y colaborador de Tendencias21.